Capítulo 6

A la tarde siguiente, Duncan entró en la biblioteca y anunció a Abigail que tenía visita.

—Will Chapman y su hermana —dijo con una ligera mueca despectiva en los labios.

Abigail se puso de pie.

—Oh, sí, dijo que quería ver la casa. Aunque me sorprende que venga con la señorita Chapman.

—No es la señorita Leah. Es la hermana más pequeña.

—Entiendo. —Supuso que el señor Chapman había traído a la niña como una especie de carabina, aunque no sabía si porque estaba más preocupado por su reputación o por la de ella—. Por favor, dígales que me reuniré con ellos dentro de unos minutos. Quiero enviar esta carta con el correo de hoy.

El sirviente se tensó, pero inmediatamente después dijo:

—Muy bien, señorita.

—¿Dónde los ha dejado esperando? —inquirió antes de sumergir la pluma en el tintero.

—En el vestíbulo. Solo es un vicario, ¿no? No es tan importante, pese a lo que se crean él o su padre.

Le sorprendió la amargura que destilaba su voz, pero antes de poder ofrecerle una réplica adecuada ya se había dado la vuelta y abandonado la habitación. Se dio prisa en terminar la carta, la colocó con el resto de misivas que irían ese día a correos y fue corriendo al vestíbulo.

Allí la esperaban el señor Chapman y Duncan, manteniendo una tensa conversación, con Kitty sentada en el sofá que había a pocos metros, al lado de la puerta, hojeando una revista. Al verla entrar, Duncan se volvió y se fue hacia la escalera de servicio evitando su mirada.

Miró a William Chapman, que tenía las cejas enarcadas a modo de pregunta.

—¿Hay… algún problema?

El vicario le lanzó una mirada de pesar y se acercó a ella para poder hablar sin que los oyera su hermana.

—En realidad, no. A Duncan no le gustó y no le ha hecho mucha gracia tener que esperar aquí conmigo como un sirviente.

—Pero es un sirviente.

—Suyo, sí, pero no mío. De todos modos, no tiene que preocuparse por nada, señorita Foster. Es algo que pertenece al pasado. —Se enderezó—. Muy bien, asunto zanjado. Pues aquí estoy, preparado para mi visita guiada. Me he traído a Kitty. Espero que no le moleste. Me consta que le hace mucha ilusión conocer la casa.

—Por supuesto que no. Su hermana es bienvenida a Pembrooke Park.

Aquellas palabras llamaron la atención de la niña, que miró hacia arriba; momento que aprovechó Abigail para saludarla.

—Hola.

—Kitty, esta es la señorita Foster. —Hizo los honores William—. Señorita Foster. Esta es mi hermana pequeña, Katherine.

La niña arrugó la nariz.

—Pero solo me llama Katherine mamá… y cuando está enfadada. Kitty me gusta más, gracias.

Abigail sonrió.

—Entonces te llamaremos Kitty. Y ahora, ¿qué os gustaría ver primero?

La niña se levantó de inmediato.

—¡Todo! No se imagina cuántas veces me he preguntado cómo sería cada habitación. Llevo toda la vida alrededor de esta casa y nunca he estado dentro.

—Pues verás todas las habitaciones. —Abigail le apretó la mano. Durante un momento tuvo la sensación de estar frente a Louisa a la misma edad de Kitty. Una Louisa que solía mirarla con la misma cara de afecto, confianza e incluso admiración. Se le contrajo un poco el corazón. A veces echaba de menos esos días. La estrecha relación que habían tenido. La echaba de menos a ella.

Abigail ofreció a los dos Chapman la mejor visita guiada que pudo. Usando la información que había encontrado en el libro sobre Pembrooke Park de la biblioteca, les describió con entusiasmo la casa, su estilo y los años aproximados que tenía cada parte añadida, incorporando detalles arquitectónicos que había aprendido de Gilbert.

En el salón, se dio cuenta de que Kitty ya no le prestaba tanta atención, así que interrumpió su monólogo y señaló el antiguo pianoforte, invitándola a que usara el desatendido instrumento. La niña se sentó y tocó algunas notas preliminares.

Ahí fue cuando se percató de la expresión de curiosidad con que la miraba William Chapman.

—Lo siento —se disculpó con él—. Me he dejado llevar.

—De ninguna manera. Solo me ha sorprendido lo mucho que sabe de arquitectura. Es impresionante.

Se encogió de hombros un tanto cohibida por su mirada de admiración.

—No es para tanto. Siempre me ha fascinado el tema.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Me crie con un vecino, Gilbert, cuyo padre hizo fortuna en el sector de la construcción. Desde pequeño planeó seguir los pasos de su progenitor y convertirse en arquitecto. Supongo que me contagió su entusiasmo, porque antes de darme cuenta me encontré leyendo sus libros y acompañándolo a ver distintos edificios y obras arquitectónicas.

—Entiendo… —La miró con interés premeditado—. ¿Y dónde, si puede saberse, se encuentra ahora el tal Gilbert?

Ahora fue ella la que lo miró. Mientras sentía cómo el rubor ascendía por su cuello, suplicó en silencio no estar revelando demasiado sus sentimientos; unos sentimientos embarazosos que era mejor mantener ocultos.

—En Italia. Estudiando con una autoridad en la materia.

—Vaya. ¿Y se arrepiente de no estar allí con él?

—¿Yo? ¿Estudiando en Italia? Como bien sabe, las mujeres no hacemos ese tipo de cosas.

—No me refiero a estudiar —aclaró él—. Aunque es una pena que no lo haga. Me refería a si no desearía estar allí con él.

El calor le invadió las mejillas y se vio incapaz de mirar aquellos intensos ojos azules.

—Bueno, yo… —Dudó—. De hecho, creo que ahora es mi hermana la que centra toda su atención. —Cada vez más azorada, se apresuró a añadir—. De todos modos, no sé por qué estamos hablando de esto. Tendríamos que estar conversando sobre Pembrooke Park. —Se volvió hacia Kitty y se acercó al pianoforte, donde la niña tocaba de memoria una sencilla pieza.

El señor Chapman se unió a ella.

—Lo siento, señorita Foster. No debí hacerle una pregunta tan personal. Me temo que es un defecto profesional.

Sus labios se curvaron en una diminuta sonrisa, pero evitó todo contacto visual con él.

—Comprendo. Y ahora ¿continuamos?

Kitty se levantó y pidió ver su dormitorio.

—William me dijo que le dejaron escoger cualquier habitación. Quiero ver la que ha elegido.

—Muy bien. Aunque espero que no te sientas muy decepcionada. No he elegido la más grande.

—¿No?

Abigail se fijó en los grandes ojos de la pequeña, brillando de emoción. Aunque no le quedaba mucho para convertirse en una mujer, todavía era una niña.

—No, aunque cuando veas lo que hay dentro, seguro que aprobarás mi elección.

Los guio escaleras arriba.

Al llegar a su alcoba, William vaciló.

—Entrad las dos. Yo… mejor espero aquí fuera.

Supuso que seguía preocupándole el decoro. Sin embargo, en cuanto le hizo un gesto a Kitty para que entrara, deseó que las hubiera acompañado, aunque solo fuera para ver la cara de satisfacción de su hermana.

—¡Oh, Dios mío! —Kitty corrió entusiasmada hacia la casa de muñecas—. ¡Fíjate en esto! ¡Es espectacular!

—Sí. Alguien se esmeró mucho en ella y consiguió muchas miniaturas para decorarla.

Kitty se arrodilló frente a las puertas abiertas y la miró por encima del hombro.

—Me imagino que no puedo tocar nada, ¿verdad?

—Puedes tocar todo lo que quieras. Lo único que te pido es que luego lo dejes todo tal y como estaba.

—Se lo prometo.

—En el cajón de abajo tienes las muñecas.

Kitty no perdió un segundo en abrirlo, pero su sonrisa se transformó en un ceño fruncido cuando sacó el muñeco sin cabeza.

—Me lo encontré así —explicó Abigail—. Todavía no he tenido tiempo de arreglarlo.

La pequeña lo dejó a un lado y empezó a jugar con la casa, abriendo puertas y armarios y admirando todos los pequeños utensilios y cuencos de la cocina.

—Tengo una muy parecida a esta —dijo, levantando una cesta de mimbre en miniatura—. Me la hizo Leah por mi cumpleaños.

—Sí, he podido comprobar de primera mano los frutos de su trabajo. Me ha dicho un pajarito que tengo que darte las gracias por el jabón que venía en mi cesta de bienvenida y que olía tan deliciosamente bien.

Kitty se encogió de hombros.

—Solo la ayudé un poco, eso es todo. —Abrió la puerta de un pequeño armario y sacó algo—. Mira, aquí hay otra muñeca.

Vaya. La «hermana» sobre la que se había preguntado el día que limpió su dormitorio al final estaba escondida dentro de un armario. Supuso que se trataba de otra travesura infantil.

Durante unos minutos, contempló con auténtico placer a la niña jugando. Pero entonces se acordó de que su hermano estaba esperándolas en el pasillo, solo.

—Vuelvo enseguida —dijo. Kitty se limitó a responder con un vago asentimiento de cabeza sin dejar de prestar atención a la casa de muñecas.

Entonces Abigail salió al pasillo y fue hacia la galería de la escalera central, pero no encontró a William Chapman. ¿Dónde se habría metido?

Al otro lado de la galería vio una puerta abierta; se trataba de una de las dos habitaciones más grandes de la casa, la que había elegido para su madre. Entró y se encontró al señor Chapman contemplando un retrato que había encima de la chimenea.

—Espero que no le importe —se disculpó él en cuanto la vio en el umbral—. La puerta estaba abierta y llevo esperando mucho tiempo fuera.

Abigail no recordaba que la puerta hubiera estado abierta, pero decidió no insistir en el asunto.

—Kitty se ha emocionado al ver una antigua casa de muñecas.

—Eso lo explica todo. —Cruzó las manos detrás de la espalda y echó un vistazo a toda la habitación. ¿Cree que este era el dormitorio de Robert Pembrooke?

—No lo sé. ¿Por qué lo pregunta?

—Mi padre no deja de hablar de él en todo momento. Robert Pembrooke esto. Robert Pembrooke lo otro. Era el dueño de la finca cuando papá empezó a trabajar aquí.

—Puede ser. Es una de las dos habitaciones más grandes de la parte delantera de la casa. De modo que sí, supongo que sería el dormitorio del propietario. Seguro que su padre nos saca de dudas.

Al mirar a su alrededor y atisbar un cajón abierto, comenzó a sospechar al instante.

—Estáis aquí —señaló Kitty entrando en la alcoba. Miró en dirección al mismo lugar donde estaba mirando su hermano. Se trataba del retrato de un caballero vestido de etiqueta—. ¿Quién es?

—Robert Pembrooke —respondió el señor Chapman—. En la iglesia hay otro retrato de él. La pintura se colgó en su honor, pues él y su familia fueron los primeros benefactores de la parroquia. La señorita Foster y yo tenemos la teoría de que este era su dormitorio cuando vivió aquí.

Kitty hizo un gesto de negación.

—Fijaos en la tapicería de flores o en el color rosa de las cortinas y la ropa de cama. Y ese tocador es el propio de una dama. Creo que estamos en el dormitorio donde dormía la señora de la casa. Le gustaría tener el retrato de su marido a la vista… a no ser que él fuera un hombre muy vano.

—Bien visto, Kitty —dijo William—. Ahora que lo mencionas, es verdad que tiene todo el aspecto de ser la alcoba de una dama. —Miró a Abigail—. ¿Entonces el retrato de ella estará en la otra habitación?

Abigail se detuvo a pensarlo con el ceño fruncido.

—No creo. O al menos no recuerdo haberlo visto.

—¡Vamos a comprobarlo! —exclamó Kitty, volviéndose hacia la puerta y saliendo a toda prisa al pasillo.

—¡Kitty! —la reprendió suavemente William.

Abigail se echó a reír.

—Tranquilo. No pasa nada.

La pequeña aminoró el paso en cuanto llegó a la otra habitación y abrió la puerta casi con reverencia. Abigail y su hermano la siguieron en silencio.

La luz del sol brillaba a través de la ventana mirador y las motas de polvo se arremolinaban en el aire girando en sus rayos oblicuos. Este segundo dormitorio se parecía al primero. La cama, la chimenea y la ventana estaban dispuestas de la misma forma. Lo primero que hicieron los tres fue mirar encima de la chimenea. Efectivamente, allí colgaba el retrato de una dama, pero no el de una mujer joven, como habían esperado, sino el de una señora bastante mayor, con cabello blanco y profundas arrugas en la frente y en las comisuras de la boca. Otro detalle a tener en cuenta era que la pintura no era tan grande como la de Robert Pembrooke; algo curioso teniendo en cuenta la simetría que parecía existir entre las dos alcobas.

—Esa no puede ser su esposa —reflexionó Kitty, claramente decepcionada.

—No, a menos que ambos retratos se pintaran con una diferencia considerable de tiempo; en los primeros años de juventud de él y en la madurez de ella —sugirió Abigail.

—Ella no vivió tantos años —señaló William.

Sorprendida, Abigail se volvió hacia él.

—¿Qué?

El pastor se encogió de hombros.

—Por ahora todo son suposiciones. Esta mujer podría ser cualquiera.

—Tal vez deberíamos preguntar a su padre —dijo ella.

William vaciló.

—Yo… le aconsejaría no preguntarle más de lo necesario, señorita Foster. No le gusta hablar mucho de la casa ni de la época en que estuvo trabajando aquí.

—Creía que solía hablar mucho de los antiguos ocupantes.

—De Robert Pembrooke sí. Pero… de nadie más.

—¿Por qué no?

—No… No creo que debamos seguir haciendo conjeturas. A mi padre no le gustaría enterarse de que ha sido objeto de una charla ociosa.

Abigail decidió dejarlo estar.

—Muy bien, entonces. ¿Ya han visto suficiente de la casa?

El señor Chapman se mordió el labio antes de decir:

—Si puedo, me gustaría ver las dependencias de los sirvientes en el semisótano, así como las dependencias de trabajo doméstico.

Lo miró con curiosidad.

—¿Se puede saber por qué?

—Era la única zona donde me dejaban estar cuando era pequeño. Me pregunto si habrá cambiado mucho.

Abigail se encogió de hombros.

—Muy bien. Por aquí.

Los condujo escaleras abajo, a través del comedor y el aparador donde se montaban los platos, en dirección hacia la escalera de servicio. Al ser muy empinada, advirtió a Kitty para que tuviera cuidado.

En el semisótano, recorrieron el pasillo principal, con las distintas puertas que llevaban al comedor de la servidumbre, la despensa, la cocina y el lavadero.

En la cocina, la señora Walsh levantó la vista de la mesa y frunció el ceño ante la inesperada visita, pero en cuanto vio a Kitty su expresión se dulcificó.

—Kitty, querida, qué placer tenerte por aquí. Y hablando de placeres, vas a ser la primera en probar mi nueva hornada de galletas de jengibre. Seguro que a la señora de la casa no le importa. —Miró a Abigail con los ojos brillantes de diversión y desafiante.

—Sí, doy fe de ello —aseguró Abigail con una sonrisa de oreja a oreja.

—Por cierto, señorita Foster —continuó la señora Walsh—. Muchas gracias por compartir con nosotros la mermelada de Mac y las magdalenas de Kate. Nos gustaron muchísimo… Bueno, a casi todos.

—Me alegra oírlo. A mí también me gustaron.

—Qué suerte tienes, patito mío —la señora Walsh le dio un cariñoso pellizco a Kitty en la mejilla—, por tener dos cocineros tan excelentes en la familia.

—No tienen nada que hacer a su lado, señora Walsh —sentenció Kitty con la boca llena de trozos de galleta—. Las de mamá no están ni la mitad de buenas que las suyas.

Abigail miró por encima del hombro para intercambiar una sonrisa con William Chapman, pero no vio a nadie en el umbral donde se encontraba hacía unos instantes. Fue a la puerta y se asomó al pasillo. Para su sorpresa, lo vio intentando abrir una puerta al final del pasillo que según parecía estaba cerrada.

—¿Está buscando algo? —preguntó.

Él alzó la vista y se ruborizó de la cabeza a los pies.

—Solo me preguntaba dónde lleva. Solía jugar al escondite de niño, pero no me acuerdo…

A Abigail se le contrajo el estómago por las sospechas que comenzaba a tener. Primero, cuando estaban arriba, había desaparecido y se había dedicado a abrir puertas, cajones y solo Dios sabía qué más, ¿y ahora lo encontraba hurgando en el semisótano? Enseguida recordó lo que dijo Leah sobre lo poco que le pagaba el rector. ¿Estaría tentado de complementar sus precarios ingresos con la búsqueda de un tesoro?

Sinceramente, esperaba que no. Había empezado a pensar que William Chapman pudiera estar interesado en su persona. Pero quizá solo se preocupaba por la casa y había fingido un acercamiento a ella para ganarse una invitación al interior de la vivienda. Con una punzada en el corazón, se detuvo a reflexionar un momento. Era mucho más plausible creer que estaba interesado en un tesoro que en ella.

Convencida de que tenía razón, permaneció callada mientras los hermanos Chapman salían de la casa, pero entonces el párroco, antes de despedirse, se volvió hacia ella y la sorprendió una vez más.

—Señorita Foster, ya que está sola, ¿le gustaría cenar esta noche con mi familia?

Sin saber muy bien cómo rechazar la oferta, dudó unos segundos.

—Es un poco apresurado, ¿seguro que a su familia no le importa?

—Por supuesto que no. Les encantará. Además, mi madre está más que acostumbrada a que aparezca con invitados a la hora de comer. No se me dan bien los fogones y la cocina de la rectoría es de la Edad de Piedra.

—Eso es verdad —intervino Kitty—. Diga que sí, por favor, señorita Foster.

—Mi madre no ha dejado de darnos la lata a Leah y a mí para que la invitemos a casa —añadió William—. Quiere conocer a nuestra nueva vecina.

Al ver la sonrisa esperanzada de Kitty, no le quedó otra que claudicar.

—En ese caso, aceptaré encantada. Gracias.

—Excelente. ¿Le viene bien sobre las cinco? En esta zona tenemos la costumbre tan pasada de moda de cenar temprano.

—Me viene muy bien. —Sonrió y se enderezó—. Bueno, será mejor que avise a la señora Walsh de que no me prepare hoy la cena.

Los hermanos se despidieron y comenzaron a marcharse. Pero entonces Kitty se volvió una última vez y agregó:

—He oído que la gente de Londres se viste de etiqueta para la cena. Pero no hace falta. En casa vamos muy informales.

Abigail lanzó una mirada interrogante al pastor.

—Kitty tiene razón. Está usted perfecta tal y como va.

Mientras le decía aquello no dejaba de mirarla a los ojos, y aunque sabía que se refería a su vestimenta, no pudo evitar que se le ruborizaran las mejillas.

Eludiendo su mirada, se dirigió a su hermana:

—Gracias, Kitty. Es bueno saberlo.

La pequeña asintió y sonrió.

—Las mujeres debemos mantenernos unidas.

Cenefa

Mientras acompañaba a su hermana de camino a casa, William se sintió feliz de haber invitado a cenar a la señorita Foster. Últimamente pasaba mucho tiempo sola y esperaba poder compensar el comportamiento tan poco educado que había mostrado durante su visita a la casa. Era curioso por naturaleza, pero debería haberse contenido un poco más.

A su lado, Kitty se sacó algo del bolsillo de la pelliza.

—¿Qué es eso? —preguntó él.

—Una cesta. De la casa de muñecas de Pembrooke Park.

Aturdido, William se detuvo en seco.

—¿Te la has llevado?

La pequeña puso los ojos en blanco.

—No la he robado —dijo con tono irónico—. Solo la he tomado prestada. Quiero enseñársela a Leah.

—¿Por qué?

—Porque se parece mucho a las cestas que hace ella, ¿no crees?

Examinó el pequeño objeto, pero no se quedó nada impresionado.

—Pues a mí me parece una simple cesta vieja. ¿Pediste permiso para llevártela?

—Iba a hacerlo cuando os encontré a los dos en la otra habitación, pero entonces empezasteis a hablar de ese retrato y se me olvidó.

—Tienes que devolvérsela a la señorita Foster. Y pedirle perdón. —Acompañó la frase con la mirada más fulminante de exhortación clerical que tenía.

—Por supuesto que lo haré —dijo Kitty haciendo una mueca.

Cuando entraron en la casa, encontraron a su madre y hermana tejiendo en sus sillas habituales de la sala de estar.

Kitty fue corriendo hacia Leah.

—Mira.

Leah sujetó la pequeña cesta en sus dedos.

—¿Es la que te hice?

—No, por eso te la quería enseñar. La encontré en la casa de muñecas de Pembrooke Park. ¿Le diste una a la niña que vivía allí?

Leah frunció el ceño y miró alternativamente a su hermana y a la cesta, pero antes de que pudiera contestar, su padre vino desde la otra habitación con cara de pocos amigos.

—¿Qué estabas haciendo en Pembrooke Park? —inquirió.

—La señorita Foster nos estaba enseñando a William y a mí la casa —contestó la pequeña—. Voy a devolver la cesta… solo quería enseñársela a Leah.

—Papá, estoy segura de que Kitty no tenía mala intención —terció Leah—. Y por supuesto que la devolverá en su siguiente visita.

—No quiero que vuelva a entrar en esa casa.

—Por favor, papá, no te enfades. Yo quería ver el interior. Y también William.

—Os tengo dicho a todos que no quiero que piséis esa casa. Yo…

—Pero no lo entiendo —protestó Kitty—. La que vive allí ahora es la señorita Foster y es muy simpática. Y William piensa igual, porque la ha invitado a cenar con nosotros esta noche.

La involuntaria insinuación de su hermana consiguió que William se ruborizara por completo.

—¿Esta noche? —repitió su madre, antes de arquear las cejas y mirarlo con asombro—. ¿En serio?

Cenefa

La casa de los Chapman estaba situada en medio de un bosque que bordeaba los terrenos de la finca —en el mismo lado del río— y que permitía a Mac proteger la propiedad de los extraños que tenían que cruzar el puente para acceder a la casa a menos que conocieran el camino que atravesaba dicho bosque. Abigail ya había visto de lejos el hogar de los Chapman el día que salió a pasear con el clérigo, pero ahora que la tenía más cerca y con los rayos vespertinos del sol filtrándose a través de las copas de un grupo de tilos, le pareció más encantadora si cabía, como si estuviera contemplando una pintura con una mezcla de suaves dorados, verdes y marfil. Macetas rebosantes de tulipanes y narcisos adornaban las ventanas con sus correspondientes contraventanas verdes. Un muro de piedra rodeaba un huerto y un jardín en el que abundaban plantas de diferentes especies y flores primaverales. Lo único que ensombrecía esa idílica imagen era una caseta en un lateral, cerrada con una valla alta, desde la que el perro ladraba furioso cuando Abigail abrió la verja.

Oyó la voz de Mac Chapman antes de verlo salir por una puerta lateral y reprender a su perro con severidad.

—¡Brutus! ¡Para! ¡Tranquilo!

Atraída por el alboroto, una mujer con cofia y delantal apareció a toda prisa en el umbral de la puerta de entrada.

—Lo siento. No se preocupe. Ladra más que muerde. —A continuación, añadió con un guiño—: El perro también.

Aquel gesto, la sonrisa con que lo dijo y el brillo en los ojos azules le dijeron que aquella mujer no podía ser otra que la madre de William Chapman.

—Usted debe de ser la señorita Foster —dijo—. Soy Kate Chapman. Un placer conocerla. ¡Menuda bienvenida! La segunda poco hospitalaria que recibe de nuestra parte. Me sorprende que hayan conseguido persuadirla para que cene con nosotros. Venga adentro, querida. El perro no se calmará hasta que deje de ver a la aterradora desconocida.

Abigail le devolvió la sonrisa. La señora Chapman, que inmediatamente le cayó bien, era una mujer hermosa de unos cincuenta años con el pelo castaño dorado y vivaces ojos azules. Tenía los dientes un poco torcidos, pero junto con sus labios la hacían poseedora de una sonrisa cálida y acogedora. A diferencia de su marido e hija mayor, no mostró la desconfianza del primero ni la prudente cautela de la segunda.

—William debería haberla acompañado, pero lo mandé a por nata fresca a casa de los Wilson. Sí, sé que tendría que haberla preparado antes, pero estaba un poco distraída ante la perspectiva de tener tan eminente invitada.

—En serio… no tenía que hacer nada especial.

La señora Chapman le abrió la puerta.

—¡Por supuesto que sí! Y por favor, haga todo lo posible por notar los trofeos de caza de Mac. En cuanto se ha enterado de que iba a venir a cenar se ha pasado una hora limpiándolos.

—¡Oh! Me siento fatal. Su hijo me aseguró que no les supondría ninguna molestia, que tienen invitados a menudo.

—Puede que exagerara un poco, querida. Seguro que para que no se sintiera incómoda. Y no me malinterprete, llevo mucho tiempo queriendo conocerla.

La agarró del brazo y la condujo por el vestíbulo y el pasillo.

—¡Mary! Por favor, comprueba el pescado. —Miró a Abigail y le explicó—: Tenemos una cocinera, pero solo sabe hacer platos muy sencillos. Estamos intentando prepararle una cena en condiciones, querida, pero no le prometo nada.

—¿Puedo ayudar en algo? No tengo mucha experiencia, pero me encantaría intentarlo.

—Oh, cariño, ahora sí que se ha ganado mi corazón. —Le dio un apretón en el brazo—. Vamos a la cocina.

Siguió a la mujer hasta la parte trasera de la casa, hacia una cocina sumida en el caos con una mesa de trabajo cubierta de harina y cuencos y unos fogones con ollas y cazuelas humeantes.

—Algo huele muy bien por aquí —comentó Abigail.

Leah, que estaba sentada en la mesa pelando guisantes, levantó la vista.

—¡Oh! Señorita Foster. Me temo que vamos un poco retrasados.

—No tiene la menor importancia. Deme algo que pueda hacer.

La señora Chapman descolgó un delantal de un gancho de la pared y se lo ató a Abigail.

—¡Mira qué cintura de avispa! Hubo una época en que yo también la tenía así. —Le guiñó un ojo y colocó un plato de fresas rojas y brillantes sobre la mesa, justo delante de ella—. Si no le supone mucha molestia, puede quitarles las hojas a estas.

—Con mucho gusto.

En ese momento entró Mac Chapman y se quedó petrificado al verla sentada en la mesa de trabajo con su esposa e hija.

—Señorita Foster, si quiere, puede esperar en la sala de estar, mientras termin…

—Me alegra poder ayudar —indicó con una sonrisa.

El hombre la miró, después hizo otro tanto con su mujer y su hija y terminó negando con la cabeza con un brillo de tristeza en los ojos.

—Esto no está bien. Dos jóvenes refinadas trabajando como ayudantes de cocina cuando deberían estar viviendo como auténticas damas.

—Mac… —La señora Chapman la miró de forma elocuente.

—No te preocupes, papá —dijo Leah—. La señorita Foster ha dicho que no le importaba y sabes que a mí no me molesta. No hay ningún otro lugar en el que prefiriera estar.

Cuando Mac abandonó la cocina en busca de más leña para el fuego y la señora Chapman se retiró al fregadero para hablar con la cocinera sobre una salsa para el pescado, Abigail se acercó más a Leah y preguntó en voz baja:

—¿Qué ha querido decir tu padre con esa frase?

La señorita Chapman miró hacia la puerta antes de contestar.

—Mi padre cree que a estas alturas debería de estar casada con un caballero pudiente. —Agachó la cabeza, como si quisiera escapar de su mirada.

Se preguntó por qué no se había casado Leah Chapman. Se fijó en su encantador perfil y en su espeso cabello castaño dorado. Sí, era una mujer lo suficientemente guapa. Pero parecía estar cerca de la treintena, si es que no había llegado ya. ¿Sería demasiado tarde? ¿Estaría destinada a convertirse en una solterona? Tal vez Leah y ella tenían eso en común.

Kitty irrumpió en la cocina, la saludó con entusiasmo y se unió a ellas en la mesa. Después, sin dejar de parlotear alegremente, se hizo con un puñado de vainas de guisantes para ayudar a su hermana. Abigail decidió guardarse para sí misma el resto de preguntas que rondaban por su cabeza.

Cenefa

William corrió hacia la puerta de la cocina mientras se lamentaba de lo mucho que había tardado en lo que aparentemente tenía que haber sido un encargo rápido. Pero el señor Wilson había empezado a hablar y a hablar y…

Se detuvo en el umbral con tal brusquedad que se derramó parte de la nata que llevaba en el cubo. La imagen que tenía ante sus ojos era tan inesperada como maravillosa: Leah riéndose ante algo que su padre acababa de decir y la señorita Foster —sí, la señorita Foster— sentada en la mesa de la cocina como si fuera un miembro más de la familia y con una sonrisa en los labios.

—Lo veo venir —dijo su padre—, en breve las dos os convertiréis en uña y carne y yo voy a tener un problema.

Qué delicia ver a Leah reír; reír de verdad, de esas risas que llegaban a sus ojos. Reír en presencia de alguien que no fuera un familiar directo. ¿Cuándo había sido la última vez que la había visto así?

Su padre lo miró.

—Por fin estás aquí, Will. ¿Has ordeñado la vaca y separado la nata tú mismo?

—Hace una eternidad que te fuiste —añadió Kitty.

Su madre lo miró de arriba abajo.

—Querido, se suponía que tenías que traer nata. No venir cubierto de ella. ¡Cómo traes los zapatos, por Dios! Kitty, ve a por un paño y tú, Jacob, quítale el cubo a tu hermano antes de que se le caiga del todo. Parece haberse quedado mudo de asombro.

William no se había dado cuenta de que tenía a Jacob justo detrás de él, esperando a que cruzara el umbral para poder entrar también a la cocina. Le pasó el cubo a su desgarbado hermano y sonrió con timidez a su invitada.

—Vaya un anfitrión deplorable que soy, señorita Foster. La invito a cenar y luego llego tarde. Aunque veo que la han incorporado al rebaño en mi ausencia.

—Sí. Y de muy buena gana.

—Me alegra oírlo.

—Lávate las manos, Jacob. —Su madre se encargó del cubo—. Y después necesito que montes la nata con un poco de azúcar.

—Que lo haga William —se quejó el muchacho de quince años. Con el pelo rojo, los ojos verdes y el ceño fruncido, era la viva imagen de su padre.

—¡Menudo vago estás hecho! —Le reprendió William con cariño—. Te propongo un trato. Trae dos cuencos y veamos quién de los dos lo consigue antes.

Jacob se enfrentó a su mirada con un brillo desafiante en los ojos.

—¡Hecho! —Se volvió hacia su padre—. ¿Quieres apostar, papá? Yo contra William.

—No, ya sabes que los Chapman no apostamos —repuso Mac con severidad. Pero inmediatamente después guiñó un ojo a Kitty y susurró—: Seis peniques a favor de William.

La pequeña se rio y le estrechó la mano.

—Vaya par… —La señora Chapman soltó un suspiro, aunque terminó trayendo dos cuencos con sus respectivas varillas para batir. A continuación, sirvió la nata a partes iguales y añadió a ojo un puñado de azúcar—. A este paso no cenaremos hasta la medianoche.

William tomó su varilla y se preparó para el desafío.

—Preparados. Listos. ¡Ya!

—Retírese un poco, señorita Foster —le advirtió su madre—, o terminará hecha un desastre.

Su hermano y él comenzaron a batir con ahínco, mirando de vez en cuando a su contrincante para comprobar su proceso antes de hacer una mueca y redoblar sus esfuerzos.

—No quiero que se convierta en mantequilla —informó su madre—. Parad, ya es suficiente.

—¿Quién ha ganado?

Su madre declaró el empate.

—¿Puedo probar un poco? —preguntó Kitty, poniéndole cara de zalamera.

—No puedes: debes. —William extendió la varilla y su hermana sacó la lengua, pero en el último instante cambió de dirección y dejó un trozo de nata en la punta de su pequeña y respingona nariz.

Kitty le siguió el juego y con la yema del dedo se quitó el trozo de nata para llevársela a la boca. Según ella, le había quedado deliciosa.

Cenefa

Tras una copiosa cena, amenizada con una buena dosis de conversación en la mesa, William propuso dar un paseo para estirar las piernas. La señorita Foster se ofreció para ayudar a fregar los platos, pero su madre se negó e insistió en que tanto ella como Leah la acompañaran y dejaran la vajilla sucia al resto; algo que, a juzgar por los gruñidos de queja, no hizo muy feliz a Jacob, aunque sí entusiasmó a Kitty.

Mientras las mujeres recogían sus bonetes y abrigos, William salió a esperarlas para respirar un poco del aire fresco del atardecer, tan agradable después del calor que hacía en la pequeña casa.

Al poco rato, vio aproximarse a un jinete, y el perro comenzó con su tanda de feroces ladridos.

—¡Brutus! —gritó William, pero el animal hizo caso omiso.

A medida que el jinete se iba acercando, reconoció a Andrew Morgan. Ver a su viejo amigo hizo que se sintiera pletórico. Hacía poco que el padre de Andrew había heredado Hunts Hall, una propiedad vecina, tras la muerte de su primo. Pero los jóvenes se conocían de mucho antes, pues la familia de Andrew llevaba años visitando Hunts Hall. Y, posteriormente, también habían ido juntos al mismo colegio.

Andrew desmontó y ató las riendas a la verja. El caballo resopló, molesto por los ladridos del perro. En ese momento su padre salió y, para su alivio, calmó a Brutus con mucho más éxito del que él había tenido hacía unos instantes.

Andrew se acercó a él ofreciendo la mano.

—William, viejo diablo. Aunque supongo que ahora que eres un hombre de Dios no debería llamarte de esa forma. Me alegro de verte, amigo.

—Igualmente, Andrew. ¿Cómo estás?

—Estupendamente. He disfrutado mucho de mis viajes, pero me alegra estar de regreso.

—Estoy seguro de que tus padres también están encantados de tenerte de nuevo aquí.

—Sí, mi madre quiere más nietos. No habla de otra cosa.

—¿Y vas a contentarla?

Andrew ladeó la cabeza.

—Ah, ya entiendo. Estás deseando que los ricos den el paso para celebrar todos esos matrimonios y bautizos, ¿verdad? —Su amigo sonrió de oreja a oreja—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Has hecho algún progreso en esa área?

A William se le borró la sonrisa.

—No. Me… Me temo que no.

Andrew también se puso serio.

—Lo siento, Will. No he tenido mucho tacto. Si te sirve de consuelo, la última vez que vi a Rebekah estaba tan grande como un oso y la mitad de feliz, aunque ya ha dado a luz a un hijo fornido.

—Sí, eso he oído. —Cambió de postura y dijo un tanto incómodo—: Pero te aseguro que eso ya no me causa el más mínimo sufrimiento. Eso sí, sentí mucho lo de su marido.

—¿Seguro?

—Por supuesto.

La puerta se abrió a sus espaldas y salieron Leah y la señorita Foster con sus bonetes y pellizas mientras se ponían los guantes. Una vez más le impactó la belleza de la señorita Foster. El bonete enmarcaba aquel encantador rostro, suavizando sus angulosos rasgos. Los ojos negros contrastaban a la perfección con la pálida y suave piel. A su lado, Andrew Morgan también se había detenido. ¿Se lo había imaginado, o su amigo había contenido la respiración? Se fijó en él y lo vio mirando a ambas damas, ¿o era una en particular la que había captado su atención?

Al ver al recién llegado, Leah se quedó helada, su sonrisa se desvaneció al instante y su rostro se endureció con esa expresión de cautela que siempre mostraba cada vez que se enfrentaba a una persona con la que no estaba muy familiarizada.

—Leah, supongo que te acuerdas de Andrew Morgan, ¿no? —dijo a toda prisa para tranquilizarla. Su hermana había coincidido con Andrew en un par de ocasiones, cuando este había visitado al primo de su padre, aunque llevaban sin verse más de un año.

Leah hizo una reverencia.

—Sí, ¿qué tal se encuentra, señor Morgan?

Andrew respondió con una inclinación de cabeza.

—Muy bien, gracias, señorita Chapman. ¿Y usted? Espero que en perfecto estado de salud.

—Sí, lo estoy. Gracias.

Aquellos saludos tan remilgados lo dejaron estupefacto, sobre todo por parte de su amigo, que siempre solía mostrarse muy sociable. Pero enseguida recordó sus modales y se volvió hacia Abigail.

—Señorita Foster, le presento a mi amigo Andrew Morgan. Señor Morgan, nuestra nueva vecina, la señorita Foster.

—Un placer conocerla, señorita Foster. No es muy común contar con vecinos nuevos en este distrito tan poco frecuentado.

William procedió a explicarle.

—La señorita Foster y su familia han alquilado Pembrooke Park.

Andrew alzó las cejas en señal de sorpresa.

—Había oído que por fin alguien se había animado a vivir en la vieja casa señorial, pero supuse que sería algún empleado de pompas fúnebres o un fantasma, no una dama joven y encantadora como la que tengo delante. Porque está usted viva, ¿verdad?

La señorita Foster sonrió un poco confundida.

—Viva y bien viva, se lo aseguro.

—Excelente. Pues sea bienvenida a nuestro humilde vecindario.

—Los padres de Andrew viven en Hunts Hall —continuó William con las explicaciones—. Al otro lado de Easton. Mi padre es su administrador, pero aquí mi amigo Andrew se ha pasado viajando la mayor parte de los doce meses que hace que se mudaron a la zona.

Abigail hizo un gesto de asentimiento.

—En ese caso, usted también es un recién llegado, señor Morgan.

—Supongo que sí —sonrió Andrew—. He de decir que no podría haber elegido mejor momento para volver a encontrarnos. Dentro de dos semanas, mi madre quiere darme una pequeña fiesta de bienvenida. Será una cena informal, varios familiares, algunos de sus amigos… Me ha dado permiso para invitar a algunos amigos propios. ¿Por qué no vienen los tres? Por favor, acepten la invitación o moriré de aburrimiento.

William se quedó dudando unos segundos antes de mirar a Leah para observar su reacción.

Claramente desconcertada, su hermana apartó la mirada de la expresión ansiosa de Andrew y replicó:

—Seguro que su madre no se refería a que invitara a cualquiera que se cruzara en su camino.

—Pero ustedes no son «cualquiera». William y yo fuimos juntos a Oxford. Usted es su hermana. Y usted…

La señorita Foster lo interrumpió de inmediato.

—Muchas gracias, señor Morgan, pero no se sienta obligado a incluirme solo porque estoy aquí presente. Aunque por supuesto, debe extender la invitación a la señorita Chapman.

—Dejémonos de rechazos y protestas corteses, por favor. Tan pronto como llegue a casa diré a mi madre que les haga llegar las invitaciones oficiales. Mientras tanto, no se les ocurra aceptar cualquier otro compromiso en la misma fecha, ¿entendido? —Agitó el dedo índice en un divertido gesto.

—Oh, sí, por aquí tenemos muchísimos compromisos sociales —bromeó William—. Haremos todo lo posible por incluir tu invitación en nuestras agendas.

Más tarde, después de que Andrew se marchara, William condujo a las damas hacia los jardines. Cuando sugirió que ya iba siendo hora de acompañar a la señorita Foster a su casa, Leah se disculpó y se marchó, dejándolo con el honor de escoltarla solo; algo que no le molestó en absoluto.

Mientras paseaban por los parques de la finca, la señorita Foster comentó:

—Su amigo parece una persona muy agradable.

—Lo es. Y no se me ha pasado por alto que lo ha dejado impresionado.

—¿Yo? Lo dudo. Solo tuvo ojos para Leah.

William la miró sorprendido.

—¿En serio?

—Sí, no sé cómo no se dio cuenta.

—Mmm…

Se quedó pensando unos segundos. Por un lado, le aliviaba saber que su apuesto y acaudalado amigo no había puesto sus miras en la señorita Foster, pero por otro le inquietaba la idea de que pudiera sentirse atraído por su hermana. Sería interesante ver qué sucedía ahora que había regresado Andrew —por lo visto para siempre— con la intención de sentar cabeza y dar a su madre más nietos. Se suponía que todo Easton creía que Leah Chapman, a sus veintiocho años, se había quedado para vestir santos. ¿Pero sería ella capaz de superar su renuencia y permitir que la cortejaran?

Con independencia de lo que sucediera, lo único que no quería era que su hermana sufriera. Sabía de primera mano lo que era una decepción amorosa. Lo habían rechazado y había vivido para contarlo, pero Leah era mucho más sensible y solitaria que él. Ni tampoco tenía una fe tan fuerte como la suya: una fe que había evolucionado hasta adquirir la solidez de una roca y a la que se aferraba cada vez que la vida le daba un revés. Rezaría por ella. Oraría por los dos.

La señorita Foster lo sacó de su ensimismamiento.

—¿Puedo preguntarle por Oxford, señor Chapman? ¿Cómo consiguió…?

—¿Pagarlo? —terminó él con naturalidad—. Es normal que se lo pregunte, teniendo en cuenta los orígenes de mi padre. Incluso de mi madre.

—Lo siento. No quería ofenderlo. Solo era simple curiosidad.

—Es usted una criatura muy curiosa. Me he dado cuenta de que hace muchas preguntas.

—Discúlpeme, yo…

—En este caso, no me importa lo más mínimo. Como sabe, mi padre fue el administrador de Robert Pembrooke y llegó a convertirse prácticamente en su mano derecha; algo que honró a mi padre y de lo que siempre se sintió muy orgulloso. Que un sirviente o administrador se enorgullezca, incluso si es solo un reflejo del honor o rango de la familia a la que sirve, no es nada nuevo. Pero Robert Pembrooke recompensó el leal servicio de mi padre con algo más que palabras. A pesar de que cuando murió no era muy mayor, tenía hecho el testamento. Ya le mencioné que le dejó la casa, las tierras que la circundaban y el usufructo del estanque de peces a mi progenitor, pero también le legó una buena suma de dinero. Mi padre podía haber invertido ese capital y vivir cómodamente de los intereses. Sin embargo, decidió emplearlo en mi educación. Espero que nunca se arrepienta de esa decisión.

—Por supuesto que no lo hará —le aseguró la señorita Foster—. Es obvio que está bastante orgulloso de usted.

William se encogió de hombros.

—No me siento cómodo con el orgullo, señorita Foster.

—Cómo desearía que mi propio padre… —Se detuvo, dejando la frase incompleta.

Miró su angustiado perfil.

—¿Qué desearía?

—No importa —respondió ella, eludiendo su mirada.

Llegaron a la parte delantera de la casa y se quedaron parados en el umbral en un incómodo silencio hasta que algo más allá de la verja, al otro lado del río, llamó la atención de Abigail.

—¿Quién es? —preguntó ella con el ceño fruncido.

Se dio la vuelta para seguir su mirada y vio a una figura con una capa verde con capucha que cruzaba el puente y desaparecía instantes después.

Sintió un extraño nudo en el estómago.

—No lo sé, apenas he visto su silueta.

Pero ese simple vistazo fue suficiente para que se pusiera nervioso. Enseguida recordó aquellas historias de terror que se contaban durante su infancia sobre un hombre encapuchado y sin rostro dispuesto a matar a cualquiera que se interpusiera en su camino.