Capítulo 2

Abigail y su padre viajaron con el circunspecto abogado en un cómodo carruaje alquilado para la ocasión. El viaje duró casi todo el día, recorriendo diversas vías de peaje y haciendo paradas regulares para cambiar los caballos y postillones o para comer en alguna posada.

Por fin llegaron al oeste de Berkshire, donde sus montes y bosques dieron paso a las granjas y colinas de caliza típicos de la frontera con Wiltshire. Cruzaron el pueblo de Caldwell, con su preciosa iglesia, su taller textil y el Cisne Negro, la posada que el señor Arbeau había indicado que era la más cercana para dormir hasta que consiguieran que la casa fuera habitable. Minutos más tarde, alcanzaron Easton, una pequeña aldea de tiendas y casas de campo cercana a Pembrooke Park.

Abigail sentía que por momentos se le aceleraba el pulso. «Por favor, Dios, no permitas que la casa sea un desastre total… No cuando he sido yo la que ha convencido a mi padre para que vengamos. No soportaría volver a decepcionarlo».

Nada más salir de la aldea, tomaron un camino estrecho rodeado de árboles. De pronto, el carruaje se detuvo bruscamente.

—¿Qué diantres…? —exclamó el señor Arbeau, echando chispas por sus ojos negros.

Abigail alzó la barbilla para mirar por la ventana.

En ese momento, el mozo abrió la puerta.

—El camino está bloqueado, señor. Esto es lo más lejos que podemos llegar con este «pequeño».

—¿Cómo que el camino está bloqueado?

—Salga y véalo con sus propios ojos, señor.

El abogado tomó su chistera y se bajó del carruaje, que se tambaleó con su peso. Abigail aceptó la mano que le ofreció el mozo y también se apeó del vehículo, seguida por su padre.

Al instante, se vio rodeada por el exuberante aroma a pino y tierra fértil. Frente a ellos se erguía un puente de piedra sobre un río angosto que estaba bloqueado por grandes barriles llenos de piedras colocados a intervalos de modo que pudieran cruzarlo las personas a pie o a caballo, pero no vehículos de mayor envergadura.

El señor Arbeau maldijo por lo bajo antes de comenzar a discutir la situación con el cochero y el postillón. Abigail, sin embargo, no prestó atención a lo que decían, pues se quedó mirando la casa que había al otro lado del puente: una enorme edificación construida con bloques de piedra de cálidos tonos dorados y grises, con un tejado a dos aguas y empinados gabletes, que daba a un patio central, con establos a un lado y una pequeña iglesia al otro. El conjunto estaba rodeado por un muro bajo de piedra al que se accedía por una verja pasado el puente.

—¿Es eso? ¿Pembrooke Park? —oyó que preguntaba su padre a su lado.

—Sí.

Lo miró para evaluar su reacción, aunque por la expresión que tenía le resultó muy difícil saber qué pensaba.

El señor Arbeau se acercó y les dijo:

—Mi cliente no mencionó nada de ninguna barricada. Deben de haberla erigido estos últimos años sin su conocimiento. —Se estiró los puños—. Venga, vamos. Tendremos que hacer el último tramo a pie.

Y así, armado con su bastón de empuñadura dorada, se puso en marcha con paso decidido. Abigail y su padre se miraron indecisos, pero terminaron siguiéndolo por el puente a través de la barricada.

Al otro lado, atravesaron la verja del muro de piedra y cruzaron el patio mientras oían el crujido de sus pisadas sobre un suelo de grava lleno de maleza por la falta de cuidado.

Ahora que estaba más cerca, Abigail se dio cuenta de que las ventanas de la casa eran de diferentes épocas y estilos. Algunas tenían forma arqueada, otras eran cuadradas y abatibles, incluso había dos preciosos miradores. La puerta principal estaba alojada en un pórtico arqueado que, durante un instante, le pareció una boca abierta bajo unas ventanas que se asemejaban a ojos asustados, pero desechó muy pronto aquella imagen de su mente.

Se fijó en que las puertas dobles estaban cerradas con una cadena y candado. Al ver que el señor Arbeau sacaba del bolsillo una vieja llave atada a una cinta negra, se detuvo junto a su padre.

Cuando el abogado levantó el candado para introducir la llave, un perro apareció de la nada y trotó hacia ellos ladrando ferozmente. Abigail se quedó petrificada y miró a su alrededor en busca de un arma. Estaba incluso dispuesta a usar el bastón del señor Arbeau en caso de que este no lo hiciera, pero el inmenso mastín, que tenía una cabeza de considerables proporciones, se detuvo bruscamente a unos pocos metros, con el cuerpo en tensión y mostrando los dientes, mientras sus potentes ladridos se transformaban en un gruñido amenazador.

El disparo que oyeron a continuación sobresaltó a Abigail de tal modo que se volvió dando un grito.

Su padre estiró un brazo como para protegerla, un gesto conmovedor aunque inútil. El señor Arbeau, por su parte, se dio la vuelta lentamente en la dirección de la que provenía el disparo.

A unos veinte metros, un hombre sostenía un fusil de chispa de doble cañón apuntando al aire, del que aún salía humo por la detonación. Tenía alrededor de cincuenta años, era alto, delgado, pelirrojo y con barba corta. Estaba parado con las piernas abiertas en una actitud que mostraba absoluta seguridad en sí mismo.

Bajó el arma y los señaló con ella.

—La próxima vez no apuntaré por encima de sus cabezas.

Su padre levantó las manos.

El señor Arbeau se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados, sin mostrar un ápice de miedo o sorpresa.

Un segundo hombre más joven entró en escena.

—¡Papá! —exclamó con voz alarmada—. ¡Papá, no! —Debía de tener unos veinticinco años y también era pelirrojo. Miró en su dirección—. Baja el arma, papá. Y haz el favor de llamar a Brutus. Estoy seguro de que estas buenas personas no suponen ninguna amenaza. No parece que sean ladrones.

El hombre mayor no le hizo caso y permaneció en la misma postura durante un rato, mirando con dureza al señor Arbeau y a su padre antes de fijarse en ella.

Al final, el hombre más joven lo obligó a bajar el cañón del arma.

—Muy bien. Eso está mejor.

—¿Quiénes son ustedes y qué están haciendo aquí? —inquirió el hombre mayor sin apartar la vista de ellos. Su voz grave tenía un ligero acento escocés. La nariz larga y delgada y los pómulos altos y marcados le daban el aspecto de un asceta o aristócrata, aunque la ropa que llevaba era mucho menos refinada que sus rasgos.

El señor Arbeau bajó del porche de entrada mientras se metía la mano en el bolsillo. Al instante, el hombre volvió a apuntarles con el arma.

—Mi tarjeta —explicó el abogado, extendiendo las manos en señal de súplica—. Me apellido Arbeau y le aseguro que tenemos todo el derecho a estar aquí.

—Eso ya se verá.

El señor Arbeau le ofreció su tarjeta.

—Represento al albacea de la herencia.

El hombre se puso el arma debajo del brazo, tomó la tarjeta y la examinó con el ceño fruncido.

El abogado observó el rostro del hombre con calculado interés.

—Supongo que usted es Mac Chapman.

El hombre levantó la cabeza de inmediato y lo fulminó con la mirada.

—¿Y cómo sabe cómo me llamo si es la primera vez que lo veo en mi vida?

El hombre joven les dedicó una mirada de disculpa antes de esbozar una sonrisa irónica.

—No hay duda de que tu reputación te precede, papá. O al menos lo hará después de esto.

Era obvio que el mayor de los Chapman carecía de cualquier sentido del humor. Alzó la barbilla cubierta por esa mata de pelo rojo en dirección a Abigail y a su padre y preguntó:

—¿Quiénes son estos y qué están haciendo dentro de una propiedad privada?

El señor Arbeau lo miró de soslayo, como si estuviera considerando la mejor forma de desarmar a aquel hombre, tanto en sentido literal como figurado.

—La señorita Foster y su padre han venido desde Londres para ver Pembrooke Park.

Su padre, con las manos aún levantadas, aunque ahora a la altura de la cintura, dio un paso al frente.

—Soy Charles Foster. Mi abuela materna era Mary Catharine Pembrooke, hija de Alexander Pembrooke.

Abigail enrojeció de vergüenza por el comportamiento de su padre. Era la primera vez que le oía mencionar aquellos nombres. Seguro que había estado indagando en el árbol genealógico de la familia después de la primera visita del abogado. Que se mostrara tan orgulloso por estar emparentado con una familia de abolengo a la que apenas conocían hizo que se sintiera incómoda.

Sin embargo, el señor Chapman pareció escuchar las palabras de su padre con sumo interés, mirando hacia el cielo como si estuviera recordando.

—Mary Catharine Pembrooke… —repitió—. Oh, sí. Tuvo que ser la tía abuela de Robert Pembrooke.

—Yo… —Su padre vaciló. Seguro que no tenía ni idea de quién era el tal Robert Pembrooke, igual que ella.

El hombre continuó haciendo memoria.

—Creo que se casó con el señor Fox.

Ahora fue el turno de su padre de levantar la cabeza, sorprendido.

—Exacto. Mi abuelo. ¿Cómo lo sabe?

El hombre más joven palmeó a su padre en el hombro.

—Mi padre fue el administrador de Pembrooke Park durante muchos años. Estuvo muy orgulloso de su trabajo y de la familia que representaba.

—Y por lo visto sigue estándolo. —El señor Arbeau echó hacia atrás los hombros—. Muy bien, si ya hemos terminado con la lección de genealogía, creo que es hora de que entremos. —Se volvió hacia la puerta.

El señor Chapman se puso rígido y volvió a fruncir el ceño.

—¿Entrar? ¿Para qué?

—Para enseñarle la casa al señor y a la señorita Foster. Mi cliente se ha ofrecido a alquilársela durante un año si cumple con su aprobación.

A Abigail no le pasó desapercibida la mirada atónita que intercambiaron padre e hijo. Se notaba que no les hacía ninguna gracia que alguien pudiera mudarse a la casa abandonada.

El señor Arbeau volvió a concentrarse en el candado, luchando por conseguir abrir aquel cacharro oxidado. Pero el señor Chapman entregó el arma a su hijo, se acercó a ellos y sacó un manojo de llaves del bolsillo de su abrigo.

—Déjeme —dijo—. Esa llave que tiene es la de la puerta.

El abogado se hizo a un lado, con los ojos oscuros brillando ofendidos.

—Por supuesto. —Al darse cuenta de que tenía una mancha de óxido en su guante de seda negra, se la limpió con un pañuelo.

El señor Chapman usó una de sus llaves y el candado cedió. Luego lo abrió, lo sacó de la pesada cadena y la pasó por los tiradores de la puerta.

—Como podrán ver, mi padre se ha encargado de mantener el tejado y el exterior en el mejor estado posible durante todos estos años —señaló el hijo.

El señor Arbeau miró al hombre, al perro y al fusil.

—¿Y también fue el que puso el candado y se autoproclamó guardián de la finca? —sugirió enarcando ambas cejas.

—¿Y qué si lo hice? —dijo Chapman, que dejó la cadena a un lado.

—Supongo que también tenemos que agradecerle lo de la barricada del puente.

—Han intentado robar varias veces.

—Me imagino que vándalos y alguna que otra chiquillada, ¿verdad?

—No, señor. Imagina mal. Cazadores de tesoros. Ladrones.

—¿Cazadores de tesoros? —preguntó Abigail bruscamente.

Mac Chapman la miró directamente. Ahora que lo tenía tan cerca se quedó impresionada por aquellos intensos ojos verdes.

—Sí, señorita. Atraídos por viejos rumores sobre un tesoro escondido en la casa. En una habitación secreta. —Sus ojos brillaron—. Tonterías, por supuesto.

—Por supuesto —repitió ella sin mucha convicción.

«¿Un tesoro? ¿Será verdad?».

El señor Chapman insertó una segunda llave en la cerradura de la puerta.

—La casa lleva cerrada dieciocho años, algo que tampoco ha ayudado mucho. —Mientras presionaba el pestillo, empujó con el hombro la madera. La puerta cedió tras una sacudida y terminó abriéndose con un crujido.

—Perfecto, señor Chapman —dijo el abogado—. ¿Quiere hacer los honores y enseñárnosla?

—Solo Mac, por favor. Y no, gracias.

—Me gustaría verla, papá —intervino el hijo—. No entro desde que era un crío.

Mac le lanzó una mirada de reprobación.

—Estoy seguro de que tienes asuntos mucho más importantes que atender.

Los ojos del hijo se encontraron con la mirada acerada de su padre.

—Ah, sí, supongo que sí.

Abigail notó por el rabillo del ojo que algo se movía. Miró por encima del hombro y vio a una mujer joven atravesando la verja acompañada de una niña de unos once o doce años. Ambas caminaron por el patio, pero se detuvieron en cuanto se dieron cuenta de que había gente dentro de la finca.

Mac Chapman se puso rígido.

—Will —dijo en voz baja—, llévate a Leah a casa, por favor. Y a Kitty también.

Algo en el tono de su padre hizo que el hijo levantara la vista de inmediato.

—Está bien.

A continuación, hizo una reverencia, se volvió y se marchó a largas zancadas. Nada más llegar a la altura de las recién llegadas, rodeó los hombros de la preciosa joven con un brazo y agarró la mano de la niña.

¿Serían su mujer y su hija?, pensó Abigail. Fueran quienes fuesen, lo cierto era que el hijo de Mac Chapman logró que se dieran la vuelta con cuidado y las llevó fuera de su vista.

—¿Seguro que no quiere acompañarnos, Mac? —volvió a preguntar el señor Arbeau—. Más que nada para asegurarse de que no robemos nada —agregó con ironía.

Mac miró a través de la puerta abierta hacia el vestíbulo con una expresión cargada de… ¿De qué? ¿Nostalgia? ¿Recuerdos? ¿Arrepentimiento? No lo tenía muy claro.

—No. Esperaré aquí y cerraré cuando se vayan.

Cenefa

En cuanto entraron en el vestíbulo de techo alto, un rancio olor a humedad les dio la bienvenida. Abigail contempló con horror cómo algunas pequeñas criaturas salían despavoridas. La balaustrada de la enorme escalera, así como las esquinas de los retratos colgados de las paredes, estaban llenos de telarañas. Una gruesa capa de polvo cubría las pesadas cortinas de las ventanas y los pliegues del descolorido sofá que había junto a la puerta. Al otro lado de la estancia se erguía un reloj de pie como si fuera un centinela silencioso.

El señor Arbeau se sacó una nota del bolsillo y empezó a leer en voz alta.

—Aquí, en la planta principal, tenemos el vestíbulo, una sala de estar, el comedor, la sala de recepción, el salón y la biblioteca. ¿Empezamos la visita?

Avanzaron por el vestíbulo dando pasos vacilantes y dejando sus huellas sobre el manto de polvo que cubría el suelo. La primera habitación en la que entraron resultó ser la sala de estar, a través de la cual se accedía al comedor, en el que había una mesa inmensa y una araña de cristal, también llena de telarañas. En la mesa se veían los restos de lo que debió de ser un centro de flores con ramas de sauce y… ¿una piña? Era difícil de distinguir, ya que se había secado hasta convertirse en un amasijo marrón de ramitas y cáscaras retorcidas.

Después pasaron a la sala de recepción y Abigail se quedó estupefacta, pues parecía como si los ocupantes de la casa hubieran salido corriendo. En una mesa redonda había un juego de tazas con restos de té seco. Había un libro abierto sobre el brazo del sofá y debajo de una silla volcada se podía ver una labor de costura casi terminada.

¿Qué habría sucedido? ¿Por qué los anteriores ocupantes habían abandonado aquella casa de forma tan apresurada y por qué aquellas habitaciones habían permanecido cerradas durante casi veinte años?

Su padre levantó la silla y Abigail aprovechó para recoger el costurero. Cuando vio los excrementos de ratón del tamaño de semillas que había en su interior hizo un gesto de repulsión.

Su padre fue el que se atrevió a preguntar aquello que ella se moría por saber.

—¿Por qué tuvo que salir a toda prisa la familia que vivía aquí?

Con los brazos detrás de la espalda, el señor Arbeau continuó inspeccionando la habitación.

—No sabría decirle, señor.

«¿No sabría o no querría?», se preguntó Abigail, aunque se mantuvo en silencio.

Pasaron rápidamente por el salón cerrado y la oscura biblioteca con las paredes repletas de estanterías que iban desde el suelo al techo y que estaban llenas de libros abandonados. Después, subieron despacio por la gran escalera y doblaron por el rellano. Entraron en cada uno de los dormitorios. En los dos más grandes encontraron las camas pulcramente hechas, las cortinas sujetas con sus respectivas abrazaderas, armarios con prendas de vestir apolilladas y varios sombreros y gorros colgados de sus perchas. En los otros, las camas estaban sin hacer, las sábanas revueltas y parecía que alguien había abierto las cortinas a toda prisa. En uno de ellos incluso había un tablero con una partida de ajedrez interrumpida, esperando a que alguien hiciese el siguiente movimiento. En otro, se encontraron con una casa de muñecas con miniaturas cuidadosamente ordenadas, un claro reflejo de lo preciada que debía de ser para su propietaria. Abigail se quedó mirando un pequeño y desteñido vestido azul que colgaba de un gancho en la pared.

Volvió a estremecerse. ¿Dónde estaría ahora la niña que lo había llevado hacía dieciocho años?

—¿Qué le pasó a la familia que vivía aquí? —quiso saber.

—No me está permitido decírselo —contestó el señor Arbeau.

Intercambió una mirada confundida con su padre, pero no insistió más. Instantes después, regresaron a la planta principal.

—¿Y bien? —preguntó el señor Arbeau antes de echar un impaciente vistazo a su reloj de bolsillo.

Había que reconocer que bajo toda esa capa de polvo, telarañas y misterio, era una casa hermosa. Vivir en un lugar así sería todo un privilegio… en cuanto estuviera limpio. Miró a su padre, que volvía a inspeccionar el vestíbulo una vez más con expresión seria.

—Necesitará muchísimo trabajo… —dijo por fin.

—Cierto —convino el señor Arbeau—. Pero es un trabajo que usted no hará personalmente. Pediré a Mac Chapman que me recomiende a personal cualificado para tener lista la casa, si es que cuenta con su aprobación por supuesto. —Ahí estaba otra vez ese brillo condescendiente en sus ojos.

Al ver que su padre estaba muy ocupado estudiando los retratos de sus antepasados lejanos, fue ella la que respondió.

—Si Mac está de acuerdo, me parece una idea excelente.

—Entonces, ¿al final se quedarán en la casa durante al menos un año? ¿Y firmarán un acuerdo en este sentido?

Volvió a mirar a su padre. ¿Aceptaría su consejo después de haberle fallado tan estrepitosamente? No estaba muy segura, pero insistió con cuidado.

—Creo que deberíamos aceptar, papá. Si te parece bien.

Charles Foster asintió con la vista clavada en un caballero vestido estilo Tudor.

—Sí, yo también lo creo.

Antes de marcharse, hablaron con Mac Chapman, y este accedió a contratar a una cocinera/ama de llaves de confianza, un sirviente, una ayudante de cocina y dos criadas, tal y como habían acordado.

—Denme unos días para entrevistar candidatos e investigar sus referencias —dijo, mirando con inquietud las ventanas de la planta superior—. No puedo contratar a cualquiera. No para trabajar aquí.

Abigail y su padre le dieron las gracias y le dijeron que lo verían pronto.

Cuando se disponían a despedirse, Mac advirtió a Abigail:

—Ahora que van a quedarse en la casa, seguro que oirá unos cuantos chismes. No les dé mayor importancia.

—¿Chismes? —preguntó ella—. ¿Se refiere a lo del presunto tesoro?

—Sí. —Sus ojos verdes adquirieron un extraño brillo—. A eso y otros rumores mucho peores.