Epílogo

William y yo estamos agarrados de la mano viendo cómo se colocan los cimientos para la gran ampliación de la casa parroquial. Las obras de reconstrucción de Pembrooke Park ya han comenzado. Fiel a su palabra, Leah me pidió opinión sobre lo que debería hacerse en la mansión durante la remodelación. En un primer momento, pensó en tirar abajo el lugar y pasar página. Desentenderse para siempre del hogar de su infancia. Pero al final decidió que, para reconciliarse de verdad con su pasado, primero tenía que aceptarlo, aceptar su papel de heredera de Pembrooke Park y señora de la mansión. Creo que estará a la altura del papel y que será una magnífica mecenas del pueblo y de la iglesia.

Andrew y ella hablaron largo y tendido de qué era lo mejor que podían hacer. Al fin y al cabo, Hunts Hall será suyo algún día y los dos podrán residir allí. Pero como es más que seguro que sus padres permanecerán allí mientras vivan, Andrew y Leah han decidido que reconstruirán Pembrooke Park y vivirán juntos en ella como marido y mujer por ahora.

Aunque la señora Morgan parece aprobar a la «querida Eleanor» ahora que sus verdaderos orígenes se saben, Leah prefiere vivir cerca de su familia. Dice que los Chapman siempre serán la familia de su corazón: Mac, Kate, Kitty y Jacob. Y William, por supuesto. Me alegra decir que sus sentimientos y su afecto familiar se extienden ahora también a mí. Valoro mucho nuestra amistad. Es una gran dicha verla bien y verdaderamente feliz. Los temores del pasado han desaparecido. Y con ellos terminaron los secretos y el esconderse.

Es libre de ser quien es en realidad y de que la amen por quién es de verdad. En realidad, ¿no es eso lo que todos deseamos?

Gilbert sigue siendo un querido amigo, aunque nuestra relación no es la de antaño. ¿Cómo podría serlo cuando el trozo de mi corazón que le entregué hace mucho ahora pertenece por completo a William? Aun así, nos mostramos cordiales y le deseo mucho éxito en su futuro. Todavía no se ha casado. Por su bien, deseo que lo haga.

Creo que Louisa ha aprendido del error de su conducta coqueta… gracias a Dios. Le decepcionó que Andrew Morgan se casara con Leah y que Gilbert no retomara su cortejo. No ha recibido ninguna proposición… Bueno, ninguna proposición de matrimonio de caballeros honorables, claro, aunque sí todo tipo de ofertas en abundancia. Al darse cuenta de ese hecho, se ha vuelto más circunspecta en su comportamiento: más callada y más modesta. Y creo que le sienta bien. Sigue siendo la mujer más hermosa que conozco y ahora, día a día, su corazón comienza a estar a la par con su aspecto. Bendito será el hombre que conquiste por fin su corazón.

En cuanto a Harriet Pembrooke Webb, todavía siento un nudo en la garganta cuando pienso en ella y en todo lo que ha perdido. Sus padres. Su hermano mayor. Y más recientemente, a su hermano menor: su último pariente vivo… O eso era lo que pensaba.

Poco antes de mudarme de nuevo a Easton como esposa de William, recibí una última carta de ella.

Querida Abigail:

Gracias por su última carta y sus continuas condolencias con respecto a Miles. Que le recuerde con afecto significa para mí más de lo que imagina. Sigo llorando la muerte de mi hermano, de toda mi familia en realidad, aunque me alegra que mi amiga secreta haya vuelto a mi vida. Y lo más maravilloso es que ella es en realidad más que una amiga: es mi propia prima. ¿Se acuerda cuando deseaba que Pembrooke Park tuviera un heredero digno? No puedo imaginar una heredera más digna que Eleanor.

Me produjo una gran satisfacción ceder mi papel de albacea y entregar las riendas de la administración a la hija de Robert Pembrooke. Me consuela saber que he enmendado en parte los pecados de mi padre. A pesar de que usted y el reverendo William Chapman me han asegurado que no es necesario que lo haga.

«Cristo nos redimió más allá de lo que tú, yo o cualquier otra persona puede llegar a redimirse», me recuerda a menudo.

Coincido con él y doy gracias a Dios por ello cada día. Pero ahora que Pembrooke Park está en manos de Eleanor, duermo mejor por las noches.

He vendido mi casa de Londres y me he comprado una en Caldwell. Mi prima y yo nos encontramos muchas tardes en el soleado rincón entre el cobertizo y el jardín. Nos hemos deshecho de la basura, hemos cortado la hierba y colocado una pequeña mesa de hierro forjado y sillas, adornándola con el mismo y vistoso tarro de cristal que llenamos con flores recién cortadas cada semana.

De vez en cuando, si alguna no puede acudir, nos dejamos notas en el viejo escondrijo tras el ladrillo suelto para cambiar la hora o simplemente hacerle saber a la otra que nos acordamos de ella.

Ya lo ve, nuestra privada e incompatible amistad continúa. Nos vemos casi todas las semanas cuando hace buen tiempo. Tomamos el té, hablamos de nuestros hogares y familias, de los libros que estamos leyendo. Ya no necesitamos evadirnos a nuestro mundo de fantasía, aunque siempre es agradable evadirse un par de horas en compañía de una apreciada amiga.

Cuando estamos en ese lugar secreto, a veces nos equivocamos y nos llamamos por nuestros antiguos apodos: Lizzie y Jane.

En cuanto se instale aquí debe unirse a nosotras de vez en cuando, Abigail. No invitaríamos a nadie más a nuestro lugar especial. Pero usted, querida joven, será siempre bienvenida, pues gracias a usted nos hemos vuelto a encontrar. Por eso tiene mi gratitud eterna, mi afecto y mi amistad sincera. Y sé que también hablo por… mmm… por Lizzie.

Estoy deseando pasar un rato con ellas.

Esos son los milagros de la vida. De la fe. Y la familia. Y los amigos. Los verdaderos tesoros que nunca llegamos a conocer o a poseer.