Capítulo 3

Cuando regresaron a Londres, le contaron a su madre y a Louisa todos los detalles sobre su nuevo hogar y aceptaron la oferta más alta que habían recibido por su casa. El comprador, recién llegado de las Indias Occidentales, quería entrar a vivir de inmediato, así que a Abigail no le quedó más remedio que ponerse con los preparativos para dejar libre la propiedad.

Excepto algunos objetos de arte, que venderían por separado, y la porcelana y ropa de cama, que llevarían con ellos, el resto se quedaría en la casa. De modo que se dedicó a supervisar el embalaje de los baúles, aunque dejó que fuera su padre el que negociara con el marchante.

Mientras recogía sus cosas del dormitorio que había ocupado la mayor parte de su vida, se sintió nostálgica. Le resultaba extraño dejar atrás el mobiliario y la cama en donde otra persona volvería a dormir muy pronto. Esperaba que el nuevo o la nueva ocupante les tuviera el mismo cariño que ella. Guardó su ropa, separando la que se llevaría con ella para su uso inminente de la que dejaría en el baúl para que se la enviaran después. Luego empacó sus libros favoritos —sobre planos de casas y diseños de paisajismo de Capability Brown— y unas cuantas novelas.

Como el nuevo propietario también quería conservar al personal de la casa, los Foster decidieron que solo se llevarían a Marcel, la doncella personal de su madre, aunque por el momento se quedaría en Londres con su progenitora y Louisa. El ayuda de cámara de su padre se negó a abandonar la capital y solicitó referencias para poder usarlas a la hora de encontrar un nuevo empleo.

En cuanto a los caballos y el carruaje, decidieron venderlos y alquilar una diligencia para el viaje.

Dos semanas después, todo estaba dispuesto para que Abigail y su padre regresaran a Pembrooke Park. Mientras tanto, la señora Foster y Louisa se quedarían en la casa de la tía Bess y se reunirían con ellos en Berkshire en cuanto terminara la temporada.

La noche antes de partir, Abigail terminó de recoger sus pertenencias personales y comprobó si en el equipaje de mano llevaba todo lo que iba a necesitar durante una semana (camisones, muda limpia, artículos de tocador, la novela que estaba leyendo). Cuando se acercó al cajón del escritorio en busca de un cuaderno de dibujo y lápices, vio un rollo de papel. Al abrirlo, el corazón le dio un brinco, pues reconoció los planos de la casa que Gilbert y ella habían diseñado hacía unos años. Recordó que, tras muchas discusiones y revisiones, por fin habían dado con el hogar ideal.

Tal vez para él solo hubiera sido un juego, una especie de práctica, pero para ella fue algo muy real. Se había imaginado viviendo en aquellas habitaciones. Llenando los dormitorios con los hijos de ambos. Comiendo juntos en el salón con aquel ventanal con vistas al jardín en el que Gilbert y ella pasearían tomados del brazo…

Parpadeó para quitarse de la cabeza aquellas imágenes sin sentido y las lágrimas que ya humedecían sus ojos. Dibujaron esos planos cuando apenas eran adolescentes. Lo más probable era que Gilbert ni siquiera se acordara de ellos y seguro que se disgustaría si supiera que todavía los guardaba. Durante un segundo, estuvo tentada de romperlos, pero no pudo hacerlo. Aunque sabía que sería una molestia llevarlos a su nueva casa, volvió a enrollarlos con cuidado y los dejó en el baúl para mantener vivo un sueño al que quizá hubiera sido mejor renunciar de una vez por todas.

Cenefa

Al llegar el día previsto, Abigail y su padre viajaron en diligencia a Pembrooke Park. Allí les esperaban a la entrada los miembros de la plantilla doméstica dispuestos en una fila impecable.

—Buenos días, señorita Foster. Señor Foster —los saludó Mac Chapman, que también había acudido a darles la bienvenida—. Permítanme presentarles a la señora Walsh, su nueva cocinera y ama de llaves.

Una mujer de generosa cintura y aspecto bondadoso inclinó la cabeza.

—Señor. Señorita.

—Esta es Jemima, su ayudante de cocina.

La susodicha, una muchacha delgada, de no más de quince años, rio con timidez antes de hacer una reverencia.

—Y estas son Polly y Molly. Como habrán podido adivinar, son hermanas y serán sus sirvientas.

Ambas les saludaron también con una reverencia y esbozaron sendas sonrisas. Eran muy guapas, de unos dieciocho o diecinueve años. Una con el pelo rubio oscuro; la otra, castaño claro.

Abigail les devolvió la sonrisa.

Mac se volvió en dirección al único hombre que había entre los nuevos empleados.

—Y este es Duncan. Será su sirviente, el encargado de las reparaciones que necesite la propiedad, el cochero y, en general, hombre para todo.

Se fijó en él. Debía de tener casi treinta años, con el pelo castaño claro, hombros anchos y brazos musculosos. Sí, se le veía apto para llevar a cabo cualquier trabajo duro.

El hombre hizo una ligera inclinación pero, a diferencia de sus compañeras, no sonrió.

Su padre se dirigió al anterior administrador y le dijo:

—Gracias, señor Chap…

—Mac —le recordó él.

—Mac, cierto. Bueno, bienvenido todo el mundo.

—Estamos encantados de tenerlos aquí —agregó ella—. ¿Empezamos?

Cenefa

Después de reunirse con Mac y la señora Walsh, decidieron que empezarían por la cocina, la despensa, el comedor y los dormitorios de los sirvientes —para que estos pudieran comer y dormir en la casa— y luego se encargarían de las habitaciones de los Foster. La señora Walsh se quedaría con el espacio destinado al ama de llaves, Duncan con la habitación del antiguo mayordomo del semisótano y las muchachas dormirían en las alcobas del ático.

Los siguientes días, su padre se quedaba la mayor parte del tiempo en la posada del pueblo, pero Abigail solo iba allí a dormir, pues supervisaba a diario el trabajo de los sirvientes entretanto limpiaban y ventilaban la casa habitación por habitación.

Su padre insistió en que escogiera el dormitorio que quisiera: una pequeña recompensa por haberlo acompañado y encargarse de que Pembrooke Park estuviera habitable lo antes posible. Lo cierto era que había sido un detalle por su parte; en realidad fueron las primeras palabras amables que le dirigió desde la catástrofe del banco y ella las aceptó encantada, aunque su escepticismo por naturaleza y pragmatismo le dijeron que solo lo hacía para aligerar la culpa que debía de sentir al permitir que cargara ella sola con todas las labores de limpieza.

Fueran cuales fuesen sus razones, Abigail no eligió ninguna de las habitaciones más grandes, las que suponía habían pertenecido al señor y señora de la casa en el pasado. Tampoco se decantó por la más nueva, que estaba situada en la última ampliación que habían hecho, encima de la sala de recepción, y que tenía una cama elevada con dosel y unas ventanas enormes que la hacían tan soleada.

En su lugar escogió el dormitorio de tamaño más modesto con la casa de muñecas. Desde el primer momento se sintió fascinada por el pequeño alféizar con forma de asiento de la ventana que daba al jardín vallado con vistas al estanque y al río. Y por si esto fuera poco, le cautivaron por completo la encantadora casa de muñecas y el pequeño vestido azul que colgaba de la percha. Tuvo el presentimiento de que aquella estancia escondía muchos secretos y quería guardárlos para sí.

Como quería participar en la limpieza de aquella habitación, ayudó a las sirvientas a quitar las cortinas, ropa de cama y alfombras para lavarlas. Polly fregó las paredes, el suelo y limpió los cristales, pero fue ella quien quitó el polvo de los libros, juguetes y todas y cada una de las miniaturas de la casa de muñecas, volviendo a colocarlas exactamente en el lugar en el que estaban. No sabía muy bien por qué lo hizo. Hubiera sido más fácil guardar todos aquellos juguetes en una caja y limpiar la habitación sin ellos. Era cierto que el señor Arbeau les había dicho que no se deshicieran de nada, pero podía haber pedido a Duncan que los guardara en el ático. Simplemente no pudo.

La casa de muñecas —o «casa de juguete» como a veces había oído que la llamaban— era impresionante. Estaba colocada sobre un mueble bajo para que estuviera elevada sobre el suelo. El exterior era un modelo a escala de Pembrooke Park, con sus ventanas de cristal y tejas diminutas. El interior tenía tres plantas, con un vestíbulo que contaba con una escalera central completa, pasamanos de roble y balaustrada incluida, y se dio cuenta de que lo habían simplificado para que se pudiera acceder a todas las habitaciones principales desde la parte trasera abierta.

Las habitaciones estaban decoradas con todo lujo de detalles, como molduras, puertas con paneles y paredes empapeladas con papel de verdad. Los dormitorios contaban con chimeneas, camas con dosel y palanganeros con vasijas y jarros no más grandes que un dedal. En el comedor, una araña de cristal colgaba sobre una mesa con platos de delicada porcelana del tamaño de un cuarto de penique y minúsculas copas. La sala de estar tenía pequeños cestos de mimbre, un juego de té de plata y libros en miniatura con páginas de verdad. La cocina —en la misma planta que el comedor, aunque en realidad estaba en el semisótano— tenía un diminuto colgador de carne para que se asara al fuego, una chimenea con asador, pequeñas jarras de cobre y moldes para cocinar.

Comprar todas esas miniaturas o pagar para que las hiciera expresamente un artesano tenía que ser un pasatiempo demasiado caro. Supuso que antes de convertirse en la casa de muñecas de una niña había sido la distracción de una mujer con mucho dinero.

Abrió el cajón del mueble sobre el que estaba colocada la casa y encontró una familia de muñecos de trapo con caras de porcelana, vestidos con trajes de hacía décadas. Una madre, un padre y dos hijos; o eso pensó por su atuendo, aunque a uno de ellos le faltaba la cabeza. ¿Dónde estarían las hijas?

Mientras quitaba el polvo al comedor, se quedó admirando la diminuta bandeja de plata con campana que había sobre la mesa. Llevada por la curiosidad, extendió la mano y levantó la tapa. Allí, en la fuente, estaba la cabeza del hijo que faltaba, con el pelo de hilo negro y el relleno sobresaliendo del cuello.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Seguro que se trataba de la travesura de algún pequeño bellaco. No pudo evitar imaginarse lo mucho que se habría enfadado su hermana, fuera quien fuese. Colocó la cabeza en el cajón, al lado del cuerpo, y se prometió que, en cuanto tuviera tiempo, lo arreglaría. Ahora, sin embargo, era hora de volver al trabajo.