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Aquella mañana de últimos de verano, que anunciaba una bochornosa jornada con alto grado de humedad, Fernández-Luna desayunaba en la terraza del bar La Lune, situado en la esquina de plaza de Cataluña con la Rambla de Canaletas. Estaba exhausto. Le dolía terriblemente la cabeza debido a la francachela de la noche anterior.

«Creo que bebí demasiado. Aunque para mal trago, la conversación que mantuve con la baronesa mientras la otra pareja de tortolitos cuchicheaba entre sí palabras de amor al oído», se dijo a sí mismo en un acto de sincera contrición.

Aprovechándose de la cortesía del madrileño, y de su interés por la tertulia, la aristócrata había iniciado su particular flirteo halagando el ingenio policial de este y su fascinante modo de vivir. Fernández-Luna adivinó de inmediato las intenciones de doña Carmen: una vez enviudado el cuerpo y el alma, lo único que pretendía era reconquistar el cariño de un hombre que pudiese compartir con ella la soledad de los años; o en su defecto, disfrutar de un efímero instante de pasión carnal en brazos de un atractivo caballero. Gracias a su habilidad para sortear situaciones difíciles, evitó que la cosa fuera a más sin que la baronesa se sintiera ofendida. Solo tuvo que hablarle de Ana, de sus hijos y del afecto que les tenía, para que el fuego abrasador que consumía las entrañas de aquella mujer fuese disminuyendo hasta quedar reducido a simples rescoldos. Ante todo, se consideraba un caballero.

Acercó la taza a los labios, bebiendo a pequeños sorbos. La dejó de nuevo sobre la mesa. Estaba demasiado caliente. Y no solo el café, también Barcelona hervía por cada una de sus calles.

La manifestación convocada la tarde anterior, que tuvo que ser suspendida debido a la presencia de la Guardia Civil y la Policía en las inmediaciones de la Rambla, emergía aquella mañana como una oleada de aire caliente desde el barrio de Atarazanas hasta la plaza de Cataluña. La gran mayoría de los obreros que gritaban sus áridas consignas de «¡Pan y trabajo!» y «¡Abajo la burguesía!» eran mujeres. Denunciaban las malas condiciones en las que se veían obligadas a trabajar ellas y sus cónyuges, querellándose a un mismo tiempo contra la inflación, la carestía de la vida y la aguda crisis agraria, que había originado una incipiente oleada emigratoria de obreros hacia el sur de Francia.

Un grupo de violentos asaltó una tahona ante la mirada atónita de los transeúntes. Se abastecían de pan para sus hijos, un alimento considerado básico, aprovechando la oportunidad que les brindaba aquel tumulto. Otros habían colocado diversas carretas y tartanas en los raíles del tranvía con el fin de obstaculizar su recorrido. A causa de las barricadas, el conductor no tuvo más remedio que frenar en seco para evitar la colisión. Tras realizar la arriesgada maniobra, se asomó por la ventana para increpar duramente a los enloquecidos proletarios que al igual que un tornado arrasaban con todo lo que se interponía en su camino. Los obreros le devolvieron los insultos a la vez que golpeaban los vagones con sus puños y con palos, causándoles un gran temor a los inocentes pasajeros.

La cosa se puso más fea aún —y así lo pudo atestiguar Fernández-Luna desde la terraza donde desayunaba—, cuando hizo su aparición la Policía a caballo y la Milicia Auxiliar de Orden Público destinada a proteger los intereses de los acaudalados empresarios: el Somatén. Sus miembros, generalmente, solían comportarse de un modo bastante violento en nombre de la paz social.

Presagiando un duro enfrentamiento entre los indignados manifestantes, las Fuerzas de Orden Público y el grupo armado de autoprotección civil, Ramón cogió con cuidado la taza de café y el plato, y tras abrir la puerta del bar se acercó a la barra. El camarero, un joven esbelto con chaleco a rayas y pantalón negro, lo acomodó en una de las mesas situadas junto a la ventana. Desde allí podría seguir de cerca el desarrollo de la protesta sin poner en peligro su seguridad.

A lo largo de toda la avenida se podían escuchar las voces encrespadas de quienes se oponían enérgicamente al sistema social establecido. Varios de los huelguistas comenzaron a arrancar los adoquines del suelo, con el fin de lanzarlos sobre los policías que cargaban contra ellos. Otros, bastante más exaltados, le prendieron fuego a una de las carretas que obstaculizaban el paso del tranvía, obligando a los pasajeros a abandonar el vagón a toda prisa ante el temor de ser consumidos por las llamas. Las quejas se tornaron en gritos, y los lamentos en agudos gemidos de dolor e impotencia.

Los esbirros del Somatén se empleaban a fondo, según pudo apreciar Fernández-Luna a través de la ventana. Actuaban con excesiva brutalidad, golpeando indiscriminadamente a hombres y mujeres sin ninguna consideración. Cuando un grupo de obreros, impelidos por la rabia, se atrevió a presentarles cara, los ultraconservadores recurrieron a las armas de fuego sin importarles que cayesen muertos o heridos.

Sonaron varios disparos. Los alborotadores comenzaron a disolverse ante la extrema violencia esgrimida por los sicarios de la patronal, dejando en el centro de la plaza de Cataluña los cuerpos sin vida de tres manifestantes, dos de ellos mujeres. Yacían en el suelo con la mirada fija en ningún lugar.

Según se iba recrudeciendo la contienda, la sangre corría por toda la Rambla como un mar de lava roja.

Fernández-Luna era de ideas liberales, y todo aquello le dejaba un mal sabor de boca. Y aunque a veces apoyaba las medidas de represión cuando la plebe, enaltecida, se tomaba la justicia por su mano tirando por tierra los valores del civismo y la ética, no creía necesario el uso de las armas para hacerles entrar en razón. Le gustase o no, acababa de asistir a una ejecución en toda regla.

A partir de entonces se desentendió de lo que ocurriese de puertas para fuera. Intentando olvidar el dramático episodio que se vivía en las calles del quinto distrito, cogió prestado el periódico que había sobre la mesa. Bajo los titulares de la portada pudo ver una fotografía de la estatua erigida en honor de Rafael Casanova, monumento que se hallaba situado en la barcelonesa calle San Pedro. Alrededor del pedestal se congregaban militares, diputados y demás personajes del mundo de las finanzas y la política. La tarde anterior se había celebrado el aniversario del asalto borbónico a la ciudad —acaecido el 11 de septiembre de 1714—, la defensa obstinada y feroz del pueblo llano, así como la actitud heroica del comandante de los seis batallones que formaban la Coronela de Barcelona.

«Una manifestación en contra de la oligarquía y un acto público conmemorando una fecha histórica. ¡Y en apenas veinticuatro horas! Creo que Madrid se está quedando anticuada como ciudad», reflexionó mordazmente después de pasar la página del periódico.

Una nueva imagen en el diario contrastaba con la anterior. En la fotografía se podía apreciar el austero semblante de don Antonio Maura pronunciando un discurso en la localidad asturiana de Beranga. Haciendo gala de su exaltación y facundia, quien fuera presidente del Consejo de Ministros por dos veces, en la primera década del nuevo siglo, profería un categórico discurso que abogaba por la neutralidad de España en la Gran Guerra. Las palabras del estadista iban dirigidas a sus amigos de Bilbao y Santander.

Transcurridos unos diez minutos de larga espera, tiempo que había empleado en leer las noticias mientras terminaba de desayunar, comenzó a impacientarse: Carbonell se retrasaba.

Extrajo el reloj del bolsillo de su chaleco. Eran las nueve y media. Farfulló por lo bajo. Admiraba la puntualidad. Su padre solía decir que llegar a tiempo era uno de los pilares básicos de la educación, y además, la más honesta virtud de un hombre. Con el paso de los años, también él fue adquiriendo la sana costumbre de presentarse a la hora establecida.

Se abrió al fin la puerta del bar y entró Carbonell acompañado del comisario Salcedo. Pidieron unos cafés en la barra, con nervio. Ya se encargaría el camarero de llevárselos a la mesa donde les aguardaba Fernández-Luna.

—¿Has visto lo de ahí fuera? —inquirió el mallorquín, tomando asiento frente a él—. Se está germinando una huelga. Y esta vez derivará en trágicas consecuencias… Es que lo presiento —concluyó, en tono lapidario.

—Los madrileños Basteiro y Largo Caballero, del sindicato socialista de la UGT, ya han comenzado a dialogar con los anarcosindicalistas de Barcelona, Salvador Seguí y Ángel Pestaña. —Le puso al corriente de las noticias que acababa de leer en La Vanguardia—. Si prosperan las conversaciones, temo que habremos de enfrentarnos a nuevos disturbios en todo el país.

—Si es que hay quienes piensan que el Estado y la sociedad es una entelequia, una invención de la burguesía. Solo hay que leer los críticos comentarios del director de Solidaridad Obrera para adivinar sus pretensiones de debate entre el Sindicato Único y los poderes públicos. Y eso lo ha escrito un tipo que ejerce de hipnotizador en un cabaret. —Se lamentó Salcedo, conservador acérrimo, añadiendo su granito de arena a la conversación—. Esos muertos de hambre, como Borobio, odian a los empresarios que, a la postre, son los únicos que con su esfuerzo y sus proyectos han engrandecido la ciudad de Barcelona.

Se enzarzaron en un polémico debate sobre la inminente movilización obrera, una huelga general y revolucionaria que habría de estallar en los próximos meses si el Gobierno no solucionaba antes la crisis social e institucional que vivía la nación. Discutieron sobre la proximidad a la que se iban acercando ambos sindicatos —CNT y UGT—, de las ilegalizadas Juntas de Defensa —movimiento sindical militar, que al margen de defender los intereses de los oficiales del Ejército pretendía intervenir en la política—, y finalmente terminaron hablando de la Guerra de Marruecos, de la que se libraba en Europa y, por supuesto, de la repercusión de ambas en la economía española.

Después de los cafés, Fernández-Luna pidió unas copas de brandy. Para entonces, los ánimos se habían templado bastante.

—¿Has avisado de nuestra llegada al director de la prisión? —preguntó el madrileño, saboreando el aguardiente.

—Lo he telefoneado a primera hora de la mañana, desde Jefatura. Esto me recuerda que el señor Riquelme desea entrevistarse contigo en la mayor brevedad posible, sin demora.

Es cierto que La Barrera le había aconsejado presentarse en el despacho del inspector general de Seguridad nada más llegar a Barcelona. Pero a Fernández-Luna le gustaba desenvolverse a su modo, incumplir las reglas de vez en cuando, tensar la cuerda al límite. Si estaba allí era por expreso deseo del gobernador civil de Madrid, quien pretendía echarles una mano a los catalanes a petición del conde de Güell. La Ciudad Condal, le gustase o no a sus superiores, no entraba dentro de su competencia. No podían obligarle a seguir una pauta de conducta idéntica a la que tendría que ejercer en la capital de España.

—Lo veré cuando crea conveniente —dijo con voz firme—. Una charla insustancial con el señor Riquelme podría interferir en la investigación, aunque te resulte extraño. Además, capaz lo creo de darme algún que otro consejo. Y eso es algo que no soporto.

Carbonell, perplejo ante la soberbia respuesta de su colega, abrió los ojos y expandió hacia atrás sus labios.

—Me has dejado boquiabierto. No sé qué os dan en Madrid, pero con esa verborrea que te gastas bien podrías ostentar la Presidencia del Consejo de Ministros.

—Mira quién vino a hablar… —Dejó caer la frase como una sentencia.

—¿Eso es por lo de anoche?

—Ayer me engañaste, Carbonell. Me utilizaste de «carabina» —le reprochó, aunque con cierta dosis de indulgencia—. Lo único que espero es que Lolita supiera apreciar tus pretenciosos flirteos. Por lo menos, me quedará la satisfacción de saber que mi sacrificio no fue en vano.

—Pues ahora que lo mencionas, se me ha olvidado decirte que el domingo estamos invitados a la fiesta que piensa ofrecer el marqués de Comillas en el Parque Güell. —Fernández-Luna torció el gesto ante aquella novedad—. No me mires así, hombre. Ha sido la baronesa quien se ha empeñado. Desea presentarnos al marqués de Olérdola, alcalde de Barcelona, y a su viejo amigo don Francisco de Paula, barón de Romana. Te diré que incluso es posible que coincidamos con el arquitecto Antoni Gaudí.

—Ya hablaremos de ello otro día. —Se puso en pie—. Ahora, si no te importa, será mejor que vayamos a la cárcel Modelo.

—Cuando quieras —terció el comisario Salcedo, quien había permanecido callado el tiempo que duró la conversación entre ambos jefes de Brigada—. He aparcado el coche en la calle Vergara para evitar la manifestación. Andaremos un poco.

Dispuestos a marcharse, cogieron sus sombreros y bastones. Después de dejar una peseta sobre la mesa, se despidieron del camarero al tiempo que salían por la puerta.

Fuera, la Policía a caballo patrullaba a lo largo de toda la Rambla, evitando de este modo que los manifestantes volvieran a reagruparse. Los sicarios del Somatén instaban a los vecinos del quinto distrito para que siguiesen circulando, pues los más osados, llevados por su enfermiza curiosidad, se detenían para observar de cerca los cuerpos de las tres nuevas víctimas del pistolerismo patronal. Los cadáveres de los obreros asesinados seguían en el suelo en mitad de un charco de sangre, con la cabeza descerrajada de un certero disparo. Parte de la materia gris aparecía desperdigada por los adoquines del suelo.

A pesar de sus férreos ideales, Fernández-Luna se avergonzó de tanta indolencia.

Carbonell y Salcedo, situados en los asientos delanteros del coche, hablaban animadamente de la expectación que habían originado las veladas de boxeo, en Iris Park, entre los adversarios Frank Hoche y Auguste Robert.

Las peleas se venían sucediendo desde hacía más de un año en distintos lugares de Barcelona, desde el Frontón Condal hasta la Bohemia Modernista, pasando por la plaza de toros y el Turó Park. Y todo gracias al interés mostrado por la prensa deportiva, que después de mucho insistir consiguió el levantamiento de la prohibición. La Peña Pugilística, sus promotores, se estaban embolsando grandes cantidades de dinero debido a la afluencia masiva de curiosos que acudían al ring llevados por el morboso interés de ver a dos hombres romperse los dientes y las narices. Aunque, bien es cierto que solo unos pocos privilegiados estaban en condiciones de pagar el encarecido precio de las entradas. Lo que muchos desconocían era que los combates estaban amañados de antemano.

Mientras sus compañeros de profesión intercambiaban opiniones con respecto a la fuerza física de uno y otro contrincante, Fernández-Luna aprovechó la ocasión para analizar en frío el caso policial que había abandonado en Madrid: el asunto del Fantôme. Algo tramaba Eddy Arcos en la capital de España, nada bueno en todo caso. Preparaba un gran «golpe». Así se lo decía su instinto. Sin duda, lo llevaría a efecto gracias a la ayuda que recibía de su compañera sentimental, Leonor Fioravanti, una atractiva genovesa que vivía con sus padres en Argentina, a la que había conocido en una exhibición aérea llevada a cabo en el aeródromo de Villa Lugano. Debido a la relación que ambos delincuentes mantenían con la nobleza madrileña, todo eran dificultades a la hora de investigar. Fernández-Luna sabía muy bien que el general La Barrera obviaba los informes policiales que le presentaba a diario en su despacho. Su indiferencia era debida a la amistad que unía a Eddy Arcos con el actor de moda Ernesto Vilches, el cual había tenido la deferencia de presentarle a la infanta Isabel, tía del rey Alfonso XIII.

Para poder atraparle iba a necesitar pruebas fehacientes, o en su defecto, una confesión en toda regla. Llamaría a Blasco y Heredia para que lo siguiesen a todas horas, incluso de noche si hiciera falta. Sus hombres tenían órdenes precisas de detenerles a ambos en el momento que se cometiera un robo en alguno de los hoteles de Madrid, aunque solo fuera para interrogarles. Ya se le ocurriría algo mientras se formalizaba la primera audiencia con el juez.

Salcedo redujo la velocidad al ver que el tranvía se cruzaba en su camino. De forma abstraída, Fernández-Luna miró a través de la ventana. En ese mismo instante vio a Miguel Lorente entre la muchedumbre que deambulaba por la calle Tarragona, a la altura del Matadero. Estaba apoyado en una esquina, hablando con un sujeto rubio y esbelto como una torre, alguien que por su indumentaria —pañuelo anudado alrededor del cuello, chaquetón oscuro con botones dorados, camiseta azul y blanca, además de gorra ceñida hasta los ojos— debía de ser un marinero de otro país. Este último hacía aspavientos con las manos, irritado por alguna extraña razón. Miguel, que iba vestido como un auténtico sportman, no se dejaba amilanar. También él parecía alterado.

Los perdió de vista cuando el automóvil giró a la derecha, incorporándose en los Campos Elíseos Alfonso XIII. Trató de encontrar un motivo por el cual el cubano y aquel otro individuo estuviesen litigando en mitad de la calle como dos energúmenos, pero le fue imposible dar con la respuesta. Tal vez se tratara de una simple riña callejera, de las tantas que solían producirse entre personas de distinta nacionalidad cuando sus pensamientos, credos o costumbres no coincidían. Puede que solo se tratara de eso, de un enfrentamiento entre culturas.

Seguía pensando en ello cuando, a través de la luna delantera del vehículo, vislumbró los altos muros de la penitenciaría celular de Barcelona.