30
Fernández-Luna se detuvo en la esquina del angosto callejón que unía las calles Tapias y Conde del Asalto. Sus ojos siguieron a la joven que caminaba unos metros por delante de él, absorta en sus pensamientos. La vio entremezclarse con el resto de las meretrices que se agrupaban a la entrada de La Suerte Loca, donde intercambió breves saludos con algunas de sus compañeras antes de desaparecer por la puerta del viejo edificio. Como era de esperar, y para no levantar sospechas, Natasha acudía al trabajo como todas las noches. Debía mantener las apariencias hasta el final.
Fingiendo ir un tanto ebrio, el madrileño se aproximó al corro de prostitutas que cuchicheaban entre sí frente a la puerta del café. Según avanzaba hacia ellas, e iba contemplando cada vez más cerca aquel elenco de patéticos rostros que, a su vez, lo observaban golosamente como si fueran a devorarle, comenzó a sentir un sudor frío por todo el cuerpo, así como un ligero aumento en las pulsaciones de su corazón. Y es que aquel ejército de mujeres mercenarias podía llegar a ser más peligroso que una brigada militar de infantería al asalto de una loma.
—¿Adónde vas tan solo, corazón mío? —Desmarcándose de las demás, una de las fulanas arrimó los turbadores pechos que asomaban por el escote de su vestido al cuerpo de Fernández-Luna—. ¿No te apetece un poco de compañía, bribonzuelo?
Era una mujer de espléndida figura según los cánones de la época: fornida, ancha de caderas, nalguda y pechugona. Pero en ningún momento despertó el interés lascivo del camuflado policía. Todo lo contrario, debía sortear aquel imprevisto de forma inteligente antes de que el asunto se le fuera de las manos.
—Puede que en otra ocasión —masculló en voz baja, arrastrando la erre al hablar como si realmente se tratara de un ruso farfullando un idioma mal aprendido—. Ahora he de tomar un trago. Llevo sin beber desde que…
Ni siquiera pudo terminar la frase. Quedó petrificado al sentir la mano de la prostituta aferrándolo por los testículos.
—¿Y por qué no me invitas a un vaso de vino… y luego charlamos tú y yo a solas, guapetón? —le preguntó con marcado sarcasmo, acercándose un poco más a él.
El resto de las fulanas, al observar el semblante de sorpresa del presunto cliente, rompieron a reír. Fernández-Luna se liberó del incómodo agarre de aquella mujer.
La situación resultaba verdaderamente embarazosa.
—Lo siento, señorita. Pero no dispongo de tiempo. He de regresar al barco en unos minutos… —su cuerpo oscilaba de un lado a otro—, si es que antes no he perdido el conocimiento.
Se apartó de ella para ir, trastabillando, hacia la puerta de entrada al edificio. A su espalda pudo escuchar una larga serie de críticos comentarios, tales como «ruso maricón» y «borracho tacaño». Se olvidó por completo de las prostitutas y sus mordaces epítetos. Debía subir al principal, cuanto antes, y entremezclarse con los demás clientes para espiar de cerca a Natasha sin llamar su atención.
Una vez que llegó arriba saludó a Torcido. Este le devolvió el gesto: dibujó una amplia sonrisa mientras señalaba la puerta de entrada al café, invitándolo a pasar. Por supuesto, ni el enano llegó a reconocerle, ni se molestó en accionar la palanca que derramaba un torrente de agua por la cascada del vestíbulo. No era un cliente habitual, y mucho menos importante.
Una musiquilla sincopada y alegre, interpretada por la orquestina, le dio la bienvenida nada más entrar en aquel antro de corruptela. Varias parejas bailaban en el centro de la pista. A través del espeso humo de los cigarros pudo ver la zona reservada para las mesas, allá donde señoritas y clientes bebían constantemente vigilados por los pinxos que velaban por la seguridad de sus protegidas.
Tuvo la suerte de localizar de inmediato a Natasha. Estaba sentada al final del salón, en un estratégico lugar donde apenas llegaba la luz; sola, inquieta, mirando de un lado a otro como a la espera de una desagradable sorpresa.
Fernández-Luna se acomodó junto a la barra, fingiendo estar aturdido a causa del alcohol. Pidió una copa de aguardiente. Con discreción, de vez en cuando dirigía su mirada hacia la rusa, la cual no cesaba de juguetear con las manos.
Al cabo de unos minutos de espera, Natasha se levantó de su asiento. Atravesó la pista central, esquivando a quienes bailaban al compás de la música. Un cliente la abordó con el propósito de invitarla a una copa. No tuvo más remedio que rechazar el ofrecimiento, diciéndole que necesitaba salir a la calle para tomar un poco de aire fresco. Después de excusarse ante el caballero, que no parecía muy contento con la respuesta, se dirigió a toda prisa a la sala de recepción.
El madrileño fue tras ella, guardando siempre la distancia. Se deslizó hacia los desvaídos cortinajes que separaban ambos recintos con intención de vigilar todos sus movimientos. Sin embargo, una joven señorita se cruzó en su camino.
—¿Te conozco de algo? —le preguntó, humedeciendo sus carnosos labios con la punta de la lengua.
Era Rosita, la prostituta que Carbonell solía visitar de forma asidua antes de que iniciase su relación formal con la viuda de Moncerdà. A pesar de que se había teñido el pelo de rubio la reconoció por el lunar que lucía en la mejilla derecha y por el denso aroma a perfume barato que desprendía su cuerpo.
—No… no creo —titubeó, haciéndose el sorprendido—. Mi barco ha atracado en el puerto hace unas horas.
—Es curioso. Tu cara me suena. —Frunció el entrecejo, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
El policía desvió su mirada por encima del hombro de Rosita. Observó a Natasha hablar con Torcido en la antesala. El enano asintió con un gesto. Tras recibir la aprobación del recepcionista, la vio dirigirse hacia una puerta camuflada que había junto al guardarropa. Después de abrirla, desapareció por un estrecho pasillo.
—¡Oye! ¿Me vas a prestar atención? —se quejó la joven al descubrir que el marino tuerto miraba hacia otro lado.
—Lo siento, pero la única mujer que me interesa es una rusa llamada Natasha, y acaba de cruzar aquella puerta. —Señaló con el mentón hacia el vestíbulo. Rosita se dio la vuelta—. ¿Acaso conduce a los dormitorios?
—Por supuesto que no. Eso es el almacén —adujo, sin demasiado interés. Luego, añadió—: Mi consejo es que te olvides de tu compatriota, a menos que desees meterte en un buen lío. —Bajó el tono de su voz, de forma confidencial—. He oído decir que esconde ahí dentro a un anarquista, un fugitivo de la Ley.
Fernández-Luna proyectó un gesto de sorpresa. Al instante recordó la entrevista que habían mantenido Natasha, Dimitri y los cubanos, en la bodega del Austrum. Debía de ser el mismo hombre del que estuvieron hablando.
—Siendo así, será mejor que me marche. No quiero problemas con la Justicia española. Para ellos, todos los rusos somos sospechosos de algún delito —con estas palabras dio por finalizada la conversación.
Debía salir de allí cuanto antes, no fuera a ser que Rosita acabase por reconocerle. Tenía cosas más importantes que hacer, como era buscar el modo de acceder al almacén desde la parte trasera del edificio.
Cruzó de nuevo el vestíbulo. Torcido permanecía sentado en su minúscula silla de mimbre, ajeno a todo mientras leía el periódico. Fernández-Luna alzó la mano a modo de despedida, antes de dirigirse hacia las escaleras de bajada. Al cruzar la puerta tropezó con dos individuos muy bien trajeados con aspecto de policías.
—¡Ten cuidado por dónde andas! —le amonestó el que iba en primer lugar, empujándolo hacia un lado.
El madrileño murmuró una disculpa. Agachó la cabeza como si temiese recibir una nueva reprimenda. Los tipos siguieron adelante. Parecían llevar prisa. Aquello no pintaba nada bien. Si sus temores eran ciertos, y los agentes venían buscando al amigo de Natasha, cabía la posibilidad de que se la llevaran detenida también a ella. Y si esto llegaba a suceder, habrían de poner en peligro la investigación que él y Carbonell estaban llevando a cabo.
No podía hacer nada sino esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Abandonó el edificio con una extraña sensación de impotencia. Una vez en la calle miró a su alrededor. Ni rastro de las prostitutas. Habían desaparecido como por ensalmo. En su lugar, varios policías inspeccionaban los alrededores. Reconoció a uno de ellos gracias a su indefectible bigote. Era el comisario Manuel Bravo Portillo; «un criminal al servicio de la justicia», según las sarcásticas palabras de su estimable amiga la baronesa viuda de Bonet.
Fernández-Luna sacó la botella de coñac que llevaba en el bolsillo del abrigo. Después de abrirla bebió un largo trago. Hizo como que perdía el equilibrio al pasar por entre los agentes, murmurando palabras ininteligibles. Nadie le prestó atención. A ninguno de ellos le importaba la suerte de aquel extranjero borracho.
Cuando apenas le quedaba un par de metros para llegar a la esquina, apoyó la espalda contra la pared del edificio con el fin de recobrar el aliento. Lanzó un sonoro eructo mientras resbalaba hasta quedar sentado en el suelo, entre tachos de basura. Escuchó, vagamente, las risas de los policías que habían sido testigo de su torpe y desafortunada caída. No tenía intención de marcharse, pero tampoco quería que sus colegas reparasen demasiado en él. De este modo, fingiendo dormir la borrachera, podría controlar la puerta de salida del café y averiguar si realmente se llevaban detenida a la Svetlova, que era lo que en verdad le interesaba.
A través de las ventanas abiertas del principal, que daban al angosto callejón, percibió los gritos de sorpresa de las prostitutas después de que cesara la música y los recién llegados se identificaran como agentes de la Ley. Bravo Portillo y dos de sus hombres, que permanecían de pie frente a la puerta del edificio, bromearon en voz baja al oír el tumulto que había provocado aquel inesperado registro en toda regla.
—Eso de ahí arriba parece un gallinero —dijo el comisario, y todos le rieron la gracia.
—Señor… ¿Cree de verdad que el terrorista del Paralelo se esconde en este tugurio? —preguntó uno de los policías.
—Más le vale a mi informador. Si ese maldito mulato está intentando burlarse de mí, te juro que lo encierro de por vida.
Fernández-Luna aguzó el oído al escuchar la conversación. Le sorprendió que Bravo Portillo hubiese mencionado a un mulato. Si su sospecha era cierta, y se refería a Miguel Lorente, entonces es que había un pequeño detalle del caso que aún desconocía.
Al cabo de unos minutos sintió una barahúnda de quejas y exclamaciones que procedían del vestíbulo de entrada. Apoyó el cuerpo en una de las latas de basura, alzando ligeramente la cabeza con el fin de comprobar que aquella voz pertenecía a Natasha, tal y como le había parecido.
En efecto, era la rusa. Un agente aferraba con fuerza su brazo para que no pudiese escapar. Por delante de ella caminaba un joven con trazas de sindicalista, escoltado por otros dos policías. Cuando pasó frente a Bravo Portillo, el detenido tuvo los suficientes arrestos como para escupirle a la cara.
—¡Cerdo asesino!
El comisario apenas se inmutó por aquel insulto. Sacó un pañuelo del interior de su chaqueta para limpiar el esputo que seguía deslizándose por la mejilla. Miró fríamente a Héctor Rovira.
—Soltadle —ordenó, con voz glacial.
Los agentes que lo sujetaban acataron la orden de su superior sin poner objeciones. El terrorista, sorprendido, miró de un lado hacia otro.
—Vamos… puedes irte. Eres libre —le dijo Bravo Portillo.
Un silencio de muertos se expandió a lo largo del siniestro callejón. Nadie decía nada. Aguardaban, expectantes, el resultado de aquella inesperada reacción por parte del duro comisario. Tan solo se podía escuchar la entrecortada respiración del anarquista.
Y he aquí que Héctor cometió el mayor error de su vida: dejarse llevar por el miedo y el ansia de libertad, sin analizar fríamente las consecuencias.
Antes de que volvieran a apresarle, echó a correr camino de la calle Conde del Asalto. El comisario extrajo la pistola que guardaba bajo la chaqueta. La alzó con determinación. Tras apuntar hacia la espalda del hombre que huía desesperado, disparó varias veces hiriéndolo de muerte. El terrorista cayó de bruces al suelo en mitad del callejón, frente a las narices de Fernández-Luna.
Testigo del brutal asesinato, Natasha lanzó un grito desgarrador. Impelida por la rabia golpeó con su mano izquierda el rostro del policía que la aferraba por el brazo, a quien pilló desprevenido. Antes de que este pudiese reaccionar, la rusa se abalanzó sobre el cadáver de su amante. De rodillas en el suelo, le dio la vuelta para abrazarlo con fuerza. Besó sus labios exangües, derramando sobre su boca todas las lágrimas de sus ojos y un agrio sabor a eterna despedida.
El comisario Bravo Portillo, de quien se decía que su corazón era tan negro como la sangre de los demonios, sonrió al apretar nuevamente el gatillo. Por suerte para Natasha la pistola se le había encasquillado. Maldijo entre dientes su mala suerte y escupió al suelo.
—¡Vamos, traedla! —exclamó, furioso—. ¡No dejéis que escape!
Al comprender que ya nada podía hacer por Héctor, la joven se puso en pie y corrió hacia la calle principal. Debía huir de la Policía al precio que fuese.
Harto de tanta indolencia por parte de sus colegas, y todavía impresionado por el asesinato a sangre fría del anarquista, Fernández-Luna se incorporó con rapidez para ir a ponerse en medio de los agentes que trataban de alcanzar a Natasha. Chocaron con él y todos cayeron al suelo, incluido el madrileño.
—¡Eh, tened cuidado! —farfulló con voz ronca al incorporarse de nuevo—. ¡Soy un súbdito ruso! —les dijo, abombando el pecho.
—¡Quita de en medio, imbécil!
Recibió un fuerte empellón de uno de los policías, y al instante rodaba nuevamente por la acera. Hizo un ovillo con su cuerpo para protegerse, fingiendo sufrir un desvanecimiento a causa de la embriaguez. Su artimaña había dado resultado. El comisario y sus hombres se olvidaron de él para ir presurosos tras los pasos de Natasha, quien, para entonces, había desaparecido después de adentrarse en la calle Conde del Asalto.
Cuando se hizo el silencio, volvió a levantarse mirando a su alrededor. Algunas prostitutas habían comenzado a asomar tímidamente sus cabezas por la puerta de entrada del edificio, o bien salían de los portales adyacentes donde habían permanecido escondidas en la oscuridad desde el inicio del registro. Cuchicheaban entre ellas, lamentando aquel trágico suceso que una vez más ponía de manifiesto la inatacable autoridad de los agentes de Policía que aplicaban, sin ningún escrúpulo, la conocida Ley de Fugas.
Fernández-Luna le echó un último vistazo al cadáver. Tenía dos enormes agujeros de salida en el pecho, por donde corría a espuertas la sangre. Aquello había sido una ejecución en toda regla, sin juez ni veredicto. Lo que más sintió es que individuos como Bravo Portillo solían recibir toda clase de elogios por parte de la prensa conservadora y la alta aristocracia barcelonesa, cuando en realidad no eran más que asesinos a sueldo que contaban con la protección de sus oficiales superiores. Los rudos procedimientos de aquel hombre sin escrúpulos quedaban siempre al margen de la Ley, pero nadie se atrevía a denunciarlo.
«Algún día, ese cabrito se encontrará con la horma de su zapato», pensó mientras se alejaba del lugar de los hechos, cabizbajo.
No se equivocaba entonces: tres años más tarde, un grupo de anarquistas acabaría con la vida del comisario Manuel Bravo Portillo en represalia por el asesinato de Pablo Sabater, presidente del Sindicato de Tintoreros de Barcelona.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
Miguel permanecía sentado en una silla de felpa blanca, junto al escritorio. Oculta tras el biombo, su hermana procedía a quitarse el vestido.
—Ya lo estás haciendo, hermanito. —Asomó la cabeza por encima de la hoja de madera embellecida con motivos chinescos. Efectuó una graciosa mueca con sus labios.
—En serio, María…
—De acuerdo, ¿qué quieres saber?
La Mulata salió de detrás de la mampara. Llevaba puesto un ceñido corsé de color lavanda y unos pololos blancos con encajes. Tomó asiento en la cama, frente a él, cruzando sus largas y bien torneadas piernas.
Miguel la miró a los ojos.
—Cuando llegamos a Barcelona tú ya sabías que ese hombre vivía aquí. ¿No es cierto?
—Sí. —Fue escueta en su respuesta.
—¿Quién te proporcionó su nombre?
—Mamá Olga.
—¿Nuestra madre adoptiva? —Arrugó la frente.
—Así es. Me lo confesó todo en su lecho de muerte: quiénes fueron nuestros verdaderos padres… lo que hicieron… las consecuencias del escándalo.
—Al margen de los intereses de nuestra misión, ¿tenías pensado hacerle una visita para sobornarlo?
—Esa era mi intención en un principio, exprimirlo económicamente —admitió la vedette—. Pero no tuve más remedio que solicitar de él otro favor. Ya sabes cuál.
El cubano asintió en silencio. No necesitaba que se lo explicase. Ambos habían sido cómplices, directa o indirectamente, de aquellos horrendos crímenes.
—¿Por qué no me contaste nada hasta que llegamos a España? —Formuló su pregunta con cierto tono de reproche.
María se levantó de su asiento. Fue hacia él. Se reclinó en el suelo, apoyando la cabeza sobre las rodillas de su hermano. Abrazó con fuerza sus piernas.
—Cariño… te conozco demasiado bien —le dijo, de forma afectuosa—. Hubieses sufrido mucho de haberlo sabido. Siempre fuiste un niño muy sensible. ¿Cómo iba a decirte que nuestros padres eran unos monstruos?
Miguel sintió un nudo en la garganta. Lo cierto es que andaba sobrecogido desde que su hermana le desvelara aquel terrible secreto. De ello hacía solo unos meses, pero a veces tenía la impresión de que habían transcurrido varios años. Pensó en lo irónico que era el destino: aquel niño sensiblero y afectivo del que hablaba María se había convertido de la noche a la mañana en la viva imagen de su padre: en un criminal. Solo que él actuaba llevado por sus ideales, y no por el afán de dinero y la depravación.
—Ya has oído lo que nos ha dicho Natasha esta noche. Ese bastardo no quiere volver a vernos en Barcelona —resumió tras un prolongado silencio.
Ella alzó la mirada. Los ojos de su querido hermano estaban vidriosos.
—Descuida, Miguel. —Alargó la mano para acariciarle el rostro—. Puedes estar seguro de que jamás regresaremos a esta ciudad.