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Adormilado por el continuo zarandeo del vagón, y con el pensamiento puesto en Eddy Arcos, sospechoso de ser el ladrón de joyas que llevaba de cabeza a la policía de media Europa, Fernández-Luna observaba el paisaje a través de la ventana. Se recreó con la belleza de las colinas plateadas y los oscuros encinares enraizados a orillas del río. El sol resplandecía sobre los campos desnudos de tonos ocres y rojizos, tristes desiertos que se explayaban hasta el horizonte proyectando una increíble sensación de distancia. Alzó la mirada. Las nubes sedosas investían de gloria el cielo donde se reagrupaban las golondrinas antes de emprender su indefectible viaje a tierras más calientes. Aquel escenario de mediados de septiembre entrañaba cierto sentimentalismo, por lo que suspiró dejándose llevar por la nostalgia.

Frente a él, leyendo un libro de poemas de Campoamor, una joven permanecía sentada con la espalda completamente recta. Un sombrero ancho cubría sus cabellos cobrizos peinados al estilo Gibson, según la moda de París. Lucía un vestido de gasa rayada de color rosa y blanco, con un ligero escote rematado en pico y una falda guarnecida de valenciennes formando ondulaciones. Un bello corpiño de manga larga, con doble volante en la cintura, cubría la parte superior del cuerpo ocultando sus pechos menudos, todavía virginales. Ceñido al talle llevaba un cinturón de tafetán adornado con guirnaldas de flores. Dejaba al descubierto unos graciosos tobillos de extremada palidez, frivolidad indecorosa para muchos que en ningún caso asumía un carácter reivindicativo o provocador. Simplemente, las mujeres se aferraban con ilusión a las nuevas tendencias del momento.

La acompañaba su madre, una mujer que seguía con rigor las exigencias del luto. Así lo acreditaba el vestido de calle con polisón y el tocado de color negro que ocultaba el cabello y parte de su frente señorial. No debía de tener más de cuarenta años. Era bastante atractiva para su edad, incluso más que su propia hija, la cual parecía haber heredado las rudas facciones de su difunto padre: mandíbula cuadrada, algo de vello sobre el labio superior y las mejillas moteadas de pecas. Por lo demás, apenas si se traía un parecido razonable con su progenitura.

Debido al sofocante calor que se vivía en el compartimento, la viuda abrió el abanico de marfil que llevaba en la mano, batiéndolo después con rapidez y elegancia. Ladeó graciosamente la cabeza. Sus pechos se alzaron unas pulgadas al insuflar de aire los pulmones. Aprovechando que su hija leía fascinada el libro de poemas, le ofreció una tímida sonrisa al elegante caballero que permanecía sentado a la derecha de Fernández-Luna. El petimetre en cuestión, de forma imperceptible, cabeceó a modo de saludo, volviendo luego a releer la página de la revista donde se daba cuenta de la concesión de la Cruz de Isabel la Católica a un intrépido aviador cántabro afincado en la Ciudad Condal: Salvador Hedilla Pineda, que el 2 de junio había conseguido cubrir sobre el Mediterráneo, en su monoplano monocoque, la distancia entre la Volatería de El Prat de Llobregat y Can Suñer, en Mallorca.

El jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, acostumbrado a analizar el comportamiento de todas aquellas personas que estuviesen a su alrededor, comprendió de inmediato el propósito de la pobre y desconsolada viuda. Por lo pronto, el hecho de que se pusiera a contar las varillas del abanico ocultaba un explícito significado: «Deseo hablar contigo». Era obvio que añoraba el amor de su esposo, o en su defecto, las caricias licenciosas de un hombre que viniera a sofocar la ardiente llamarada que la consumía por dentro ante la diaria perspectiva de un lecho vacío.

Aun a riesgo de que descubrieran la finalidad de su juego, la dama de negro se cubrió el rostro con el abanico; completamente abierto. Con este guiño le estaba diciendo al joven caballero que tenía delante: «Sígueme cuando me vaya». El galán aprobó su decisión entornando los párpados.

—Espérame aquí. Vengo enseguida. He de ir un momento al escusado —le susurró la señora a su hija.

Esta afirmó en silencio, proyectando una mueca desabrida. Le molestaba que su madre la tomase por una idiota.

Tras recoger los pliegues de su falda con una mano, y con la otra sujetándose la toca y el velo, la viuda se disculpó ante los dos varones, quienes en un arranque de cortesía clásica hicieron el amago de levantarse. Salió fuera del compartimento, oliscando un pañuelo perfumado a fin de interpretar correctamente su papel. El arrebol de sus mejillas justificaba de algún modo su necesidad.

Apenas habían transcurrido un par de minutos, cuando el caballero con apariencia de gigoló se levantó de su asiento y fue hacia la puerta batiente. Una vez abierta giró la cabeza hacia la derecha, buscando a la dama. Esbozó una sonrisa de medio lado, lo que venía a indicar que había alguien por allí cerca. Adentrándose en el pasillo desapareció del campo de visión de los demás pasajeros.

La joven dejó de leer. Ella y Ramón intercambiaron sus miradas.

—Ridículo, ¿verdad? —La muchacha rompió el silencio.

—¿Cómo dice?

El policía fingió desconocer la naturaleza de su pregunta. En verdad, la situación no dejaba de ser embarazosa.

—¿No le resulta patética la actitud de mi madre, flirteando con hombres más jóvenes que ella en presencia de su hija, y lo que es peor, de extraños? —puntualizó con firmeza de voz—. Su procacidad no tiene límites. Ni siquiera es capaz de respetar el luto que le debe a mi padre. ¿Sabe usted? Apenas hace seis meses que lo enterramos.

—No soy quién para opinar, señorita.

—¡Pero usted es un hombre! —se quejó enérgicamente—. Debería juzgar su conducta.

—Se lo repito, lo que hagan los demás no es asunto mío, siempre y cuando no incumplan la ley.

—¿Es usted policía?

—Así es —respondió con tiesura militar—. Ramón Fernández-Luna, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid… para servirla.

—Teresa Escobedo —añadió ella, presentándose.

Extendió la mano. Ramón la sostuvo un instante, inclinando sus labios hacia el dorso aunque sin llegar a besarlo.

—Un placer —susurró.

—Por favor, hábleme de su trabajo. —La joven cerró el libro, dejándolo a un lado—. No sabe usted lo aburrido que es vivir en un pueblo como Chinchón, donde nunca pasa nada de interés.

—La labor de un policía es realmente dura. Créame, señorita… algunos casos resultan escalofriantes. No creo que encuentre divertido ahondar en el alma de un criminal.

—No me impresiona. Tengo suficientes arrestos como para escuchar cualquier historia que esté dispuesto a contarme —se jactó con una frialdad que parecía prestada. Pretendía pasar por alguien mayor, de mente esclarecida. Y sin embargo, al menos en el fondo, seguía siendo una niña.

El tren fue aminorando la marcha hasta detenerse. Instintivamente, Fernández-Luna reviró la mirada hacia la ventana. En el letrero de madera que colgaba de la estructura metálica del andén pudo leer el nombre de un pueblo: ARCOS DE JALÓN.

«¡Jalón!», pensó a la vez que sentía un ligero estremecimiento por todo su cuerpo.

Habían transcurrido tres años desde entonces, pero le era imposible olvidar el horror de aquel crimen.

—¿Ha oído hablar del caso del capitán Sánchez?

Echó mano de la insensibilidad de los Fernández-Luna, con el fin de darle un escarmiento a aquella petulante muchacha que había demostrado un malsano interés hacia su profesión.

—Hum… algo creo recordar. —Entrecerró los párpados, ahondando en la memoria—. ¿No fue el oficial que asesinó a un viudo adinerado por el mero hecho de pretender a su hija?

El policía reprimió una sonora carcajada. Aquella joven no sabía de la misa la media.

—Lo siento, señorita. Nada más lejos de la realidad —se vio en la obligación de corregirla—. ¿En serio desea conocer los detalles del caso? Le advierto que es una historia truculenta donde las haya.

—Me arriesgaré.

A pesar de la expresión bovina de su rostro, y sus ademanes desgarbados, Teresa poseía un gran carácter.

—Pues bien, todo comenzó con la desaparición de ese acaudalado viudo que acaba de mencionar. —Adelantó ligeramente su cuerpo, acercándose a ella—. Se llamaba Rodrigo García Jalón, y la última vez que lo vieron con vida fue en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, situado en el Palacio de la Equitativa. Aquel día iba acicalado como para una cita, lo que venía a indicar que pensaba verse con una mujer. Antes de marcharse cambió cinco mil pesetas por una ficha de juego, un hecho inusual que llamó poderosamente la atención del cajero.

»Transcurridos varios días, una atractiva joven se personó en el Círculo de Bellas Artes, lo que ocasionó un gran revuelo entre los socios, pues está terminantemente prohibida la entrada a las mujeres —matizó con cierta ironía—. Su propósito no era otro que cambiar una ficha de juego de cinco mil pesetas. Acompañada por Antoñito, el botones, atravesó los salones del Círculo sin titubear, con la mirada altiva. Cuando por fin llegaron a la oficina del cajero, este se negó a atenderla. Y lo hizo por dos razones. Primero, porque solo los socios podían canjear las fichas por dinero en efectivo; y segundo, porque sabía que era la misma que le había entregado en mano a Rodrigo García Jalón. La reconoció por una pequeña muesca en el borde.

—¿Y cómo llegó la ficha a manos de esa joven? —quiso saber Teresa, que parecía entusiasmada con la historia.

—A eso voy, si me permite continuar —le dijo él, reprendiéndola por impaciente—. Yo, por aquel entonces, ostentaba el cargo de jefe de la Ronda Especial. El caso me fue asignado por mi superior, don Enrique Maqueda, después de que un reportero de El Imparcial nos avisara de la desaparición del viudo, de la inesperada visita de una bella mujer al Palacio de la Intendencia, así como de la exorbitante cantidad de dinero que representaba la ficha que esta llevaba consigo.

»Francisco Serrano, el periodista, nos confesó que había estado investigando por su cuenta. Nos proporcionó la identidad de la joven, una información que resultó decisiva a la hora de efectuar las detenciones. La sospechosa se llamaba María Luisa Sánchez Noguerol, y era la hija primogénita de Manuel Sánchez López, capitán de la reserva destinado en la Escuela Superior de Guerra, el cual andaba arruinado por culpa del juego. Luego estaba, también, el sórdido asunto entre padre e hija…

—¿A qué se refiere? —lo interrumpió de nuevo la joven, abriendo mucho los ojos ante la morbosa perspectiva carnal que se imaginaba.

—Se decía que ambos mantenían una relación incestuosa, incluso que María Luisa había dado a luz a dos hijos de su propio padre, los cuales habrían muerto en extrañas circunstancias. —Ella hizo un gesto de repulsa, por lo que Fernández-Luna insistió—: ¿En serio quiere que continúe?

—Sí, por favor.

Se escuchó el silbido del jefe de estación, y el Expreso de Madrid se puso nuevamente en marcha.

—Bien… —Se aclaró la garganta—. La verdad es que el caso se presentaba peliagudo. La hipótesis con la que trabajábamos era que el viudo, que bebía los vientos por la joven, había sido engañado por el padre y la hija con el fin de hacerle entrar en la casa, para una vez allí, de forma impune, asesinarlo fríamente. En todo caso, no podíamos acusarlos de nada puesto que todavía no habíamos encontrado el cadáver de García Jalón. Imagínese si los llegamos a detener y luego, el viudo, aparecía vivito y coleando. —Sonrió brevemente—. Verá usted, como soy un hombre que se deja llevar por la intuición, le ordené a mis hombres que inspeccionaran el alcantarillado de Madrid, más concretamente los colectores ubicados bajo la plaza Conde de Miranda, donde está situada la Escuela Superior de Guerra. Y lo hicieron de forma tan minuciosa y profesional que pronto encontraron varios fragmentos de huesos descarnados dentro de los desagües.

»Cuarenta y ocho horas después nos presentamos en el domicilio del capitán Sánchez. Registramos a fondo las habitaciones. Tras una pared falsa que había sido levantada con rapidez días atrás, cuyo enlucido aún se mantenía fresco, hallamos la camisa verde con rayas rojas de Jalón, un martillo, un hacha, un machete y unos pocos restos humanos. Como las pruebas eran irrefutables, el juez decidió interrogar de nuevo a los sospechosos. Por supuesto, en un principio lo negaron todo… algo absurdo teniendo en cuenta que la ropa del viudo, manchada de sangre, así como algunas partes de su cuerpo, habían aparecido en casa del capitán.

»Días después, gracias a la conversación privada que mantuvo el magistrado con la acusada pudimos saber la verdad de lo ocurrido. Jalón estaba locamente enamorado de María Luisa, hasta el extremo de que llegó a ofrecerle alojamiento en su casa; a ella y a sus cinco hermanos. Conocía la mala situación que estaba pasando la familia después de que el padre acabara arruinado por culpa de su afición al juego. El ingenuo creyó que si les proporcionaba ayuda, la joven estaría en deuda con él y acabaría aceptando su propuesta de matrimonio.

»Aquella tarde de abril, Jalón acudió al domicilio del capitán para obtener de él su aprobación. Es decir, pensaba pedirle permiso para sustentar a sus hijos, comenzando por su querida María Luisa, claro está —señaló el policía—. Después de que la joven lo invitara a pasar, y lo condujese amablemente hasta el comedor, el viudo tomó asiento a espaldas de la puerta. Ensimismado por la belleza de la joven, y entregado en cuerpo y alma a la conversación, no llegó a percibir los pasos amortiguados del capitán Sánchez acercándose sigilosamente por detrás.

»La muerte debió de sorprenderle de forma súbita, después de que el militar le abriese la cabeza a golpes de martillo. —Se detuvo un instante, para ver qué efecto provocaba en Teresa sus duras palabras. Ella, pálida como una amortajada, trató de contenerse apretando los labios. Fernández-Luna siguió hablando—. Cometido el crimen, y con una excepcional sangre fría, registraron sus bolsillos para robarle todo lo que llevaba encima. En su cartera encontraron veinte duros, así como la ficha de juego de cinco mil pesetas; la misma que María Luisa, días más tarde, intentó canjear en el Círculo de Bellas Artes.

»Suponemos que el capitán Sánchez descuartizó a su víctima, y que posiblemente arrojase la cabeza de Jalón a la hoguera para hacerla desaparecer, después de haber tirado por el desagüe los fragmentos más pequeños de su cuerpo, como los menudillos de los pies y las manos. Perpetrado el horrendo crimen, padre e hija limpiaron todo con mucho esmero.

»Ambos fueron juzgados según sus cargos. El capitán Sánchez fue condenado a muerte en un consejo de guerra, y su hija a veinte años de prisión. —Hizo una breve pausa, mirando fijamente a su interlocutora—. María Luisa acabó loca en la cárcel y a él lo fusilaron al amanecer un día de otoño. Solo nos quedaba averiguar qué había sido del resto del cuerpo.

Guardó un silencio de sepulcro, esperando que la joven formulase una pregunta que se hacía de rogar.

—¿Lo consiguieron? —inquirió ella, finalmente—. ¿Descubrieron dónde habían escondido…?

La interrogante quedó inconclusa. No tuvo fuerzas para terminar. Lo cierto es que comenzaba a sentirse mareada.

—¿Sabe usted qué dijo don Ramón del Valle-Inclán cuando tuvo noticias del crimen? —preguntó con cierto sarcasmo—. Estas fueron sus palabras: «Lo nacional es dárselo de comer a la tropa en un rancho extraordinario, como hizo mi antiguo compañero el capitán Sánchez».

En ese instante regresó la viuda, cuyos pómulos esplendían de felicidad. Se sentó de nuevo junto a su hija, procurando disimular su alborozo. Miró a Teresa. La joven exteriorizaba cierta angustia. Sudaba copiosamente, le castañeteaban los dientes, e incluso temblaba.

El galán hizo su aparición en el compartimento. Una Waterman asomaba por el bolsillo superior de su levita, estilográfica que había aparecido de forma inesperada después de que decidiera levantarse para ir en pos de aquella madura mujer. A la conclusión que llegó el jefe de la BIC de Madrid fue que el caballero, tras concertar una cita con la dama para verse a solas en Barcelona, había anotado la dirección del hotel donde pensaba alojarse, y en un descuido había guardado la pluma en el bolsillo equivocado. Es posible que se besaran a escondidas en el pasillo sin que nadie los viese; nada más. Ni el tren era un lugar seguro para un encuentro amoroso, ni la viuda estaba dispuesta a dejarse seducir en uno de los compartimentos vacíos. Demasiado vulgar, y arriesgado, para una mujer de su posición.

Ante el asombro de todos, Teresa se levantó con tal rapidez que chocó con el recién llegado. A toda prisa, echó a correr por el pasillo cubriendo su boca con la mano.

—¿Puedo saber qué ha ocurrido aquí? —La viuda interrogó a Fernández-Luna con la voz y la mirada, creyendo que este había importunado a la niña en su ausencia.

—Querida señora, ¿y es usted quien me lo pregunta? —El policía esbozó una sonrisa despectiva—. Escuche esto que le digo… Hay conductas capaces de provocar náuseas en las personas, y la suya parece afectar demasiado a su hija.

Ante aquella respuesta, tan espontánea como crítica, la viuda no tuvo más remedio que inclinar la cabeza, avergonzada. Su silencio habría de prolongarse hasta que el convoy ferroviario llegó a la Ciudad Condal.

La pared. La pared de todos los días, como un eterno reflejo de su locura. Unos muros que ceñían su alma con una intensidad solo comparable a la camisa de fuerza que comprimía su cuerpo hasta dejarlo sin respiración. Unos tabiques erigidos por sus detractores con el fin de aislarle de ese mundo adverso que quedaba al otro lado de la puerta. Un reloj sin manecillas, cuyos engranajes se habían detenido al alcanzar el límite del tiempo.

Su mente enferma se sentía agobiada por la monotonía de las horas análogas y letárgicas. Siempre la misma rutina.

Observó con interés el recorrido de una cucaracha por el suelo. La vio deslizarse pegada a la pared, correteando por los mugrientos rincones de la celda. Sonrió al descubrir que el insecto de cuerpo aplanado demostraba una especial atracción hacia las heces que cubrían el pavimento. Se estaba comiendo su mierda. Le alegró saber que no era el único que se alimentaba de los residuos metabólicos de su cuerpo.

Y sin embargo, ¿una curiana, un animal sin problemas de conciencia, era capaz de comerse a otra, a alguien de su misma especie?

Se olvidó de ella. No tenía ningún sentido prestarle más atención. Buscaba respuestas a sus preguntas, pero no habría de encontrarlas en la conducta primaria de aquel asqueroso bicho, sino ahondando en sus pensamientos, y también en su alma atormentada.

Se recostó sobre el hediondo camastro. Delirantes escenas giraban en espiral en lo más profundo de su mente. Carne. Sangre vertida, debilitada por los estertores, deshecha como coágulos de tierra ensangrentada, como gusanos que germinaban y retrocedían bajo la luz del sol, larvas que batallaban en inhóspitas cloacas.

Se armó de paciencia. No podía hacer otra cosa que esperar. Tarde o temprano se entregaría al gaudeamus de los omnipotentes.

Sí, todo a su tiempo.

El diablo cumpliría su promesa…