Capítulo 18
El domingo, William iba vestido de negro, el nuevo vendaje que llevaba era menos voluminoso y tenía más movilidad en el brazo, pues el dolor había disminuido considerablemente y sin ayuda del láudano. Su padre, que tras pasar las dos primeras noches velándolo y después de asegurarse de que podía arreglárselas por sí mismo había decidido volver a dormir en su casa, había llegado a Pembrooke Park con su habitual traje negro y chaleco gris que, según decía, le iba mejor a su posición de sacristán.
—¿Estás listo? —preguntó su progenitor.
—Eso creo.
—No te preocupes, hijo. Los feligreses saben que no has estado en condiciones de escribir un sermón y no esperan demasiado de ti esta mañana.
—Algunos piensan que nunca doy demasiado de mí —bromeó él.
—Bueno, no se puede complacer a todo el mundo.
—Como si no lo supiera —sonrió—. Y probablemente habría más quejas si la gente no respetara tanto a mi feroz padre escocés.
Su progenitor también sonrió.
—Ojalá la señora Peterman me respetara tanto.
Cuando la campana de la iglesia llamó al servicio, todos empezaron a ocupar los bancos y reservados. Había mucha más gente de lo normal. William se sorprendió al ver a Miles Pembrooke, sentado con la señorita Foster y su padre, lo que hizo que se sintiera inspirado al instante por la oportunidad que se le presentaba. La presencia del hijo de Clive Pembrooke suscitó innumerables miradas curiosas y susurros entre los asistentes.
Su padre anunció el inicio del servicio, tal vez con un tono más áspero de lo normal, y todo el mundo se quedó callado.
De pie, cerca de la mesa de comunión, cubierta con un lienzo blanco, William rezó el padrenuestro y luego continuó con la colecta y lecturas.
—Y ahora proclamemos nuestra fe todos juntos…
Todos se pusieron de pie y comenzaron a recitar el credo niceno, la oración compartida por los creyentes de todo el mundo.
—Creo en un solo Dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible; y en un solo señor Jesucristo, hijo único de Dios…
Cuando llegó el momento de dar la bienvenida y formular los anuncios pertinentes antes del sermón, recorrió con la vista toda la nave, mirando con calma y sonriendo a todos y cada uno de los feligreses.
—Qué alegría ver a tanta gente esta mañana, aunque soy consciente de que la mayoría habéis venido más por curiosidad, para ver el alcance de los daños a la casa parroquial, y de paso al pastor, que por mis habilidades oratorias.
Oyó algunas risas a lo largo de la nave. La señora Peterman, sin embargo, lo miraba completamente erguida con su habitual expresión seria.
—Cualquiera que sea la razón por la que habéis venido, como acabo de deciros, me alegro. —Miró a Miles Pembrooke y continuó—: De nuevo, mi más sincero agradecimiento a todos los que vinieron a ayudarnos. Mi madre os invita a casa después del servicio para tomar un té o una sidra y para probar sus famosas galletas como muestra de nuestra gratitud.
El anuncio fue recibido con murmullos de aprobación. Cuando la iglesia volvió a estar en silencio, prosiguió:
—Es bueno estar todos juntos, como una comunidad unida, después de un incidente como el que ha ocurrido. Cuando surgen los problemas, también es el momento propicio para acercarnos más a Dios en lo personal y hacer un balance de lo que hay en nuestros corazones y en nuestras vidas. —Miró de nuevo a Miles—. Con esta idea en mente, voy a tomarme la licencia de desviarme del texto previsto para esta mañana. Espero que me perdonéis.
La señora Peterman puso los ojos en blanco.
William rogó a Dios en silencio que le ayudara a escoger las palabras adecuadas y empezó:
—¿Qué haríais si vuestro hogar se quemara hasta los cimientos? Algo que ya ha sucedido. ¿Quién ha podido olvidar el incendio de los Wilson hace cinco años y lo mucho que perdieron? ¿Y si os quedarais sin todas vuestras posesiones más valiosas por un incendio, un robo o una crisis financiera?
Se dio cuenta de que el señor Foster se movió un tanto incómodo.
—¿Son vuestras posesiones más preciadas a prueba de fuego? ¿Están a salvo para siempre? ¿Dedicáis todo vuestro tiempo a conseguir más y más?
Su padre procedió a leer una parte del capítulo seis del Evangelio según San Mateo:
—«No acumuléis tesoros en la tierra donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban».
William miró a la congregación.
—Y yo añadiría: donde el fuego los destruye.
Volvió a mirar a Miles Pembrooke. Esperaba no estar usando el sermón como una excusa para vapulear al hombre de forma indirecta. El señor Pembrooke era un cazador de tesoros, tuviera o no algo que ver con el incendio. «Señor, ayúdame a contener mi mente y mi lengua».
—Algunos nos pasamos la vida esforzándonos por acumular posesiones o riquezas, por ahorrar para cuando vengan tiempos peores o ante un futuro incierto. Y si nuestros ingresos son modestos, dedicamos toda nuestra energía pensando dónde obtendremos nuestra próxima comida.
»No me malinterpretéis. Los que sois esposos y padres tenéis razones de peso para ser previsores y cuidar de vuestras familias. Y os felicito por ello. Pero hay una gran diferencia entre proveer a vuestros seres queridos y acumular tesoros. El anhelo de riqueza. O buscar algún tesoro ficticio en algún lugar “ahí fuera” para intentar ser feliz. Pero todos sabemos que los tesoros terrenales nunca satisfarán los deseos más profundos de nuestra alma, ¿verdad? Seguro que ahora mismo el señor Matthews está pensando “No, pastor, pero me sería de mucha ayuda para alimentar a los cinco fornidos hijos que tengo”.
Volvió a oír risas, incluida la del propio herrero.
—Y sí, unos ingresos adecuados hacen la vida mucho más fácil. O eso he oído. —Esbozó una amplia sonrisa—. Aunque a menudo la necesidad nos acerca más a Dios de lo que lo hará nunca la plenitud.
Llegado a ese punto, vaciló. ¿Debería hablar de ello? ¿Afrontar directamente el problema? Respiró hondo y se lanzó:
—A lo largo de la historia, los cuentos y leyendas han incluido el señuelo de un tesoro, ya sea en forma de cofres de oro de piratas o la gallina de los huevos de oro. Incluso en la zona existen rumores que hablan de la existencia de un tesoro escondido aquí mismo.
La señorita Foster parpadeó asombrada y los ojos del señor Pembrooke brillaron con irritada diversión. Los feligreses intercambiaron miradas inquietas a lo largo de la iglesia.
—¿Podéis imaginaros lo que se puede llegar a desperdiciar una vida dedicada a la búsqueda de un tesoro que no existe? ¿U ocultar un tesoro solo para ver cómo los ladrones intentan robarlo? ¿O, finalmente, encontrar un tesoro que llevas años buscando solo para hallarlo destrozado y lleno de herrumbre? ¿Sin ningún tipo de valor?
Miles Pembrooke frunció el ceño.
—¿En qué estáis invirtiendo vuestro tiempo, atenciones, amor y talento? —preguntó—. ¿En cuestiones materiales o espirituales? ¿Dónde residen vuestros afectos? ¿Qué es lo que vuestro corazón quiere conseguir por encima de todo?
Hizo un gesto de asentimiento hacia su padre, que continuó leyendo:
—«Acumulad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».
—Cuando descubrí que la casa parroquial estaba en llamas, mi cama, mis pertenencias, mis libros… por supuesto que intenté apagar el fuego. Y precisamente porque la rectoría no solo me pertenece a mí, sino a toda la parroquia, lo intenté con más fuerza que si hubiera sido mía. Pero puedo deciros con total honestidad que durante esos angustiosos minutos no pensé en mis cosas. Estaba pensado en lo que me es más querido. En la seguridad de los que me estaban ayudando. En el dolor que sentiría mi familia si moría o resultaba herido. Y en la pérdida que todos sufriríamos si las llamas alcanzaban la iglesia.
»Y no, no me alegro de que mi abrigo verde favorito se haya quemado o mi uniforme universitario esté destrozado. Sin duda estáis hartos de verme vestido de negro. —Volvió a sonreír—. Pero no estoy hundido. Porque la rectoría no era mi verdadero tesoro. Mi fe, mi alma, mi mayor tesoro no reside entre esas cuatro paredes, o en mi maleta, ni en ninguna otra posesión… Reside única y exclusivamente en Dios. —Recorrió con la mirada una vez más a todos los feligreses—. Y rezo para que a vosotros os suceda lo mismo.
Abigail dejó escapar un prolongado suspiro y aflojó las manos, aliviada al comprobar que el incómodo sermón había terminado. El señor Chapman comenzó el ofertorio y Mac recogió las limosnas para los pobres. A continuación, comenzó la comunión, y se dio cuenta de que Miles no se acercó a recibir el pan y el vino. ¿No se consideraba digno de ello? ¿No lo eran todos ellos?
Cuando terminó el servicio, la gente no permaneció tanto tiempo en la iglesia como de costumbre. Se comprende que estaban ansiosos por ir a casa de los Chapman y ser los primeros en degustar el té, la sidra y las galletas.
—Vayan sin mí —dijo Miles—. Yo me vuelvo a casa. Creo que ya he causado bastante revuelo por un día. He cumplido con mi trabajo. —Guiñó un ojo—. Y en el día del Señor, nada más y nada menos.
—¿Sabes, querida? —comentó su padre—. Ahora mismo no me apetece ponerme a charlar con toda la congregación.
—No hace falta —señaló ella—. Nos iremos todos a casa. Aunque es posible que tengamos que esperar a la cena, porque no se me ocurriría pedir a la señora Walsh ni al resto de sirvientes que renunciaran a ese placer.
En ese momento, el señor Morgan padre se acercó a saludar a su progenitor y Miles y ella lo esperaron separados de la bulliciosa multitud que salía de la iglesia. Le alegró ver a varias personas deteniéndose a felicitar a William Chapman por su sermón mientras le estrechaban la mano afectuosamente. Como era de esperar, la señora Peterman también se paró para dar su opinión y, por la expresión de su rostro, no estaba precisamente contenta. «Pobre William».
—Me temo que nuestro amigo el señor Chapman no ha seguido su verdadera vocación. Debería haber sido uno de esos misioneros itinerantes de John Wesley. No creerá que el sermón iba dirigido a alguien en particular, ¿verdad?
Notó el brillo en sus ojos y respondió:
—Tal vez. Aunque en realidad creo que contenía un mensaje para todos nosotros.
—No para usted, señorita Foster. Estoy convencido de que nunca ha ido detrás de ningún tesoro.
Miró con disimulo a su padre, y al ver que seguía conversando con el señor Morgan admitió en voz baja:
—Bueno, sí me lo he planteado.
Miles alzó ambas cejas.
—¡Me encanta! Nada mejor que un poco de competencia sana.
Abigail se encogió de hombros.
—Aunque en mi caso no tiene ningún sentido que lo busque, ya que no podría reclamarlo. Tendría que entregar todo lo que encontrara dentro de la finca.
—Veo que no sabe nada de la recompensa.
Lo miró. No podía creerse que estuvieran manteniendo esa conversación después del sermón del señor Chapman.
Miles procedió a explicarle:
—Mi padre estaba tan convencido de que había un tesoro de gran valor, seguramente toda una habitación entera, que ofreció una recompensa de su propio bolsillo. Sin duda esperaba que algún criado renuente recordara de pronto la ubicación del posible tesoro. Dicha recompensa nunca fue retirada y todavía sigue depositada ante notario, esperando a que alguien la reclame.
Abigail trató de asimilar la información. Desde luego, aquello daba una nueva perspectiva a la situación. Puede que todavía hubiera esperanza para las finanzas de los Foster… y para su dote.
Miles se inclinó hacia ella y le susurró una cantidad. La recompensa era considerable. No reemplazaría todo el dinero que su padre había perdido, pero sí les compensaría de algún modo. Y sí, también serviría para su dote. No como para atraer a cualquier cazador de fortunas, pero sí como para endulzar sus encantos frente a un hombre que ya la tuviera en alta estima y quisiera convencer a cualquier padre reacio.
Miles Pembrooke se apoyó sobre el bastón y miró hacia la casa.
—A veces no me puedo creer que esté otra vez aquí… —murmuró.
Al darse cuenta de que el hombre debía de estar cansado por estar tanto tiempo de pie dijo:
—Venga, señor Pembrooke. Podemos irnos ya. Mi padre vendrá con nosotros cuando termine.
Miles se enderezó.
—Como desee, querida prima —dijo él, ofreciéndole el brazo.
Pensando que podría necesitar más apoyo que ella, lo aceptó.
Mientras regresaban tranquilamente a la casa, Miles comentó:
—Con el tesoro y la recompensa tendría suficiente. Si lo encuentro, en lo que a mí respecta, pueden quedarse con la casa. Lo cierto es que la vendería si fuera mía. Pero si fuera rico, dejaría que vivieran aquí en unos términos ridículamente generosos.
Le apretó el brazo y la miró de soslayo.
—No me malinterprete —continuó—. Harriet me ha explicado por qué decidió invertir los ingresos que se obtienen de la finca en la propia casa, pagando a los sirvientes, las reparaciones necesarias y el mantenimiento, para que no tuvieran que hacerlo ustedes. Me ha asegurado que es una buena inversión, pues de otro modo, la vivienda se habría ido deteriorando hasta el punto de perder todo su valor, ya sea para heredar o para vender.
Entraron en la casa y se dirigieron a la sala de recepción para esperar a su padre y a que la cena estuviera lista. Miles se instaló en un sillón mullido mientras ella se sentaba a su lado en una silla y se alisaba la falda.
—Así que, ya ve, me alegra mucho de que esté aquí, señorita Foster. Tal vez pueda visitarla de vez en cuando. O quizá le gustaría venirse conmigo cuando me vaya… —La miró con la ceja enarcada y expresión expectante.
—¡Señor Pembrooke!
—Sé que soy mayor que usted, pero no puede negar que también soy joven de espíritu.
—Cierto, no puedo negarlo.
—Y usted parece mayor de lo que es.
Abigail resopló airada.
Él le puso una fría mano sobre el hombro y se apresuró a aclarar:
—Tranquila. No me refiero al aspecto físico. Por supuesto que no. Es usted encantadora, como ya sabe. Pero creo que su espíritu tiene más edad que su cuerpo. O al menos es muy madura para los años que tiene.
—No puedo negar que es algo que siempre me han dicho.
—¿Lo ve? Somos perfectos el uno para el otro.
Estaba tomándole el pelo, ¿verdad? Abigail negó lentamente con la cabeza, mirando a aquel hombre con una mezcla de diversión, cariño… y desconfianza.
Después de toda una jornada de preparar un sermón, demasiado té y mucha charla, seguida de una clase dominical llena de niños que se habían atiborrado de dulces, William por fin regresó a Pembrooke Park. En ese momento, lo único que quería hacer era acostarse y dormir. A pesar de lo que ponía en las sagradas escrituras y el mandato de Dios de tomarse el domingo como día de descanso, para él era el día más agotador de la semana.
La señorita Foster y su padre no habían ido a casa de sus padres después del servicio, pero tampoco Miles Pembrooke, así que no se podía quejar. En cambio, había disfrutado de una larga conversación con su amigo Andrew Morgan, que no dejó de insistir en que lo veía muy cansado y que debía tomarse unas vacaciones, como si pudiera permitirse ese lujo. Aun así, disfrutó contemplando la posibilidad.
Se quitó el pañuelo del cuello y se dejó caer en el sofá de la sala de estar. Apenas había cerrado los ojos cuando Kitty entró en la estancia, aparentemente para visitarlo, aunque supuso que su verdadera intención era ver a la señorita Foster y poder jugar un rato con la casa de muñecas. Tras echar un vistazo a su dormitorio temporal, su hermana pequeña empezó a hablar:
—Dick Peabody y Tommy Matthews se han peleado hoy a puñetazo limpio al salir de la escuela.
—¿En serio? —preguntó preocupado—. ¿Por qué?
—Porque Dick decía que te estabas metiendo con Miles Pembrooke en tu sermón. Que ambos sois enemigos jurados. Pero Tommy se burló de él porque no tenía ni idea y aseguró que tú y el señor Pembrooke sois amigos.
—¿Ah, sí? —Aquello le sorprendió todavía más que la pelea—. ¿Y en base a qué?
—Ha dicho que jugáis al ajedrez y cosas de esas.
—¿Al ajedrez? El señor Pembrooke y yo nunca hemos jugado al ajedrez.
Kitty hizo una mueca.
—Qué raro. Tommy dice que vio al señor Pembrooke llamar a tu puerta y que llevaba una caja. Y que cuando le preguntó qué era lo que había dentro, el señor Pembrooke dijo que era un ajedrez y que había ido a verte para jugar la partida de la revancha. O algo parecido.
William frunció el ceño pensativo.
—No debió de ser en casa, porque el señor Pembrooke nunca ha ido a la rectoría. —«¿O sí?». La sospecha volvió a tomar forma en su mente—. ¿Sabes cuándo fue eso?
Kitty se encogió de hombros.
—Tommy no lo dijo. Suele pasar por la zona a menudo con esa caña de pescar que tiene. Puede haber sido cualquier día.
Pero William supuso que el muchacho sabía perfectamente el día que había sido. Entonces recordó que Miles y el señor Foster habían jugado al ajedrez «ese día», así que, después de todo, Miles podía estar diciendo la verdad. «Que Dios me perdone», pensó, avergonzado por los pensamientos tan poco caritativos que estaba teniendo. Puede que Miles hubiera ido a la casa parroquial en busca de un oponente para una partida amistosa. Aunque en el fondo no creía que una partida fuera la revancha que el señor Pembrooke tenía en mente. Pero si Miles estuvo ocupado tanto tiempo con el señor Foster, ¿cómo pudo provocar el incendio? Esperaba que la antipatía y desconfianza que sentía por aquel hombre no le estuvieran nublando el juicio.
Pero ¿qué había realmente en esa caja?
Se frotó los ojos. Necesitaba tomarse un descanso de Pembrooke Park y sus habitantes; tanto de los que no le gustaban como de los que le gustaban demasiado para su propio bien. Tomó una decisión. Aceptaría la oferta que le había hecho su amigo Andrew de ir a pasar unos días a su casa de Londres.
El lunes, Abigail, molesta porque Duncan todavía no hubiera reemplazado la lámpara defectuosa del pasillo de la primera planta, como le había dicho que hiciera en repetidas ocasiones, decidió bajar ella misma al pañol de lámparas. Mientras caminaba por el oscuro pasillo del semisótano encontró la puerta del pañol ligeramente abierta y oyó un rasguño y un tintineo de cobre contra cobre en su interior. «Bien», pensó, «por fin me ha hecho caso».
Abrió la puerta del todo, con el nombre del sirviente en la punta de la lengua.
—¿Duncan…?
Miles se dio la vuelta desde el mostrador trasero. Su expresión avergonzada rápidamente se transformó en una de fingida inocencia.
—¡Vaya… señor Pembrooke! —exclamó ella—. No esperaba encontrarlo aquí.
—Me lo imagino —sonrió él—. Siento haberla asustado. No soy Duncan, pero igualmente soy su fiel sirviente para todo lo que desee. —Hizo una pequeña reverencia y se limpió las manos manchadas de hollín en un paño—. Ahora mismo incluso tengo todo el aspecto, así que si necesita algo, solo tiene que pedirlo.
—Oh, yo… Gracias. Solo he venido a buscar una lámpara.
—Igual que yo. Estaba planeando subir al ático y quería una buena lámpara para iluminarme.
Su rostro debió de adoptar una expresión de sorpresa y disconformidad, porque Miles se llevó inmediatamente la mano al pecho.
—Mi querida señorita Foster, tenía la impresión, basándome en lo que usted y su maravilloso padre me han dicho, de que era libre de ir y venir por esta casa a mi antojo. De considerarme «como en mi casa», de forma temporal por supuesto. Pero si estoy en un error, no tiene más que decírmelo y de ahora en adelante no saldré de mi habitación.
—No, por supuesto que no tiene que quedarse en su habitación, señor Pembrooke.
—Quizá le gustaría acompañarme al ático, señorita Foster. A menos que… ¿le asustan los fantasmas? Tal vez tiemble de miedo, pero no se preocupe, yo estaré a su lado para ofrecerle mi brazo y calmarla —sonrió él.
—No me dan miedo los fantasmas, señor Pembrooke.
—Vaya por Dios. Es una lástima cuando las damas se muestran valientes y pragmáticas. Nos privan a los caballeros de la oportunidad de rescatarlas de cortinas ondulantes y figuras envueltas en sábanas. —Cambió de posición el bastón—. Entonces tal vez podría prestarme su coraje, señorita Foster. Voy a tener que actuar con total osadía con usted allí presente.
—¿Por qué el ático?
—De pequeños, mis hermanos y yo solíamos divertirnos allí arriba. Sobre todo cuando llovía y no podíamos salir. Representábamos alguna que otra pantomima y jugábamos al escondite. Lo recuerdo como un espacio enorme lleno de montones de maletas, cajas de sombreros y baúles de todo tipo y tamaño. Aunque puede que al ser solo un niño lo magnificara todo y ahora me lleve una decepción.
—No hace falta que le acompañe, señor Pembrooke.
—Me gustaría disfrutar de su compañía, en serio. Y es solo Miles, ¿se acuerda?
Abigail ladeó la cabeza.
—Dígame, Miles, ¿tiene alguna razón para pensar que el legendario tesoro puede estar oculto en el ático?
—No, ninguna en particular.
—Tengo curiosidad. Si no lo encontró durante los dos años que vivió aquí, ¿por qué piensa que puede encontrarlo ahora?
—Porque en aquel entonces era un crío y carecía de la motivación adecuada. Además, podría hacerle la misma pregunta. Si lleva buscándolo en vano durante varias semanas, ¿por qué no reconoce que podría venirle bien mi ayuda? Seguro que mi pasado en esta casa puede ofrecerle algunas ventajas. Es usted una mujer inteligente, lo sé, pero tengo la historia de mi lado. ¿Por qué no trabajamos codo con codo? ¿Unir fuerzas? Formaríamos un equipo excelente.
—No sé…
—Mire, si sale bien, yo me quedaré con el tesoro y usted recibirá la recompensa. Justo, ¿verdad? Porque, como seguro que ya sabe, ni usted ni su padre heredarán nunca Pembrooke Park o sus tesoros.
Abigail se preguntó si Miles tenía derecho a reclamar cualquier objeto de valor que encontraran en la casa. ¿Se apropiaría indebidamente de lo que hallaran si ella «toleraba» su búsqueda?
—Tengo entendido que, como su padre sigue en paradero desconocido, los tribunales todavía están decidiendo quién es el legítimo heredero —repuso ella—. ¿Y si encuentra el tesoro pero al final fallan en favor de otra persona? ¿Promete no fugarse con los objetos de valor que pudiéramos descubrir?
—Sí, lo prometo —dijo. Aunque Abigail tuvo la sensación de que lo hizo más para tranquilizarla que otra cosa—. Aunque entonces, ¿qué gano yo? —Miles miró al techo como si estuviera pensando. A los pocos segundos chasqueó los dedos—. Ya lo tengo. Si encontramos el tesoro y al final le corresponde a otra persona, entonces compartiré con usted la recompensa.
Abigail consideró la idea.
—¿A partes iguales?
—Por supuesto. ¿Qué me dice? ¿Tenemos un trato?
El señor Pembrooke extendió la mano como si fuera todo un hombre de negocios, pero ella vaciló. No hacían daño a nadie, ¿no? El cincuenta por ciento de nada seguía siendo nada y probablemente eso sería todo lo que obtendrían por sus esfuerzos. Pero si lo conseguían…
Tuvo la tentación de aceptar, pero su sexto sentido terminó echándola para atrás. Aunque veía perfectamente lógica su propuesta, ¿por qué tenía la sensación de que si aceptaba estaría pactando con el diablo?
—¿Sabe qué, señor Pembrooke? Tal vez no sea tan buena idea después de todo.
Él enarcó una cena y la miró con un brillo desafiante en los ojos.
—¿Le ha salido la vena codiciosa, señorita Foster?
—En absoluto. Solo un tonto aceptaría un acuerdo con un hombre que apenas conoce y sobre un tesoro que seguramente ni exista.
Miles bajó la mano.
—Es usted todo pragmatismo, señorita Foster. Acaba de echar a perder toda mi diversión. —Soltó un melodramático suspiro—. Y yo que pensaba que seríamos buenos amigos…
El martes recibió otra carta, pero esta no llevaba ningún matasellos y la trajo directamente Kitty Chapman, diciendo que se había encontrado con una mujer en el cementerio que le había pedido que se la entregara a la señorita Foster.
—¿Llevaba esa mujer un velo? —preguntó Abigail.
—¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?
«Entonces está cerca», pensó. ¿Confirmaba aquello que Harriet Pembrooke era la mujer del velo que había visto en el cementerio? Desdobló la página del diario y empezó a leerla en el mismo vestíbulo.
Por fin la encontré. La habitación secreta. Ha estado ahí todo este tiempo, tan cerca. Y justo a tiempo. Sus ataques de ira son cada vez peores. Y durante el peor de ellos, me escondí dentro a esperar que pasara la tormenta. Pero ahora me corroe la culpa. Debería haber revelado a mis hermanos dónde estaba. Pero como soy una egoísta, no lo hice. Y ahora le ha hecho mucho daño. Y yo soy responsable, al menos en parte. Tenía que haberle protegido. Todavía puedo oír el rugido de mi padre y el terrible grito de mi hermano. El ruido que hizo al caer por las escaleras. El chillido de mi madre.
Cuando lo vi al final de las escaleras, hecho una maraña de miembros sobre el suelo y con la pierna doblada en un ángulo antinatural, tuve la sensación de que me estallaría el corazón.
Papá se negó a llamar al médico hasta que todos prometiéramos decir que había sido un accidente. Mi hermano estuvo quejándose toda la noche hasta el punto de que creí que me volvería loca de oírlo. Al día siguiente, mamá, completamente desesperada, cedió y nos pidió que mintiéramos. Odió hacerlo, de la misma forma que odió a mi padre por obligarla a hacerlo. Al final llamaron al médico. Cuando vino, se sorprendió por el mal estado en que se encontraba la pierna de mi hermano y nos preguntó cuándo y cómo sucedió.
Mi padre miró a mi madre y dijo con tono desafiante:
—Sí, querida, cuéntale como sucedió.
—Se cayó por las escaleras —respondió ella entre dientes, pálida y llena de resentimiento—. Ha sido un accidente horrible.
—¿Por qué no me avisaron de inmediato? —preguntó el señor Brown.
Esta vez, mamá se negó a responder y lanzó a su marido una mirada llena de odio.
—Oh —repuso él como si nada—, no creímos que el golpe fuera tan grave como para requerir la atención de un médico.
La mirada del señor Brown fue de la pierna de mi hermano hacia mi padre, al que miró como si hubiera perdido la cabeza. Tal vez ese era el caso.
El médico colocó los huesos lo mejor que pudo pero sugirió a mi padre que llevara a mi hermano al hospital. Papa se negó. Creo que tenía miedo de lo que podríamos hacer en su ausencia. O que cuando volviera se encontrara con que lo habíamos abandonado.
A Abigail se le contrajo el estómago. Se acordó de lo que él médico le había contado hacía poco al señor Chapman, su propio relato del «accidente». Pobre Miles. ¿De verdad lo había empujado su padre?
En ese momento vio venir a Miles cojeando por el vestíbulo, vestido con traje de montar y apoyándose en el bastón. Al pensar en el verdadero motivo de su discapacidad se le volvió a encoger el corazón.
—Miles, ¿puedo preguntarle sobre…? —Dudó. ¿De verdad quería preguntarle por su padre?
—¿Sobre qué, señorita Foster? Puede preguntarme lo que quiera.
No tuvo el coraje suficiente.
—Sobre su hermana, Harriet.
Él apretó los labios.
—No puedo contarle mucho. Como ya le dije, solo la he visto dos veces en los últimos doce años. Recuerde que dejé el país siendo todavía muy joven y ella también se fue a vivir a otro lugar. Ambos estábamos deseando dejar atrás el pasado.
—¿Se casó?
Ahora fue Miles el que vaciló.
—Ella no querría que hablara de sus asuntos privados, señorita Foster. Debe disculparme, pero aunque no estemos muy unidos, soy su hermano y debo serle leal.
—Por supuesto.
—Pero sí le diré que no ha sido afortunada en el amor… Y mejor lo dejamos ahí.
—Vaya, lo lamento.
—Yo tampoco he tenido mucha suerte en el amor en el pasado. Aunque espero que eso esté a punto de cambiar, ¿no es así, señorita Foster?
«¿Debo tomármelo como una indirecta?», se preguntó Abigail un tanto incómoda.
—Sí, eso espero. Por su bien.
Se acordó de la mujer del velo.
—¿Sabe si su hermana ha vuelto a venir por aquí?
Miles volvió a dudar.
—Creo que… sí. Pero no mucho. Le repito que no estoy muy al tanto de sus idas y venidas.
—Me imagino que, como albacea, habrá tenido que venir a ver cómo estaba la finca.
Él se encogió de hombros.
—Creo que todo eso lo ha dejado en manos del abogado.
Abigail asintió y Miles continuó cruzando el vestíbulo. Volvió a preguntarse qué era lo que atraía a esa mujer hacia el cementerio y por qué le escribía aquellas cartas; si es que ambas eran la misma persona, claro estaba.
—Miles —lo llamó de nuevo. Esperó a que se volviera antes de preguntar—. No se cayó por las escaleras, ¿verdad?
—Oh, pero claro que sí. Ya se lo conté —respondió él con una sonrisa.
—Me refiero a que… no fue un accidente. Lo empujaron.
Su anterior sonrisa se desvaneció al instante y la miró. Se fijó en que se le ensancharon un poco las fosas nasales y apretó con más fuerza la empuñadura del bastón, pero le respondió con una voz extrañamente dulce.
—¿Quién… se lo ha contado?
Abigail tragó saliva. No quería revelar su fuente.
—Usted no fue el único al que su padre empujó.
—Ajá. —Se le escapó una pequeña risita quebrada—. Solo el más joven.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo siento, Miles. De veras que lo siento.
Su boca, todo su rostro, se contrajo en una mueca de disgusto.
—No quiero su compasión, señorita Foster. Es lo último que quiero que sienta por mí.
Al día siguiente, Abigail estaba sentada en el alféizar de la ventana de su dormitorio, mirando absorta la hierba de la parte trasera de la casa y los jardines. Estaba aburrida y se sentía muy sola. William Chapman se había ido a pasar unos días a Londres con su amigo Andrew Morgan y la casa y el vecindario parecían muy vacíos sin él.
De pronto, vio algo que le llamó la atención e hizo que se le acelerara el corazón. Se irguió y pegó la nariz al cristal. Allí estaba la mujer del velo. Otra vez. ¿Qué estaba haciendo en el jardín, detrás del cobertizo? Como si se hubiera dado cuenta de que la estaba observando, la mujer empezó a alejarse.
Recuperó el ánimo al instante. Aquella era la oportunidad que había estado esperando para poner a prueba su teoría sobre la identidad de la mujer. Fue corriendo a calzarse, pero se tropezó con la alfombra y estuvo a punto de caerse. Después, salió al pasillo y se precipitó hacia las escaleras. En ese momento, Duncan subía con dos cubos de agua —su padre debía de haberle pedido que le preparara un baño— así que tuvo que esperar en el rellano superior hasta que el sirviente pasara con su pesada carga. Cuando terminó, bajó las escaleras a toda prisa y cruzó el vestíbulo, rezando para que la mujer no se hubiera ido.
Abrió rauda la puerta, que golpeó con fuerza la pared.
En el camino de entrada vio a dos mujeres conversando. La mujer del velo y… ¿Leah Chapman?
Ambas se volvieron al unísono al oír el golpe de la puerta. La mujer del velo se dio la vuelta y se marchó hacia el carruaje que esperaba fuera de la verja.
Abigail corrió detrás de ella, pero cuando llegó a la altura de Leah, esta la agarró del brazo y le susurró entre dientes:
—Abigail, no.
La mujer del velo le dijo algo al cochero, pero lo único que llegó a oír fue la última palabra: «¡Deprisa!». Impotente, vio que subía al vehículo sin la ayuda de nadie. Después el cochero hizo restallar el látigo y urgió a los caballos a ponerse en marcha.
—¿Quién era? —preguntó por fin.
Leah parecía agitada.
—No lo sé. La vi al salir del cementerio. —La hermana de William se estremeció—. Me resultó muy raro hablar con una mujer que iba escondida tras un tupido velo.
Abigail contempló al vehículo cruzar el puente. Si corría lo suficientemente rápido, tal vez podía alcanzarlo antes de que los caballos aceleraran, pero ¿qué haría entonces? ¿Subirse en marcha y exigir que la dejara entrar? No era ningún bandolero.
—¿No la ha reconocido?
Leah se encogió de hombros.
—Creo que no. Solo he podido verle los ojos y la boca cuando hablaba. Pero lo que más me ha llamado la atención ha sido su voz. Me resultaba extraña y familiar a la vez. Me ha preguntado quién ha puesto flores en la tumba de Robert Pembrooke.
—¿Y qué le ha dicho?
—No le he dicho… nada. No sabía si debía hacerlo o no. Sé que Eliza Smith suele venir y dejar algún ramo de vez en cuando.
—Sí… —Recordó haberla visto cerca de la tumba de los Pembrooke aquel día—. ¿Sabe? Creo que Eliza Smith piensa que Robert Pembrooke podría ser su padre.
Leah frunció el ceño.
—¿Se lo ha dicho ella?
—No directamente, pero el otro día su tía hizo una alusión en ese sentido. Al igual que Eliza.
Leah hizo una mueca.
—Mi padre me dijo que la señora Hayes está perdiendo la cabeza con los años y que habla de parentescos que nunca existieron. Estaba convencido de que Eliza tenía el suficiente discernimiento como para saber a lo que hay que darle o no credibilidad, pero por lo visto no es el caso. —Soltó un suspiro—. Déjemelo a mí, señorita Foster. Hablaré con mi padre. Él sabrá cómo proceder.
—¿Y la mujer del velo…? ¿Tiene idea de quién puede ser?
Leah negó con la cabeza.
—Me recuerda a alguien, pero no consigo saber a quién.
Pero Abigail sí sabía seguro quién podía ser.
Después de hablar unos minutos más con Leah, regresó a casa. En un impulso impropio de ella, decidió escribir su propia carta anónima. Se fue a la biblioteca, se sentó delante del escritorio, sacó una cuartilla y se paró a pensar.
Metió la pluma en el tintero y, recordando que Harriet Pembrooke no había usado su nombre real cuando tuvo el mismo impulso, escribió:
Querida Jane:
Me gustaría hablar contigo. ¿Podemos vernos aquí en persona?
No firmó la nota.
Tampoco sugirió un día ni una hora específicos. A continuación, salió de la casa y metió la nota en el ladrillo suelto del muro del jardín sin saber cuándo o si llegarían a encontrarla.