18

En múltiples ocasiones, siendo ella una niña, Luisa Rodrigo había imaginado una vida llena de opulencia: rodeada de sirvientes dispuestos a satisfacer todos sus deseos, vestida con sedosos trajes de moaré, viajando de un país a otro, asistiendo a lujosas fiestas en compañía de caballeros de buena posición, atractivos e inteligentes. Pero el destino es veleidoso, y a veces ocurre que los sueños se convierten en pesadillas.

Así lo pudo comprobar cuando, con apenas catorce años, ella y su hermana Rosalinda fueron brutalmente violadas por un grupo de soldados pertenecientes a las fuerzas gubernamentales enviadas a Bucaramanga por el conservador Sanclemente —presidente de la República de Colombia—, con el fin de sofocar la rebelión de los liberales encabezada por el general Uribe. Le había oído decir a sus padres y abuelos, quienes desgraciadamente tuvieron que afrontar una larga sucesión de guerras civiles durante los últimos ochenta años, que las luchas generadas por los ideales políticos trastornaba el carácter de las personas hasta límites insospechados, sacando todo lo malo que pudiera haber en ellas.

Conocía las historias, sí; pero jamás llegó a pensar que tuviese que vivir algo semejante en su propia carne. Aún se estremecía al recordar la atrocidad de aquellos hombres, gente sin escrúpulos, que no dudaron en ejecutar a sus padres después de quemar la casa donde vivían y llevarse lo poco de valor que guardaban en sus baúles. Una tragedia que habría de marcar para siempre su carácter, y también el de su hermana.

«¡Rosalinda!».

Se dejó atrapar mentalmente por el recuerdo mientras ascendía con cuidado los escalones del tranvía eléctrico y buscaba con la mirada un lugar donde sentarse. Por precaución, o tal vez por afinidad, se acomodó junto a una señora que llevaba a una niña en su regazo. Sintió la mirada lasciva de los hombres recorriendo cada centímetro de su cuerpo, desnudándola con los ojos, poseyéndola carnalmente con el pensamiento. La sensación que le sobrevino fue de asco.

Una imagen persistía en su cerebro, una escena tan ominosa y triste que a veces tenía la impresión de estar viviéndola eternamente…

Un joven imberbe, casi un niño, la amenaza con su fusil de cerrojo. Apenas tiene edad para ser un hombre pero ya actúa como un verdadero soldado. Sabe que no le importará atravesar su vientre con la bayoneta: lo ha hecho en repetidas ocasiones los últimos días de lucha. Ríe a carcajadas. Deja a un lado su arma para desabotonarse los pantalones. Ella trata de defender su honor al sentirse prisionera de sus brazos. Se revuelve hacia él con el inútil propósito de arañarle las mejillas. El agresor responde con violencia. Basta un papirotazo para acabar vencida en el suelo. Camina a gatas, huyendo de él. La sangre fluye de sus narices. Intenta acudir en auxilio de Rosalinda, que en aquel momento es arrastrada de los pelos por toda la casa. Ambas gritan con desesperación. Ignorando sus ruegos, los uniformados consiguen sacar fuera a su hermana, al porche. Piensan violarla en presencia de sus padres. No hay resentimiento en sus actos, aunque sí una extrema crueldad.

El joven soldado la aferra por los pies, poniendo fin a la escapada. Luisa se resiste. Grita con todas sus fuerzas. Dos soldados acuden en ayuda de su compañero. Entre los tres consiguen llevarla en volandas hasta el camastro. El interior de la habitación resulta lóbrego a pesar de la luz que entra por la ventana. Las tinieblas engullen su cuerpo. Inútilmente se debate entre las náuseas y la locura.

Está temblando. Ni siquiera alcanza a entender las parrafadas obscenas que profieren aquellos hombres. En su mente solo hay un pensamiento: sobrevivir. Hará lo que sea necesario, lo que le pidan, pero ha de superar la prueba. Debe mantenerse con vida al precio que sea. Es el instinto quien gobierna ahora los estímulos del cerebro. Todo en ella parece haber muerto. Solo el corazón sigue latiendo.

Rasgan las telas del viejo vestido hasta dejar al descubierto sus pechos. Hurgan en su intimidad, por entre los muslos, buscando el modo de incentivar el deseo. El contacto de aquellas manos callosas por el uso de las armas quema su piel. Siente un hormigueo de pies a cabeza, un escalofrío de muerte, al escuchar los gritos de su hermana en el exterior. La impotencia oprime su pecho.

Ha sonado un disparo… dos disparos. Hasta ella llega el olor de la sangre y la pólvora. No puede más y afloja los músculos de su cuerpo. Se abandona por completo al inminente suplicio carnal. Un vacío inacabable invade su alma.

Uno de los soldados, el de mayor edad, le dice al oído: «A buen seguro, esos matanceros le habrán sacado el mondongo a tu mamita». Risas histéricas horadan sus oídos. La presión aumenta y le es imposible respirar. Gime. Llora. Tiene los ojos desorbitados. Todo gira a su alrededor.

La han despojado de la pollera y las enaguas. Uno de los soldados se introduce entre sus piernas. Su virginidad resiste el primer envite, pero finalmente estalla la flor de la inocencia. El dolor es inaguantable. Siente humedad entre los muslos. Un invencible asco la domina. Las manos del violador se aferran a sus cabellos y a sus pechos, y oprimen con fuerza su garganta cuando finalmente cierra los ojos y proyecta hacia su interior aquel esputo blanquecino que los hombres guardan en sus genitales. Agotado, se deja caer sobre ella.

Hay quienes reclaman participar de la diversión. Lo apartan a codazos entre pullas y risas. Otro ocupa su lugar. Se baja los pantalones, la penetra y mueve su cintura de forma acompasada. Trata de besarla, pero ella defiende el bastión de sus labios. Contiene el aliento. Intenta que su boca quede intacta de la profanación. Vana esperanza la suya. El tercero de aquellos mamagüevos[7] encuentra en la felación un placer exquisito y se abre paso a la fuerza en la caverna de las palabras. No puede más y vomita su profunda repugnancia.

Los oye marcharse a toda prisa. En el ambiente se percibe un tufillo a quemado. Hace demasiado calor. Es la techumbre de madera, que arde por cada una de las esquinas. Lenguas de fuego se agitan a su alrededor. Lucha por incorporarse, pero tiene el cuerpo entumecido. La entrepierna le duele terriblemente. Piensa en sus padres, en su hermana, en qué habrá sido de ellos. Hace un esfuerzo sobrehumano y al fin se arrastra hasta la puerta.

El horror le aguarda en el porche. Muerte y desolación.

Tanto ella como su familia han sido víctimas de la denominada Guerra de los Mil Días.

El llanto de la niña que tenía a su lado la trajo de vuelta a la realidad. La madre, para distraer a la criatura, la hizo cabalgar sobre sus rodillas.

—Tiene hambre —le dijo a Luisa, excusando de este modo la rabieta de su hija.

La colombiana asintió con una sonrisa, todavía abstraída por los dolorosos recuerdos.

«¡Rosalinda! ¿Qué habrá sido de ti?», volvió a pensar en la suerte de su hermana.

Hacía más de diez años que no sabía nada de ella. La última vez que se vieron fue en la feria de San José de Cúcuta, lugar donde habían estado viviendo desde que perdieron a sus padres. Cuando ella y Rosalinda alcanzaron la mayoría de edad, tía Martina, que se había dignado recogerlas tras la tragedia, les recomendó que se buscaran un empleo, o en su defecto, que fueran pensando en casarse con algún pretendiente de buena familia; no en vano, eran jóvenes y atractivas y su educación no distaba mucho de los hijos e hijas de los criollos. No podía seguir manteniéndolas, ya que debía hacerse cargo también de sus cinco hijos y ello le suponía un tremendo esfuerzo económico. El ultimátum surtió efecto y ambas decidieron encontrar el modo de sacar adelante sus vidas.

Luisa se trasladó a Medellín, donde entró a trabajar como doncella personal de doña Aparicio Larrea, esposa de un terrateniente cuyos cafetales se extendían por todo el departamento de Antioquía. Su hermana, en cambio, se quedó en Cúcuta. Tenía la esperanza de que, pasados unos días, tía Martina volvería a acogerla en su casa. Algo que jamás llegó a ocurrir.

Obligada por las circunstancias, Rosalinda encontró empleo en un taller de costura. Allí conoció a Mamzelle Philomene, una negra de Puerto Príncipe experta en los amarres de amor y en curar el mal de ojo. La vieja santera, que también cosía remiendos y zurcidos para ganarse unos cuantos pesos al día, entabló con ella una profunda amistad. Le enseñó a elaborar pócimas y a lanzar encantamientos. También la instruyó en la religión de los Yoruba, la tribu de sus ancestros africanos que rendían culto a Odudua, diosa de la tierra. Decía de Rosalinda que tenía «gracia», que podía incluso comunicarse con los espíritus de la naturaleza y con las almas de los muertos. Y lo cierto es que la joven demostró, con el paso del tiempo, poseer cierta habilidad para adivinar situaciones insospechadas, encontrar objetos perdidos y leer el pensamiento de quienes acudían a visitarla.

A los pocos meses eran muchos los que, aconsejados por quienes hablaban maravillas de su magia, acudían en su busca con el propósito de hallar un remedio para sus males, y en algunos casos, con la esperanza de poder hablar con sus difuntos.

Luisa jamás creyó en aquel absurdo poder que le atribuían a su hermana. Pensar así era de gente supersticiosa.

«Ha pasado demasiado tiempo», se dijo a sí misma con tristeza mientras observaba a los transeúntes que deambulaban de un lado a otro del Paseo de Gracia.

Contemplar la vida rutinaria de la ciudad a través de la ventanilla de un tranvía tenía su encanto. Le divertía ver las bicicletas, carruajes de caballos y automóviles cruzar los raíles a escasa distancia del vagón. Daba la impresión de que el vehículo pesado habría de arrollarlos a su paso. Pero siempre, en el último momento, se apartaban hasta quedar fuera de su alcance.

Sonrió al ver a Pablito, a quien toda Barcelona llamaba el Tonto del Tranvía. Estaba de pie, en mitad de las vías con la mano en alto. Iba vestido de maquinista. Tenía por costumbre ponerse delante del vagón con el fin de saludar a los pasajeros, y lo hacía a menos de un metro de distancia. Antes de que la broma acabase en tragedia, se echaba a un lado con rapidez y reía hasta la saciedad. Eran muchos los que pensaban que un día, en un descuido, el pobre diablo acabaría literalmente triturado bajo las ruedas.

A Luisa comenzaron a sudarle las manos y la frente. Llevaba cuatro horas sin inyectarse; demasiado tiempo. El síndrome de abstinencia se iba apoderando lentamente de su voluntad. Necesitaba una dosis. Debía llegar cuanto antes al Cinco de Oros,[8] lugar donde había quedado citada con Agamenón.

Estaba nerviosa. No sabía cómo decirle que había incumplido su palabra al acudir a la Policía en busca de ayuda. Temía su iracunda reacción.

«Lo entenderá. Sabe lo importante que es para mí Conchita», caviló mentalmente con el fin de tranquilizarse.

Y sin embargo, le fue imposible.

Una oleada de oscuros pensamientos sacudió su alma.

Natasha miró de un lado a otro de la callejuela, asegurándose de que nadie le iba a la zaga. Todo estaba en calma: solo unos cuantos gatos de famélico aspecto hurgaban en los tachos de basura en busca de comida. Golpeó con los nudillos en la puerta trasera del bar La Tranquilidad, la que conducía al almacén de los licores. Al cabo de unos segundos escuchó, al otro lado, cómo alguien retiraba el cerrojo. Después de girar el picaporte entró con sigilo. Todo estaba oscuro. No podía ver nada.

Sintió un vuelco en el corazón cuando unas manos fuertes vinieron a rodear su cintura.

Priviét, moya lyubov[9] —chapurreó una voz masculina a su oído, aunque con claro acento catalán.

Lo reconoció de inmediato. Era Héctor Rovira, alias el Bombas; la única persona de toda Barcelona en quien podía confiar plenamente.

—Tu ruso es deficiente —rio la joven en voz baja, buscando en la oscuridad los labios de su amigo—. Parece mentira que llevemos juntos casi un año.

El anarquista bajó el interruptor y al instante se encendió una pequeña bombilla que colgaba del techo. Después de varios días de ausencia, ambos volvieron a verse las caras.

—Será porque el idioma no es tan importante como el color de tus ojos —afirmó él. Con ímpetu, empujó a Natasha por los hombros hasta aprisionarla contra la pared. Besó su cuello desnudo mientras le acariciaba la espalda con delicadeza. Con la otra mano intentaba remangar el vestido, algo bastante difícil teniendo en cuenta la longitud y estrechez de la falda.

—No es el mejor momento para juegos íntimos. —Se escabulló hacia un lado, librándose de su amarre—. Tenemos cosas más importantes en las que pensar.

—¿Por ejemplo? —preguntó el Bombas, limpiándose la saliva que había quedado impregnada en las comisuras de los labios.

Natasha fue a sentarse sobre una pila de cajas de madera. Miró a Héctor a los ojos, y al momento sintió lástima de él.

—Tienes que salir de Barcelona —le soltó a bocajarro—. De lo contrario, esa bestia malnacida de Bravo Portillo acabará con tu vida. Todavía no entiendo cómo no se ha presentado aquí con sus hombres, cuando todos en Jefatura saben que La Tranquilidad da cobijo a los ideólogos más extremistas de la CNT No te hagas ilusiones, cariño —le advirtió, antes de concluir diciendo—: Te guste o no, la Policía vendrá a registrar el local.

—El compañero Seguí los mantendrá ocupados. Estoy seguro de que ahora mismo andan detrás de una pista falsa.

—Confías demasiado en Salvador.

—No tengo otra opción —repuso con voz queda.

—Sí, la tienes. Puedes venir conmigo a Rusia.

—Demasiado complicado. —Arrugó la nariz, en desacuerdo con ella—. Mi lucha está aquí… en las calles de esta maldita ciudad que vive oprimida por el yugo de la oligarquía mesocrática.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir ocultándote en este tugurio?

—Bajo esas cajas donde estás sentada hay una trampilla secreta que conduce al sótano. Ahí suelo pasar la mayor parte del día —le explicó con calma—. La opinión de Martorell es que debería quedarme en el almacén hasta que cesen las investigaciones.

Andrés Martorell era el dueño del bar La Tranquilidad.

—¿Y después qué? ¿Piensas continuar tu vida en Barcelona como si no hubiese ocurrido nada? —le espetó ella, con cierto reproche en el tono—. ¡Has matado a cuatro personas! ¡No creas que la Policía va a olvidarse de ello tan fácilmente!

Héctor avanzó unos pasos. Se puso en cuclillas, colocando ambas manos sobre las piernas de su amante.

—Te recuerdo que hemos nacido para defender la igualdad y la libertad. Por principios, nos negamos a cualquier forma de dominación que coarte nuestros derechos. Luchamos contra la autoridad… contra el Estado… contra la Iglesia y contra todo aquello que represente un Gobierno totalitario. —Había apasionamiento en sus palabras—. Es normal que deseen acabar con nosotros. Nuestros ideales van en contra de su política. Pero eso no nos detendrá, ¿verdad?

La joven guardó silencio. Ambos luchaban en un mismo bando, pero contra enemigos diferentes. Alentada por el sentimiento de fatalidad, acarició el rostro del único hombre que había amado realmente en toda su vida.

—¿Qué podemos hacer entonces? —su pregunta encerraba cierto dramatismo.

—Morir con dignidad.

Niet!—exclamó con rabia—. ¡No quiero que hables así!

El anarquista se puso en pie.

—Creo que deberías regresar con tus amigos, los cubanos. Tenéis una misión que cumplir, y a fe mía que es igual o más importante que asesinar a un acaudalado empresario a la salida del teatro. —Fue hacia la pared, donde había un cartel que anunciaba la corrida de toros a celebrarse, en un par de semanas, en la plaza de Las Arenas. En él podía leerse los nombres de los diestros Juan Belmonte y Gallito—. ¿Ves a estas bestias de aquí? —Señaló los bovinos representados en la litografía—. Al igual que ellas, ambos estamos condenados a caer bajo el yugo de la espada absolutista. —Se volvió para mirarla a los ojos—. Aunque, para entonces, ya habremos sembrado la semilla de la revolución.

—Dicho en tu boca hasta suena poético —ironizó Natasha, reprimiendo las lágrimas.

—Te marcharás, ¿no es cierto? —le preguntó, dejando a un lado sus palabras—. ¿Regresarás a Petrogrado?

—He de hacerlo. Ya no puedo dar marcha atrás. Pero podrías venir…

—¡No! —atajó, negando con la cabeza—. No vuelvas a pedirme que te acompañe. Aquí y ahora, nuestros caminos se separan. —Sonrió con marcada tristeza—. Lo único que puedo ofrecerte, antes de despedirnos para siempre, es un poco más de amor.

Rompiendo a llorar, Natasha se levantó violentamente y al hacerlo tiró al suelo varias cajas. Corrió hacia él, buscando refugio entre sus brazos. Héctor la estrechó con fuerza. Acarició sus dorados cabellos con auténtica devoción. Después, besó su frente con ternura.

Señoreados de una inefable satisfacción, ambos cayeron rendidos frente a la excelsa maquinaria del sentimiento, esa fuerza que todo lo ata y mueve y que no desfallece jamás.