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—¡Cuatro muertos y siete heridos! —exclamó el señor Riquelme, golpeando con fuerza la mesa escritorio de su despacho. A causa del esfuerzo, se le hincharon las venas del cuello—. Entre las víctimas se encuentra don Fausto Gelabert, dueño de una de la fábricas textiles más productivas de Cataluña, el cual había asistido a la zarzuela en compañía de dos de sus sobrinas. —Esto último lo dijo en un tono de voz bastante más atenuado.

«De modo que así es como llaman ahora a las señoritas de compañía en Barcelona. Curioso… muy curioso», pensó irónicamente Fernández-Luna.

—Como va habrán adivinado, el atentado de anoche lleva la firma implícita de los anarquistas radicales de Solidaridad Obrera, exaltados que postulan a favor de la violencia, el nihilismo y la disgregación de costumbres —continuó diciendo el inspector de Seguridad, declamatorio—. Sospechamos que el ataque ha sido como respuesta al trágico episodio acaecido en la manifestación del miércoles. Ante los hechos, don Felipe Alfau, capitán general de Barcelona, baraja la posibilidad de decretar el Estado Militar con trámite de urgencia. En caso de que el gobernador civil apruebe la Ley Marcial, ¡no lo quiera Dios!, corremos el riesgo de tener que enfrentarnos a una huelga revolucionaria como la que tuvimos que vivir hace siete años, la llamada «Semana Trágica». —Miró a ambos policías con gravedad—. Les recuerdo que tan dramático incidente, entonces, se saldó con ochenta muertos, medio millar de heridos y más de un centenar de edificios incendiados. —Echó su cuerpo hacia delante—. En resumidas cuentas, caballeros, que hemos de detener cuanto antes a ese loco criminal con el fin de evitar que sucesos como los acontecidos antaño pongan de nuevo en peligro la seguridad ciudadana.

—El comisario Bravo Portillo lo está investigando —manifestó Carbonell. En su frente se podía apreciar el ligero rasguño que le había ocasionado una de las esquirlas de vidrio que salieron despedidas de las ventanas del Teatro Apolo tras la explosión—. De hecho, ha enviado a dos de sus mejores agentes al Ateneo Sindicalista de la calle Ponent para que mantengan una larga charla con el líder anarquista Salvador Seguí. Según el procedimiento ordinario, habría que detener a todos los miembros de la Junta Directiva para interrogarles. Sin embargo, pienso que debemos actuar con inteligencia, señor… y también con cautela. Esperaremos a ver qué tiene que decirnos el Chico del Azúcar. —Era el nombre de guerra del anarcosindicalista catalán—. Puede que decida, por el bien de todos, ponernos sobre la pista del culpable.

—¿No hay nada más que podamos hacer, al margen de suplicarles ayuda a esos indeseables de Solidaridad Obrera? —inquirió Riquelme, ahora con cierto retintín.

—Señor, la realidad es esta: escasean los alimentos… a los trabajadores se les exige un rendimiento desorbitado a cambio de un mísero sueldo… se prevén nuevas movilizaciones en toda España… y hace tan solo dos días, los hombres del Somatén acabaron con la vida de tres manifestantes disparándoles a bocajarro. —Sus dedos tamborilearon sobre el brazo de terciopelo del sillón—. La inestabilidad política nos condiciona a ser prudentes. Sí que es cierto que todos condenamos el terrible atentado de ayer, pero si respondemos según los métodos tradicionales, es decir, con violentos interrogatorios o aplicando la Ley de fugas y su implícito tiro en la espalda, el pueblo se amotinará irremediablemente. Y si esto es así, la sangre correrá una vez más por las calles de Barcelona.

Riquelme sopesó las palabras de su subalterno, acariciándose la barbilla en un acto de reflexión. Tras lo cual, giró la cabeza para dirigirse al madrileño.

—¿Y usted qué opina al respecto, señor Luna?

El aludido, que en ese instante observaba la ingente biblioteca del despacho, cuyos libros se intuían a través del vidrio emplomado de la cristalera, reviró la mirada hacia el superior disponiéndose a responder su pregunta.

—A mayor justicia, mayor daño… como dijo Cicerón.

Carbonell estuvo de acuerdo: la Ley, llevada a su último extremo en su cumplimiento, podía dar lugar a situaciones insostenibles.

—Una respuesta bastante contradictoria, a mi parecer —rezongó el inspector de Seguridad.

—Tan enrevesada como la propia política —replicó Fernández-Luna, que luego pasó a argumentar sus palabras—. El juego estratégico que determina el equilibrio social de la nación es un asunto que les compete a los diputados y senadores. En cambio nosotros, los policías, nos limitamos a luchar contra el crimen, indistintamente de si son gente de baja estofa o próceres de la alta sociedad.

—Pero tendrá una opinión al respecto.

—Creo que todo efecto tiene una causa.

—¿Quiere decir con eso que aprueba el incidente de ayer? —Riquelme torció el gesto, sorprendido por la contestación del madrileño.

—¡En absoluto! —exclamó—. Nada me gustaría más que ver a ese criminal en la cárcel de por vida. Pero si lo analiza fríamente, descubrirá que el proletariado cree tener motivos para utilizar la violencia en compensación a sus agravios. Si empleamos tácticas de intimidación como medida restrictiva, se sucederán los atentados, tal y como afirma Carbonell. —Desvió la mirada hacia su compañero—. No podemos ignorar, ni debemos, que sembrar la discordia acarrea nefastas consecuencias. El conjunto de clases y elementos sociales anhelan un cambio radical en España. Incluso el general Luque, ministro de la Guerra por orden directa del conde de Romanones, teme enfrentarse a un movimiento sindicalista militar tras la creación y posterior ilegalización de las Juntas de Defensa. La inflación y los paupérrimos salarios también afectan a nuestros militares profesionales, reducidos a la inacción y a la dificultad de ascender por méritos propios. Esa es una realidad que hemos de aceptar, tanto liberales como conservadores, monárquicos y republicanos. La cuestión es… —se aclaró la voz antes de concluir—, ¿debemos avivar los ánimos enaltecidos de la plebe, procediendo con dureza?

—En el Gobierno Civil, así como en el Departamento de Seguridad, creemos que sí… que se ha de hacer todo lo posible por evitar situaciones dramáticas como la que vivimos anoche —aseveró Riquelme, excesivamente puntilloso. Olvidándose del resto de los problemas que acuciaban a la ciudadanía española, incluida la castrense, centró su atención en el responsable del sangriento atentado—. Dé por hecho que el responsable de esas muertes acabará en el garrote una vez que sea detenido y juzgado, una eficaz medida de justicia que habrá de servir de advertencia a los demás terroristas.

Carbonell tuvo que mediar en la conversación, que para entonces tenía visos de convertirse en el preludio de un largo debate.

—Si me permite la sugerencia, señor… —Carraspeó ligeramente—. Deberíamos centrarnos en el caso del prestidigitador desaparecido. Dicho asunto, y no otro, es lo que ha determinado el viaje de mi colega desde Madrid.

Riquelme se revolvió en el sillón, rezongando entre dientes.

—Puede que tengas razón. Nos estamos desviando del verdadero propósito de esta entrevista —admitió. Acto seguido dirigió su mirada hacia el jefe de la BIC en Madrid—. Ayer mismo recibí una llamada telefónica del gobernador civil, preguntándome si había tenido ocasión de hablar con el señor Luna. Tuve que decirle la verdad, que seguía a la espera de su visita.

Se produjo un incómodo silencio. Carbonell quiso salir en defensa de su compañero, pero el aludido se adelantó. No estaba dispuesto a que nadie fuese amonestado por culpa de su rebeldía.

—Si he de ser sincero, deseaba conocer a fondo los detalles del caso antes de hablar con usted —admitió sin rodeos, constriñendo una sonrisa para suavizar aquel ambiente de tensión que se vivía dentro del despacho—. Espero que mi negligencia no le haya ocasionado ningún problema.

—No tanto como el que me está originando la fuga del ruso —el tono de voz del inspector de Seguridad, más que un reproche, dejaba traslucir cierta preocupación. Se puso en pie y fue hacia la ventana con aire distraído. Observando el exterior a través del cristal, les preguntó—: Y bien, caballeros, ¿qué han averiguado hasta ahora?

—Creemos que el recluso se evadió de la celular con ayuda de un funcionario, alguien de dentro. —Fernández-Luna fue categórico en su respuesta.

Riquelme volteó la cabeza hacia él, olvidándose de los transeúntes, coches, bicicletas y carruajes que aquella mañana discurrían por la plaza de Antonio López.

—Esa es una grave acusación. ¿Tiene pruebas?

—Todavía no, pero las conseguiré si se me permite actuar a mi modo —respondió, no sin cierta reserva—. Para ello, necesito que el gobernador apruebe un plan de urgencia a fin de que pueda entrar de incógnito en la cárcel.

—¿Ha dicho de incógnito? —Enarcó una ceja.

—Sí, disfrazado de recluso… solo durante un par de días. Por supuesto, contaré con la ayuda de un cómplice dentro de la Modelo, alguien que me permita salir de la celda. Deberá ser un celador de confianza que esté dispuesto a acompañarme a los departamentos comunes a espaldas del director y demás funcionarios. —Pensó que lo mejor sería ofrecerle una explicación—. Cuando visité la penitenciaría hubo un pequeño detalle que pasé por alto. Eso fue entonces. Pero ahora, según hemos avanzado en la investigación, comienzo a creer que es algo realmente importante. He de hacer unas comprobaciones.

Riquelme se echó a reír.

—¿Lo dice en serio? —inquirió después, arrugando mucho la frente.

—Completamente, señor.

A Carbonell le sorprendió aquella inesperada maniobra por parte de su homólogo. Creía que su intención, su único propósito, era acceder al interior del bergantín con el fin de husmear en el camarote de Dimitri.

—Ya veo que es cierto lo que dicen de usted… que su afán de protagonismo va más allá de toda sensatez —sentenció el inspector de Seguridad.

—Debe de ser por eso que necesitan mi ayuda.

Riquelme le dirigió una de sus terribles miradas, capaz de amedrentar a cualquiera de sus subordinados. Pero claro, Fernández-Luna estaba fuera de su jurisdicción. De ahí que pasara por alto su insolencia. Además, existía otro motivo: estaba allí a instancias del conde de Güell, para ayudarles a resolver aquel inexplicable misterio.

—Hablaré con el señor Suárez Inclán —le prometió—. Si él, como gobernador civil de Barcelona, está dispuesto a organizar una operación de esa envergadura, y a asumir la responsabilidad que pueda derivarse de su excéntrico modo de actuar, no seré yo quien ponga ningún impedimento. —Dicho esto, interpeló a Carbonell—. ¿Algo más que sea de interés?

Parecía tener prisa por finalizar la conversación.

—María Duminy, la cual ya sabe usted que el pasado lunes fue víctima de un atentado frustrado mientras actuaba en el Alcázar Español, ha reconocido a Igor Topolev como el pistolero que irrumpió a tiros en el local. Nos ha contado una historia de lo más sorprendente.

—Soy todo oídos —lo invitó a que siguiera hablando.

—Según ella, el mago apareció a los pies de su cama la noche anterior al suceso. Después de amenazarla de muerte, se esfumó saltando por la ventana de un segundo piso. —Sonrió con escepticismo—. Tanto el señor Luna como yo creemos que miente. Quiere que sigamos una pista falsa, aunque en realidad desconocemos el motivo.

—¿Y por qué habría de mentir?

—Tal vez para encubrir a alguien —intervino el madrileño.

Riquelme cruzó el amplio despacho hasta regresar a su mesa. Sacó un cigarrillo rubio de la tabaquera adornada con incrustaciones de limoncillo y marfil, encendiéndolo a continuación.

—Explíquese… —solicitó, arqueando una ceja.

Arrellanado en el sillón, Fernández-Luna observó detenidamente al inspector de Seguridad, cuya figura quedaba envuelta por una espesa aureola de humo gris. Aquel hombre de rostro aguileño, cabello castaño, desmedido bigote y glacial mirada, ciertamente imponía y hasta causaba respeto. No obstante, la fuerza de su porte y de su voz parecía haber declinado en cansancio según avanzaba la conversación.

—Todavía no sé con certeza qué tipo de relación existe entre Miguel Lorente, hermano de la vedette, y un contramaestre ruso llamado Dimitri Gólubev, pero hace un par de días pude verles discutir frente al Matadero de la calle Tarragona. —Procedió a explicarle parte de sus investigaciones—. Por una extraña casualidad, Dimitri es íntimo amigo de una prostituta, también de nacionalidad rusa, que trabaja en el café de señoritas La Suerte Loca. Dicha joven, a su vez, fue la amante de Igor Topolev mientras este se veía con la Mulata. —Juntó las yemas de los dedos—. Dos cubanos y tres rusos conectados de algún modo por lazos invisibles. Una larga serie de coincidencias que podrían estar estrechamente vinculadas entre sí —coligió—. Según mi hipótesis, una o varias personas estarían ayudando al prestidigitador a salir de Barcelona, rumbo a Petrogrado. Y lo conseguirán a menos que logremos impedírselo.

—Una interesante teoría —valoró Riquelme, no sin cierto recelo—. ¿Existen pruebas que corroboren sus sospechas, al margen de la presunta conexión entre Miguel Lorente y ese contramaestre? Le recuerdo que para formalizar una acusación necesitamos que el sospechoso haya confesado el delito, o en su defecto, que contemos con la presencia de un testigo en el lugar del crimen.

Por un instante, Fernández-Luna creyó estar hablando con el general La Barrera. Ambos eran igual de escépticos, pragmáticos y exigentes.

—No… todavía no —admitió—. Aunque espero encontrarlas en unos pocos días.

—Es usted un hombre tenaz por lo que veo, y bastante optimista —rodeó la mesa, volviendo a sentarse en el sillón—. También yo voy a ser franco con usted. Al principio me molestó que el conde de Güell intercediera en este asunto, solicitando del gobernador civil su traslado desde Madrid. Con la aprobación de esta medida ponía en entredicho la eficacia del Departamento de Seguridad de Barcelona. Fue como decirnos: «Solicitamos ayuda de fuera porque sois unos ineptos». —Aplastó el cigarrillo en el cenicero, con fuerza—. Pero no tuve otra opción. Me tragué mi orgullo y accedí al capricho de Suárez Inclán porque es lo que se esperaba de mí. Con esto quiero decirle que puede contar con mi ayuda incondicional, y que le felicitaré llegado el momento, cuando consiga arrestar a Topolev. Pero ha de saber que si fracasa estrepitosamente, que es lo más probable, yo estaré allí para burlarme de su arrogancia y tirar por tierra su reputación. ¿Me he expresado en unos términos bastantes civilizados para usted? —Era obvio que no le caía bien el madrileño.

Lejos de molestarse por las críticas y duras palabras del inspector de Seguridad, cabeceó en silencio sin perder la sonrisa en ningún instante. Sin más preámbulos, se levantó de su asiento. Intuyendo el final de la entrevista, Carbonell imitó a su colega y se puso en pie.

—Descuide, tendrá a su hombre —le aseguró Fernández-Luna, plenamente convencido.

Acercándose a la mesa extendió su mano. Riquelme se la estrechó sin demasiado entusiasmo, por pura cortesía.

—Y ahora, si me disculpan, tengo demasiado trabajo. —Dirigió su mirada a los papeles que había por doquier sobre el cartapacio—. He de leer todos estos memorandos.

—No le entretendremos más, señor —apuntó Carbonell—. Le mantendré informado.

Ignorando el gruñido de despedida, ambos policías abandonaron aquel despacho pródigo en actas, documentos y acrimonia. Les vino bien caminar por los bulliciosos corredores de Jefatura y entremezclarse con el resto de los policías. Ahora sí, podían hablar con libertad; sin cortapisas.

—Un estúpido conservador… eso es lo que es —rezongó Fernández-Luna.

—Añadiría algo más, pero no me parece ético criticar el comportamiento de un superior —repuso Carbonell. Sin embargo, tras pensarlo fríamente unos segundos, estalló indignado—: Collons! ¡Ese tipo es un relamido, un estirado y un pedante!

Apenas habían recorrido unos cuantos metros, en completo silencio, cuando ambos se echaron a reír. Ciertamente, la jactancia y el mal carácter del inspector de Seguridad eran motivo de burla.

Llamaron a la puerta del despacho. Ródenas dejó de leer el informe de la Dirección General de Prisiones, donde se aprobaban los presupuestos anuales de manutención de los presos y funcionarios de la cárcel.

—Adelante. —Se frotó los ojos con los dedos índice y pulgar.

Era el teniente Pellicer. Traía el semblante serio.

—Señor… han encontrado muerto a Milhombres, el recluso de la 514 —dijo en un tono glacial, plantándose frente a la mesa—. El celador acaba de avisarme.

Recibió la noticia con indiferencia. Le importaba bien poco lo que les sucediera a los presos. A pesar de todo, tuvo que fingir un mínimo de compasión.

—Dios lo tenga en su gloria. —Se puso en pie, comprimiendo los labios—. Era de esperar. Estaba gravemente enfermo.

—¿Quiere que llame al servicio de pompas fúnebres?

Dejando en el aire la pregunta del guardia civil, Ródenas le respondió con otra interrogante.

—¿Tenía familia? ¿Algún pariente que pueda hacerse cargo del difunto?

—Creo que no, señor. Nadie vino a verlo el tiempo que estuvo aquí. Lo único que sabemos de él, gracias al informe policial que conservamos en nuestro archivo, es que era natural de Granada y que residía en Barcelona desde hacía diez años. Fue condenado a cadena perpetua por degollar a un cliente con la navaja barbera… mientras lo afeitaba.

—¿Motivos?

—Hay quien dice que fue por celos —se sonrojó sin querer—. Ya me entiende usted… Fue una pelea entre maricones.

Ródenas asintió en silencio, pensativo.

—Diles a un par de reclusos de confianza que envuelvan el cadáver en una manta y lo bajen al sótano. Por supuesto, que vayan acompañados de un vigilante armado —le advirtió—. Ya me encargo yo de los trámites de defunción y de llamar a la empresa de pompas fúnebres.

Conforme con las indicaciones de su superior, Pellicer dio un ligero taconazo antes de girar su cuerpo hacia la puerta. Abandonó la estancia con el pecho abombado y el mentón erguido.

Una vez a solas, Ródenas cogió el informe presupuestario que había sobre la mesa. Tras leer de nuevo el cálculo anticipado de los gastos alimenticios para el próximo año, llegó a la conclusión de que aquel era un país de muertos de hambre. Dobló el folio cuidadosamente, guardándolo a continuación en el bolsillo de su chaqueta. Dirigió su mirada hacia el reloj de pared. Pasaban veinte minutos del mediodía.

Hora de comer.

Nada más llegar al vestíbulo de Jefatura, Fernández-Luna le hizo un gesto a su compañero para que fuese con él hasta el mostrador.

—¿Te importa que utilice el teléfono? —le preguntó. Luego pasó a explicarle—. Anoche se produjo un robo de joyas en el Hotel Ritz. Tras conocer la noticia, ordené la detención de una pareja de estafadores… mis únicos sospechosos —puntualizó—. Necesito saber si han declarado ya ante el juez.

—Descuida, déjamelo a mí. Hablaré con el sargento. —Apoyándose en el mostrador, donde podía apreciarse un cartapacio y un juego de escribanía, Carbonell alzó la mano para llamar a un grueso policía de almidonado uniforme que en ese instante buscaba unos papeles en el armario archivador—. Jiménez… ¿Me haces el favor de solicitar una llamada de larga distancia a la Comisaría General de Madrid?

—Enseguida, señor. —Dejó lo que estaba haciendo y fue hacia el teléfono que había adosado a la pared. Cogió el auricular con forma de pera a la vez que su otra mano hacía girar velozmente la manivela.

Mientras aguardaban pacientemente, puesto que una llamada a larga distancia podía demorarse unos minutos, Carbonell le pidió detalles a su colega.

—A ver, explícame eso de que pretendes entrar en la cárcel disfrazado de recluso. —Estaba desconcertado—. Creí que fisgonear en el Austrum era un asunto prioritario.

—Y lo sigue siendo.

—¿Entonces…?

—Haré ambas cosas, pero todo a su debido tiempo. No hemos de precipitarnos. —Acariciándose la barba, añadió en voz queda, como si hablara consigo mismo—: ¡Vaya! Voy a tener que afeitarme para que no me reconozcan los funcionarios de la celular. No sé si eso le va a gustar a Ana.

Carbonell tenía pensado insistir para que le explicase cuál era su nuevo plan, pero el sargento interrumpió la conversación.

—Señor… —Le hizo un gesto con la mano—. Ya puede hablar con la Comisaría General de Madrid.

Fernández-Luna cogió el teléfono. Le pidió al oficial que había al otro lado de la línea que le pusiera con el inspector Heredia. Como este había salido a gestionar cierto asunto, llamaron a uno de sus compañeros.

—Blasco al habla.

—Enrique, soy yo… Luna —se identificó—. ¿Cómo ha ido la comparecencia ante el juez?

Hubo un largo e incómodo silencio.

—No me andaré con rodeos, señor. —El tono de su voz dejaba entrever una mala noticia—. Anoche detuvimos a Eddy Arcos y a su amiga, como nos ordenó. Ambos quedaron recluidos en los calabozos de la Casa de los Canónigos. Ahora viene lo peor… —fluctuó unos segundos—. Se han evadido esta madrugada aprovechando el cambio de turno de los centinelas. Ese malnacido debía de esconder una ganzúa en un falso tacón del zapato, o Dios sabe dónde.

—Deberíais haberle registrado —le reprochó con dureza.

—Y lo hicimos… ¡De pies a cabeza! —protestó Blasco, enérgicamente—. No llevaba nada encima, o eso creímos.

Una atractiva mujer, de unos veinticinco años, se acercó al mostrador de Jefatura. Mientras dialogaba con Blasco pudo escuchar retazos de la conversación que aquella joven mantenía con el sargento Jiménez.

—… Mi amiga Conchita… El empresario del Teatro Romea de Madrid… Nos dijeron que debíamos actuar…

—¿Tenéis alguna pista sobre dónde pueden haberse escondido esos dos? —quiso saber Fernández-Luna, olvidando por un instante a la joven de aspecto sudamericano que había a su derecha.

—Heredia va camino de entrevistarse con un célebre abogado cuya amante es íntima amiga de Leonor Fioravanti. Puede que nos aporte alguna información.

—… Temo por ella… Hace más de diez días que no tengo noticias de… —volvió a escuchar de pasada.

—Una cosa más con respecto a Eddy… ¿Tiene coartada?

—Según él, sí —contestó el subordinado—. Asegura que entraron en el Ritz después de que se produjera el robo, sobre las nueve de la noche, y que así lo podía atestiguar el recepcionista.

—¿Te dijo de dónde venían a esas horas?

—De la Estación del Norte, o más concretamente de Santander. Tal es la seguridad que tiene en sí mismo, que no dudó en proporcionarnos el nombre del hotel donde él y su amante estuvieron hospedados.

—Quiero a esos dos antes de cuarenta y ocho horas —ordenó con voz cortante—. ¿Me has entendido, Enrique?

—Descuide, señor. Estamos trabajando en ello.

El madrileño colgó el teléfono tras unas palabras de despedida. Al girarse se encontró con la mirada inquisitiva de Carbonell.

—¿Problemas en Madrid?

—Ya ves…, una situación crítica puede producirse en cualquier contexto y en cualquier ciudad. —Estaba tenso, irascible. Miró en derredor suyo. La mujer se había marchado—. ¿Te has fijado en la señorita que hablaba con el sargento hace un instante?

—¡Ya salió el galán que llevas dentro! —exclamó, burlándose de él—. Menos mal, comenzaba a dudar de tu hombría.

—Menos guasa, Carbonell. —Lo fulminó con la mirada—. No me refería a su atractivo, algo indiscutible, sino a la conversación que mantenía con Jiménez.

—Lo siento, no le he prestado atención a sus palabras. ¿Era algo importante?

—Podría ser.

—Si lo crees conveniente, puedo preguntarle al sargento.

—Si me haces el favor…

De forma discreta, Carbonell llamó de nuevo la atención del suboficial. Este se acercó al mostrador.

—¿Puedo ayudarle en algo más, don Ramón?

—¿Qué quería esa mujer que acaba de marcharse? —El mallorquín fue directo al asunto.

—Es Luisa Rodrigo, una vieja amiga. Está preocupada porque hace varios días que no tiene noticias de Conchita, la Criolla, su compañera de trabajo, la cual viajó a Madrid a entrevistarse con el dueño del Teatro Romea. Ha venido a verme… —titubeó—, por si puedo ayudarla a localizar su paradero. Ya le he dicho que algo así es imposible, y que además está fuera de nuestra jurisdicción.

—¿Sabrías decirnos dónde vive esa mujer? —intervino Fernández-Luna.

—No estoy seguro —el sargento hizo un esfuerzo por recordar—, pero creo que en un hotel cercano a la Rambla. Aunque, si quieren hablar con ella, la pueden encontrar cada noche en La Buena Sombra. Allí la conocen como Joyita.

—Gracias por la información. —El de Madrid proyectó una amplia sonrisa.

Alejándose del mostrador, ambos policías se dirigieron hacia la puerta de salida. En aquel mismo instante vieron entrar a María Duminy. Traía el rostro desencajado.

—¡Con ustedes quería hablar! —Se acercó a ellos, angustiada.

—Tranquilícese —le indicó Carbonell, haciéndose cargo de la situación—. ¿Ha ocurrido algo?

Ella le entregó una nota, temblando de pies a cabeza. Fernández-Luna se acercó a su colega impelido por la curiosidad.

Después de desdoblar la hoja, ambos pudieron leer:

A LAS 11 DE LA NOCHE EN EL ALCÁZAR ESPAÑOL .

Fdo. Igor Topolev