28

Fernández-Luna cruzó la puerta de Jefatura a las seis y diez minutos de la tarde. Por entre el bullicio de agentes de policía que iban de un departamento a otro pudo ver a Carbonell en compañía del comisario Salcedo. Ambos estaban junto al mostrador, intercambiando opiniones con el sargento Jiménez.

Se acercó a ellos para saludarles.

—¡Vaya, señor Luna! —exclamó el comisario—. Parece usted más joven desde que se ha afeitado.

—Espero que mi esposa opine lo mismo. —Cruzó las manos por detrás de la espalda—. Ana es una mujer chapada a la antigua, de las que piensan que la virilidad de un hombre reside en su barba y en su bigote.

—Si es que las mujeres son muy estrictas en sus gustos —fue la vaga opinión de Jiménez, que después se alejó del grupo de superiores para atender la visita de un ciudadano que traía cara de haber sido asaltado en mitad de la calle.

—¿Pudiste hablar con el embajador estadounidense? —se interesó Carbonell, dejando a un lado los triviales comentarios de sus colegas de profesión.

—En este mismo instante vengo de la agencia diplomática. He mantenido con él una conversación larga y tendida. Ya te contaré… —El madrileño le guiñó un ojo cómplice—. Pero ahora, centrémonos en nuestro trabajo. ¿Han llegado los funcionarios de la Modelo?

—Hace tiempo que nos aguardan. El vigilante está abajo en el sótano, en la sala de archivos. En cuanto a Pellicer, le he dicho que espere en mi despacho. Lo he dispuesto así para que estuviesen separados, según tus instrucciones.

—Perfecto. Hablaremos primero con Torrench.

A una señal de Carbonell, se les unió nuevamente el comisario Salcedo. Acto seguido fueron hacia las escaleras que conducían al subsuelo del edificio tras desechar la idea de coger el ascensor eléctrico de engranajes.

—Por favor, deja que yo hable con él. —Fernández-Luna se dirigió de nuevo a su compañero—. Y otra cosa muy importante, que nadie contradiga mis palabras. —Desvió su mirada hacia Salcedo.

—Descuide, me mantendré callado —le aseguró el comisario, torciendo el gesto al sentirse aludido.

Minutos después entraban en una amplia sala cuyas paredes, pintadas de un color verde amarillento, aparecían cubiertas por anaqueles donde se archivaban una miríada de ficheros y carpetas. El vigilante permanecía sentado en cabeza, en una de las sillas que había frente a la mesa colocada en el centro de la estancia. Llevaba puesta una chaqueta a doble fila, con cuatro botones y bolsillo de parche en las caderas. El pantalón era de pinzas con vueltas en los bajos y rayas planchadas en las perneras. Su forma de vestir resultaba demasiado exquisita para un simple funcionario, un detalle que no pasó por alto el jefe de la BIC de Madrid.

—Buenos días, señor Torrench —lo saludó de forma cordial, tomando asiento en el otro extremo. Carbonell y su subalterno lo hicieron a ambos lados de la mesa—. Ha sido muy amable al venir esta tarde. Si lo he mandado llamar es porque confío plenamente en su honradez. Así me lo demostró hace una semana cuando visité la prisión. Solo un hombre íntegro como usted hubiese admitido su falta, aun a sabiendas de que podía ser despedido. —Le recordó la breve conversación que habían mantenido a solas en el panóptico—. Dicho esto, iré directo al asunto porque necesito su ayuda. ¿Está dispuesto a colaborar conmigo?

El vigilante parecía desconcertado. Nadie le había expuesto el motivo de su visita a Jefatura.

—Si fuera más explícito me sería fácil responderle. —Echó el cuerpo hacia delante, apoyando los brazos sobre la mesa.

—¿Me promete discreción?

—Completamente —respondió, irguiendo su cuerpo hasta que la espalda quedó alineada con la cabeza.

—Bien… paso a referirle los detalles más importantes de la cuestión que nos ocupa. —Fernández-Luna adoptó un aire de profesionalidad—. Según las investigaciones realizadas, y tras recibir el aviso de uno de nuestros confidentes, que suelen ser infalibles, tenemos la certeza de que alguien de dentro, varios de sus compañeros de trabajo todavía sin identificar, están utilizando las dependencias de la cárcel para esconder productos de contrabando… incluso creemos que sustraen alimentos de los almacenes para luego revenderlos entre la gente del hampa. Existen pruebas, más que suficientes, que relacionan al mago desaparecido con esta pandilla de criminales. Es más, me atrevería a decir que es el cabecilla de la banda y que la evasión de la cárcel forma parte de una hábil e inteligente coartada para desaparecer durante un tiempo, antes de abandonar definitivamente el país. Lo tenía todo planeado, desde la detención por asesinato hasta su novelesca fuga. —Se detuvo un instante, para luego terminar diciendo—. Ese hombre está reclamado por la justicia rusa, británica y francesa, a causa de varios y escabrosos delitos. Es un criminal de lo más peligroso.

Torrench abrió del todo sus ojos, sorprendido ante aquella noticia.

—Me deja usted boquiabierto. ¿Y dice que eso está ocurriendo dentro de la penitenciaría? —Estaba realmente asombrado—. La verdad, en los años que llevo allí trabajando jamás he visto nada extraño o sospechoso.

—Por supuesto que no. Esa gente es muy discreta. De ahí que no haya querido hablar de esto con nadie más que usted. Cualquier otro vigilante o celador podría ser uno de los cómplices del ruso. No puedo arriesgarme y confiar en el hombre equivocado… no hasta que logremos identificarles a todos.

—¿Han hablado con el director? —se interesó el vigilante.

—De momento, hemos preferido actuar con discreción. Ya lo haremos cuando lo creamos oportuno. No debe preocuparse por ese detalle.

—¿Y cómo se supone que he de ayudarle?

—El próximo jueves, y por orden del juez, ingresaré en prisión haciéndome pasar por un recluso condenado por asesinato. De ahí que, como ve, me haya afeitado la barba y el bigote para que nadie me reconozca —le explicó con calma—. Ese día usted estará de guardia en la torre de vigilancia. De madrugada, cuando todos duerman, abandonará su puesto para abrirme la celda…

—Disculpe que lo interrumpa —atajó Torrench—, pero eso va a ser imposible. A los vigilantes no se nos confía ningún juego de llaves. Tendría que pedírselas al director, al jefe de la prisión o al celador de turno.

—El teniente Pellicer le entregará una copia mañana mismo.

—De acuerdo —asintió—. Por favor, continúe…

—Como le decía, una vez en libertad deberá acompañarme a registrar las oficinas, la capilla, el dispensario, el sótano y los almacenes de ropa, comida y otras provisiones. Incluso es posible que tengamos que inspeccionar el depósito de cadáveres y las alcantarillas donde desaguan las inmundicias.

—¿De verdad que hablarán de esto con el señor Ródenas?

No le atraía la idea de actuar sin el consentimiento de su superior.

—No se preocupe. La ejecución de nuestro plan tiene el visto bueno del inspector de Seguridad y del gobernador civil.

Aquello tranquilizó bastante a Torrench.

—Bueno… si eso es todo lo que necesita de mí, estaré encantado de colaborar. Prometo no defraudarle.

—No sabe usted cuánto se lo agradezco —manifestó Fernández-Luna, poniéndose en pie. Daba por finalizada la entrevista—. Y recuérdelo, la madrugada del viernes tiene una cita conmigo en la Modelo. Le estaré esperando para que me abra la puerta de la celda.

Después de estrechar su mano, le pidió a Salcedo que acompañara al vigilante de prisiones hasta la puerta de salida de Jefatura.

Cuando quedó a solas con Carbonell, le dijo a este lo que tanto deseaba escuchar.

—Amigo mío, creo que ya va siendo hora de que te desvele el misterio que se cierne alrededor de este caso. —Le lanzó una mirada felina a su compañero—. Pero antes, vayamos a hablar con Pellicer.

Cuando el comisario Manuel Bravo Portillo entró en Jefatura prodigando soberbia, como era habitual en él, hasta las moscas guardaron silencio. Bastaba con ver el rostro de los agentes de policía, sus propios compañeros, para percibir la fuerte aversión que generaba la personalidad de aquel hombre a su paso por el vestíbulo. Los delincuentes que aguardaban la orden de su traslado a la cárcel Modelo, quienes permanecían sentados en el banco de los detenidos, agacharon las cabezas por simple precaución, no fuera a fijarse en ellos aquel jactancioso individuo con fama de asesino.

En los cafés y tabernas de la ciudad se contaban toda clase de historias sobre él. Se decía que muy pocos sobrevivían a sus interrogatorios debido a la severidad con que infligía los castigos. Sus rigurosos métodos estaban muy por encima de la violencia empleada por los demás agentes de la Ley, quienes eran bastante más comedidos a la hora de meter en cintura a los criminales. Y es que Bravo Portillo era un sádico. Todos en Barcelona sabían de su rudeza. Sus superiores lo habían llamado al orden en más de una ocasión, pero él se escudaba en la inmunidad que le conferían el Somatén de José Bertrán y Musitu, la burguesía y la aristocracia. Sus turbios manejos como espía para los alemanes, y el hecho de haber creado una inmensa red de confidentes, con los que vigilaba a los más peligrosos anarquistas y delincuentes comunes, bastaban para que el señor Riquelme lo mantuviese todavía en nómina. En realidad, podía decirse que existía una Policía paralela a la sistematizada por el inspector general de la Jefatura, compuesta por una banda de pistoleros ejercitados en las cloacas policiales y puesta al servicio de los prohombres de la Ciudad Condal.

Al pasar junto al mostrador, Jiménez se dirigió a él con suma cortesía.

—Buenas tardes, don Manuel —lo saludó—. Esta mañana vino un caballero preguntando por usted. Dijo tener noticias sobre el paradero del terrorista que atentó contra la vida del empresario textil a la salida del Teatro Apolo.

—¿De quién se trata? —Se acercó a él, mostrando interés por el asunto.

—No quiso identificarse, pero me dejó esto para que se lo confiara personalmente. —El sargento sacó un sobre cerrado de debajo del mostrador.

Bravo Portillo se hizo con él, girándolo por las dos caras para ver si llevaba alguna anotación escrita o un nombre. Estaba completamente en blanco.

—¿No te explicó nada más? —Se atusó su ridículo bigote de estilo imperial, arqueando las puntas vueltas hacia arriba.

—No, señor. El mulato se marchó después de dejarme el recado de entregarle la carta.

Salcedo, que en ese instante regresaba de acompañar al vigilante de prisiones hasta la puerta de salida, se detuvo al escuchar las palabras del sargento.

—¿Has dicho mulato? —preguntó, movido por la curiosidad. Se acercó al mostrador donde estaba Jiménez.

—Así es. Iba elegantemente vestido con un traje blanco de lino y canotier. Por su apariencia, se diría que es un opulento criollo de las antiguas colonias de Cuba o Puerto Rico.

—No puede ser otro que Miguel Lorente —pensó en voz alta, sorprendido de que uno de los sospechosos del caso del prestidigitador desaparecido estuviera relacionado, de algún modo, con el anarquista que acabó con la vida de cuatro personas en plena avenida del Paralelo.

—¿Lo conoces? —quiso saber Bravo Portillo.

—Ligeramente. Lo estamos investigando, a él y a su hermana María. Están relacionados con el asunto del ruso que escapó de la Modelo.

—Pues lamento decirte que ahora es cosa mía. —Alzó el sobre, agitándolo ante sus narices—. Si ese tipo es un confidente, o un infiltrado entre los sindicalistas, no tendré más remedio que pedirle al señor Riquelme que me adjudique el caso. Los actos de terrorismo son de mi competencia.

Salcedo no quiso discutir con su colega. Tras desearle suerte, fue hacia las escaleras con el propósito de bajar al sótano a recoger varios informes de la sala de archivos, que para entonces había quedado desocupada. Hablaría con Carbonell en el instante que tuviera ocasión. Debía poner en su conocimiento el propósito de Bravo Portillo, y dejar que fuese él, su superior, quien dispusiera qué medidas debían tomarse al respecto.

Mientras tanto, el hombre más odiado de Jefatura se retiró a su despacho con el fin de leer la misiva del hermano de la Mulata. Una vez que estuvo sentado frente a su mesa cogió el pequeño estilete que había sobre el cartapacio y, con sumo cuidado, introdujo la punta afilada en la parte lateral del sobre. Extrajo la hoja de papel doblada que había en su interior.

Tras extenderla, pudo leer:

Si desea prender al hombre que asesinó la semana pasada a don Fausto Gelabert en la puerta del Teatro Apolo, acuda esta noche a las nueve a La Suerte Loca. Lo encontrará escondido en el almacén del café de señoritas, situado en el número 2 de la calle de la Estrella.

UN AMIGO.

Bravo Portillo se repantigó en el asiento, acariciándose la barbilla mientras analizaba el contenido del mensaje; y lo hizo con reserva y objetividad. Debía tener cuidado. Aquello bien podía ser una trampa de alguno de sus enemigos, que eran incontables y peligrosos.

A pesar de su recelo, decidió comprobar personalmente si era cierto lo que se decía en la carta. Esa noche visitaría La Suerte Loca. No obstante, se haría acompañar de algunos de sus mejores hombres; e irían armados.

Natasha aprovechó la tarde para ir al Kursaal, un cinematógrafo situado en la Rambla de Cataluña, entre Aragón y Consejo de Ciento. Fue a ver un programa que proyectaban regularmente por episodios, perteneciente a los filmes misteriosos Los Vampiros. La película de ese día llevaba por título El hombre de los venenos, una cinta de 1500 metros que constaba de cuatro partes. Aquello mantendría ocupada su mente. Necesitaba olvidar por un instante todos los problemas a los que debía enfrentarse antes de abandonar el país.

Esa misma noche había quedado en el puerto con sus socios cubanos. Tendría que hacer de mediadora entre ellos y Dimitri, como otras tantas veces, con el fin de tenerlo todo preparado para el día siguiente. Aquel sería el momento idóneo para abordar el tema de Héctor. No estaba dispuesta a marcharse de Barcelona sin él. Tenía ahorradas cerca de mil pesetas, suficiente como para pagarle a su amante un viaje hacia la libertad. Y si esa cantidad no fuera bastante, al igual que la Mulata estaría dispuesta a entregarse a Dimitri, al capitán, o a cualquier otro miembro de la tripulación, si con ello podía asegurarle un pasaje en el bergantín al hombre con el que venía manteniendo un tormentoso idilio desde hacía un año. Y es que por amor era capaz de hacer cualquier cosa, incluso prostituirse. Nada nuevo. Al fin y al cabo era su oficio.

Se le hizo un nudo en la garganta al recordar sus primeros pasos en el mundo meretricio: su debut en el Xalet del Moro, en la calle Escudellers, a los pocos días de llegar a Barcelona; aquel ambiente sicalíptico de alcohol, música y lencería barata; el aliento repulsivo de los clientes y el sudor rancio de sus cuerpos; las náuseas que le originaba llevar a cabo ciertas prácticas carnales calificadas de aberrantes; las palizas y los insultos; la humillación; las ardientes lágrimas de dolor y soledad que cada noche humedecían su almohada, lágrimas también de remordimiento al recordar el fruto de dos embarazos no deseados: dos hijos bastardos a los que, nada más nacer, tuvo que entregar a la Casa de Maternidad y Expósitos para poder seguir ejerciendo su trabajo. Jamás volvió a saber nada de ellos.

Consiguió olvidar su honda tristeza después de tomar asiento frente al escenario donde se había colocado una enorme pantalla de color blanco. Se quitó el sombrero para dejarlo en la butaca de al lado. Miró a su alrededor. No había demasiado público. Siempre ocurría igual en la primera sesión. Mejor. Así se sentiría más tranquila y relajada, que era lo que pretendía.

Poco después se apagaron las luces de la lámpara central que colgaba del techo, así como los candeleros fijados en las paredes laterales. Se escuchó el inconfundible sonido del proyector poniéndose en marcha. En la pantalla pudo ver las imágenes en blanco y negro de dos hombres trabajando en lo que, a simple vista, parecía un laboratorio de botica. Los gestos histriónicos de los actores trasmitían locura, delirio, pero a la vez genialidad interpretativa. Trasvasaban disoluciones de una probeta a otra, gesticulando muecas que iban desde la sorpresa a la frustración. El fuego del hornillo calentaba el alambique de donde emergía un humo consistente, casi diabólico. Y todo a su alrededor, sobre la mesa, estaba lleno de matraces, morteros y otros utensilios propios de alquimistas.

Y mientras la atención de los espectadores permanecía fija en la pantalla, en la actitud de los protagonistas y en la falsa realidad que generaba aquel ambiente de fantasía, se podía escuchar de fondo la música del piano y las voces de los explicadores que declamaban los diálogos.

Apenas habían transcurridos unos minutos, cuando un caballero vino a sentarse a dos butacas de ella, en la misma fila. Natasha se puso a la defensiva. El Kursaal estaba prácticamente vacío y había demasiados asientos sin ocupar como para ir a acomodarse casi a su lado. O bien se trataba de uno de esos tipos que acudían al cinematógrafo con ánimo de flirtear, o era un agente de Policía siguiéndola de cerca. No se sentía cómoda con ninguna de estas dos perspectivas.

Ya pensaba levantarse, con la intención de cambiar de asiento, cuando aquel individuo la sujetó por la muñeca izquierda.

—Cuando veas a Miguel o a María, recuérdales que he satisfecho mi deuda. No les debo nada… ni ellos a mí —le comunicó en voz baja, pero de forma terminante—. Y diles también que si alguna vez regresan de nuevo a Barcelona, y llego a enterarme, haré que me cocinen una escudella con sus vísceras. Ambos lo entenderán.

Natasha reaccionó con brío, liberándose de la presión que ejercía aquel desconocido sobre su antebrazo.

—¡Mídase, señor mío! —exclamó—. Si no me deja en paz haré que le…

—No olvide transmitirles mi mensaje —la interrumpió el desconocido, poniéndose en pie—, o todos ustedes se arrepentirán.

La joven lo observó detenidamente. Le parecía haber visto antes aquel rostro, pero en algún otro lugar.

—¿Quién es usted? —inquirió luego, nerviosa.

—Ya debería saberlo. ¿O acaso sus amigos no le han hablado del hombre que hizo desaparecer al Gran Kaspar?

Dicho esto, el extraño personaje se alejó hasta perderse entre la oscuridad del cinematógrafo.

La rusa, literalmente aterrada, permaneció firme y muda. En su interior todo era silencio. Solo su corazón continuaba latiendo.

—Señor… ¿Puedo hablar un momento con usted?

Carbonell, que andaba abstraído por Jefatura después de haber escuchado la asombrosa y espeluznante narración de Fernández-Luna, se detuvo para prestarle atención a las palabras de Salcedo.

—Sí, por supuesto —vaciló unos segundos.

—Solo quería avisarle de que Miguel, el hermano de la Mulata, estuvo aquí esta mañana para hablar con Bravo Portillo con respecto al atentado del Teatro Apolo. Al no encontrarle, le dejó escrita una nota. No sé qué demonios está ocurriendo, pero ese cafre de Portillo piensa intervenir en nuestro caso. Así me lo ha confesado él mismo. Pensé que debía saberlo.

El mallorquín encajó la noticia mostrando sorpresa. Aquello no tenía sentido. No existía ningún nexo de unión entre el verdadero objetivo de los cubanos y un anarquista sindical que había perpetrado un acto de terrorismo contra la alta burguesía barcelonesa. Para complicar aún más el asunto, el comisario Bravo Portillo pretendía meter sus narices en la investigación que el jefe de la BIC de Madrid y él mismo estaban realizando. Conocía de sobra su testarudez y sus métodos, por lo que tendría que andarse con cuidado.

—Gracias, Salcedo —le agradeció aquella información—. Has hecho bien en decírmelo.

—¿Entonces…?

—Seguiremos adelante con nuestro trabajo. —Apoyó su mano en el hombro del comisario, obligándolo a caminar junto a él—. ¡Vamos! Me acompañarás al Condal. Necesito saber si ya ha regresado la cancionista colombiana.

—¿Y qué hay del señor Luna?

—Va camino de su hotel a cambiarse de ropa. —Sonrió con la ironía que le caracterizaba—. Necesitamos pruebas concluyentes para detener a los culpables, y ten la completa seguridad de que él nos las va a proporcionar.