8
Debido a las austeras medidas económicas de la penitenciaría, llevadas a efecto desde que Ceferino Ródenas ocupara el cargo de director de la Modelo, los goznes solo se engrasaban una vez al año a fin de ahorrarse unas pesetas. De ahí que rechinaran cuando se abrió el portón de la celda 512.
Santini apartó sus ojos de la pared: su único pasatiempo durante los últimos tres años. Viró el rostro hacia la entrada, indiferente a todo. Vio la sombra de dos hombres apoyados en el quicio de la puerta. Se le escapó una risita sardónica, virulenta, demencial. Los había reconocido. Eran el diablo y uno de sus sicarios.
Con cuidado de no pisar las heces que el preso deponía en cualquier lugar menos en el agujero del escusado, el más corpulento de los dos entró en la celda caminando en zigzag con el fin de esquivar toda aquella inmundicia. El otro permaneció en la puerta. Cubría su nariz con un pañuelo. El hedor resultaba inaguantable.
—Escucha, Maurizio. Es posible que unos señores vengan a hacerte unas preguntas —le advirtió el tipo de robustas espaldas, deteniéndose a un metro del siciliano—. Si se te ocurre contarles alguna de tus delirantes historias me veré obligado a castigarte, ¿me oyes bien? Cien varazos no serán suficientes. —El recluso se estremeció al escuchar sus palabras. Conocía bien el cuidado que ponía el secuaz del diablo cuando se trataba de torturar a una persona—. Pero si te portas bien, y mantienes la boca cerrada, sabremos recompensar tu silencio. Ya sabes a lo que me refiero.
—Sí… sí… capito. Eso no se hace… quello non si fa… quello non si fa —repitió sistemáticamente, balanceando el cuerpo hacia delante y hacia atrás mientras negaba con la cabeza—. El diablo cuida de mí… il diabolo é il mio amico. Eso no se hace… quello non si fa… non devo mangiare i miei somiglianti.
—¡Idiota! —bramó el individuo que había quedado atrás.
Le hizo un significativo gesto a su acompañante. Este abofeteó a Santini.
—¡Mantén cerrada la boca si no quieres que te corte la lengua! —amenazó luego con voz grave—. ¡Tú estás loco! ¿Me oyes? —Aprovechando que la camisa de fuerza lo imposibilitaba de mover los brazos, lo agarró por el mentón—. Nadie te hará caso, estúpido. Por tu bien, te aconsejo que sigas mirando esa pared y que te olvides de responder ninguna pregunta.
—Sí… sí… quello non si fa.
El siciliano hundió la cabeza entre sus hombros, cohibido por la arenga. Se recostó de lado sobre el viejo camastro, cuya manta estaba salpicada de lamparones de orina. Después de murmurar unas palabras en voz baja, recogió sus piernas hasta conseguir que el cuerpo adquiriera la apariencia de un feto en el vientre de la madre.
Los visitantes se marcharon de nuevo, cerrando la puerta tras de sí. El eco de sus pasos, alejándose por la deprimente galería, reverberó en el cerebro del enajenado Santini.
Temía a aquella gente.
Jamás haría nada que pudiera ofenderles.
La primera impresión que tuvo, nada más entrar en la cárcel Modelo de Barcelona, fue sentir que alguien les estaba acechando. La arquitectura radial del edificio ayudaba a crear ese efecto.
La planta baja estaba destinada a las zonas administrativas. Allí se encontraban las habitaciones, el portero, los dormitorios de los guardias, las oficinas, el horno y la cocina, así como los almacenes de la ropa, la comida y otras provisiones. En el primer piso se hallaba la sala de vistas del Tribunal Superior, el Salón para la Junta Auxiliar de Cárceles y los dormitorios del director, el sacerdote, el médico y el administrador. En cuanto a las zonas dedicadas a la prisión preventiva, las galerías formaban una cruz. El panóptico, ubicado estratégicamente en el centro, servía de nexo de unión. Desde la torre de control, con tan solo girar el cuerpo 360 grados, el vigilante era capaz de divisar cada una de las puertas de las celdas, e incluso de controlar el paso de los celadores y los encarcelados de confianza que deambulaban de un lado a otro barriendo y fregando el suelo de los corredores. Su visión orbicular lo abarcaba todo. Y sin embargo, nadie lo veía a él. Los presos se sabían continuamente vigilados, lo que acentuaba el temor y contribuía al fiel cumplimiento de las normas. Porque allí, dentro de la penitenciaría, donde nadie podía escuchar los gritos desesperados de los reclusos, saltarse las reglas promovidas por la Dirección General de Prisiones suponía un terrible castigo.
Otro detalle fue el silencio: no se escuchaba ni el vuelo de una mosca; solamente, de vez en cuando, el sonido metálico de los pasadores con que se aseguraban las puertas una vez cerradas con llave. Aquel lugar, para nada civilizado o reformista, resultaba tan execrable como los delitos cometidos por sus desafortunados «huéspedes». Tanta represión devenía en una estúpida venganza social basada en el rigor y la disciplina. Era fácil adivinar cierta mordacidad punitiva del poder en cada una de las galerías, en los angostos «galápagos» y en las celdas de ínfimas dimensiones.
Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Fernández-Luna mientras caminaba por el gélido corredor de la cárcel en compañía de sus colegas. Los acompañaba Honorato Pellicer, teniente de la Guardia Civil, a la sazón oficial de prisiones y jefe de los guardianes y celadores, el cual les fue poniendo al corriente de las normas disciplinarias de la penitenciaría.
—La gran mayoría de los reclusos que cumplen condena en la celular son peligrosos criminales que han optado por incumplir las leyes de nuestra sociedad, estableciendo de forma anárquica el terror en las calles de Barcelona y en los hogares de la gente honrada. —Cada vez que abría la boca para hablar, los huesos maxilares se le acentuaban en los pómulos—. La indulgencia no es la mejor fórmula para que estos miserables se regeneren. Se lo digo yo, que los conozco bien. —Se aclaró la garganta, antes de continuar—: Aquí se les instruye en la rigurosidad y en la penitencia. El aislamiento no solo les ayuda a comprender las terribles consecuencias de sus actos, hemos de inculcar en ellos el sentimiento cristiano haciéndoles partícipes de los actos religiosos oficiados a diario por fray Agustín, el capellán, cuya lucha reside en erradicar el pecado y la blasfemia en el interior de la cárcel. —Después de haber dejado atrás las habitaciones de los funcionarios de guardia, se detuvo frente al despacho del director. De manera ampulosa, terminó diciendo—: Este es el programa que hemos de mantener para la absoluta corrección de su naturaleza delictiva.
Golpeó la puerta con los nudillos de la mano derecha.
—¡Adelante! —se oyó una voz recia al otro lado.
Pellicer entró después de recibir el beneplácito del director. Se echó a un lado para que pudiesen entrar los miembros de la Brigada de Investigación Criminal. Fernández-Luna se quitó el bombín de la cabeza, sujetándolo con la misma mano que aferraba el bastón. Sus compañeros lo imitaron. El oficial de prisiones, finalizado su trabajo, se retiró discretamente cerrando la puerta al salir.
—Buenos días, caballeros —les dijo Ródenas, poniéndose en pie—. Agradezco el interés que demuestra la Policía al hacernos una nueva visita. Espero que pronto se esclarezca la verdad de lo ocurrido —determinó de un modo preciso—. Por desgracia, tras la fuga del recluso la prensa se ha cebado con la noticia. El semanario satírico, republicano y anticlerical, L’Esquella de la Torratxa, dice de mí que soy un inútil… un sandio. —Torció el gesto, con evidente enojo—. Ya me gustaría a mí verlos en la delicada posición en la que me encuentro. —Haciendo un esfuerzo por sonreír, les indicó la pareja de butacones dispuestos ante la mesa de caoba donde se apreciaba un maremágnum de papeles en completo desorden—. Pero, por favor… siéntense.
Los agentes de la BIC aceptaron la invitación. Una vez que se hubo acomodado, Fernández-Luna analizó en profundidad las facciones del director. Tenía la impresión de haber visto antes ese rostro.
Ródenas rondaba los cuarenta años de edad. Iba vestido con elegancia. Su cabello de color negro, peinado con estilo hacia atrás, comenzaba a canear por ambos lados. Poseía un tono de voz grave, pero hablaba de forma segura y calmada, sin prisas. Sus ojos eran especialmente expresivos, como si se comunicara con los demás a través de ellos. Su comportamiento resultaba ejemplar, arquetípico. No parecía esconder ningún secreto. Y sin embargo, había algo en él que no terminaba de gustarle. Tal vez estuviese equivocado y aquel individuo, en verdad, fuera una persona anodina y superficial deseosa de recobrar su prestigio, arrastrado por los suelos desde que el Gran Kaspar conjurara al genio de la magia y desapareciera misteriosamente de su celda.
—Señor Ródenas… —comenzó diciendo Carbonell—, le presento a don Ramón Fernández-Luna, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid. Por mediación del conde de Güell, el inspector de Seguridad ha requerido su presencia en Barcelona. Está aquí para ayudarnos a esclarecer el caso.
—Encantado de conocerle —asintió el responsable de la cárcel al tiempo que estrechaba la mano del madrileño—. Espero que entre todos podamos encontrar una solución al problema que nos atañe.
—A veces, los asuntos extremadamente impenetrables son los más sencillos de resolver —opinó Fernández-Luna, esbozando una sonrisa de medio lado—. No sé qué opinará usted, pero yo me considero una persona bastante racional, con las ideas muy claras. Me niego a admitir que ese tipo, el ruso, haya desaparecido por arte de birlibirloque. Estoy seguro de que alguien de dentro tuvo que ayudarle a escapar. No sé… tal vez un celador o alguno de los guardianes. Cualquiera pudo dejarse sobornar si la cantidad de dinero ofrecida resultaba tentadora.
—No crea que no lo he pensado —admitió el director, apoyando los antebrazos sobre la mesa. Echó hacia delante su cuerpo—. Tanto es así, que ayer mismo redacté una lista con los nombres de los funcionarios que, a mi entender, resultan sospechosos.
—¿Podría facilitárnosla?
—Por supuesto. —Abrió el primer cajón de su despacho, extrayendo el sobre cerrado que había en su interior. Se lo entregó a Carbonell—. No dispongo de pruebas, pero sé que muchos de ellos se encuentran en una situación económica bastante delicada, por lo que resulta fácil sobornarles. También los hay quienes critican la política carcelaria fuera de estos muros, sumándose a las voces de protesta de los intelectuales, anarquistas y republicanos que denuncian nuestra actitud en los mítines que se vienen celebrando desde hace años en distintos teatros de la ciudad. Lanzan sus invectivas contra el régimen penitenciario en la calle, pero aquí procuran mantenerse en el anonimato. —Resopló, indignado—. Unos cobardes, al fin y al cabo.
El mallorquín le pasó el listado a Fernández-Luna, quien a su vez lo guardó en el bolsillo de la chaqueta sin dignarse siquiera echarle un vistazo.
—Me encargaré personalmente de investigarlos a todos —le aseguró, dando por zanjado el asunto—. Pero antes quisiera inspeccionar la celda del recluso evadido… y si es posible, hablar con el vigilante que estuvo esa noche de guardia en la torre de control. Por supuesto, también me entrevistaré con el celador que descubrió la desaparición del ruso y con algunos de los presos.
—No sé qué piensa encontrar en la célula de aislamiento. Otros agentes, antes que usted, examinaron todos sus rincones sin hallar un solo indicio de fuga —argumentó el director, creyendo inútil su empeño.
—Excúseme, señor Ródenas —se adelantó a decir Fernández-Luna, haciendo ostentación de gran profesionalidad—. Lo último que pretendo es poner en entredicho la eficacia de mis compañeros. Pero si han requerido mi colaboración, lo menos que puedo hacer es visitar la celda donde estuvo recluido el preso. Sé de antemano que todo está en orden. No obstante, puede que encontremos algo que hayan pasado desapercibido hasta ahora. Sé por experiencia que cuanto más se observa la escena de un crimen, existe una mayor posibilidad de resolver el caso.
—Está bien. —No hubo ningún impedimento—. ¿Desean que les acompañe?
—Si no es mucha molestia.
—¡En absoluto! —exclamó, entrelazando los dedos de ambas manos—. Será un placer ayudarles en todo lo que consideren necesario. Soy el primer interesado en que se sepa la verdad y se esclarezcan al fin las causas de la desaparición.
Minutos después, los agentes de la BIC, en compañía del director, ascendían las escaleras centrales que habrían de conducirles a la primera planta.
Allá donde mirase, Fernández-Luna solo veía lúgubres corredores, puertas de hierro y cancelas enrejadas. Aquel lugar le trajo a la memoria los ergástulos donde los inquisidores solían encerrar a los hombres y mujeres acusados de herejía en los terribles años del oscurantismo medieval. Incluso llegó a pensar que detrás de alguna de aquellas puertas destinadas a labores funcionarías pudieran esconderse complicados instrumentos de tortura. La podredumbre de aquel régimen disciplinario aventaba la corrupción.
Ródenas se detuvo frente a la celda 513. Los policías permanecieron junto a la barandilla.
—Aquí es —les dijo en tono neutro. Luego alzó la mano para llamar la atención del celador que realizaba su ronda de inspección al final de la galería—. ¡Arturo! Haga usted el favor de venir un instante.
Ripoll aceleró el paso. Sabía que el director antipatizaba con los parsimoniosos.
—Buenos días, don Ceferino —saludó cortésmente el funcionario—. Dígame qué se le ofrece.
—Abra la puerta. Los caballeros desean inspeccionar nuevamente la célula.
—Le recuerdo que ayer mismo ingresó un falsificador de monedas que…
—¿A qué viene tanto remilgo? —inquirió en tono apremiante—. Que permanezca de pie en una esquina hasta que nos vayamos. Para eso lleva usted una porra… para imponer autoridad.
Ripoll procedió según las órdenes: descorrió el pasador después de abrir con llave la cerradura. Sentado en el camastro había un hombre de mediana edad, de largas patillas y pronunciadas arrugas. Un duro de plata, de los que falsificaba en su taller de la calle San Severo, iba cayendo entre sus dedos de forma escalonada. Era un habilidoso juego aprendido de niño.
—Ponte en pie, Fermín —ordenó el celador, echando mano del garrote que pendía del cinto—. Ve hacia ese lado y no se te ocurra moverte. —Le indicó el muro más alejado de la puerta.
Con cara de pocos amigos, el recluso accedió a la petición por temor a recibir un golpe en las costillas.
El primero en entrar fue Fernández-Luna, que miró en derredor suyo con el propósito de fotografiar mentalmente aquel cubículo de reducidas dimensiones. Calculó que no tendría más de cuatro metros de largo por dos y medio de ancho. Resultaba claustrofóbico. Al margen del camastro, en cuyo colchón anidaban incontables parásitos, había una pequeña ventana que daba al patio interior, así como un mugriento retrete que apestaba a demonios. En el suelo pudo ver un plato de metal con restos de comida. Unas cuantas cucarachas correteaban en su interior.
Carbonell se colocó a su lado.
—¿Hay algo que llame tu atención? —le susurró al oído.
—Sí, claro… el modo infrahumano en que viven los presos —pensó en voz alta. Dicho esto, se dirigió al director—. ¿Cuántas comidas reciben al día?
—Dos son suficientes —alegó Ródenas, con gesto incómodo—. Debido a la grave crisis económica que vive el país, la Dirección General de Prisiones ha recortado el presupuesto que anualmente se destina al sustento y alimentación de los reclusos. De hecho, lo sobrellevamos gracias a las postulaciones de las monjas.
—¿Y cuando tienen sed?
—Con un bote sacamos el agua de la cisterna del retrete —terció el falsificador con voz cavernosa, interviniendo en la conversación—. Pero tiene muy mal sabor —se quejó, escupiendo hacia un lado.
Fernández-Luna no salía de su asombro.
—¿Es eso cierto? —Volvió a encarar al director.
—En efecto, son las normas —respondió de forma concluyente—. Se dispuso que cada celda tuviese su propio escusado por ese motivo. Además, para evitar que los presos se comuniquen entre sí a través de los desagües, las tazas están dotadas de un mecanismo que obtura el sifón al levantar la tapa. Cuando lo utilizan, se enciende un indicador que hay fuera y su luz avisa a los guardianes. De ese modo espiamos sus movimientos —reconoció sin ambages—. El problema es que algunos presos ya han conseguido inhabilitarlo.
El madrileño se acercó a la ventana a fin de comprobar los barrotes. Golpeó los muros con el bastón, sin ningún resultado. Todo estaba en orden.
—Creo que es suficiente —le dijo a Carbonell.
—Ya te avisé de lo inútil que iba a resultar esta visita.
No dijo nada. Se limitó a reflexionar en silencio mientras salía de la celda. El celador cerró de nuevo la puerta.
—¿Podría hablar con los presos de las células contiguas? —insistió el tenaz policía.
Ródenas accedió a su capricho, advirtiéndole que uno de los confinados era un perturbado mental bastante peligroso, y que el otro, un barbero de la calle Amalia apodado Milhombres, se encontraba a las puertas de la muerte.
Fernández-Luna se decantó por este último a la hora de iniciar los pertinentes interrogatorios, aunque pronto comprendió que aquel pobre diablo no estaba en condiciones de hablar ni de prestarle atención a sus palabras. Recostado en el lecho, el recluso temblaba de pies a cabeza a causa de la fiebre. Por las secreciones sanguinolentas que se podían apreciar en la comisura de sus labios, dedujo que estaba enfermo de tisis. Muy a pesar suyo, tuvo que darle la razón al director: aquel tipo se estaba muriendo.
—Después de esto, ¿todavía te quedan fuerzas para entrevistar a un loco? —le preguntó Carbonell, con cierta incomodidad dibujada en su rostro.
—Descuida, acabamos en unos minutos. Si quieres, no hace falta que entres.
El mallorquín le agradeció que lo eximiera de cumplir con su deber. Lo cierto es que aquel lugar resultaba tan nauseabundo como denigrante. El comisario Salcedo permaneció junto a su inmediato superior. Tampoco a él le agradaba la idea de tener que visitar de nuevo la célula del siciliano.
El celador abrió la puerta de la 512. Un vapor mefítico surgió del interior de la celda. El fétido olor que exudaban las paredes y el suelo se extendió por toda la galería. Fernández-Luna sintió ganas de vomitar. Aquello era una auténtica pocilga.
En mitad de la penumbra avistó la imagen de un hombre acurrucado en un rincón. Santini observaba fijamente la pared, sin pestañear. Estaba completamente desnudo de cintura hacia abajo a fin de que pudiera hacer sus necesidades, ya que resultaba imposible de otro modo al tener inmovilizados los brazos gracias a la camisa de fuerza.
—Tenga cuidado al entrar —le avisó Ródenas, que prefirió quedarse junto a los demás agentes—. El suelo está cubierto de excrementos. El muy imbécil se niega a utilizar el retrete.
Con cuidado de no pisar indebidamente, y haciendo de tripas corazón, el de Madrid entró en los dominios del monstruo. Como no tenía dónde sentarse permaneció de pie, a menos de un metro de distancia.
—¿Cómo te llamas? —inquirió. No hubo respuesta—. No importa, te llamaré Gustavo. ¿Te parece bien así?
—Mi chiamo Maurizio… Maurizio Santini —respondió finalmente, con voz gutural.
—Está bien, Maurizio. —Se acercó hasta poder verle la cara—. Dime… ¿Duermes bien por las noches? —El otro negó con un gesto de cabeza. El madrileño siguió hablando—. Hace unos días se fugó un preso. Estaba justo aquí al lado, en la celda contigua. ¿Tú sabes algo?
—Quello non si fa… Eso no se hace —murmuró entre dientes, atemorizado.
—¿Qué es lo que no debes hacer?
—Non devo mangiare i miei somiglianti. Eso no se hace.
Fernández-Luna se volvió hacia el director de la cárcel, esperando que pudiera explicarle el motivo de aquella respuesta.
—Asesinó a una prostituta de la Barceloneta… y luego se la comió —anunció Ródenas, con cierta sangre fría—. Está loco. No creo que pueda serle de mucha ayuda.
—Comprendo —respondió, volviéndose de nuevo hacia el recluso—. Oye, Maurizio… ¿De verdad que no has oído nada extraño las últimas noches?
El siciliano seguía con la mirada fija en el techo. Ni siquiera se dignó responder la pregunta del policía.
—Déjalo, Luna. Aquí no hay nada que hacer —le aconsejó su colega, desde el corredor.
Ya se marchaba, pues ciertamente aquel tipo estaba desequilibrado y no atendía a razones, cuando lo oyó susurrar una frase en su idioma natal.
—Il cibo è eccellente.
Aquel comentario llamó su atención. Lejos de seguir insistiendo, salió de la celda antes de que las náuseas le gastasen una mala pasada y vomitara violentamente allí mismo.
Ripoll, a toda prisa, cerró la puerta y echó el pasador de hierro.
—Y ahora, ¿a quién desea interrogar? —inquirió Ródenas, intuyendo que el policía de Madrid habría de hacerle perder un poco más de su tiempo.
Fernández-Luna alzó la mirada hacia la torre de control.
—Creo que iremos a hacerle una visita al ojo que todo lo ve…