11
Carbonell aparcó el Hotchkiss al final de la calle Tapias, en la esquina con San Olegario. Después de que ambos se bajasen del coche e iniciaran su descenso al inframundo barcelonés, el mallorquín encontró en la conversación un desahogo a la inquietud.
—Hemos de extremar las precauciones —dijo en voz queda, soslayando la mirada de un lado hacia otro—. Nos encontramos en uno de los barrios más conflictivos y peligrosos del quinto distrito.
—Te recuerdo que somos policías y vamos armados —añadió Fernández-Luna, con algo más de arrestos—. No sé tú, pero yo no suelo amedrentarme tan fácil.
—Conmigo no te hagas el valiente, Luna. Mira a tu alrededor y dime que no hay motivos para preocuparse. Poco le importa a esta gentuza que seamos o no agentes de la Ley. No es el primero que pierde su vida en estas calles; te lo aseguro.
Ciertamente, pudo observar el incesante trasiego de los facundos gitanos, marineros sin hogar, putas sifilíticas, proxenetas sin escrúpulos, míseros pelafustanes, hábiles carteristas, pedófilos, «licenciados» de presidio y miserables embaucadores, que formaban parte de la intrínseca naturaleza de un barrio de voces argóticas engendrado en su propia miseria, vicio y depravación. Los hombres y mujeres que integraban aquel lumpemproletario de ínfimo nivel, al igual que almas en pena, más que caminar parecían arrastrarse de un lugar a otro.
A juicio de las personas dignas y adineradas lo mejor era darle la espalda a aquella realidad tan dramática, ignorándola por completo. De ahí que ambos policías dejaran entre renglones el sufrimiento al que debían enfrentarse los excluidos de la sociedad y prosiguiesen con su escalofriante viaje a los suburbios; eso sí, con los ojos bien abiertos.
Fernández-Luna pisaba un terreno que a pesar de su similitud con los bajos fondos de Madrid le resultaba desconocido y pantanoso. Su mano, instintivamente, acarició la pistola que guardaba bajo la chaqueta. Quiso cerciorarse de que la llevaba consigo.
—Dime… ¿Puedo saber adónde vamos?
—Solo si me prometes portarte como un hombre —respondió Carbonell, haciendo acopio de su hilarante sarcasmo.
Apenas había terminado de hablar cuando se les acercaron dos prostitutas, tan viejas y malcaradas que nadie daría una perra chica por estar con ellas. Siguiendo las directrices de su antiquísimo oficio, trataron de estimular la libido de los hombres con sicalípticas proposiciones.
—Deténganse, nobles cavallers… y a cambio de una peseta les haremos una xuclada que no olvidarán el resto de su vida —propuso una de ellas con voz ronca, mostrándoles su cariada dentadura.
—Y por dos mes, pondremos en práctica nuestras mejores artes —añadió la otra. Esgarrando con fuerza, escupió la flema hacia un lado—. No habrá un lugar de nuestro cuerpo, por hediondo e inmoral que sea, que les niegue ese placer prohibido que andan buscando. —Se echó a reír de forma voluptuosa, consiguiendo que su papada trepidase al igual que un pudín de gelatina.
Ignorando la desfachatez de aquellas dos brujas de fétido aliento, pasaron de largo.
—Esta aventura por el infierno, ¿forma parte de nuestra investigación o es mero divertimento? —insistió el de Madrid.
—Todo depende de cómo quieras enfocarlo. A veces, trabajo y placer se complementan. Eres policía. Deberías saberlo por experiencia. —Carbonell soltó luego una sonora carcajada.
—Además de cínico eres un marrullero —lo recriminó—. Pero qué le vamos a hacer, me caes bien.
—Celebro oírte decir eso. Demuestra que tienes sentido del humor.
Un particular gemido atrajo la atención de Fernández-Luna. Giró la cabeza hacia el estrecho callejón que se abría a su izquierda, intentando escudriñar más allá de la oscuridad reinante. Una joven, casi una niña, permanecía de pie con la espalda pegada a la pared. Tenía alzado el vestido y podía apreciarse la guarnición de encajes de sus enaguas. Acoplado a su cuerpo, estratégicamente situado entre las piernas, un caballero vestido de frac batía sus caderas a un ritmo desenfrenado mientras de su boca surgían toda clase de improperios.
—¡Zorra! —exclamaba—. ¡Puta del demonio! ¡Te vas a enterar de lo que es un hombre de verdad! ¡Aaaaah! —gimió, estremeciéndose a causa del inminente orgasmo—. ¡Eso es, perra! ¡Mueve tu culo!
Los policías continuaron su camino. No les interesaba inmiscuirse en aquella pasional y sórdida historia, una más. El tipo parecía ser de buena familia, tal vez un aristócrata de vida disipada. Molestarle solo serviría para buscarse problemas.
—¿Piensas decirme de una vez adónde me llevas? —insistió, volviendo la mirada hacia su tocayo.
—A un café de señoritas llamado La Suerte Loca —contestó, en esta ocasión con seriedad—. Se me olvidó decirte que el Gran Kaspar, al margen de la estrecha relación que mantenía con la Duminy, visitaba asiduamente a una prostituta nacida en la Madre Rusia. Es posible que su compañía le trajese recuerdos de su tierra —arguyó—. Creo que no está de más que hablemos con ella.
—Una medida acertada —coincidió con él—. Puede que Natasha Svetlova sepa dónde se esconde.
Carbonell se detuvo en mitad de la calle. Lo miró a los ojos, sorprendido.
—¿Cómo diablos sabes…?
—He hecho mis averiguaciones.
—Ya veo que no pierdes el tiempo. —El mallorquín dibujó una amplia sonrisa—. Hombres como tú necesitamos en Barcelona.
—Lo siento, pero no me atrae la idea. Esta ciudad es demasiado convulsa.
—¿Acaso Madrid es un remanso de paz?
—No, claro que no. Pero allí, la diferencia entre clases sociales no es tan dogmática.
Reiniciaron su andadura, adentrándose en un minúsculo callejón que conectaba las calles Tapias y Conde del Asalto. Varias mujeres de distintas edades, envueltas en boas de plumas y guarnecidas con prendas que apenas cubrían su desnudez, se congregaban frente a la puerta del café de señoritas para ofrecerles una calurosa bienvenida a los clientes. Desde las distintas ventanas del principal, que permanecían abiertas para ventilar el humo de los cigarros, surgían voces y risas escandalosas, entremezcladas con la musiquilla de la orquesta, sincopada y alegre, que alentaba la inmoralidad en las costumbres.
—¿Te gustaría bailar con una joven atractiva? —le preguntó Carbonell mientras subían las escaleras que habrían de conducirles a La Suerte Loca, que ocupaba toda la primera planta del edificio.
—Excuso decirte que estamos de servicio.
—¿Por qué será que me esperaba esa respuesta? —Torció el gesto, chasqueando después la lengua—. En fin… otra vez será. Nos limitaremos a interrogar a la Svetlova.
El madrileño sintió la tentación de preguntarle si ya había estado antes en aquel tugurio como cliente. En realidad no hizo falta. Nada más entrar en el vestíbulo, un enano vestido de amorcillo, con alas postizas de algodón surgiendo por detrás de los hombros y un pequeño arco entre las manos, lo saludó de forma efusiva.
—¡Buenas noches, don Ramón! —exclamó el recepcionista con voz afeminada, explayando a continuación una turbia sonrisa—. Siempre es un placer contar con su presencia —añadió con cierta familiaridad.
Accionó el guimbalete que había junto al quicio de la puerta, y el agua comenzó a descender por la cascada artificial que decoraba la pared de la antesala. Era un detalle solo reservado para los clientes más selectos.
—Buenas noches, Torcido. —Carbonell le devolvió el saludo, haciéndole entrega del sombrero y el bastón—. ¿Cómo está hoy el ambiente?
—Irradia voluptuosidad. Con este calor, se diría que las niñas ponen más énfasis en su trabajo.
—¿Algo más que deba saber?
—Rosita me preguntó por usted hace unos días. —Soltó una risita esperpéntica—. Para mí que la tiene cautivada.
—Desvaríos de una pobre insaciable —añadió con desdén, restándole importancia al comentario—. Pero hoy no es ella quien me trae hasta aquí, sino una rusa llamada Natasha Svetlova.
—Sabia elección —certificó el enano—. Rubia, de virginal sonrisa, ojos azules, vestido verde de gasa con un abriguito de Irlanda formando bolero. La encontrará dentro, a menos que se haya marchado con algún cliente en mi ausencia.
—Si es así, esperaré.
Después de que Fernández-Luna dejase en el guardarropa sus guantes y demás complementos, ambos policías entraron en la amplia sala cuyas paredes estaban revestidas de espejos. Un enorme ventilador con aspas de madera, colgado del techo, aireaba el bochornoso ambiente del local. Varias parejas bailaban en el centro de la sala al cadencioso compás de la orquestina. Merodeando por el local pudieron ver a varios individuos de mirada escurridiza ataviados con bombín, camisa negra, pantalones de terciopelo, fajín y zapatos puntiagudos. Eran los pinxos: proxenetas que vivían del trabajo de sus protegidas; gente del hampa.
Sentadas frente a las mesas de forja y mármol —la mayoría procedentes de lápidas funerarias del Cementerio de Poblenou—, el resto de las jóvenes aguardaban a que los caballeros con los que compartían vino con galletas dejasen a un lado la conversación, trivial en todo caso, y solicitaran finalmente sus servicios carnales. Sentados frente a la pequeña barra de madera, tras la cual había un escuálido camarero limpiando las copas de cristal con exagerada parsimonia, los parroquianos más humildes, dentro de sus posibilidades, invitaban a café con leche y a grosella con gaseosa a las meretrices menos agraciadas.
«¡Incluso aquí, en este trasnochado lugar de los bajos fondos, las clases sociales determinan sus límites!», pensó el jefe de la BIC de Madrid, a la vez que caminaba en pos de su desenvuelto colega.
Una atractiva joven de cabello oscuro se acercó a ellos, moviendo con garbo su cintura.
—¡Hombre, Ramón! —Se dirigió a Carbonell de un modo harto familiar. Deslizó su índice por el cuello de la camisa. Sus labios, contorsionados en una mueca de placer, se fueron acercando al rostro del policía—. Ya te echaba de menos, cielo.
—Hola, Rosita. —El mallorquín esquivó hábilmente la boca de la joven, que a esas horas debía de contener esencia de otros hombres. Con cierta discreción, implantó un beso en su mejilla—. Celebro ver que sigues tan guapa. Precisamente estaba pensando en ti y en la…
Mientras su compañero iniciaba una cálida charla con la mujer que le proporcionaba todo aquello que jamás podría ofrecerle su querida Lolita, Fernández-Luna echó un vistazo a su alrededor esperando reconocer a la rusa entre todo aquel tumulto de gente anónima y descocada. La localizó de inmediato. Sus cabellos y vestido coincidían con la descripción de Torcido. No estaba sola. Compartía mesa con un hombre. Cuando este, a una señal de la prostituta, volvió la cabeza hacia atrás, el policía lo reconoció como el individuo que había mantenido una acalorada discusión con Miguel Lorente frente al Matadero, la tarde anterior.
Sintiéndose vigilado, el cliente abandonó su asiento sin despedirse siquiera de la rusa. Escurridizo como una anguila, fue directo hacia la puerta que conducía al vestíbulo.
—Disculpe, señorita… —Fernández-Luna interrumpió la conversación que mantenían Rosita y su compañero de trabajo—. ¿Conoce a ese hombre que se marcha?
Dirigió su mirada hacia el tipo que cruzaba la pista de baile con intención de abandonar el café. Parecía llevar demasiada prisa.
—Creo que es uno de los tripulantes del Austrum, un bergantín ruso de tres palos que permanece fondeado en la Dársena de la Industria desde hace una semana —le explicó la joven—. Uno de nuestros clientes más asiduos, que trabaja como estibador en el puerto, me comentó ayer que dicho barco transporta un cargamento de harina y legumbres. Por cierto… —posó su mano en el hombro del nuevo visitante de forma atrevida—, puedes tutearme. Aquí todos somos amigos.
—No lo pongo en duda. —Fernández-Luna sonrió amablemente—. Y ahora, si nos disculpas… —añadió, cambiando el tratamiento inicial.
Le hizo un gesto al mallorquín para que fuese con él y se olvidara, de una vez por todas, de aquella mujer de solapada expresión que desprendía un fuerte aroma a sudor y perfume barato.
Se acercaron a la mesa que ocupaba Natasha. Esta comprimió los labios en un palmario gesto de contrariedad. Nada más verles supo que eran policías.
—Buenas noches, señorita. ¿Podemos sentarnos? —inquirió Carbonell.
—Por supuesto —le respondió con claro acento ruso, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Charlar con los clientes forma parte de mi trabajo.
Después de que obtuvieran de ella su beneplácito, ambos agentes tomaron asiento. Un camarero se les acercó discretamente. Carbonell pidió tres copas de vino y un plato de mojama. El mozo limpió la mesa antes de volver sobre sus pasos.
—¿Eres Natasha Svetlova?
—Depende de quién lo quiera saber —repuso ella, apartando el cabello que le caía sobre el rostro—. Lo correcto y educado, en este caso, es presentarse antes de intimar. ¿No lo creen así, caballeros? —subrayó con retintín la última palabra.
—Me llamo Ramón Carbonell, y soy jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona —contestó el mallorquín, sin ambages—. Me acompaña mi homólogo de Madrid, el señor Luna.
—Entiendo. Vienen a preguntarme por Igor.
—Supongo que sabrás que se ha fugado de la cárcel.
—No se habla de otra cosa en la ciudad. Hay quienes dicen que se sirvió de sus trucos para escapar.
—¿Y tú qué piensas al respecto? —quiso saber Fernández-Luna, participando del interrogatorio.
—Que es un gran mago… pero un pésimo amante. De fondo se escuchaba la voz de una cupletista. Cantaba alegremente «El tango de los lunares»:
Tengo dos lunares… Tengo dos lunares… El uno en la boca y el otro donde tú sabes.
—Verás, Natasha… poco o nada, en realidad, me importan tus intimidades de alcoba. —El madrileño comenzaba a perder la paciencia—. Te he preguntado qué opinión te merece la increíble proeza llevada a cabo por tu compatriota. ¿Crees que ha podido burlar a los guardianes de la cárcel con alguno de sus trucos? ¿De qué modo? ¿Conoces a sus amistades? ¿Dónde podría haberse escondido? —La acosó a preguntas—. ¡Vamos! Necesito que me cuentes ya mismo todo lo que sepas de él —apremió muy serio.
—Lo siento, yo no sé nada. Su desaparición es un misterio, incluso para mí. —Parecía realmente desconcertada—. Es cierto que frecuentaba el café. Venía a verme, como otros muchos clientes. Yo lo acompañaba a su hotel y pasábamos la noche juntos. Usted ya me entiende… —apuntó, sonrojándose al momento—. Jamás me habló de su vida privada. Es un personaje bastante hermético.
—Ese hombre ha resultado ser un asesino —intervino Carbonell con voz grave—. ¿Acaso no es un buen motivo para que nos ayudes en la investigación?
—Deberían hablar con esa vedette que actúa en el Alcázar Español… La Mulata. Ella lo conoce mejor que yo.
En aquel instante llegó el camarero trayendo consigo las copas de licor. Las dejó sobre la mesa con sumo cuidado. Deseándoles que pasaran una buena noche, se despidió de los clientes.
—Ya la hemos interrogado, y también a su hermano Miguel —declaró Fernández-Luna. Después de una breve pausa, añadió—: ¿Sabes de quién te hablo?
La joven negó con la cabeza, aguantando la respiración. Cogió su copa y bebió un largo trago de vino.
—He oído hablar de él, nada más. Ni siquiera lo conozco personalmente —dijo al fin.
—Y sin embargo, el individuo que estaba contigo hace un momento es amigo suyo… de Miguel Lorente. —Tergiversó la realidad a su antojo.
—¿Se refiere a Dimitri? ¿Dimitri Gólubev? —le sorprendió que inmiscuyera a uno de los clientes del café—. Es el contramaestre del Austrum… un pobre diablo. No entiendo qué relación pueda tener con ese tipo.
—Tampoco yo, pero es lo que pretendo averiguar —sentenció con marcada frialdad.
—Mira, Natasha… —Carbonell, acostumbrado a tratar a las mujeres de forma galante, cogió la mano de la joven para infundirle confianza—. Puede que alguien te esté utilizando y no lo sepas. A veces ocurre que los hombres mienten para su provecho. Si sabes algo, será mejor que lo digas ahora.
—En serio… yo… —fluctuó—. No sé realmente qué buscan. Lo único que puedo decirles es que Igor es un impertinente y un pretencioso, y que jamás supo tratarme con respeto. En cuanto a Dimitri, a pesar de ser un rudo hombre de mar, se comporta de forma educada y correcta. —Bajó el tono de su voz—. Aunque les parezca increíble, no todo en este oficio gira alrededor del dinero y el sexo. Un gesto amable vale más que una moneda de oro.
Natasha, gran conocedora de la naturaleza humana, esgrimía el sentimentalismo para eludir las directas preguntas de ambos policías. Fernández-Luna comprendió de inmediato aquella sutil maniobra. A pesar de todo no quiso presionarla.
—Lástima que tu amigo tenga que zarpar tan pronto. —Lanzó su órdago, esperando que la joven pudiera confirmarle una fecha.
—Sí… le echaré de menos. Él seguirá con su vida y yo, claro, aquí con la mía. Así es como debe ser. —Sus labios dibujaron ahora una mueca ácida y melancólica.
Inteligente como pocas mujeres, Natasha guardó silencio. No estaba dispuesta a decirles nada que pudiera comprometer a Dimitri.
—¿Qué motivos te empujaron a venir a España? —insistió el madrileño, tratando de sonsacarle cualquier tipo de información.
—Las rigurosas condiciones de vida que nos impone el régimen del zar. —Endureció su rostro.
—Háblanos de ello —la instó, entrando de lleno en un terreno estrictamente personal.
No parecía sentirse cómoda con la conversación, que para entonces había dado un giro inesperado. A pesar de todo, satisfizo la curiosidad del policía.
—Debido al número insuficiente de hombres en las fábricas y en los campos, tras la movilización de los quince millones de soldados que fueron llamados a filas para luchar en el frente, el resto de los obreros debíamos trabajar catorce horas diarias a cambio de un mísero estipendio, para compensar de algún modo el vacío laboral —fue recordando, con cierto dolor—. Nos hemos visto rebajados a la condición de esclavos gracias a la inoperancia de la zarina Alejandra, la cual dirige el Gobierno efectivo en ausencia de su esposo… que es un calzonazos, como dicen ustedes. Esta solo piensa en elogiar las prácticas milagrosas de un monje loco llamado Rasputín, sin importarle que el pueblo desfallezca de hambre. —Con marcado dolor, terminó diciendo—: La gente de mi país vive un auténtico infierno desde que la Guardia Imperial, por orden del gran duque Vladímir, abriese fuego contra los miles de manifestantes que fueron al Palacio de Invierno a demandar, pacíficamente, un salario digno y a exigir mejoras en el trabajo… y seguirá sufriendo toda clase de injusticias mientras exista un Romanov.
A juicio de Fernández-Luna, aquella joven sentía una ilimitada animadversión hacia la familia imperial rusa.
—¿De dónde eres exactamente?
—De Petrogrado, antes San Petersburgo. La llaman la Venecia del Norte.
Iba a formularle una nueva pregunta, cuando escucharon un aluvión de improperios que procedían de la pista de baile. Ambos policías giraron sus cuerpos al unísono, sospechando que pudiera tratarse de un altercado entre clientes. Tal y como esperaban, un grupo de marineros de origen italiano discutían de forma acalorada con tres proxenetas cuyas miradas alimentaban el odio. Una de las prostitutas yacía en el suelo con sangre en la nariz. Chillaba con rabia, increpando a los extranjeros. Varias de sus compañeras acudieron a auxiliarla. Otras instaban a los macarras para que les diesen su merecido a aquellos bárbaros.
—Esto no me gusta nada —susurró Carbonell, acostumbrado a ser testigo de las controvertidas reyertas que solían originarse en los bajos fondos del quinto distrito.
—¿No crees que deberíamos intervenir? —propuso Fernández-Luna, debido al cariz que comenzaba a tomar el asunto.
Antes de que su colega pudiera responder, los implicados se enzarzaron a puñetazos ante la mirada perpleja del resto de los clientes. Los pinxos abrieron sus navajas, dispuestos a acuchillar a los agresores de su protegida. Para defenderse, los italianos echaron mano de todos los objetos contundentes que encontraron a su paso: botellas, sillas, mesas y demás. En apenas unos segundos se inició una auténtica batalla campal, y la sangre comenzó a correr por la pista de baile entre gritos de confusión e insultos. La riña fue a más cuando intervinieron los empleados del café, e incluso algunos de los músicos de la orquestina.
Fernández-Luna le hizo un gesto a su colega. Al momento se pusieron en pie a fin de mediar en la pelea. No les resultó nada fácil, pues los ánimos andaban bastante enardecidos y era imposible reducirlos a todos. Para venir a complicar las cosas, tuvieron que hacerle frente a la estampida de clientes que corrían hacia la puerta huyendo de la trifulca.
Carbonell trató de separar a dos individuos que mantenían una lucha encarnizada. Como resultado, recibió un fuerte puñetazo en el rostro que lo tumbó de espaldas. Fernández-Luna hizo el amago de echar mano de la pistola, cuando involuntariamente fue arrastrado por la impetuosa «marea» de quienes huían del local.
—¡Carbonell! —gritó, tratando de visualizar a su compañero a través del tumulto—. ¿Te encuentras bien? —Apartó con violencia a dos individuos que le obstaculizaban el paso.
Al igual que un tornado, Torcido entró en acción golpeando las canillas de los foráneos con una contundente barra de hierro: consiguió que algunos de ellos cayesen al suelo aullando de dolor. Su inapreciable altura y su atuendo, propio de comedia bufa, resultaban un tanto ridículos en mitad de aquella pelotera. Aunque había que reconocer que la iniciativa del enano ayudaba a inclinar la balanza hacia el lado de los proxenetas. Poco le duró su minuto de gloria, pues el más fornido de los marineros lo alzó por los aires como un fardo de paja para arrojarlo después por encima del piano. Su pequeño cuerpo vino a estrellarse contra la caja de resonancia.
Al comprender que solo un acto desesperado pondría fin a la pelea, Fernández-Luna extrajo su Star 1908 y disparó dos veces al aire. De inmediato cesaron las hostilidades. Todos —italianos, proxenetas, camareros y prostitutas— guardaron silencio. El cerco que aprisionaba a los extranjeros se fue dispersando con lentitud para dejar paso al policía que, pistola en mano y mirada implacable, acudía en ayuda de su maltratado colega.
Acariciándose la barbilla, Carbonell se aferró a la mano del madrileño y se puso en pie.
—Si no es por ti, esto hubiera acabado como el rosario de la aurora —reconoció mientras se sacudía la chaqueta y los pantalones, frivolizando el asunto.
—Cuando me enfado de verdad, puedo llegar a ser muy persuasivo.
—Me alegro de que tengas ese carácter tan impetuoso.
Tras echar un vistazo a su alrededor, descubrieron a un tipo desangrándose en mitad de la pista de baile. Era uno de los tripulantes transalpinos cuyo barco tenía licencia para fondear en el puerto debido a la estricta neutralidad de España en la Guerra Europea. Estaba malherido. Le habían asestado dos puñaladas: una en el costado y la otra en el antebrazo, ambas con muy mal aspecto.
—Andiamo! Andiamo! ¡Lleváoslo de aquí antes de que se desangre! —Carbonell se dirigió a los italianos, aconsejándoles sabiamente. Acto seguido se volvió hacia los pinxos—. En cuanto a vosotros, esconded vuestras navajas y dejad que se marchen. La fiesta se ha acabado.
Después de recoger a su compañero del suelo, quienes habían iniciado la pelea abandonaron el café mascullando un sinfín de maldiciones ante la fría mirada de sus adversarios. Los camareros y los músicos se aprestaron a limpiar el estropicio, colocando las mesas y las sillas en su lugar correspondiente. En cuanto a las jóvenes, muchas de ellas tuvieron que ser atendidas presas de un ataque de nervios. Otras, las más veteranas, después de retocarse el cabello procuraban mantener la calma regresando con los clientes que, en un acto de hombría, habían decidido permanecer en el café para echarles una mano.
Olvidándose de todos ellos, Fernández-Luna dirigió la mirada hacia la mesa donde estaba sentada Natasha. Pero esta, hábilmente, había desaparecido aprovechando la confusión.