Capítulo 7

Esa noche, mientras se preparaba para irse a la cama, Abigail volvió a pensar en la cena con los Chapman. Se dio cuenta de que, en algún momento durante la apuesta con la nata y la distendida conversación que había mantenido con William Chapman y su familia, se habían disipado todas las sospechas que tenía sobre él. En realidad le gustaba, al igual que su familia. Y aquello hacía que echara todavía más de menos a la suya.

Se sentó en la cama con su cuaderno de bocetos, dispuesta a dibujar el rostro de William Chapman. Pero le resultó más difícil de lo que imaginaba y al final terminó haciendo un bosquejo de la casa de los Chapman, con sus líneas limpias, las contraventanas y aquel techo de paja que tanto encanto le daba a la vivienda.

En ese mismo momento le vino a la cabeza una frase del señor Chapman: «Señorita Foster, le aseguro que si hubiera querido entrar en Pembrooke Park lo hubiera hecho en cualquier momento». ¿Qué habría querido decir con eso? Seguía sin tener ni idea.

De pronto, se detuvo con el lápiz en el aire. ¿Qué era ese ruido? ¿Pasos fuera de su habitación? «Ya debería estar acostumbrada a que los sirvientes hagan su trabajo», intentó tranquilizarse. En Londres habían tenido muchos más criados encendiendo chimeneas y respondiendo al toque de campanas a todas horas.

Dejó a un lado su material de dibujo y se hizo con una novela que había encontrado en la biblioteca. Estuvo leyendo durante unos minutos, pero la historia sobre un malvado monje que perseguía a una joven dama inocente terminó poniéndole los pelos de punta, así que cerró el libro con gesto decidido, lo dejó sobre la mesita de noche y se inclinó para apagar la vela. Pero justo cuando estaba a punto de hacerlo, cambió de opinión y la dejó encendida. Luego se acurrucó debajo de las mantas y contempló las sombras que iba proyectando la parpadeante llama sobre las paredes. Cómo deseaba que su padre regresara de Londres. Seguro que cuando él estuviera, aquella casa oscura le resultaría mucho menos aterradora.

Cerró los ojos, pero los abrió inmediatamente al oír el chirrido de una puerta abriéndose en algún lugar de la casa. Pensó que se trataba de Polly y se volvió para intentar dormirse.

Entonces oyó un golpe sordo. ¿Alguien llamando a la puerta? ¿A esas horas? Tal vez solo fuera una rama azotando una ventana. O un pájaro carpintero buscando insectos en algún árbol cerca de allí. ¿Hacían eso las aves por la noche? No tenía ni idea. Sí, probablemente sí, decidió antes de volverse a dar la vuelta.

A lo lejos, otro nuevo ruido la alarmó. Como una especie de címbalos, de metal contra metal. Se incorporó con el corazón en la garganta. Una jarra de latón; alguien había tirado una jarra de latón. O le había dado una patada por accidente en la oscuridad.

Pero aquellas excusas no le sirvieron de nada. Sabía que no podría dormirse hasta que supiera exactamente de dónde provenía el ruido. Se desarropó, salió de la cama, se envolvió con un chal y se calzó. Luego tomó la vela, abrió la puerta y escuchó. Silencio. Se dirigió hacia el pasillo de puntillas, evitando fijarse en los muchos ojos que la miraban desde los retratos de los Pembrooke ya fallecidos.

Entonces oyó el débil sonido de unos pasos retirándose a toda prisa antes de bajar por las escaleras.

Con el corazón en un puño, se asomó con cautela por la barandilla. La luz de la vela apenas iluminaba la oscuridad que se desplegaba a sus pies, aunque alcanzó a percibir una figura encapuchada flotando sobre los últimos peldaños. Completamente estupefacta, parpadeó un par de veces. Pero cuando volvió a mirar, las escaleras estaban vacías. Lo más seguro era que se hubiera imaginado aquella espectral aparición.

Temblando de miedo, decidió que no volvería a leer ninguna novela gótica. Sí, definitivamente, lo suyo eran los libros de arquitectura.

Se dio la vuelta, dispuesta a regresar a su habitación, pero en el último momento cambió de opinión y cruzó la galería, moviendo la vela para inspeccionar las puertas cerradas hasta que vio una que estaba abierta. Era la que daba al dormitorio que iba a ser de su madre: el mismo dormitorio en el que encontró el cajón abierto durante la visita de William Chapman.

Abrió un poco más la puerta y levantó la vela. Todos los cajones estaban cerrados… pero sobre el tocador había un joyero abierto, y junto a él, una lámpara de cobre volcada. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se acercó y tocó la mecha. Todavía estaba caliente.

Aterrorizada, corrió hacia las escaleras de la servidumbre. También podía haber llamado tirando del cordón de su habitación, pero las campanas sonaban en el pasillo de los criados y prefería no despertar a la señora Walsh. Además, tampoco quería esperar sola en la oscuridad.

En cuanto llegó a la alcoba del mayordomo, en el semisótano, que ahora usaba Duncan, llamó a la puerta.

Oyó un gruñido, seguido del crujido típico que hacían los resortes de una cama cuando alguien se levanta. A continuación, la puerta se abrió unos centímetros y allí estaba Duncan, con el pelo revuelto y el torso desnudo. Esperaba que llevara alguna prenda debajo, pero no se atrevió a comprobarlo.

—¿Qué sucede? —masculló él.

—Siento molestarlo. Pero me gustaría que comprobara toda la casa y se asegurase de que todas las puertas están cerradas.

—Ya lo he hecho. Como todas las noches.

—Es solo que… Mac me advirtió sobre posibles intrusos y creo que he oído algo. En realidad he visto a alguien y…

—¿Que ha visto qué?

—No estoy segura… Por favor, eche un vistazo a la casa.

El hombre esbozó una sonrisa de suficiencia.

—Ha tenido una pesadilla, ¿verdad? ¿Quiere que le lleve un poco de leche caliente?

—¿Comprobará las puertas o debo despertar a alguien más para que haga su trabajo? —replicó molesta.

Duncan frunció el ceño.

—No hace falta que despierte a toda la casa. No cuando ya me ha despertado a mí.

Ahí fue cuando se dio cuenta de que solo había abierto la puerta una rendija y la actitud tan defensiva que estaba teniendo. Al principio había pensado que se debía a que quería ocultar su desnudez, pero cuanto más tiempo pasaba sin camisa y sin dar muestra alguna de pudor, más dudaba de que esa fuera la verdadera razón.

¡Por todos los santos! ¿Acaso había llevado a alguna mujer de vida alegre a su casa?

Entrecerró los ojos.

—¿Hay alguien dentro con usted?

El hombre se echó hacia atrás con cara de sorpresa. Después, miró por encima de su hombro, como si quisiera comprobarlo por sí mismo, y abrió la puerta de par en par. Abigail vio una cama con las mantas y sábanas revueltas, pero no había nadie más en aquel cuarto.

Duncan levantó un brazo por encima de su cabeza y apoyó el codo en el marco de la puerta; un gesto que hizo que se le marcaran aún más los potentes músculos.

—Me halaga, señorita —comentó con una sonrisa burlona—. Pero no, estoy solo… en esta ocasión.

La ira que había estado conteniendo ahuyentó los últimos atisbos de miedo. Era cien mil veces mejor toparse con un fantasma que con un sirviente descarado que encima se creía irresistible.

Se irguió en toda su altura y dijo:

—No importa. Yo misma comprobaré la casa.

Duncan dejó de sonreír en el acto y bajó el brazo.

—No, señorita, espere. Lo siento. —Su actitud cambió—. No estoy acostumbrado a ver a jóvenes damas llamando a mi puerta por la noche, eso es todo. Solo deme un minuto para ponerme una camisa…

Minutos después revisaron juntos la casa y encontraron todas las puertas cerradas, tal y como Duncan le había dicho. En la planta de arriba le enseñó la lámpara volcada.

—Por fin ha aparecido —dijo él colocándola de pie—. Me preguntaba dónde podía estar. El otro día Polly la tomó prestada del pañol de lámparas. Debió de dejarla aquí.

—Pero… ¿qué hacía en esta habitación?

El sirviente se encogió de hombros.

—Alguna cosa que le hubieran mandado. —Señaló la tela blanca que cubría el tocador—. ¿No le dijo que subiera ese cobertor cuando lo trajo la mujer que se encarga de reparar los encajes?

Cierto. Se había olvidado. Qué tonta.

¿De verdad había notado la mecha caliente o solo había sido producto de su imaginación? Alargó una mano, que ahora ya no le temblaba en absoluto, y volvió a tocarla. Fría como una piedra.

Definitivamente, se habían acabado las novelas góticas para ella.

Cenefa

Al día siguiente, cuando Molly trajo el correo, Abigail lo recogió con avidez, deseando tener noticias de su familia. Sin embargo, lo que encontró fue una segunda carta, también con el matasellos de Bristol, y redactada por la misma mano desconocida. La carta contenía otra página de un diario.

Anoche oí pasos fuera de mi habitación. También oí a alguien abrir la puerta del ropero y hurgar en él. Supuse que se trataba de una criada.

Entonces oí chirriar otra puerta al otro lado del pasillo. Tal vez la de la habitación de invitados. Aunque en este momento no tenemos ningún invitado en casa. De hecho, nadie viene a vernos a este enorme caserón, a diferencia de lo que sucedía cuando residíamos en nuestra pequeña casa de Portsmouth. ¿Por qué entraría una sirvienta en un dormitorio vacío a esas horas de la noche? Y más teniendo en cuenta lo que dicen del ama de llaves, que las hace trabajar de sol a sol. A menos que no se trate de nadie del personal.

¿Sería uno de mis hermanos, para que crea que la casa está encantada? Dudo que ninguno de ellos se arriesgara a desatar la ira de papá y quedarse despierto hasta tan tarde.

¿O tal vez fuera mi propio padre? Me dan escalofríos solo de imaginármelo vagando por la oscuridad y entrando en las habitaciones sin previo aviso. ¿No tenemos suficiente con verlo todo el día recorriendo la casa, abriendo armarios y dando golpes en las paredes como si fuera un pájaro carpintero trastornado?

De repente, alguien abrió la puerta de mi habitación y me quedé congelada. Pero solo era el gato. Se comprende que no debí de cerrarla bien. El gato saltó y se metió conmigo en la cama. Sin embargo, y por primera vez, mi pequeño y suave atigrado no consiguió calmarme.

Creo que esta noche cerraré la puerta con llave.

Con un ligero estremecimiento, Abigail guardó la carta, con la primera, en el cajón de la mesita de noche y se puso una capa para protegerse del frío. Por lo menos, la persona que la había escrito tenía un gato que explicara los ruidos y las puertas abriéndose antes de hacer el ridículo con un sirviente pagado de sí mismo. Le hubiera gustado ser igual de afortunada.

Abandonó el dormitorio, cruzó el pasillo, se dirigió a la habitación destinada a su madre y entró (esta vez de día). Aunque Duncan se había llevado la lámpara, el joyero continuaba abierto en el tocador.

Intrigada, se acercó para inspeccionarlo y hurgó en su contenido. Broches, algunos collares de cuentas y otro de coral. Sacó un prendedor de una maraña de cadenas y abalorios. Era de oro y tenía forma de… ¿una M, quizá? Le dio la vuelta. ¿O era una W? Lo dejó en su sitio y continuó examinando más adornos, todos ellos muy bonitos, pero ninguno de gran valor. Desde luego, no había ningún «tesoro». Aunque a esas alturas alguien ya podía haberse llevado todo lo que fuera valioso sin que ella se enterase. Tal vez debería haber hecho un inventario el primer día que llegó. Ahora ya era demasiado tarde.

Cenefa

El domingo por la mañana, Abigail se detuvo delante de su armario abierto, preguntándose qué debía ponerse para ir a la iglesia, a la que planeaba acudir por primera vez. En Londres, la iglesia a la que iban esporádicamente era inmensa y siempre estaba llena de gente, así que rara vez se percataban de su presencia, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que Louisa tardaba en prepararse, por lo que a menudo llegaban tarde y tenían que sentarse en la última fila o, Dios no quisiera, en la tribuna.

Pero allí, en el Berkshire rural, con la pequeña parroquia situada prácticamente en la puerta de su casa, sabía que no le quedaba otra que asistir. Su presencia o ausencia no pasaría desapercibida para una congregación de ese tamaño. Ni para los Chapman. Supuso que a Leah Chapman le alegraría verla y, aunque ganarse la estima de su vecina parecía un objetivo difícil de lograr, bien merecía la pena intentarlo. Y sí, también tenía que admitir que sentía curiosidad por ver a William Chapman en su papel de pastor.

Algo en la parte inferior del armario llamó su atención. Se inclinó para verlo más cerca y se sorprendió al encontrar una pequeña muñeca escondida en un rincón. Polly no debía de haberla visto cuando ordenó sus cosas. Se encogió de hombros y la colocó en el cajón del mueble de la casa de muñecas junto al resto.

En ese momento entró Polly y la ayudó a ponerse un vestido de muselina estampado con un sencillo manto atado al cuello y un jubón spencer corto de color azul. Después, se anudó un recatado bonete debajo de la barbilla, se metió un libro de oraciones bajo el brazo y se puso en marcha. Como había tardado mucho en prepararse, cuando cruzó la verja que daba al cementerio sonó la campana que marcaba el inicio del servicio religioso.

El corazón le latía demasiado rápido para un acontecimiento tan trivial. Sintió cómo le sudaban las manos dentro de los guantes. ¿Dónde tenía que sentarse? ¿Sería demasiado atrevido por su parte si lo hacía en el banco de los Pembrooke? ¿Y si, sin darse cuenta, dejaba a alguien sin su asiento habitual? Seguro que todos los ojos estarían puestos en su persona, pendientes de cada uno de sus movimientos.

Abrió la puerta y se fijó en que todos los fieles ya estaban sentados. Examinó los bancos en busca de algún sitio discreto en el que acomodarse, pero entonces apareció Mac Chapman, con la barba pulcramente recortada y vestido como cualquier elegante caballero londinense con su abrigo negro, chaleco y pantalones del mismo color.

—Qué alegría verla, señorita Foster. Permítame que le indique dónde sentarse.

«Ah, es verdad». Recordó que William Chapman le había dicho que su padre hacía las veces de sacristán. La acompañó por el pasillo central hasta la primera fila. Como se había temido, sintió todas las miradas sobre ella. Llegaron a un reservado que había a la derecha y Mac le abrió la puerta baja.

—¿Seguro que tengo que sentarme aquí? —susurró ella.

Sus ojos verdes despidieron una extraña nostalgia.

—Los habitantes de Pembrooke Park siempre se han sentado aquí, muchacha. Y aunque no sea usted la que debería estar aquí, es bueno ver que vuelve a estar ocupado. El Señor da y el Señor quita.

Y con esa melancólica bendición, Abigail tomó asiento.

A los pocos segundos se dio cuenta de que, al otro lado del pasillo, Andrew Morgan ocupaba otro lugar de honor en compañía de una pareja mayor.

Unas pocas filas atrás, alguien susurró su nombre.

—¡Señorita Foster!

Se volvió y encontró a Kitty Chapman, deslumbrante con un vestido color marfil y un bonete de paja. La pequeña le sonrió y saludó con entusiasmo hasta que su madre la obligó a bajar la mano y la amonestó en silencio. Luego Kate Chapman le sonrió a modo de disculpa y Abigail le respondió con otra sonrisa. Leah, que estaba al lado de su madre, asintió cortésmente mirándola.

Al mirar hacia arriba y contemplar la lámpara con las velas encendidas para el servicio se preguntó si William Chapman se estaría limpiando el hollín de las manos antes de ponerse la sobrepelliz blanca. La idea casi la hizo sonreír.

Un momento más tarde, por una puerta lateral entraba el susodicho. Ver al irónico y alegre William Chapman vestido de clérigo la dejó un poco aturdida. Con las manos juntas, saludó a su congregación con una sonrisa amable y se dirigió hacia el altar. Durante unos segundos, clavó la vista en ella y Abigail creyó ver un destello de duda en sus ojos claros. En su fuero interno, deseó que no lamentara verla en la iglesia y que tampoco adivinara el verdadero motivo de su asistencia.

Como sacristán, Mac anunció en voz alta:

—Entonemos el salmo cuarenta y siete para la gloria y alabanza de nuestro Señor.

Que un puñado de fieles elevara sus voces en aquella pequeña parroquia en honor de su Creador le resultó conmovedor y edificante. La iglesia de Londres contaba con instrumentos y un coro profesional, pero por extraño que pareciera, la música sonaba mucho más conmovedora cantada por los pacíficos y devotos habitantes de aquella zona rural. La congregación alternó cantos y rezos en diferentes ocasiones. Las melodías de los salmos eran alegres, aunque lo suficientemente reverentes. William Chapman leyó la liturgia y su padre, como sacristán, fue entonando las respuestas al tiempo que todos los feligreses se unían a él en una sola voz.

En un momento dado, el reverendo lanzó a su padre una mirada elocuente. Mac captó la señal, se puso de pie y se dirigió hacia el atril. Una vez allí, se colocó los anteojos sobre la larga y estrecha nariz, deslizó un dedo por la página del libro que ya estaba abierta y leyó con voz profunda:

—Lectura de los dos últimos versículos del primer capítulo de la carta de Santiago. «Si alguien se cree religioso y no refrena su lengua, sino que se engaña a sí mismo, su religiosidad está vacía. La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse sin mácula del mundo».

William Chapman dio las gracias a su padre con una inclinación de cabeza, y a continuación subió las escaleras del púlpito.

—Buenos días tengáis todos —empezó de manera informal, sonriendo a la congregación y mirándolos a la cara. Sin dejar de sonreír, se volvió hacia Abigail—. Y bienvenida, señorita Foster. Estamos encantados de tenerla entre nosotros. Para aquellos que todavía no la conocéis, podéis hacerlo cuando termine el servicio.

Bajó la vista hacia sus notas y se aclaró la garganta antes de comenzar con el sermón.

—Hace poco un hombre me dijo que no estaba interesado en la religión porque las personas religiosas son aburridas, por no mencionar hipócritas, que fingen ser rectos y honrados cuando en el fondo son tan egoístas y pecadores como el que más. Y durante los años que pasé en el colegio de St. John en Oxford oí a muchos compañeros y profesores expresar este mismo punto de vista. Que la gente acude a los servicios dominicales solo para guardar las apariencias y que luego nuestras iglesias se quedan vacías durante la semana y días festivos.

»El mismísimo Jesús se enfrentó a los líderes religiosos de su tiempo, concretamente a los fariseos, que se guiaban más por las tradiciones y las reglas hechas por el hombre que por el amor a Dios y a sus semejantes. Jesús quería estar en comunión con ellos, pero ellos no estaban dispuestos a acudir a Él ni a recibirlo. Solo confiaban en su aparente cumplimiento de las leyes.

»¿Sois religiosos? ¿Lo soy yo mismo? Si ser religioso implica seguir un conjunto de normas y costumbres para impresionar a los demás de modo que podamos parecer rectos y justos, en vez de cultivar una profunda comunión con nuestro Señor, entonces estoy de acuerdo con nuestros detractores. A mí tampoco me interesa esa clase de religión. Y a mi juicio, al Señor tampoco. Jesús ofrece su amor y perdón a todo aquel que realmente lo busca, que cree en Él, y que lo venera. No importa al lado de quién nos sentemos una mañana de domingo. Ni los ingresos que tengamos. Ni nuestros lazos familiares.

Abigail se dejó caer en su banco. ¿Aquel comentario iba dirigido a ella?

—Está esperando que vayas hacia Él —continuó—. Que confíes en su guía y bondad. Que lo escuches, obedezcas y sirvas. ¿Estás escuchando de verdad, dedicando tiempo a leer su palabra y buscando su guía en la oración? ¿Estás sirviéndole a él y a tus iguales, las viudas y los huérfanos que hay entre nosotros? Espero que lo hagas esta semana.

¿Pasaba ella tiempo escuchando, obedeciendo y sirviendo?, se preguntó Abigail. No. O no lo suficiente en todo caso.

—Oremos…

Abigail se quedó estupefacta. Observó al resto de feligreses agachar la cabeza y cerrar los ojos mientras William Chapman los dirigía en la oración, preparándolos para el ofertorio y la comunión. No recordaba haber oído un sermón más corto y directo en toda su vida. Si no, habría prestado mucha más atención. A su alrededor, toda la congregación volvió a unirse en una solemne oración y el sonido de sus voces le llegó al corazón.

Cenefa

William tenía pensado hablar sobre varios versículos de Mateo:23 y Juan:5, pero con la señorita Foster justo enfrente, mirándolo con aquellos penetrantes ojos oscuros, se puso nervioso y se le olvidó. Sus feligreses, sobre todo los mayores, ya le habían recriminado anteriormente la brevedad de sus sermones. Y no le cabía la menor duda de que también lo harían con el de ese domingo.

Una vez finalizado el servicio, caminó por el pasillo hacia la puerta para despedir a su congregación y escuchar sus comentarios. Aunque el título pertenecía oficialmente al rector, la mayoría lo llamaba «pastor William» en señal de respeto y afecto. Pero había una excepción.

—Debo decirle, señor Chapman, que el sermón de hoy ha sido excesivamente corto —empezó la señora Peterman—. ¿Por qué no se molesta en escribir uno más largo? Me pregunto para qué le estamos pagando.

—Usted no le paga nada, señora Peterman —repuso Leah con aspereza, colocándose a su lado—. Y el rector le paga una cantidad minúscula.

La señora Peterman resopló.

—Por lo visto, cada uno recibe lo que se merece.

—Tiene usted razón, señora Peterman —reconoció William—. El sermón de hoy ha sido más breve de lo que pretendía y le pido disculpas. ¿Le preocupa el contenido en sí o solo su duración?

—Tampoco he hecho mucho caso del contenido. Estoy pensando seriamente en escribir al señor Morris para contarle que su vicario no cumple debidamente con sus obligaciones. Tal vez debería dedicar menos tiempo a coquetear con muchachas bonitas desde el púlpito y más a preparar sermones más largos.

—Solo estaba dando la bienvenida a la señorita Foster —se quejó Leah—. En ningún modo estaba coqueteando.

Su madre escogió ese momento para acercarse y, tras lanzarle una mirada cargada de intenciones, tomó el brazo de la mujer mayor y dijo:

—Si lo desea, señora Peterman, me gustaría presentarle a la señorita Foster. Es una joven encantadora.

La señora Peterman volvió a resoplar.

—Creo que por hoy ya ha recibido suficiente atención.

El marido de la mujer por fin se decidió a hablar.

—Y yo creo, querida —dijo el señor Peterman con tranquilidad—, que estás exagerando un poco. Nuestro buen pastor no ha hecho nada indecoroso. —Lo miró con cara de disculpa—. Y en mi caso valoro mucho los sermones cortos. —Le guiñó un ojo.

William hizo un gesto de asentimiento.

—Lo tendré en cuenta, señor.

—No le haga caso —protestó la señora Peterman—. Lo único que salva a sus sermones cortos es que a mi marido no le da tiempo a quedarse dormido y avergonzarme delante de todos.

El anciano rio entre dientes y se llevó a su esposa hacia el cementerio.

William miró a su hermana, que tenía las cejas levantadas. Nunca la había visto dirigirse de forma tan vehemente a nadie.

—Lo siento, William. Pero esa mujer me molesta sobremanera.

—Te entiendo. Y aprecio tu lealtad. Pero recuerda que es una de las ovejas de mi rebaño y que debo amarla y servirla.

—Ya lo sé. Pero no soporto ver cómo te critica. No creo que tenga ni idea de lo mucho que trabajas y de todo lo que haces por tu rebaño, como tú los llamas.

—Al menos tiene el coraje de decirme lo que piensa a la cara.

—¿A diferencia de la mayoría de las ancianas amargadas que solo se quejan y luego te critican por la espalda?

—Efectivamente. —Sonrió de oreja a oreja—. Aunque yo no lo habría expresado de una forma tan… elocuente.

—Detesto que te traten mal —dijo Leah—. Vales el doble que el señor Morris. Si estuviera en mi poder, me aseguraría que ocuparas el lugar del rector.

—Silencio —dijo la señora Chapman con ojos preocupados, tocando la manga de su hija—. Ya es suficiente, querida.

La suave advertencia de su madre hizo que Leah mirara a su alrededor, como si de pronto se hubiera dado cuenta de dónde estaban y de que cualquiera podría oírla.

—Tienes razón. Perdóname. Al igual que los fariseos, debería aprender a refrenar mi lengua.

Cenefa

Después del servicio, Andrew Morgan condujo a sus padres por el pasillo en dirección a Abigail y se los presentó. El señor Morgan era un hombre apuesto, corpulento y con una sonrisa tan amplia como la de su hijo. La señora Morgan era delgada, de rasgos finos y con una mirada perspicaz que enseguida puso a Abigail en guardia.

—Ah, sí, señorita Foster. He oído hablar de usted.

Abigail esbozó una sonrisa vacilante.

—¿En serio?

—Sí. Bueno. Encantada de conocerla. Andrew nos ha pedido que la invitemos a nuestra pequeña cena de bienvenida.

—Su hijo es muy educado, señora Morgan. Pero no se sienta obligada…

—No me siento obligada en absoluto… con respecto a usted. Es un placer invitarla. Tengo entendido que su padre está en Londres, ¿cierto?

—Sí, pero volverá pronto.

—¿Y su madre?

—Se ha quedado en la capital con mi hermana pequeña para ayudarla en su temporada. Están con una tía abuela en Mayfair, pero vendrán con nosotros en cuanto termine.

—¿De modo que Mayfair? Voy a incluir en la invitación a su padre. Dígale que es más que bienvenido.

—Gracias, señora Morgan. Es usted muy amable.

Se dio cuenta de que la mujer estaba impresionada. Por lo visto sabía del prestigio que daba Mayfair, pero no debía de tener ni idea de la situación económica por la que estaba atravesando su padre. De saberlo, su buena opinión —junto con la invitación— se habrían evaporado al instante.

Tras despedirse de los Morgan, salió sola de la iglesia.

—¡Señorita Foster! —la llamó con tono alegre Kate Chapman. Venía caminando del brazo de su hijo—. Estoy tan contenta de que viniera hoy. Nuestro William da unos sermones excelentes, ¿verdad, querida?

—Cierto —admitió ella con total sinceridad, aunque tampoco es que hubiera escuchado muchos a lo largo de su vida.

—Querrás decir cortos, mamá —dijo William de buen humor.

—En mi caso, la brevedad es una virtud —reconoció ella—. Pero además sus palabras han sido muy convincentes y ha ido directo al grano.

—No todo el mundo piensa igual que usted.

—Bueno, señorita Foster —interrumpió la señora Chapman—. Tiene que venir a comer con nosotros. La cocinera nos ha dejado preparado un asado de carne y varias ensaladas, así que esta vez no la pondremos a trabajar.

Durante unos segundos, no supo qué contestar.

—Me encantaría, en serio. Pero la señora Walsh me ha dejado una bandeja con comida y no creo que…

—Puede dejarla para la cena —intervino Leah—. Seguro que a la señora Walsh no le importa.

—En realidad sí le importa —repuso Kate Chapman con el ceño ligeramente fruncido—. Hagamos esto. Venga a comer con nosotros el próximo domingo, así tiene toda una semana para avisar con antelación a la señora Walsh, ¿de acuerdo?

—¿Tiene pensado acudir a misa el domingo que viene? —inquirió Leah.

Lo cierto era que no tenía planeado ir a misa todos los domingos, pero se dio cuenta de que ese día se lo había pasado muy bien.

—Sí —respondió finalmente.

Leah sonrió.

—Me alegra oírlo.

Qué joven y bonita parecía Leah Chapman cuando sonreía. Acudir a misa y ver al hermano de Leah todas las semanas sería un buen precio a pagar a cambio de la aprobación de su hermana y, con un poco de suerte, de su amistad.