Capítulo 20
Miles fue a visitar a su hermana unos días, aunque Abigail sospechaba que el verdadero motivo de su ausencia era que quería dejar que los Foster se reencontraran tranquilamente sin tener un invitado del que preocuparse. Le pareció todo un detalle por su parte, aunque tenía la certeza de que regresaría pronto.
El lunes estaba de pie al lado de su padre contemplando la llegada del carruaje que habían alquilado su madre y hermana. El postillón tiró de las riendas de los caballos y el vehículo se detuvo suavemente frente a la fachada de la mansión. De pronto, se sintió extrañamente nerviosa. Su padre seguía cerca de ella, con las manos detrás de la espalda y balanceándose sobre los talones con una expresión llena de expectación. Estaba claro que ansiaba impresionarlas con su nuevo hogar. Ojalá no se llevara una decepción.
El mozo abrió la puerta, bajó el estribo del carruaje y alzó una mano para ayudar primero a su madre y después a Louisa. Ambas iban muy elegantes, con trajes de viaje como dictaba la moda y bonetes a juego. Incluso la doncella, que fue la última en descender, iba vestida de forma exquisita. De repente, se sintió fuera de lugar con su sencillo vestido estampado de muselina.
—¡Queridos! —Su madre avanzó hacia ellos con los brazos abiertos.
Su padre se adelantó lo suficiente para salir del arco de la entrada y besar a su mujer en la mejilla. Entonces, la señora Foster se volvió hacia su hija y, con una dulce sonrisa, la abrazó con afecto. Abigail se olvidó al instante de cualquier resentimiento que hubiera podido tener contra ella por pensar que prefería a su hermana. Es más, enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos a su madre.
Louisa se acercó despacio y Abigail volvió a sorprenderse de lo hermosa que era. Ambas tenían el mismo pelo oscuro, pero mientras que ella tenía unos sencillos ojos marrones, los de Louisa eran de un bello tono azul. Además, también tenía las mejillas más llenas y los labios y el pecho más generosos que ella.
Vio a su hermana echar la cabeza hacia atrás para disfrutar de la imponente fachada de la casa.
—Es muy grande —dijo.
—¿A que sí? —sonrió su padre con orgullo—. Y espera a que veas las habitaciones y los muebles. Abigail y yo estamos deseando oírte tocar el pianoforte.
Louisa aceptó el beso de su padre y después se volvió hacia ella.
—Abby, me alegro de verte. No sabes lo mucho que te he echado de menos.
—¿En serio? Me sorprende que con tanto acontecimiento social hayas tenido tiempo.
—Cierto. Pero los domingos o los días de lluvia, cuando me quedaba atrapada entre aquellas cuatro paredes con la tía Bess me acordaba mucho de ti. He tenido una temporada de vértigo. —Louisa la agarró del brazo y juntas siguieron a sus padres.
—Ya me lo imagino, pero por lo que me ha contado mamá en sus cartas, supongo que te lo habrás pasado bien.
—Oh, sí. Ha sido maravilloso. Todo un éxito.
Sin embargo, no mencionó ninguna propuesta matrimonial, que era lo que la mayor parte de la sociedad consideraba como el mayor logro de una temporada. Decidió no preguntar: ya tendrían tiempo para hablar de todos los detalles.
Su padre las miró por encima del hombro y sonrió.
—No os retraséis, queridas. El personal está deseando conocer a tu madre y hermana.
—Me sorprende que no los hayas colocado en fila a la entrada para recibirnos —comentó Louisa.
La sonrisa de su padre se borró un escaso segundo.
—Queríamos ser los primeros en daros la bienvenida y estar un rato a solas los cuatro. Pero no te preocupes, que han estado todos muy ocupados con los preparativos de vuestra llegada.
—No esperéis un milagro —agregó Abigail nerviosa—. Al fin al cabo, es una vivienda que tiene muchos años y llevaba mucho tiempo abandonada.
—Pero Abigail y los sirvientes se han esforzado mucho para dejarlo todo como Dios manda —insistió su padre—. Venid y vedlo con vuestros propios ojos. —Sostuvo la puerta abierta para que entraran.
Tanto su madre como Louisa contemplaron satisfechas el vestíbulo de techos altos con su enorme escalera, las lámparas de araña y los retratos de sus antepasados. Su padre las condujo por las estancias de la planta baja, mostrándoselo todo con grandes gestos y el pecho henchido de orgullo, como si hubiera diseñado y construido la vivienda con sus propias manos… o como si fuera el auténtico señor del lugar.
Abigail, por el contrario, empezó a darse cuenta de pequeños detalles a los que no había dado importancia cuando había puesto a punto las habitaciones pero que ahora le parecían defectos enormes, como las telarañas que colgaban del candelabro del salón y en un rincón de la moldura del techo, la tapicería desgastada del sofá de la sala de recepción, las ventanas deslucidas de la biblioteca y el olor a humedad y cuero seco de los libros… ¿Por qué se le había pasado por alto, no solo a ella, sino también a las criadas, ese tipo de cosas?
Molly, a la que seguramente habían encargado hacer de centinela, avisó a la señora Walsh, y cuando los Foster llegaron de nuevo al vestíbulo, allí estaban esperándolos todos. El ama de llaves iba con un austero vestido negro, las doncellas y la ayudante de cocina con sus mejores ropas y delantales y Duncan con un abrigo negro y un pañuelo impecables y peinado hacia atrás (era la primera vez que lo veía sin el cabello revuelto).
Una vez hechas las presentaciones, su padre las condujo escaleras arriba y dejó que la doncella y el personal de Pembrooke Park se ocuparan de descargar las maletas, baúles y cajas de sombreros.
Louisa le preguntó en un susurro:
—¿Estos son los únicos sirvientes que tenemos? ¿Para un lugar tan grande como este?
—Sí —respondió ella también en voz baja—. Aunque ahora que estáis aquí también tenemos a Marcel.
—Pero en Londres teníamos mucho más personal y nuestra casa era bastante más pequeña que esta.
—Sí, bueno, tendremos que conformarnos con esto. Y tú también lo harás.
—Abigail ha escogido personalmente vuestros dormitorios —anunció su padre mientras caminaban por la galería de la planta de arriba—. Así que dejaré que sea ella quien haga los honores.
Esperaba que su madre y hermana aprobaran su elección.
—Mamá, este es el dormitorio de la señora de la casa y va a juego con el que ahora tiene papá, que está al otro lado de las escaleras. Tu vestidor está por allí…
Su madre entró y contempló entusiasmada la habitación: las flores frescas sobre la pulida mesa lateral y el tocador cubierto de encaje, los rayos de sol que entraban a través de la ventana mirador, las cortinas de doseles con el estampado floral y la reluciente y suave alfombra…
—Me encanta, Abigail. Muchas gracias.
Entonces corrió a enseñarles la habitación de invitados donde estaba alojado Miles y les explicó que regresaría en unos días. Su madre y hermana ya sabían de la existencia de su huésped por las cartas que habían intercambiado y estaban deseando conocerlo. Sobre todo Louisa.
Después fueron al dormitorio que había escogido para su hermana.
—Creo que te gustará tu alcoba, Louisa. Está en una ampliación de la casa, encima de la sala de recepción, y tiene unas vistas preciosas del jardín trasero y de los estanques que hay más allá.
Louisa inspeccionó la estancia y miró por las ventanas.
—Creo que es una de las habitaciones más grandes de la casa —agregó su padre con tono amable.
—¿Más grande que la tuya, Abby? —preguntó su hermana con una ceja enarcada.
—Sí. Yo elegí la más antigua y pequeña.
—¿Por qué?
—Porque me gustó. Era de la hija de los anteriores propietarios y todavía tiene sus libros y una casa de muñecas. Ven conmigo y te la enseño.
Las llevó de nuevo por la galería hasta su alcoba, rezando porque Louisa no quisiera intercambiarla. Después de tanto tiempo allí ya la consideraba «su» habitación.
—¡Mira qué casa de muñecas! —exclamó su madre nada más entrar—. Es preciosa. Se parece mucho a Pembrooke Park, ¿verdad?
—Sí —admitió ella, pero en ese momento estaba mirando de reojo a su hermana para evaluar su reacción mientras esta contemplaba la pequeña cama con dosel y el mobiliario y cortinas infantiles.
Menos mal que no esperaba que Louisa le diera las gracias por haberle dejado la habitación más espaciosa y con mejor luz natural de la casa, porque si no se habría sentido decepcionada. Su hermana apenas dijo nada, satisfecha por haberse quedado con el mejor dormitorio, algo que Abigail agradeció. Cuando oyó su débil intento por alabar las vistas y el alféizar con forma de asiento de la ventana, sonrió.
—Bueno —dijo después de un rato—. ¿Os apetece un té? Seguro que estáis deseando comer algo después del viaje.
Todos los miembros de la familia aplaudieron la oferta, así que abandonaron su cuarto y bajaron las escaleras. En cuanto llegaron a la planta principal, Abigail se sorprendió al ver a William Chapman saliendo de la sala de estar con unos cuantos libros en las manos.
«Oh, no. Todavía no…».
—Disculpen mi intromisión —se excusó avergonzado en cuanto los vio—, pero me he acordado de que me dejé algunos libros y he venido a recogerlos.
—No es ninguna intromisión —dijo su padre con una sonrisa—. Ha llegado justo a tiempo para ser el primero en conocer a mi esposa y a mi hija pequeña. —Se volvió hacia ellas—. Mi adorada señora Foster, tengo el placer de presentarte al señor William Chapman, nuestro vicario.
Su madre inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Encantada, señor Chapman.
William hizo una reverencia.
—El placer es mío, señora Foster. Creo que hablo en nombre de toda la parroquia al darles la bienvenida. Estábamos deseando conocerlas.
—Es usted muy amable. Gracias. —Su madre se hizo a un lado y dejó ver a Louisa, que bajaba las escaleras detrás de ella—. Y esta es nuestra hija pequeña, la señorita Louisa Foster.
Su hermana hizo una encantadora reverencia y sonrió con dulzura al pastor.
Abigail contuvo la respiración. Tenía todos los músculos tensos. Miró a William para estudiar su expresión como si fuera una mera espectadora a punto de presenciar el choque frontal de dos carruajes.
Aquellos labios que a menudo se arqueaban en una medio sonrisa irónica, se separaron perplejos. Lo vio abrir los ojos y enarcar las cejas. Después, miró a la propia Abigail, luego a sus padres, parpadeó y por fin recuperó el habla.
—Señorita… Louisa. Estoy… encantado de conocerla. Por fin.
A Abigail se le partió el corazón y se le hizo tal nudo en el estómago que tuvo la impresión de que terminaría vomitando de un momento a otro. La sonrisa de su hermana se hizo aún más grande y sus ojos brillaron de manera cómplice. Estaba acostumbrada a que los hombres se quedaran mudos de asombro cuando la veían por primera vez.
—¿No nos han presentado antes, señor Chapman? —preguntó.
—No. No… no he tenido ese placer.
—Vaya, su rostro me resulta familiar, así que creí… He debido equivocarme.
Abigail cerró los ojos y pidió a Dios que le diera fuerzas para recobrar la compostura… y ya de paso que William saliera de allí cuanto antes.
Pero perdió cualquier esperanza cuando oyó a su padre.
—Estábamos a punto de tomar el té, señor Chapman. ¿Le apetece unirse a nosotros?
Él los miró, visiblemente inseguro.
—Yo… se lo agradezco mucho, pero no. Tengo unos asuntos parroquiales que requieren urgentemente mi atención. Lo dejamos mejor para otro momento.
—Por supuesto.
—Sí, estoy segura de que está muy ocupado —intervino ella, aliviada—. No queremos retrasarle más.
William la miró. En sus ojos azules había una mezcla de confusión y culpa. O quizá solo se lo estaba imaginando y simplemente se había encandilado con Louisa y le avergonzaba haber reaccionado de ese modo. O puede que ya se estuviera arrepintiendo de las cálidas palabras y caricias que había dispensado a la sencilla hermana mayor de aquella belleza.