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Llevaba trabajando en la prisión celular desde hacía once años, después de que fuese clausurado el convento de San Severo —conocido como Presó Vella— y los elementos más peligrosos y subversivos de Barcelona fuesen reagrupados en los distintos módulos del nuevo centro penitenciario erigido a las afueras de la ciudad, en pleno corazón del Ensanche. A pesar del tiempo transcurrido, le costaba trabajo adaptarse al hedor que se filtraba a través de la abertura inferior de los portones de hierro de las celdas. Los corredores olían a excrementos, orines y humedad, un hecho que resultaba comprensible cuando a los reclusos se les alimentaba con pescado podrido, carne rancia y legumbres arratonadas, una desfavorable medida de nutrición que conseguía provocar en ellos, la mayoría de las veces, vómitos y diarreas. Ningún celador podía sustraerse a la pestilencia que provenía de los retretes y cañerías de los liliputienses calabozos, un tufo inmundo que se adhería a la ropa del mismo modo que el prestamista se aferra, cual asquerosa garrapata, al beneficio que suscita la usura.

Arturo Ripoll arrugó la nariz mientras ascendía las escalinatas que conducían al tenebroso corredor de la quinta galería. Arrastraba consigo un sueño viscoso que le impelía a cerrar los párpados. Estaba derrengado. La noche anterior no había podido dormir a causa de un fuerte dolor de muelas y ello comenzaba a pasarle factura. De nada sirvió el emplasto elaborado por su esposa según la fórmula del doctor Miralles. Conforme a las indicaciones del sifilítico matasanos, amigo de la familia, se lo estuvo aplicando en la mejilla durante horas hasta que la piel adquirió el color de un tomate. No hubo suerte. El absceso dental provocado por la caries resultaba bastante más contumaz que el endiosado carácter de don Ceferino, director de la prisión.

Su responsabilidad, como celador, consistía en vigilar a los presos a través de la mirilla con el fin de comprobar que seguían vivos, y por ende, soportando con entereza el castigo de aislamiento y soledad que en la mayor parte de los casos degeneraba en demencia. A su parecer, aquella rutina resultaba superflua. El edificio estaba construido de forma panóptica, de modo que los guardianes podían observar cada uno de los rincones de las distintas galerías y patios sin tener que moverse de la torre de control central. Era imposible escapar, a menos que fuese con los pies por delante y en una caja de madera de pino.

En efecto, nadie había logrado evadirse de la Modelo desde su apertura, a finales de primavera del 1904. Y aunque es cierto que un preso enfermo de gravedad consiguió esquivar la vigilancia de la Guardia Civil, cuando era trasladado a un dispensario debido al mal estado en que se encontraba, su fuga se originó fuera del recinto.

La cárcel, desde el principio, fue proyectada para cumplir el objetivo reformista asignado por sus impulsores: redimir y controlar a los criminales que suponían un grave peligro para la sociedad barcelonesa, fundamentada en el sistema favorecedor de las grandes familias y en el poder oligárquico de los magnates de las finanzas y la industria.

Uno de los hombres que defendían a ultranza la proliferación de nuevos centros penitenciarios más acordes con el nuevo siglo, era el ilustre patricio don Ramón Albó, persona de profunda convicción religiosa cuya exhortación moral estaba asentada en el principio básico de que los presos debían permanecer aislados con el fin de que no se transfiriesen, unos a otros, el germen de la maldad. La incomunicación entre reclusos era absoluta: comían, dormían y paseaban completamente solos, media hora al día, a lo largo de un estrecho corredor en forma de cuña. A estos tránsitos celulares —de unos quince metros de largo por uno de ancho, a la entrada, y seis al fondo—, se les llamaba «galápagos», y constituían el único desahogo de los condenados después de haber permanecido en completa y dura soledad durante más de veintitrés horas.

Arturo pensaba en ello a cada instante. El aislamiento sistémico resultaba una medida de prevención excesivamente despiadada. A pesar de la buena fe de la jerarquía carcelaria y el clericalismo de los capellanes, un precepto legal tan férreo como aquel conducía sin duda a la humillación, al envilecimiento y a la locura. Él, que era de ideas liberales, despotricaba en contra de la Dirección General de Prisiones al socaire de los muros de su hogar, en presencia de su esposa e hijos, aunque se cuidaba mucho de airear sus impresiones personales cuando conversaba de forma distendida con el resto de los celadores. No se podía arriesgar a que lo relacionasen con los discursos republicanos que, desde hacía varios años, venían criticando la atroz vida en prisión.

Como hombre sensato que era, deseaba mantener su puesto de trabajo.

Alcanzó el segundo nivel de la galería. Sus pensamientos, sin querer, habían conseguido apartar a un lado aquella sensación monótona que era caminar a solas por los gélidos pasillos de la prisión, así como hacerle olvidar, al menos durante unos minutos, el insoportable dolor de muelas.

Cumpliendo con su deber, acercó el ojo derecho a la mirilla de la puerta que encabezaba la alineación de celdas a lo largo del corredor. Proyectó una amplia sonrisa al descubrir que el recluso, un anarquista que cumplía condena por su participación en los disturbios acaecidos en la huelga de los ferroviarios, se masturbaba apresuradamente bajo la manta. Dejó que terminase. No era un meapilas al uso, como la mayoría de quienes trabajaban en aquel sórdido lugar. Al fin y al cabo, el hombre tenía derecho a desahogarse.

Una vez que escuchó el particular jadeo que provoca el orgasmo, extrajo la porra que colgaba de su cinturón y golpeó la puerta.

—¡Arriba, Antares! —gritó para que pudiese oírle—. ¡Ya es de día!

Movió la cabeza de un lado a otro, adolecido de una extraña piedad hacia aquellas personas que veían transcurrir los años entre cuatro paredes, sin más compañía que sus propias fantasías y pensamientos. La luz del sol irrumpió a través de las claraboyas situadas en el techo, disipando las sombras que ocultaban la verdadera tragedia que se vivía en el interior de las células penitenciarias. Arturo se llevó la mano a la frente, a modo de visera, para protegerse de aquel estimulante fulgor.

Se detuvo frente a la puerta que había junto a la del anarquista. Introdujo en la cerradura una de las diversas llaves, de las muchas que llevaba consigo, girándola a continuación. Tras lo cual, descorrió el chirriante pasador de hierro. No hubo necesidad de observar por la mirilla. El preso de la 511 era uno de los hombres de confianza del director, por lo que gozaba de ciertos privilegios.

Se llamaba Vicente Pallares. Antes de su detención había estado trabajando como abogado para la firma Barcino, situada en el número 58 de la calle Princesa. Al igual que otros muchos hombres con ínfulas de espléndidos, había echado a perder su brillante carrera al dejarse embaucar por una cupletista de vida alegre y espléndidas curvas. María Vidal, conocida en los bajos fondos como la Marigalante, literalmente lo había arrastrado hasta la ruleta del Casino Liberal del octavo distrito para que se jugase a un solo número el cobro de un crédito concedido a una afamada empresa de transportes, dinero que debía haber entregado en el bufete aquella misma tarde. Un par de botellas de Haut Sauternes, así como la magistral elocuencia de una brava tonadillera capaz de seducir al más casto de los hombres, fueron atenuantes más que comprensibles para que el juez lo condenase a tan solo dos años de prisión, en vez de los cinco obstinadamente exigidos por la fiscalía.

—Ya puedes salir, Vicente. —El celador le hizo un expresivo gesto para que abandonase la celda—. Tienes trabajo en la 522.

El recluso se incorporó, sentándose después en el bordillo del camastro; aún somnoliento. Se alisó el cabello hacia atrás tras haber refregado sus ojos con los nudillos.

—¿Chinches? —preguntó con voz ronca, haciendo un esfuerzo por ponerse en pie.

—Has acertado… algo que no hiciste en su día en el casino. —Arturo rompió a reír.

Pallares ignoró el sarcástico comentario del celador. Se limitó a coger el soplete con el que habría de calentar el armazón y los muelles de la cama, lugar donde solían anidar los repugnantes parásitos.

—¿Y qué hay de la peseta? —Aquella era la miserable retribución estipulada por su trabajo.

—Don Ceferino no está por la labor. Tendrás que pedírsela tú mismo al recluso. Y si este se niega, te aguantas.

Rezongando entre dientes, el licenciado en Derecho abandonó la celda.

—¿Piensa acompañarme? —quiso saber.

—Ve tú primero y me esperas allí. Todavía he de despertar al resto de los presos.

Lo vio marcharse por el corredor, sin demasiada prisa. A pesar de su frialdad en el trato, Ripoll era un hombre de conciencia moral. Tuvo lástima de él.

Continuó con la inspección. Ahora le tocaba el turno a Maurizio Santini, un tipo muy peligroso, de ascendencia siciliana, que había trabajado durante un tiempo en la fábrica de hielo La Joaquima —en Poblenou— y también como tablajero y cortador de carne en la calle Tallers de Barcelona. Su historia era bastante truculenta, de esas que causan tal pavor que las personas decentes se niegan a relatar en público.

Santini, en un acto de locura, había degollado y descuartizado a una prostituta de las que ejercían su profesión en las tabernas de la Barceloneta, con el fin de entregarse a un festín digno de oscuros dioses. Cocinó las partes más carnosas de su cuerpo, como pechos y nalgas, para luego comérselas como si se tratara de una antiquísima ceremonia pagana de la isla de sus ancestros. Tras su detención, el siciliano confesó haber actuado inducido por el demonio, argumento que lo salvó del garrote vil después de que los médicos le diagnosticaran una nueva enfermedad mental denominada schizophrenia, nombre acuñado en su día por el brillante psiquiatra Eugen Bleuler.

Lo observó a través de la mirilla. Estaba despierto, con la mirada perdida en el infinito y con cierta expresión de idiota dibujada en un rostro cada vez más anémico. Permanecía sentado en el catre, catatónico, inmovilizado por la camisa de fuerza y desnudo de cintura para abajo. El suelo estaba saturado de heces y meadas.

Aún sobrecogido por la visión de aquel hombre, de aspecto tan siniestro como su propio crimen, Ripoll se apartó del portón metálico y fue hacia la siguiente celda. Era la que ocupaba el Gran Kaspar, un prestidigitador de origen ruso que había estado actuando con éxito en el Alcázar Español de Barcelona, un hombre que poseía una innata habilidad para liberarse de las ataduras con cuerdas, y cadenas con candados, ante la mirada expectante de su entregado público. Había sido inculpado del robo de una pulsera de brillantes, propiedad de la atractiva vedette María Duminy, la denunciante. En el transcurso del registro realizado en la habitación del artista, que se hospedaba en el Hotel Colón desde hacía dos semanas, los agentes de la Brigada de Investigación Criminal —BIC— encontraron la cabeza cercenada de una mujer, todavía sin identificar, oculta en una de sus maletas. A pesar de la atrocidad cometida, la prensa seguía opinando que sus trucos resultaban igual de soberbios que los del mismísimo Houdini. Entre sus admiradores se encontraban el empresario Eusebi Güell y también el conde de Romanones.

Una vez más, Arturo se asomó al interior de la celda a través de la pequeña mirilla cónica. Reprimiendo una palabra de asombro, abrió desmesuradamente los ojos. Comprobó que el pasador estaba en su lugar y que la puerta seguía cerrada con llave. Sintió una ligera sacudida por todo el cuerpo. Desconcertado, se retrajo hasta apoyar la espalda en la barandilla de metal que se extendía a lo largo de todo el corredor de la galería.

Pálido como la cera vieja, exclamó:

—¡Qué me aspen si lo entiendo!

La celda estaba vacía. El preso de la 513 había desaparecido, inexplicablemente, como por arte de magia.