Capítulo II:
Una visita nocturna
La princesa Irina Petrovna Posof entró en su habitación del hotel Emporium. Cerró la puerta y lanzó un suspiro de alivio. La jornada había sido de intensiva ocupación. Acercóse a la lámpara colocada en el centro del saloncito que, junto con un tocador y un dormitorio, constituía su morada en Sacramento, y levantó la mecha, llenando de luz la estancia. Se quitó la capa que la había defendido del relente y pensó un momento en las personas, algunas muy interesantes, que había conocido aquella tarde.
Los pensamientos de la princesa se interrumpieron bruscamente. Su mirada acababa de clavarse en la punta de una bota que asomaba por debajo de una de las cortinas de su alcoba. Era una bota masculina, que no tenía ninguna razón de estar allí, y encima de la cual, probablemente, se encontraría un hombre.
Irina no se alteró, ni lanzó ningún grito. Por el contrario, fue hacia una de sus maletas, la abrió, como si buscara alguna prenda de ropa, y de pronto, volviéndose hacia la cortina, ordenó, por encima del revólver que empuñaba:
—Salga usted de ahí.
Lo dijo sin violencia, pero con una voz tan firme que se advertía a la legua que su orden estaba respaldada por algo más que por su seguridad.
Una mano apartó la pesada cortina de terciopelo y apareció un hombre vestido a la moda mejicana, con el rostro cubierto por un negro antifaz.
—Buenas noches, princesa —saludó, inclinándose profundamente.
—¿Quién es usted? —Preguntó Irina—. ¿Qué hace aquí? ¡Conteste!
—Soy El Coyote —replicó el enmascarado—. He venido a besarla.
—¡No se mueva! —Irina hablaba con acerada firmeza. La mano que empuñaba el revólver no temblaba lo más mínimo—. Le he preguntado quién es usted. Conteste la verdad.
—La verdad es que soy El Coyote —sonrió el enmascarado—. Oí en la fiesta del gobernador cómo usted expresaba su deseo de conocerme y he venido. Un beso de sus labios y puede quedarse con mi vida.
—Le concedo un minuto para que salga de esta habitación y se marche —dijo Irina—. Y dé gracias a Dios por mi piedad.
—Eso es impropio de usted, princesa Posof —dijo el enmascarado—. ¿Echarme de su lado después de haberme ofrecido un beso? No, no. Yo soy un hombre de palabra, aunque sea un bandido, y en cuanto la oí decir lo que ofrecía a cambio de mi vida, no perdí un momento y vine al galope para estar aquí cuando usted llegara. Tome mi vida; pero antes deme un beso. Yo soy como aquel terrible tártaro a quien su abuela azotó hasta arrancarle la piel a tiras.
—Tiene aún medio minuto para escapar, señor Coyote.
—¡Pero si yo no quiero escapar, princesa! —replicó El Coyote. Yo quiero que me bese y luego me mate. ¿Cree que si no deseara eso hubiera venido? No, no. Béseme y luego saque el knut y azóteme como una hermosa princesa azotaría a un despreciable bandolero.
—¿Desde dónde oyó eso?
—Ya le dije que estaba en la fiesta del gobernador cuando usted pronunció aquellas hermosas y estremecedoras palabras relativas a mí. Me enamoré tan perdidamente de usted, que estuve a punto de caer a sus plantas y decirle «Irina Petrovna, bésame y mátame, porque si no lo haces moriré pensando en ti». En realidad, ya me han matado sus ojos. ¡Un beso!
El Coyote dio un paso hacia Irina, que le aguardó inmóvil, desafiadora. Cuando estuvo junto a ella, se inclinó y la besó, suavemente, en los labios. Fue un beso desprovisto de pasión, casi de burla. Reaccionando ante él, Irina apretó el gatillo del revólver, a la vez que daba un paso atrás.
La detonación que la joven esperaba no se produjo. Oyóse tan sólo el choque del percutor contra la cápsula. Nerviosamente, Irina apretó otra vez el gatillo, sin que sonase tampoco ningún disparo. Cuando por tercera vez giró el cilindro y cayó el percutor, Irina comprendió la verdad.
—Está descargado —le dijo El Coyote—. Fue una pequeña precaución que tomé al registrar su equipaje. Como en vez de encontrar un látigo hallé el revólver de seis tiros, temí que la princesa se olvidara de que tenía que matarme a latigazos y recurriese al vulgarísimo procedimiento de pegarme un tiro, cosa impropia de tan gran dama.
—¡Está bien! —dijo Irina con voz contenida—. Ya que lo ha querido, gritaré y me daré el gusto de ver cómo le detienen y luego le ahorcan.
—¿De veras? —Sonrió El Coyote—. ¡Caramba, caramba! Creo que será mejor que antes de chillar nos sentemos y charlemos como buenos amigos. Una princesa rusa y un bandolero californiano… Es posible que el cuadro no vuelva a repetirse nunca más. Siéntese, princesa, siéntese. No vacile. Ya ve que no trato de hacerle daño. Si hubiese querido robar sus hermosas joyas, hubiera podido hacerlo mientras usted no estaba aquí. Y si mi deseo fuera el de matarla, también lo habría podido hacer antes de que se fijara en mi bota.
—¡Márchese!
—¿Por qué tanta prisa? ¿No se da cuenta de lo emocionante que es esta reunión? La nieta del príncipe Posof frente al bandido Coyote. Es un hermoso contraste. Quiero hablar con usted.
Irina sonrió, al fin, y sentóse en otro sillón colocado frente al que ocupaba El Coyote.
—¡Está bien!; hablemos, señor bandido. Tal vez me convenza y desista de denunciarle.
—No, no. Es necesario que me vea ahorcado. En la corte de San Petersburgo se sentirán muy interesados por las andanzas de la bellísima princesa Posof. Interesados… y hasta puede que muy asombrados. ¿No?
—Tal vez; aunque ya están habituados a mis extravagancias.
—Pero ésta supera a todas las otras, ¿no?
—No. Nada de eso. Las he cometido mucho mayores.
—¿Mayores que salir de su tumba del cementerio de Pére Lachaise, de París, donde debía reposar desde el año mil ochocientos veintinueve, y presentarse en California para hacer ahorcar a un bandido? Permita que dude de la superación de esta extravagancia.
Irma Petrovna Posof quedó inmóvil. Ni un músculo de su rostro se alteró. Tan sólo sus manos, al apretar con más fuerza los brazos del sillón, acusaron lo que pasaba en su alma.
—¿No dice nada? —Preguntó El Coyote—. Por favor, hable usted. Hace un fantasma tan delicioso que no puedo por menos de suplicarle que siga hablando y moviéndose como cuando fingía estar viva. El gobernador se asombrará mucho cuando sepa que ha tenido a un duende en su casa.
—No lo entiendo.
—Claro que me entiende, señorita Garson, claro. Lo que está ocurriendo es que trata de ganar tiempo, a fin de ordenar sus desordenadas ideas. Odile Garson, natural de Londres, Inglaterra. Es la primera inglesa de cabellos tan negros y de ojos tan bonitos que se ha cruzado en mi camino.
—Bien, señor Coyote, ha ganado usted. ¿Cuánto quiere por su silencio?
—Dejemos para más tarde los enojosos asuntos económicos. Es usted demasiado bonita para que un bandido como yo sienta prisa por huir de su lado. Cuando hace unos años me detuve ante su sepultura, allá en París… Pero ¿quién iba a imaginar que un bandido californiano hubiera estado en París, y nada menos que se hubiese detenido a contemplar la bella escultura que el cincel de Rocher labró para una de las más románticas tumbas de aquel cementerio? Hizo usted mal en encargar a Rocher aquella escultura. Es la imagen perfecta del alma que se enfrenta con la incógnita del más allá. Yo pasaba de largo; pero, de pronto, me quedé con la mirada fija en los ojos de mármol de aquella figura. Reconocí en seguida la obra de un gran maestro. Luego vi la firma: Rocher, y a continuación quise ver quién reposaba al pie de ella. Lentamente leí: Irina Petrovna Posof, la fecha de su nacimiento y la de su muerte. Calculé que había muerto a los treinta años. Volví a contemplar la escultura y nunca más olvidé ni la imagen del alma, ni el nombre que dicha alma llevó cuando su cuerpo vivía.
El Coyote se interrumpió un momento; luego, con el mismo tono soñador, prosiguió:
—Irina. Es un nombre precioso. Parece imposible que de un país tan helado salgan unos nombres tan cálidos. Irina es como un suspiro. En cambio, Odile Garson es duro, como los duros ingleses, que han labrado un imperio que resiste a todos los embates. ¡Odile Garson! Hay que hacer un esfuerzo para pronunciarlo y, desde luego, no es un nombre ni un apellido romántico.
—¿Cómo ha averiguado mi verdadero nombre? —preguntó la falsa princesa.
—Su equipaje está tan a la vista y al alcance de las doncellas que entran a arreglar la habitación o a encender la luz, que en cuanto lo vi me dije que tanta belleza, no podía ser cierta. Al fin, en un doble fondo, encontré… toda su documentación, algún dinero, una colección de cartas, algunas joyas… Pero no, no tema, todo sigue allí. No le quité más que los cartuchos de su revólver.
—¿Y qué piensa hacer? —preguntó Odile Garson, haciendo gala de su maravillosa serenidad.
—Nada. Sólo deseaba charlar con usted. No sé dónde leí hace tiempo que no es en el triunfo, sino en la derrota donde se demuestra el valor. Jamás había visto a una mujer que aguantara más serenamente un golpe. Es usted admirable.
—Siempre he despreciado a las plañideras que se quejan y lloran a pesar de comprender que ya no tienen salvación. Además, usted es El Coyote.
—¿Y qué?
—Que usted no me denunciará al gobernador. Si hubiera sido otro hombre, me habría portado de otra manera.
—¿Cómo sabe que no la desenmascararé?
—Porque también tendría que desenmascararse usted. Además, los lobos no muerden a los lobos, excepto cuando tienen mucha hambre.
—¿Cómo sabe usted que no tengo hambre?
—Aunque la tuviera, no soy un gran bocado para usted. El mundo está lleno de suculentos corderos. ¿Para qué devorarme a mí?
—Tanta listeza en una mujer es muy peligrosa, señorita Garson.
—¿Para los hombres?
—No; es peligrosa para la misma mujer. Es usted audaz y, además, imprudente. Tiene una gran seguridad en sí misma. Hasta ahora esa audacia la ha favorecido; pero un día la perjudicará.
—Hasta ahora me ha sacado con bien de todos los apuros.
—Incluso de la tumba, ¿no?
—Sí. Yo también me sentí atraída por aquella escultura de Rochen ¿No opina, don Coyote, que un cementerio no es el lugar apropiado para que se encierre en él una obra de arte como aquélla? Debiera estar en un museo. Si hubiese estado en un museo ni usted ni yo nos habríamos fijado en el nombre de la princesa enterrada en el Pére Lachaise.
—Y el mundo habría perdido la maravillosa resurrección de la bellísima Irina Petrovna…
—Que por sus extravagancias fue expulsada de la corte de Moscú y desterrada a Constantinopla, desde donde marchó a París, a admirar a Napoleón. Cuando Napoleón fue encerrado en Santa Elena, la pobre Irina dijo que ya no volvería a ver a ningún hombre que mereciese su admiración, y al poco tiempo se murió.
—Si hubiera sabido que pronto iba a nacer en California El Coyote, seguramente no se hubiese muerto.
—Al contrario, se habría apresurado a hacerlo para poder volver al mundo en un cuerpo digno de ella. Ahora hubiese sido una viejecita incapaz de despertar su interés, señor bandido.
—Gracias. Fue usted muy amable prestándole su cuerpo al alma de la princesita rusa enamorada de Napoleón. Lamento no disponer de tiempo suficiente para oírle contar toda la historia de Irina. Estoy seguro de que conoce usted hasta el menor detalle de la historia de los Posof. ¿Queda alguno vivo?
—El último apostó que se bebía tres botellas de aguardiente. Apostó sus haciendas contra un caballo de pura raza inglesa.
—¿Y qué? ¿Ganó?
—Sí. Aquel caballo fue el que tiró del trineo que llevó al cementerio de San Petersburgo el ataúd en que reposaba el príncipe Posof. Tenía tanto alcohol dentro del cuerpo que se juzgó innecesario embalsamarlo… Aquel alcohol debía conservarlo intacto hasta el día del juicio final.
—¿A qué ha venido a Sacramento? —preguntó El Coyote.
—¿Teme que le haga la competencia? —Rió la mujer—. No tema. Mis armas son muy distintas de las suyas. Lo que usted hace con un revólver, yo lo hago con una mirada. Los dos obtenemos beneficios. Y los dos nos exponemos a un disgusto.
—Con la diferencia de que a mí, cuando me quitan el revólver, los ojos no me sirven de nada, y a usted, para desarmarla, tendrían que arrancarle los más hermosos ojos que he visto.
—¿Se ha enamorado de mí, don Coyote? —preguntó la mujer.
—No. Y no se ofenda. Es usted hermosísima. Sin embargo, también es hermosísimo un tigre y no se me ocurriría jamás enamorarme de él. No porque no fuera hermoso, sino porque los tigres tienen garras y colmillos.
—¿Y yo también los tengo? —preguntó Odile Garson, levantando las manos y mostrando, con una suave carcajada, sus bellísimos dientes.
—También los tiene, aunque muy ocultos. Además, tiene usted un cerebro privilegiado, de lo cual carece el tigre.
—Bien: creo que ya hemos hablado bastante de nuestra belleza y de lo peligrosos que somos. Dígame, ahora, qué quiere de mí.
—Nada, se lo aseguro. Me interesó mucho cuando la vi en casa del gobernador, y aún más al enterarme de que era usted, nada menos, que la difunta princesa Posof. Sentí un deseo irresistible de saber quién era en realidad y por eso vine. Ahora mi curiosidad está ya satisfecha. Me marcho.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Y no quiere nada a cambio de su silencio?
—No deseo quitarle nada.
—Entonces, devuélvame algo que me ha robado.
—No le he robado nada, señorita Garson.
—Se lleva usted un beso mío. Devuélvalo a mis labios.
El Coyote sonrió.
—¿De veras quiere que se lo devuelva? —preguntó.
—Lo exijo —dijo Odile Garson, entreabriendo sus labios—. Un caballero, aunque sea un bandido, ha de tener palabra.
—Está bien —dijo El Coyote—. Le devuelvo su beso.
Y cogiendo una de las rosas que adornaban un jarrón de cristal colocado junto a la lámpara, la besó y se la ofreció a Odile, diciendo:
—Un beso tan hermoso como el suyo merece ir envuelto en pétalos de flor. Adiós, princesa.
Odile Garson vio cómo El Coyote se acercaba a la única ventana de la estancia y salía por ella. Luego oyó sus pasos por el tejadillo y un momento después su salto hasta la calle. Bajando la mirada hacia la rosa, hizo girar el tallo entre sus dedos, murmurando:
—Es un hombre digno de ti, Odile. Muy peligroso… Como yo lo deseo.
Luego fue hacia la maleta donde guardaba sus documentos y papeles comprometedores, y abriendo el doble fondo comprobó que todo estaba en orden.
—Tendré que buscarles otro escondite mejor —dijo. Pero, de momento, dejó aquel problema.