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Tras despedirse efusivamente de Pablito, el mozo encargado del compartimento de equipajes, con el que había hecho buenas migas después de que este le enseñase algunos trucos de magia, Fernández-Luna se apeó del Expreso de Madrid entre el bullicio de los pasajeros, el sonido de los silbatos y las voces apresuradas de quienes trabajaban descargando la mercancía de los vagones de transportes especiales. Extrajo el reloj del interior del bolsillo de su chaleco. Las manecillas señalaban las seis y diez minutos de la tarde de aquel lunes, 11 de septiembre de 1916. Como era de esperar, el tren había llegado con retraso.
Observó con atención profesional a todos aquellos que iban de un lado a otro ocupados en sus quehaceres. Los viajeros, reagrupados en círculos a la espera de que el familiar de turno viniese a buscarlos en automóvil de alquiler o en carruaje de caballos, departían animadamente en el andén mientras los mozos se encargaban de transportar sus baúles y maletas, hasta la salida, con las carretillas que les proporcionaba la empresa ferroviaria. Creyó descubrir a algún que otro carterista y descuidero camuflado de forma anónima entre los auténticos ganapanes de la estación. Distinguía sus miradas de acecho, sus movimientos bien sincronizados y las muecas y guiños que utilizaban para comunicarse entre sí, actuando en complicidad: un ligero tropiezo con el panoli de turno y la cartera pasaba de un bolsillo a otro con extrema rapidez.
Estaban en todas partes. Eran una auténtica plaga.
Se olvidó por completo de aquellos maestros del hurto menor y la pillería, cuando vio que tres individuos, luciendo espléndidos mostachos sobre el labio superior, se acercaban a él decididos a abordarlo. Iban ataviados con chaqueta cruzada, pantalones oscuros —con la raya planchada a media pernera—, pajarita de seda y bombín. Al instante los reconoció como agentes de la Brigada de Investigación Criminal.
Fieles a la cita, venían a recibirlo.
—¿Ramón Fernández-Luna? —preguntó el más adelantado de los tres, brindándole un cordial gesto de bienvenida.
—El mismo. Y usted debe de ser Ramón Carbonell. Por cierto… —enarcó una ceja—, su dicción es diferente a la de los catalanes. ¿Valenciano? —reflexionó unos segundos, rectificando al instante—. No, yo diría más bien mallorquín, ¿verdad?
El otro se sorprendió de la perspicacia de su homólogo.
—Así es. Soy natural de Mallorca —admitió—. A pesar de los años que llevo aquí no consigo dejar atrás el acento propio de las islas. —Extendió su brazo diestro y ambos estrecharon las manos—. Es un placer tener con nosotros al hombre que resolvió el caso del capitán Sánchez. ¿Sabe que dicen de usted que es el Sherlock Holmes español?
Fernández-Luna afirmó en silencio con un gesto de cabeza, orgulloso de ostentar aquel sobrenombre y, a la vez, un tanto ruborizado por escuchárselo decir a uno de sus colegas. Con el propósito de poner fin a tan incómoda situación, pues no era de ese tipo de personas que les gustaba alardear, encontró en la camaradería y en la sencillez una fórmula efectiva de acercamiento.
—Ya que vamos a trabajar de forma conjunta, creo que deberíamos tutearnos. O mejor aún, llamarnos por nuestros apellidos. ¿No te parece, Carbonell? —solicitó su opinión—. El hecho de que ambos ostentemos el mismo nombre puede resultar cansino. «¡Oye, Ramón!». «¡Dime, Ramón!». —Alzó las palmas de las manos, proyectando una mueca un tanto graciosa—. Lo dicho, todo un suplicio.
—Te lo iba a proponer, Luna. —Estuvo de acuerdo con él. Luego se giró hacia los dos hombres que le acompañaban—. Y ahora, déjame que te presente a Luis Salcedo, comisario de Vigilancia… —el de Madrid se acercó a él para saludarlo—, y al inspector Eugenio Pons. —De forma protocolaria, estrechó igualmente su mano.
Finalizadas las salutaciones, que eran de rigor, Carbonell lo invitó a caminar hacia el lugar donde les aguardaba un automóvil de color verde, un Hotchkiss doble faetón con capota, situado frente a la salida del Apeadero del Paseo de Gracia.
Apenas habían comenzado a andar cuando Fernández-Luna, que atendía las palabras de su homólogo pero andaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor, vio acercarse a un jovenzuelo vestido con camiseta a rayas, pañuelo blanco anudado alrededor del cuello y una gorra de paño ocultando sus largos cabellos. Iba directo hacia el inspector Pons, aprovechando que este conversaba de forma distendida con Salcedo. Pretendía sorprenderle.
Antes de que se produjese la colisión previamente estudiada por el «apache», el madrileño se adelantó con premura a fin de interponer su bastón entre ambos. El golfillo se quedó helado, mirando con los ojos muy abiertos al desconocido caballero que había descubierto su artimaña.
—Lárgate ahora mismo si no quieres que te abra la cabeza de un bastonazo —le advirtió Fernández-Luna, abriendo su chaqueta para mostrarle el arma que guardaba en la funda sobaquera.
Al comprender que aquellos tipos eran policías, y que acababa de cometer el mayor error de su vida, el muchacho echó a correr como alma que lleva el diablo. Pons hizo el amago de ir tras él, pues había estado a punto de convertirse en la víctima de un vulgar carterista. Y ello, evidentemente, afectaba su orgullo.
Carbonell lo retuvo a tiempo, sujetándolo por el antebrazo.
—¡Déjalo! No merece la pena. —Al ver que el inspector fruncía el ceño, extrañado, tuvo que ofrecerle una explicación razonable—. El otro día lo vi en Jefatura hablando con el sargento Jiménez. Es un pillastre francés llamado Antoine, un descuidero de poca monta. —Chasqueó la lengua—. Pero además es uno de nuestros confidentes.
—Pues parece ser que es bastante torpe, ¿no te parece?
El sincero razonamiento de Fernández-Luna les arrancó una sonrisa a sus compañeros. Olvidando por completo el leve incidente, siguieron caminando hacia el automóvil de servicio, que permanecía aparcado junto a una hilera de tartanas tiradas por caballos destinadas al transporte de pasajeros.
Los respectivos jefes de la BIC se acomodaron en los asientos de atrás. Después de haberse encargado personalmente de subir al coche el equipaje del madrileño, Pons se agachó para girar la manivela con el fin de arrancar el vehículo. Una vez que escuchó el sonido del motor, rodeó el chasis para ir a sentarse frente al volante, junto al comisario Salcedo. Se incorporó a la calle Argüelles con precaución. Hizo sonar la bocina tres veces para que fueran apartándose los transeúntes que estorbaban su paso.
—¿Qué opinión te merece la increíble fuga del prestidigitador? —quiso saber Fernández-Luna, dirigiéndose a su tocayo.
Intentaba hacerse una idea de lo ocurrido. La única información que le había proporcionado el general La Barrera era que el ruso en cuestión se había evaporado de su celda de la noche al día. Nada más. Ni siquiera había leído las declaraciones de los celadores, vigilantes y demás funcionarios de la cárcel Modelo de Barcelona. Esperaba que Carbonell pudiera ponerle al corriente.
—He de reconocer, no sin cierto pudor, que estamos completamente a oscuras —admitió el mallorquín—. Te advierto que hemos registrado todos y cada uno de los rincones de la penitenciaría, desde los sótanos hasta las cocinas y dependencias privadas cuyo acceso solo les está permitido a los funcionarios. Incluso así, no hemos encontrado ninguna pista… ni nada que nos haga pensar en una fuga. No sé qué tal mago es el Gran Kaspar, pero te juro por lo más sagrado que este ha sido su mejor truco.
—¿Crees en la superchería?
—¡En absoluto! —exclamó, arrugando la frente—. Pero desde hace dos días ya no sé qué pensar. Es… —titubeó un momento—, es imposible que se haya evadido de la celular, pero a un mismo tiempo resulta ilógico admitir que pueda atravesar los muros gracias a la tradicional fórmula del «abracadabra». He ahí el misterio, y el motivo por el cual el conde de Güell, gran admirador del mago, se tomó la molestia de telefonear al inspector de Seguridad de Barcelona, el señor Riquelme, para que este a su vez se pusiera en contacto con el gobernador civil de Madrid. Se requirió tu incorporación al caso con carácter de urgencia.
—¡Vaya! —A Fernández-Luna le sorprendió aquella noticia—. No tenía ni idea de que la alta aristocracia barcelonesa estuviese al tanto de mis hazañas.
Carbonell se echó a reír.
—Mi querido amigo, aquí todos te conocen. Te has convertido en una leyenda.
—Me lo tomaré como un cumplido. Por cierto, ¿cuál ha sido la reacción del director de la penitenciaría?
—Imagínate… —había un suave matiz de socarronería en su voz—, puso el grito en el cielo al saber que uno de los presos había conseguido escapar de la prisión. Es un duro revés para su carrera. Toda Barcelona anda criticando su inoperancia.
—O sea, que como sospechoso…
—Créeme, es el menos indicado.
El madrileño apretó ligeramente sus labios, reflexionando al respecto mientras se acariciaba la barba.
—¿Y qué hay de esa tal María Duminy, conocida como la Mulata? —inquirió al cabo de un breve silencio—. ¿No fue ella quien denunció al prestidigitador?
—¿Qué deseas saber?
—Toda la información que puedas facilitarme al respecto.
Carbonell se rascó tras la oreja, haciendo un repaso mental a la breve conversación que había mantenido la tarde anterior con aquella extraordinaria mujer de ojos negros y piel tostada.
—Nació en Santiago, Cuba… hace veintitrés años. —Le fue detallando todo el historial de la vedette—. Sus padres adoptivos se trasladaron a la Costa Este de Estados Unidos siendo ella una niña. A la edad de diecisiete años debutó como vicetiple en un lóbrego cabaret de Filadelfia. Gracias a su voz angelical y su bellísimo cuerpo, recibió la ovación del público y una excelente crítica.
»El caso es que se convirtió en una diva en cuestión de meses. Viajó por todo el país, desde Boston a Chicago pasando por Detroit. Hace cosa de un año llegó a Europa… siempre acompañada de su hermano gemelo Miguel, que es quien cuida de ella y de sus intereses económicos. Se instalaron en París, en un hotel del barrio rojo de Pigalle, y antes de que transcurriese una semana ya estaba actuando como bailarina de can-can en el famoso Moulin Rouge. Además, pronto copó las portadas de los diarios de mayor tirada de la capital francesa.
»Tras su éxito en París, llegó a Barcelona a mediados de marzo de este año. Formó parte del grupo de danza de la ópera Tassarba, en el Gran Teatro del Liceo, compartiendo cartel con una bailarina etíope a la que llaman la Perla Negra. Poco tiempo después conoció a Igor Topolev. Ya sabes, el mago —le recordó—. Se hicieron muy amigos… íntimos amigos. Tal fue así, que el ruso consiguió que el propietario del Alcázar Español se fijase en ella y le ofreciera un contrato de óptimas condiciones económicas que no pudo rechazar. Pienso que fue una maniobra del Gran Kaspar para tenerla vigilada de cerca. Dicen de él que es un hombre celoso.
—Háblame de la pulsera sustraída —le instó—. ¿Apareció finalmente?
—Pues… no. —Dudó unos segundos antes de responder—. Después de que mis hombres encontraran el cadáver de una mujer… bueno, su cabeza quiero decir, el asunto del robo perdió relevancia. Nuestra prioridad, ahora, es averiguar la identidad de la víctima y su posible relación con Topolev.
—Entiendo. —Sacó un pequeño bloc de notas y una estilográfica del interior del bolsillo de su chaqueta. Anotó unas cuantas palabras antes de pedir más información—. ¿Qué dijo la Mulata cuando se enteró de que su amante, al margen de ladrón, era un asesino?
—Sufrió un ataque de nervios. Y he de añadir que, a menos que sea una actriz consumada, sus lágrimas parecían sinceras. El problema lo tuvimos con Miguel, el hermano de la joven, que prácticamente nos echó del camerino antes de que pudiésemos finalizar el interrogatorio.
—Dijo de nosotros que carecíamos de tacto, y que María era una mujer demasiado sensible como para atender los detalles más escalofriantes de un crimen tan horrible —intervino el comisario Salcedo, girando el cuerpo hacia atrás—. ¡Bobadas! La Mulata proviene de un mundo mísero donde la vida de una persona apenas tiene valor. Le aseguro que esa ha visto cosas que nos pondrían los pelos de punta. —Recobró su postura inicial, mirando hacia delante.
—En cuanto a la cabeza que apareció en el doble fondo de la maleta, hay un pequeño detalle que se me ha olvidado decirte —añadió Carbonell, en voz baja—. Fue examinada por don Luis Segrelles, médico forense de la Jefatura Superior de Barcelona. Nos confirmó que la interfecta llevaba muerta unos días cuando la decapitaron, y que posiblemente su asesino retrasara el proceso de descomposición cubriendo el cuerpo con grandes cantidades de hielo.
Fernández-Luna enarcó una ceja. Aquel detalle le llamó bastante la atención. Volvió a anotar unas palabras en su bloc.
—Es curioso… ¿Para qué iba a querer el ruso preservar en hielo a su víctima? —preguntó, desconcertado.
Aquella era una interrogante de difícil respuesta.
—Puede que en un arrebato de locura quisiera conservar la cabeza como si se tratase de un trofeo de caza. Es la única explicación que se me ocurre —se aventuró a decir finalmente—. Si hubiese actuado de forma inteligente la habría enterrado bajo tierra o arrojado al mar, que es lo que posiblemente hizo con el resto del cuerpo.
—¿Te lo imaginas descuartizando un cadáver en la habitación del hotel?
—No… por supuesto que no. Tuvo que hacerlo fuera del Colón. Estoy seguro de ello.
Se adentraron en la Ronda de San Pedro. El inspector aminoró la marcha a la altura de la plaza de Urquinaona, frente al teatro Tívoli. Con el fin de alertar a los transeúntes que obstaculizaban el paso al intentar subirse al tranvía, Pons volvió a tocar la bocina. La mayoría eran obreros del segundo y tercer distrito, que trabajaban en el Ensanche. Representaban la clase baja de una sociedad que pretendía institucionalizar la alta cultura novecentista, pero que en realidad incurría en la desidia, el caos, el servilismo, el terror y la miseria. Ellos, los proletarios y braceros de aquella ciudad cosmopolita encumbrada en la mesocracia, constituían el más bajo escalafón social: el de la servidumbre; gente que trabajaba, sufría, amaba, vivía y agonizaba en una ciudad erigida en el idealismo.
Ante Fernández-Luna surgió la Barcelona más amarga, dramática y violenta.
—¿Puedo saber hacia dónde nos dirigimos? —Rompió el silencio con una nueva pregunta.
—Iremos a un hotel para que puedas asearte y vestirte como Dios manda. ¿Llevas algún traje de etiqueta? ¿Un frac, tal vez? —lo interrogó Carbonell, soslayando la mirada hacia las maletas afianzadas en la parte trasera del automóvil—. Esta noche quiero que me acompañes al Alcázar Español.
—¿Actúa alguien de interés al margen de nuestra querida sospechosa, María Duminy?
—¿Sospechosa? —Enarcó una ceja, significativamente, antes de añadir—: Parece ser que desconfías de todos.
—Cierto, soy de natural receloso —admitió—. En cuanto al reparto… —lo exhortó con la mirada para que siguiera hablando.
—Hay un dueto cómico: los Llobregat… transformistas —le explicó—. En su ayuda tienen una pequeña compañía de vodevil y un grupo de valientes luchadoras, como son Angelita Maldonado, las hermanas Sierra, la Perchelera, Argelia y Lissete.
—Se presenta una noche divertida. —Se atusó el bigote, dejando entrever una ligera sonrisa de satisfacción.
—Puedes jurarlo —secundó las palabras de su compañero—. Y bien… ¿Dónde piensas hospedarte?
—En el Hotel Colón, por supuesto.
—Espero que tengas suerte y consigas de sus empleados algún tipo de información que pueda ayudarnos a resolver el caso.
—Hablarán… —afirmó Fernández-Luna, en un tono de voz convincente—, por supuesto que hablarán. Los españoles poseemos cierta predisposición a ser indiscretos. El problema consiste en saber distinguir la información que no viene al caso, para desestimarla, de la que es realmente importante. Es un proceso de selección asaz laborioso, lo reconozco. Ahí es donde entra en juego la intuición. —Se tocó la nariz con el índice diestro, guiñándole un ojo de complicidad—. Un buen sabueso, cuando olfatea una presa, sigue su rastro hasta la madriguera.
—Entonces, ¿nos dirigimos al Hotel Colón? —El inspector Pons, que manejaba el automóvil con suma cautela, necesitaba corroborar la decisión del madrileño, pues una vez en la plaza de Cataluña debía decidirse entre girar a la derecha, en dirección al Paseo de Gracia, o hacia la Rambla de Canaletas.
—Al Colón, sin lugar a dudas —corroboró al instante el eficaz jefe de la BIC de Madrid.
Entregado a sus pensamientos, Fernández-Luna observaba la plaza de Cataluña y sus inacabables obras de reforma a través de la ventana de su habitación. No era la 206, tal y como hubiese preferido. Por más que intentó sobornar al recepcionista, a este le fue imposible satisfacer su deseo: el cuarto donde había estado viviendo Igor Topolev durante varios meses lo ocupaba ahora un industrial textil de Tarrasa. A pesar de todo tuvo suerte. Le ofrecieron el aposento contiguo después de haberle entregado en mano, al empleado en cuestión, un duro de plata de propina.
Mientras terminaba de vestirse, agotó los minutos espiando el movimiento desorganizado de quienes paseaban por la Rambla. Ómnibus, bicicletas, carruajes de caballos, funcionales tranvías y elegantes automóviles, serpenteaban a lo largo de la avenida tratando de esquivar a los viandantes que transitaban de un lado a otro pendientes de sus asuntos. Casi a un mismo tiempo se iluminaron las farolas. Su luz artificial plateó la cubierta metálica del Mercado de la Boquería, así como las apolíneas esculturas y los enormes festones de la balaustrada del Palacio de la Virreina y otros edificios de fachadas modernistas.
«Barcelona es otro mundo», pensó con cierta aprensión. Apenas había llegado a la Ciudad Condal y ya echaba de menos Madrid.
Se acercó al espejo de pie que había en un rincón del lujoso dormitorio. Comprobó que el frac le venía un poco corto, aunque no demasiado. Nadie se daría cuenta de que había engordado unos cuantos kilos los últimos meses. Se ajustó la pajarita, de piqué blanco como el chaleco. Antes de abandonar la habitación, y tras cubrir los hombros con una elegante capa, cogió su chistera, sus guantes blancos de seda y el bastón de caña de bambú que, como solían llevar consigo los caballeros que se acogían a la sensatez, escondía en su interior un largo estoque para poder afrontar con resolución las situaciones más peligrosas.
Bajó las escaleras, cuyos peldaños estaban recubiertos por una fastuosa alfombra de color rojo. Imponentes macetones con plantas exóticas de gran belleza adornaban los descansillos. Según iba descendiendo, comenzó a escuchar el murmullo de voces de quienes conversaban en el vestíbulo. Un gran número de clientes se agolpaba frente al mostrador de recepción mientras los mozos, incansables, se encargaban de ir subiendo sus maletas y baúles por el montacargas. Al pasar por el hall vio a un grupo de oficiales del Regimiento de Infantería Alcántara n.° 58, vestidos con su uniforme de gala. Charlaban de forma distendida en el gran salón reservado para los huéspedes de honor. Pasó muy cerca de ellos, por lo que alzó ligeramente su chistera a modo de saludo. Los militares, secundando la ceremonia de cortesía, respondieron al cumplido.
Apenas estaba a unos pocos metros de la puerta principal, cuando escuchó la voz de Carbonell a su espalda.
—Esta noche vamos a ser la comidilla de las viudas y solteronas que acudan al Alcázar. —Se acercó a su compañero con una franca sonrisa dibujada en sus labios. Iba elegantemente vestido, al igual que su colega de Madrid—. He olvidado preguntártelo… ¿Estás casado? —Antes de que Fernández-Luna pudiera responder, siguió adelante con aquel disparatado monólogo—. ¡Es igual! Resulta irrelevante. —Se aclaró la garganta—. Después de la representación me acompañarás a los tugurios más sórdidos de Barcelona. —Se echó a reír—. Piensa en ello como un nuevo aprendizaje. Recorrer los bajos fondos del quinto distrito te servirá para conocer, en profundidad, la psicología de los criminales que pululan por sus callejuelas como ratas en las alcantarillas.
—No he venido hasta aquí para investigar el robo de una joya o el asesinato de una simple prostituta a manos de su chulo, ni siquiera me interesan los incesantes actos de terrorismo entre sindicalistas y patronos, que luego justificarán exaltadamente los primeros echando mano de sus ideales políticos —le dijo, muy serio—. Mi presencia en Barcelona, como ya sabes, se limita a desentrañar un misterioso asunto que lleva de cabeza al inspector de Seguridad, como es la fuga de un preso de la cárcel Modelo.
Carbonell, impertérrito, ladeó la cabeza.
—Si crees que tu verborrea moralista va a disuadirme, estás equivocado. Una vez que finalice la actuación e interroguemos nuevamente a la Mulata, pienso mostrarte el lado más abyecto y oscuro de nuestra ciudad. —Lo observó con atención—. Oye, ¿no serás uno de esos conservadores que desdeñan el libertinaje, pero que luego se entregan a la corrupción, ocultos tras la máscara del anonimato?
Debido al tono de su voz, un tanto alegre, Fernández-Luna comprendió al instante que el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona había comenzado a disfrutar la noche antes de tiempo. Su hilaridad se debía a un par de copas de vino manzanilla. Lo delataba su aliento.
—Soy liberal de pies a cabeza —admitió el madrileño, sintiéndose orgulloso de sus ideales políticos.
—¡Si ya lo sabía yo! ¡Eres de los míos! —exclamó, pasándole el brazo por encima del hombro de manera amistosa—. Luna… estoy seguro de que nos vamos a llevar bien.
Eufórico, Carbonell soltó una carcajada que al momento llamó la atención del recepcionista. Como vio que los oficiales de Infantería, igualmente, los escrutaban con mirada crítica, le hizo un gesto a su compañero para que comenzase a andar. Cuanto antes abandonaran el hotel, mejor.
Fuera, la policía a caballo hacía su ronda nocturna con ojo avizor, expectante, presta para intervenir ante cualquier tipo de incidencia que pudiera alterar el orden público. No en vano, en Jefatura les habían avisado de una posible protesta sindicalista por parte del movimiento obrero CNT, que reclamaba diversas mejoras relacionadas con la seguridad en el trabajo.
—Creo que me has malinterpretado —adujo Carbonell con una voz y una actitud algo más lúcida. Nada más salir a la calle, la suave brisa de la noche mitigó los vapores del alcohol—. No vayas a pensar que iba a llevarte al burdel de Madame Petit o al club de morfinómanos de la calle Escudellers. De momento, no procede. —Desplegó una sonrisa irónica—. Simplemente, creí que te interesaría conocer ese otro mundo que discurre paralelo al nuestro.
—No creo que Barcelona sea distinta a Madrid. Criminales, putas y degenerados los hay en todas partes —alegó con seriedad—. En todo caso, ya habrá tiempo para ello. Esta noche nos limitaremos a interrogar a la Mulata.
—De acuerdo, mejor lo dejamos para otro día —no quiso insistir.
Ya en la Rambla de Canaletas fueron engullidos por el vaivén de aristócratas caballeros y parejas amarteladas que caminaban absortos en sus propios asuntos, atesorando en realidad un punto de melancolía en su descenso al corazón de la inmoralidad y el desenfreno.