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Trató de centrarse en la lectura pero le fue imposible. Ana iba de un lado a otro de la habitación murmurando una retahíla de palabras incomprensibles, y ello conseguía distraerle.

Su esposa solía comportarse de ese modo cuando algo le preocupaba o estaba de mal humor. Según comenzaba a sospechar, el motivo de su inquietud tenía que ver con la correspondencia recibida aquella misma mañana. Casualmente, antes de entrar en el comedor se había fijado en un pequeño detalle: el abrecartas no estaba en el lugar acostumbrado, sobre el taquillón del vestíbulo, lo que evidenciaba su uso. Además, pudo ver parte de un sobre asomando por el bolsillo del vestido. Llegó a la conclusión, sin demasiado esfuerzo, de que Ana tenía que darle una mala noticia, y en realidad no sabía cómo hacerlo.

Sentado frente a la mesa, con una taza de café con leche en una mano y en la otra un ejemplar del diario ABC, Ramón Fernández-Luna Pavis, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, creyó que había llegado el momento de poner fin a aquella situación.

—¿Te ocurre algo, querida?

Ella se detuvo en seco. Por lo menos, había conseguido que dejase de zangolotear.

—No… no es nada —titubeó apenas un instante.

Ana se acercó a la ventana para descorrer las cortinas que había cerrado minutos antes. Luego, de forma inconsciente, abrió la cristalera del aparador para colocar bien las copas alineadas de un extremo a otro de la estantería. Parecía estar en otro mundo.

Fernández-Luna asintió en silencio, entregándose de nuevo al placer de la lectura; no quiso insistir. Pasó la página del periódico después de dejar la taza sobre la mesa. Le llamó la atención el titular de un artículo que hablaba de un complot anarquista en los Estados Unidos de América.

Leyó en voz alta la noticia:

—«Londres, 9 de septiembre. Un telegrama de Chicago que se ha reunido aquí dice que se ha descubierto, en aquella ciudad americana, una conspiración de carácter anarquista cuya finalidad era asesinar a los principales jefes de Estado de Europa; dícese que, según afirma el fiscal, la lista de las víctimas comenzaba con el zar de Rusia y seguía luego con el emperador de Alemania.»[1] —Apartó el diario para preguntarle a su cónyuge—: ¿Has oído eso, Ana?

—Sí… te he escuchado perfectamente. Es terrible —cerró las portezuelas de cristal, girando la cabeza para atender las palabras del cabeza de familia.

La frialdad que derrochaban los ojos de su esposa decía mucho de su carácter. Era hija del coronel Fulgencio Aguilera, un rígido oficial de Caballería Ligera, conservador y monárquico hasta la médula, que había luchado en la desastrosa Guerra de Cuba y participado en la emboscada que acabó con la vida del general libertador Antonio Maceo. El coronel, por lo tanto, era un hombre de una fuerte personalidad, aguerrido, acostumbrado a superar con éxito las situaciones más difíciles. Sus hijos e hijas habían heredado su austeridad y displicencia. Cada vez que observaba a su mujer veía la imagen de su suegro. Ambos poseían un temperamento fuera de lo común. Aunque tenía que reconocer que Ana, por lo menos, escondía un gran corazón tras su aparente máscara de hierro.

Harto de esperar, Fernández-Luna decidió abordar el problema.

—No solo es ese estado de zozobra que muestras esta mañana desde que me has visto entrar por la puerta, también me preocupa que seas capaz de ocultarme algo que, tarde o temprano, voy a descubrir por mis propios medios —reprochó cariñosamente su actitud, pueril en todo caso—. Y ahora, querida… ¿Vas a decirme qué hay escrito en esa carta?

Alargó la mano para señalar el bolsillo del vestido, cuya falda de tubo caía en pliegues severos y airosos proporcionando cierta majestuosidad a su figura. Alzó la mirada. Ahondó en el pensamiento que se escondía tras el brillo de sus ojos; unos ojos dulces del color de la miel. Ella se mordió el labio inferior. El rígido escrutinio de su esposo la hizo sentir incómoda. Era como si se prestase a interrogar a un vulgar carterista.

—A veces me olvido de que estoy casada con el más inteligente de los hombres.

No dijo nada al respecto. Dobló el diario, lo dejó sobre la mesa y se limitó a esperar. Sabía por experiencia que Ana necesitaba su tiempo antes de confiarle un secreto. Le gustaba acogerse a la ética. Era su arma favorita cuando debía defenderse de la arbitrariedad de los hombres, un mecanismo de egoísta prudencia puesto al servicio de la razón.

—Hoy he recibido una carta de Clementa. Tu hermano Eduardo tiene problemas —dijo finalmente su esposa.

Eduardo era el emprendedor de la familia. Sus ingresos habían aumentado desde el inicio del gran conflicto bélico europeo; no en vano, la empresa de la que era dueño exportaba todo tipo de utensilios de uso doméstico destinados a satisfacer las necesidades más primarias de las familias alemanas, sus mejores clientes. Poseía un carácter bastante descocado e irascible, incluso violento, de ahí que Clementa hubiese encontrado en Ana su paño de lágrimas. Su afición al juego era conocida por todos. Solía perder grandes cantidades de dinero en el casino de Águilas, un pueblecito costero de la provincia de Murcia donde se había refugiado después de abandonar Madrid por motivos de salud. Jamás le importó lo que su hermano hiciese con su vida, el cual podía permitirse ese y otros lujos, como era subvencionar los caprichos de Francisca López, la Gitana. Francisquita, como también solían llamarla, era una muchacha veinte años más joven que Eduardo, con la que mantenía esporádicas relaciones desde hacía un año y medio. El padre de la entretenida regentaba una taberna en la vecina ciudad de Lorca.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó, después de un meditado silencio.

—Económicos —respondió ella, tajante.

—Eduardo es inmensamente rico, y tú lo sabes. Clementa también debería saberlo. Al fin y al cabo es su mujer —le recordó—. Además, no entiendo por qué tienes que inmiscuirte en sus asuntos.

—Ya sé que la gran mayoría de las cuñadas apenas se soportan, pero nuestro caso es distinto. Aunque te parezca extraño, somos muy buenas amigas.

—Si piensas contármelo, será mejor que te sientes. —La invitó con un gesto—. Presiento que la conversación va a ser larga y distendida.

Ana frunció los labios. Sus manos jugueteaban con el lazo del vestido. Era una fea costumbre que arrastraba desde la niñez. Solía hacerlo cuando estaba nerviosa.

Ocupó la silla que había al otro lado de la mesa para poder mirar a su marido a los ojos.

—El juego y otros vicios están arruinando a tu hermano —le soltó a bocajarro.

—¿Cómo has dicho? —Se revolvió en su asiento, enarcando una de sus pobladas cejas. Aunque la noticia no era ninguna novedad, le preocupó el tono empleado por su esposa.

—Lo que oyes. Según Clementa, hace unos días vendió la casa de Lorca. Ya sabes, la que…

—Te he entendido perfectamente. —No la dejó terminar. Sabía, por sus sobrinos Tomás y Cirilo, que Eduardo utilizaba su pequeño despacho en la ciudad de Lorca para verse con su querida. Era, para todos los efectos, su particular nido de amor.

—Pues bien, perdió gran parte del dinero en el casino… en una sola noche. —Ana siguió adelante con su explicación—. Pero lo peor de todo es que ha tenido el valor de regalarle a Francisquita el relicario de oro, platino y brillantes que tu madre le había entregado a Clementa el día de su boda. La pobre está destrozada.

Puso los ojos en blanco. En aquel momento le hubiese cruzado la cara a su hermano, algo menor en edad, por estúpido e insensible. Eduardo no tenía perdón de Dios. Pertenecía, sin duda, a la rama más oscura de los Fernández-Luna.

—Hazme un favor, querida —le dijo en tono suave—. No te preocupes por nada. Le escribiré esta misma noche. Ya sabes que si hay alguien a quien Eduardo escucha es a mí. Intentaré bien aconsejarle.

—No sabes cuánto te lo agradezco.

Ana se levantó para implantar un beso en la mejilla de su esposo. Sabía cómo manejar las situaciones domésticas. Pero lo que nunca llegó a saber, es que Ramón se dejaba engatusar porque era la actitud más práctica e inteligente.

Como le solía decir el general La Barrera cuando se terciaba hablar de mujeres: «Luna… una esposa feliz te hará feliz; una esposa de mal humor te hará la vida imposible».

¡Cuánta razón tenía su inmediato superior!

Aquella misma mañana tuvo que atender de nuevo los consejos del director general de Seguridad. No hubo frivolidad en sus palabras, ni nada que tuviese que ver con el incomprensible carácter de las mujeres. La naturaleza del mensaje estaba relacionada con su trabajo. Con mucho tacto, La Barrera le recordó lo que supondría para su carrera aceptar de buen grado el caso que pretendía endosarle el gobernador civil de Madrid.

—Piénsalo, Luna —le sugirió el militar desde el otro lado de la mesa—. El señor Roselló es íntimo amigo del conde de Romanones, y este, a su vez, mantiene buenas relaciones con el rey. No es prudente mostrar desinterés. Además, hablamos de un caso que está a la altura de tu inteligencia. —Esto último lo dijo para avivar su curiosidad.

Fernández-Luna permanecía de pie con las manos por delante, sosteniendo su bombín de color castaño. Se fijó, como siempre solía hacer, en las condecoraciones que lucía el uniforme verde oliva del general La Barrera. Por muy ostentosa que fuese la quincallería militar prendida en su chaqueta, jamás conseguiría impresionarle.

—Señor, con todos mis respetos… —carraspeó ligeramente—. Sabe que voy tras la pista de Eddy Arcos.

—¿El Fantôme, como lo llaman los franceses? —El alto mando castrense tendió su mano derecha, abriendo la caja en cuero repujado situada junto a los útiles de escribanía. Sacó de ella un cigarro habano, marca La Gloria Cubana Tainos, y lo sostuvo pensativo entre los dedos aunque sin llegar a encenderlo—. No existe ningún indicio que relacione a ese hombre con el mítico ladrón de joyas.

—Le recuerdo que hace un par de meses fue detenido y fichado después de que un empresario andaluz denunciara haber sido víctima de una estafa pergeñada por Eddy Arcos, la amante de este y un chulo de putas llamado Navasal. —Fernández-Luna dejó el sombrero sobre el perchero con azulejos de arista que había junto a la puerta. Le sudaban las manos—. Esos estafadores le «levantaron» tres mil pesetas en una partida de cartas.

—También es cierto que el acusado fue puesto en libertad de inmediato por falta de pruebas.

—Mi intuición me dice…

—¡Pruebas, Luna! ¡Necesito pruebas! —atajó el militar, interrumpiéndolo—. Creo en el olfato policial, pero no podemos detener a nadie si no hay un argumento sólido que garantice su culpabilidad.

Fernández-Luna odiaba la simpleza del director general de Seguridad, así como el servilismo que mostraba hacia el discurso y la justicia. Los criminales no solían ser tan éticos en su comportamiento. Ellos se dejaban guiar por el instinto. De ahí que muchos de ellos deambularan por las calles de Madrid, en libertad, creyéndose dioses.

—Señor… para encontrar pruebas debo seguir al frente de las investigaciones. Ahora me va a ser imposible viajar a Barcelona.

—Puedes conducir el caso desde allí —insistió—. Blasco y Heredia se encargarán de todo mientras investigas el asunto de la desaparición del mago.

Comprimiendo los labios, se adelantó hasta alcanzar el sillón que había frente a la mesa de despacho, con el fin de tomar asiento.

—De acuerdo, señor —aceptó la propuesta de su superior—. Esta misma tarde saldré hacia Barcelona. Pero antes necesito conocer todos los detalles.

Ahora sí, el general La Barrera encendió una cerilla, acercándola cuidadosamente a su cigarro habano para no quemarse. Tras aspirar con fuerza exhaló una espesa bocanada de humo.

—Es un asunto bastante inextricable, la verdad. —Torció el gesto, desconcertado—. Hace una semana, la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona fue alertada de un delito gracias a la Mulata, una joven vedette de las que actúan ligeras de ropa en el café-concert Alcázar Español. María Lorente, verdadero nombre de la susodicha, denunció el robo de una pulsera de platino y brillantes valorada en dos mil quinientas pesetas, regalo personal de un aristócrata cuyo nombre me reservo y al que le une una profunda amistad. Sospechaba del afamado prestidigitador ruso Igor Topolev, conocido también como el Gran Kaspar, con el que había pasado la noche en la habitación de su hotel.

»Pues bien, cuando el inspector de vigilancia y dos de sus hombres se personaron a la mañana siguiente en el Hotel Colón con el propósito de interrogarle, y de paso registrar la habitación con la esperanza puesta en encontrar la joya sustraída, realizaron un hallazgo de lo más truculento. —El general se aclaró la voz antes de proseguir—. En el interior de una de las maletas que el ruso escondía en el guardarropa, una de esas de doble fondo que se suelen utilizar para los números de magia, encontraron la cabeza de una mujer cuya identidad se desconoce hasta ahora. Por supuesto, Topolev fue detenido inmediatamente acusado de asesinato, a pesar de que el muy cínico gritaba a voces su inocencia.

»Sin embargo, no es esa la cuestión que nos preocupa. —Se mantuvo callado unos segundos, prudente, sopesando bien sus palabras—. Verás, Luna… ese mago de pacotilla ingresó hace unos días en la prisión celular de Barcelona. —Hizo un mohín de disgusto—. El problema es que se ha fugado de su celda de forma inexplicable. Según el celador de turno, que fue quien descubrió el suceso al llevar a cabo la primera ronda de inspección, la puerta estaba cerrada con llave y los barrotes de hierro de la ventana seguían intactos. —Frunció el ceño—. Como ves, la desaparición del Gran Kaspar se ha visto envuelta en un aura de misterio.

Fernández-Luna tuvo que reconocer que el asunto tenía su intríngulis. Casos así eran los que ponían a prueba su inteligencia y, además, estimulaban su vena detectivesca.

—La prestidigitación es un arte —argumentó, no sin cierta ironía.

—Puede ser —admitió La Barrera, pero de mala gana—. Aunque te advierto que en esta ocasión no hay trucos que valgan. Resulta prácticamente imposible evadirse de la Modelo de Barcelona. Podrás comprobarlo cuando la visites.

Asintió con la cabeza, reflexionando en silencio.

—¿Quién lleva el caso?

—Ramón Carbonell, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona. Trabajaréis juntos.

—Una última cuestión, señor… ¿Qué opina de todo esto el director de la penitenciaría?

El general La Barrera se encogió de hombros.

—Tendrás que preguntárselo tú mismo cuando lo tengas delante.