Capítulo 4
Al tercer día de estar trabajando en la casa, Abigail se permitió un respiro y salió a tomarse una taza de té al pequeño porche. Como hacía una hermosa mañana de primavera, se relajó inspirando una profunda bocanada de aire fresco. Estaba deseando explorar los jardines y bosques, pero antes tenían que terminar de adecentar toda la vivienda. Los trabajos de limpieza estaban yendo bien. La señora Walsh era una líder tranquila y sensata que dirigía al personal con mano suave y reprimendas alentadoras. «¡Venga, muchachas, sé que podéis hacerlo mucho mejor!», les decía.
Solía reunirse con ella en la sala para hablar sobre el progreso del trabajo, planes y compras. No obstante, desde un primer momento dejó claro que en la cocina mandaba ella y que no le hacía ninguna gracia que la señora de la casa se inmiscuyera en sus quehaceres. Así que, desde que llegara, no había tenido ocasión de toparse mucho con Jemima, la ayudante de cocina.
A las que sí veía a menudo era a Polly y a Molly. Sobre todo a Polly, la hermana mayor, que se ofreció voluntaria para hacer las veces de doncella personal —ayudarla a vestirse y similares— y realizar las tareas propias de una sirvienta de grado superior. Ambas hermanas eran unas jóvenes muy agradables y trabajadoras, hijas de un granjero de la zona, que encontraban incluso los trabajos domésticos más arduos mucho más livianos que los que estaban acostumbradas a realizar en la granja de su padre.
Duncan también trabajó mucho los primeros días; hasta se ofreció a llevar a las muchachas cubos de agua y otras cargas pesadas. De vez en cuando lo pilló mirando a Polly para ver si la joven se percataba de sus esfuerzos. Esperaba no estar ante un romance en ciernes entre miembros de su personal; aunque Polly, casi diez años más joven que Duncan, no demostró a cambio nada más que una educada cortesía, así que, con un poco de suerte, no tendría de qué preocuparse.
Lo que sí descubrió enseguida fue que, a pesar de la amabilidad de su personal, todos se mostraron muy herméticos a la hora de hablar del pasado y de los anteriores ocupantes. Cuando preguntó a la señora Walsh sobre los Pembrooke, la mujer se limitó a mirarla con cautela y negar con la cabeza.
—No, señorita. No vamos a hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Porque Mac dice que no puede traernos nada bueno. Es demasiado peligroso.
—¿Peligroso? ¿En qué sentido?
Pero volvió a negar con la cabeza y apretó los labios firmemente.
Cuando lo intentó con Polly, preguntándole qué sabía de los anteriores residentes, la joven se encogió de hombros.
—No mucho, señorita. Era muy pequeña cuando se marcharon.
—Pero algún rumor habrás oído de ellos.
—Sí, señorita. Pero solo eso, rumores. Y no quiero perder mi empleo por cotillear.
Era evidente que Mac les había hecho algún tipo de advertencia cuando los contrató.
De modo que no le quedó otra que dejar a un lado temporalmente sus preguntas y centrarse en la limpieza y organización de la casa, así como en la elaboración de listas con las reparaciones que tenían que hacerse y los suministros que necesitaban para abastecer la despensa.
Y ahora, allí de pie en el porche, mientras se bebía el té a pequeños sorbos, se dedicó a observar la iglesia que había al otro lado del patio, dentro del recinto amurallado de la finca.
Momentos después pasaba Mac, con el perro pisándole los talones, vestido con un largo abrigo Carrick, pantalón de cuero y botas de caña alta. También llevaba una gorra Harris de lana de color marrón verdoso en honor, según había oído, a la ascendencia escocesa de su madre. Del pecho le colgaba la correa de un morral y portaba una caja con instrumental veterinario en una mano y una escopeta en la otra.
En el poco tiempo que llevaba allí se había enterado de que Mac Chapman no solo había sido el anterior administrador y guardián de Pembrooke Park, sino que también era el actual administrador de Hunts Hall, la propiedad de una distinguida familia al otro lado de Easton.
Al verla en el umbral de la puerta, se quitó la gorra en señal de saludo.
—Señorita.
—Buenos días, Mac. ¿Cómo se presenta el día?
—Oh, voy a probar un nuevo remedio en una vaca enferma y de paso aprovecharé para inspeccionar una acequia que hay por la zona.
—¿Y el arma?
—Por si el remedio no funciona. —Abigail lo miró alarmada—. Solo estoy bromeando, muchacha —la calmó—. Suelo llevar un arma cuando estoy trabajando. Nunca se sabe si un perro salvaje o uno de esos tejones sarnosos van a atacarle a uno o al ganado.
—O un intruso —ironizó ella.
El hombre frunció el ceño.
—No bromee con eso, muchacha. Como tal vez descubra, no es algo que deba tomarse a la ligera.
Abigail decidió cambiar de tema.
—¿Puedo preguntarle por la iglesia, Mac? ¿Ha estado cerrada como la casa?
El señor Chapman se detuvo para seguir la dirección de su mirada.
—Por supuesto que no. Es la iglesia parroquial, junto con la de Caldwell y la capilla de Ham Green. Se ofician misas todos los domingos y los días festivos.
—¿Puedo entrar y echar un vistazo?
—Sí. Siempre está abierta. Le aseguro que el párroco es un buen hombre —informó con una especie de sonrisa.
Qué diferente le parecía ahora del extraño que les había dado aquel desagradable recibimiento no hacía tanto tiempo.
Más tarde, mientras la servidumbre tomaba un almuerzo ligero, Abigail atravesó el camino de grava que iba hacia la iglesia y el cementerio anexo. Cruzó la hierba fresca y pasó a través de la apertura que había en el bajo muro. Después, recorrió con la vista el cementerio, de aspecto bien cuidado, antes de fijarse en la pequeña iglesia. La puerta de entrada estaba protegida por un porche cubierto (supuso que un añadido posterior al edificio original). Encima había una ventana con forma de arco y un campanario cuadrado coronado con un chapitel. Se metió en el porche, empujó la vieja puerta de madera y accedió al frío interior.
A pesar de los grandes ventanales de cada extremo, tardó un poco en acostumbrarse a la tenue iluminación que contrastaba con el soleado día que hacía en el exterior. Enseguida distinguió la celosía de piedra del siglo XV que dividía la capilla de la larga y estrecha nave. Las paredes con paneles y la bóveda de cañón. Las filas de bancos, el comulgatorio y el púlpito con tornavoz: todo de roble. Hasta a Gilbert le hubiera gustado.
En el pasillo central se fijó en una escalera de pie colocada bajo una lámpara de techo de metal. Al verla vacía no pudo evitar preguntarse dónde estaría el trabajador encargado del mantenimiento.
Se acercó a la pared del fondo para estudiar una serie de pinturas antiguas.
De pronto, un hombre salió de la sacristía. Iba vestido con un sencillo chaleco, con la camisa remangada y llevaba una caja debajo del brazo. Se subió a la escalera y empezó a quitar las velas gastadas mientras tarareaba. Era obvio que no se había percatado de su presencia, ya que estaba medio escondida entre las sombras.
Como no quería asustarlo, se aclaró la garganta y murmuró un suave «buenas tardes».
Él la miró.
—¡Oh! Lo siento. No la había visto.
Se dio cuenta de que se trataba del hombre joven que estaba con Mac el día que se conocieron. El que suponía era su hijo, aunque no habían sido presentados formalmente.
Salió despacio hacia el pasillo.
—Sí está buscando más trabajo, tenemos mucho que hacer en Pembrooke Park.
Él se rio por lo bajo y se colocó mejor la caja.
—Me lo imagino, aunque, como puede comprobar, estoy bastante ocupado aquí.
Abigail hizo un gesto de asentimiento.
—¿Se encarga de mantener la iglesia en buen estado igual que su padre hace con la casa?
—En cierto modo.
—Me sorprende que su padre no lo haya contratado formalmente.
Él sonrió.
—Está acostumbrado a asignarme tareas sin pagarme —respondió con afecto—. Ese es uno de los privilegios de ser de la familia. —Quitó otra vela y la guardó en la caja.
Al ver el esfuerzo que estaba haciendo por mantener el equilibrio en la escalera, mientras sujetaba la caja y manipulaba las velas dijo:
—Esa lámpara no me parece de lo más funcional.
Él la miró durante un segundo y después volvió a centrarse en la tarea que se traía entre manos.
—Supongo que no. Unos apliques en la pared serían mucho más fáciles de mantener y reponer. Pero me gusta esta cosa tan poco funcional. Creo que es muy bonita. Fue un regalo que hizo hace mucho tiempo la señora de la casa.
Bajó de la escalera e hizo un gesto hacia las pinturas que había estado contemplando.
—Esa es la mártir Catalina de Alejandría. Aunque tras la Reforma se destruyeron muchas pinturas, las obras de arte de nuestra pequeña iglesia se salvaron. —Dejó la caja en el suelo y se limpió las manos con un pañuelo—. No hemos sido oficialmente presentados, pero si me lo permite, voy a solucionar ese asunto ahora mismo. —Guardó el pañuelo y le hizo una reverencia—. Soy William Chapman. Y según tengo entendido, usted es la señorita Foster.
—Efectivamente. Encantada —dijo con una ligera genuflexión. No sabía si el hijo de un administrador encontraría aquella cortesía fuera de lugar.
En ese momento oyó el sonido de unos pasos y se dio la vuelta. Detrás de ellos venía una mujer con la cabeza inclinada sobre una caja que traía.
—He encontrado más velas —anunció levantando la vista.
Al ver a Abigail se detuvo en seco.
Se trataba de la misma mujer que había visto con la niña el primer día que llegaron a Pembrooke Park. Ahora que la tenía más cerca, supuso que debía de rondar entre los veinticinco y treinta años. Tenía unos preciosos ojos color avellana y el pelo de un tono castaño dorado que compensaba la modestia de su vestido y el bonete sin adornos que llevaba. ¿Sería su esposa?
—Muy bien, Leah —dijo William Chapman—. Esta es nuestra nueva vecina. Su familia y ella son de Londres. Son parientes lejanos de los Pembrooke. Muy lejanos.
—Sí, papá ya me lo ha contado. La señorita Foster, ¿verdad?
—Perdóneme —se disculpó el señor Chapman, volviéndose hacia ella—. Señorita Foster, le presento a la señorita Leah Chapman, mi hermana.
¿Su hermana? Nunca se lo hubiera imaginado.
—Encantada —repitió.
—Mi hermana me ayuda mucho —continuó el señor Chapman.
—¿Se refiere a su… trabajo? —preguntó ella.
—Sí.
—Su padre me dijo que el párroco era un buen hombre.
—¿En serio?
Leah sonrió.
—Nuestro padre no suele ser muy objetivo, pero en este caso tiene toda la razón del mundo.
William miró a su hermana con una sonrisa de oreja a oreja.
—Tú tampoco eres precisamente imparcial.
Abigail tuvo la sensación de estar siendo excluida de una broma que solo entendían ellos, pero continuó:
—En ese caso, estoy deseando conocerlo.
Ambos hermanos se volvieron para mirarla.
—Pero… si ya lo conoce —indicó la señorita Chapman con el ceño ligeramente fruncido—. Mi hermano aquí presente es nuestro vicario. Ha sido recientemente ordenado como nuestro párroco a todos los efectos.
—Oh… —La noticia la dejó desconcertada. Sabía que los vicarios ocupaban el peldaño más bajo de la jerarquía eclesiástica. Eran asistentes eclesiásticos, pero sin ingresos propios.
—Puede que se refiriera al señor Morris, nuestro rector —añadió William con tono amable—. Viene a visitarnos de vez en cuando.
—No lo suficiente —resopló Leah—. Te carga con demasiado trabajo, William. Y te paga muy poco.
Abigail sintió cómo le empezaban a arder las mejillas.
—Lo siento. No me he dado cuenta. Lo he confundido con…
Los ojos de William Chapman despidieron un brillo travieso.
—¿Con un sirviente? ¿Un jardinero? ¿Un sacristán? Sí, suelo asumir todas esas funciones. No me ha ofendido, señorita Foster. Somos una parroquia pequeña. Hago todo aquello que sea necesario.
—Demasiado, si quieres saber mi opinión —intervino su hermana.
—Bueno, por suerte te tengo a ti para echarme una mano. Miedo me da el día en que te cases y me dejes aquí solo.
Leah lo miró un tanto desganada antes de echar un vistazo a Abigail.
—Ya sabes que no hay muchas posibilidades de que eso suceda.
—No, no lo sé en absoluto.
Abigail, que empezaba a sentirse incómoda, agregó:
—Me ha sorprendido bastante encontrar la iglesia abierta y en funcionamiento cuando…
—¿Cuando la casa estaba cerrada a cal y canto? —terminó por ella el señor Chapman—. Mi padre solo se mantenía inflexible en lo de no dejar entrar a nadie en la vivienda. Pero esta es la casa de Dios y está abierta a todo el mundo. Es más, espero que este domingo se una a nosotros.
Abigail esbozó una sonrisa, pero se limitó a responder con un neutral «tal vez».
Al día siguiente, Abigail dejó la posada. Aquella sería la primera noche que pasaría en Pembrooke Park. Su dormitorio estaba limpio y listo para usarse, al igual que la cocina y las alcobas de los sirvientes. La habitación de su padre ya había sido aireada y sería la siguiente en limpiarse, aunque tampoco tenían mucha prisa, ya que había regresado a la ciudad para revisar los últimos detalles de la venta de la casa y firmar la escritura. Se había marchado diciéndole que se quedaba más tranquilo sabiendo que ahora tenía a una doncella y a otros criados pendientes de ella. Abigail se sintió un poco decepcionada, pero trató de conformarse diciéndose a sí misma que aquello demostraba que había recuperado parte de la confianza de su padre.
Polly la ayudó a desvestirse. Después le dio las gracias y la despidió deseándole buenas noches. Algo que anhelaba de todo corazón, ya que siempre había tenido dificultad para conciliar el sueño cuando dormía en un lugar desconocido. Tras soplar la vela que tenía en la mesita de noche, permaneció tumbada en la cama con los ojos abiertos durante lo que le parecieron horas, escuchando cada gemido del viento y cada crujido de la casa. Incluso después de quedarse dormida, se despertó a menudo, sin saber muy bien qué era lo que la había perturbado y sin recordar dónde estaba. Se dijo a sí misma que no estaba sola, que los sirvientes estaban con ella, que no tenía ningún motivo para tener miedo.
Pero no le sirvió de mucho consuelo.
Estaba a punto de volver a quedarse dormida cuando creyó oír algo. Una especie de zumbido que subía y bajaba de volumen, como el murmullo de un arroyo o unas voces distantes. La señora Walsh y Duncan dormían en el semisótano; dudaba que pudiera oír sus voces desde allí. Aunque también podían provenir del ático. Tal vez de la alcoba de las dos hermanas y lo que estaba oyendo era una conversación entre ambas. Pero tampoco podía distinguir una voz en particular, ni siquiera si era de hombre o mujer. De hecho, no estaba del todo segura de que se tratara de una voz. Bien podría tratarse de una ilusión creada por el propio viento, ululando a través de la chimenea.
Se puso a escuchar con detenimiento y entonces oyó un gemido espectral:
—Solo. Sooooolo…
Jadeó y se quedó completamente inmóvil, con todos los sentidos alerta. Pero lo único que oyó fue el viento. Seguro que se había imaginado aquella voz. Claro, eso era lo que llevaba oyendo toda la noche. Solo el viento.
A la mañana siguiente, y dado que no había dormido nada bien, Abigail se quedó en la cama más tiempo de lo habitual. Era domingo, pero decidió no acudir a la iglesia. No estaba preparada para lidiar con todos esos desconocidos y sentir sus miradas pendientes de ella cuando la «recién llegada» entrara en la parroquia. Además, ¿y si en el campo tenían costumbres diferentes? Se sentiría incómoda e insegura si no sabía cómo comportarse. En Londres, su familia solo iba a misa de modo esporádico, si no se habían acostado muy tarde la noche anterior o cuando su madre decidía que tenían que mantener las apariencias, sobre todo si un posible pretendiente era conocido por su especial devoción. Por otro lado, tenía varias cartas que contestar, y después de lo ocupada que había estado para adecentar la casa, ahora por fin tenía un rato libre.
Polly le trajo el desayuno en una bandeja y la ayudó a vestirse antes de marcharse ella misma a la iglesia. Mac había insistido en que dieran al personal el día libre los domingos para que pudieran ir a misa y visitar a sus familias. Algo en lo que Abigail había estado de acuerdo, aunque en ese momento hubiera deseado que su propia familia estuviera allí para no sentirse tan sola.
Después de desayunar, volvió a leer la carta de la hermana de Gilbert que había recibido en la posada el día anterior. Susan le expresaba su pesar porque hubiera tenido que dejar Londres y se mostró preocupada por la situación que estaba atravesando su familia. También añadió una posdata:
Describiste Pembrooke Park como un lugar remoto cercano a la pequeña aldea de Easton y al pueblo de Caldwell. Fíjate qué curioso que Edward y yo ya hemos oído hablar de Caldwell. Uno de los escritores habituales de nuestra revista vive allí. Desde luego, el mundo es un pañuelo.
Abigail se quedó pensativa un rato, preguntándose de quién podría tratarse. Luego sumergió la pluma en el tintero y comenzó a escribir su respuesta, intentando parecer lo más optimista posible sobre el giro que había dado su vida para que su amiga no se preocupara ni sintiera pena por ella. Estaba bien. Todos lo estaban. Le preguntó el nombre del colaborador, en caso de que terminara encontrándose con esa persona.
Pero pronto, antes de darse cuenta, empezó a distraerse. Se levantó y cruzó el pasillo hasta la habitación de su padre. Desde la ventana contempló unos pocos carros y calesas deteniéndose al otro lado del puente. Se dio cuenta de que, a pesar de que Mac al final había estado de acuerdo en eliminar la barricada (una tarea que no agradó precisamente a Duncan), la costumbre de dejar los caballos y carruajes fuera de los límites de la propiedad estaba bien arraigada.
Otras familias llegaban a pie desde la cercana Easton, saludándose unos a los otros cuando atravesaban la verja. Se sobresaltó al oír la campana de la iglesia, en claro contraste con el silencio que reinaba en la casa vacía. Cuando el último de los feligreses entró en la parroquia, Abigail soltó un suspiro y continuó con la carta.
Más tarde, cuando terminó el servicio dominical, volvió a levantarse para ver salir a la congregación. A medida que la pequeña multitud se dispersaba y alejaba por el puente, por fin divisó a la familia Chapman al completo. Allí estaba Mac, una mujer madura que debía de ser su esposa, William, Leah, la niña y un muchacho también pelirrojo. Iban charlando y riendo mientras atravesaban el patio de camino a su casa. El hogar de Mac estaba en algún lugar alejado de los terrenos de la propiedad. Según tenía entendido, William se había mudado hacía poco a la pequeña casa parroquial que había junto a la iglesia, aunque era evidente que le gustaba pasar el tiempo con su familia.
El perro, tan fiero como le pareció la primera vez que lo vio, trotó hacia ellos con la lengua fuera y moviendo la cola. El muchacho alto y pelirrojo, de unos quince años, le arrojó un palo antes de salir corriendo detrás del animal. Su hermana pequeña lo siguió. Mac los reprendió sin mucha convicción mientras su esposa reía y lo agarraba del brazo. Detrás de sus padres, Leah también iba asida al brazo de William. Aquella encantadora imagen de afecto familiar hizo que se le encogiera un poco el corazón. Aunque su familia no era especialmente cariñosa, siempre tuvo la secreta esperanza de que Gilbert y ella lo compensarían con sus propios hijos algún día. Se le humedecieron los ojos y parpadeó para alejar aquel doloroso pensamiento.
Como si percibiera que lo estaba observando, William Chapman miró hacia atrás y alzó la vista hacia la casa. Aunque dudaba de que pudiera verla en la penumbra de la habitación en un día tan soleado, se apartó inmediatamente de la ventana.
Esa misma tarde, mientras se abotonaba una spencer para salir a dar un paseo, alguien llamó a la puerta principal. Como los sirvientes aún no habían regresado de su día libre, se apresuró a bajar las escaleras para abrir ella misma, con el sombrero y los guantes en la mano. Durante un segundo, vaciló sobre la conveniencia de abrir a un extraño —o un posible cazador de tesoros— estando sola en la casa, pero en cuanto vio a William Chapman en el umbral, con una cesta, respiró aliviada. Con aquella vestimenta —un abrigo verde a la última moda, un chaleco estampado y una sencilla corbata— no parecía un clérigo.
—Buenas tardes —lo saludó.
Él miró detrás de ella, en dirección al vestíbulo vacío.
—¿Los sirvientes han decidido dejarles? —Un destello de ironía brilló en aquellos ojos azules de aspecto juvenil.
—No —informó ella—. En absoluto. Están disfrutando de su día libre.
—Eso es algo muy generoso de su parte.
—Fue idea de su padre.
—Ah. Sí, también le gusta mucho decir cómo debo organizar mis domingos.
—¿En serio?
—Después de todo, es el sacristán de la parroquia. Así que… —Se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Pobrecillo —bromeó ella.
Se dio cuenta de que William Chapman era guapo. Tenía el pelo de un tono más oscuro que el de su padre, más caoba que rojizo. Y era casi tan alto como él. Sus rasgos eran agradables a la vista: nariz recta, boca ancha, piel clara…
—No me malinterprete —señaló él, levantando la mano—. Siento el mayor de los respetos por mi padre. Pero a veces puede ser un poco… dominante. No quería que pensara que era la única receptora de sus… sugerencias —sonrió. Un gesto que hizo que se arrugaran las esquinas de sus grandes ojos y que le aparecieran dos pliegues verticales a ambos lados de la boca.
A Abigail aquello le resultó de lo más atractivo.
—Bueno, esto es para usted. Una cesta de bienvenida de parte de mi hermana. —Le pasó una canasta repleta de regalos: toallas de mano bordadas, jabón casero, latas de té y mermelada, una hogaza de pan y un montón de magdalenas.
—¡Dios mío! ¿Lo ha hecho todo ella sola?
—La mayor parte, incluso la cesta, aunque Kitty la ayudó con el jabón, mamá es la panadera de la familia y mi padre es famoso por sus mermeladas.
—No…
—Oh, sí. Su trabajo hace que tenga que supervisar todos los recodos de las fincas que administra y durante sus largos paseos ha ido descubriendo los puntos donde crecen las mejores fresas silvestres, grosellas y moras. Además, lleva mucho tiempo encargándose de los huertos de Pembrooke Park. Espero que no se lo cuente al nuevo inquilino. —Le guiñó un ojo.
—Su secreto está a salvo conmigo. Sobre todo porque me permite disfrutar de sus mermeladas. Pero ¿por qué no ha venido su hermana a traérmela? Me hubiera gustado agradecérselo en persona.
Él hizo una mueca mientras pensaba en una respuesta.
—Leah es un poco… no exactamente tímida, pero sí precavida con los desconocidos.
—Oh. Entiendo. Algo noté cuando observé cómo la alejaba de la zona el primer día que estuvimos aquí. De hecho, cuando lo vi con ella y la niña creí que eran su esposa e hija.
—Ah. —William Chapman cruzó los brazos detrás de la espalda y se balanceó sobre los talones—. No, no estoy casado. No he tenido el privilegio, aunque sí que… —Se detuvo y Abigail creyó ver un destello de dolor en sus ojos antes de que parpadeara y agregara—: Entonces ese día vio a mis dos hermanas. También tengo un hermano. Kitty parece más pequeña, pero en realidad tiene doce años.
—Ajá. —Se quedó parada un instante, incómoda porque no sabía si debía decirle que entrara o no—. Lo invitaría a pasar y a compartir un poco de estas viandas conmigo, pero como estoy sola en la casa…
Él hizo un gesto con la mano para desechar la oferta.
—No, por favor. No tenía intención de sonsacarle una invitación y no se me ocurriría privarla de un solo bocado. Aunque si quiere compartir la mermelada con la señora Walsh, habrá conseguido una amiga de por vida.
Ella le sonrió.
—Entonces lo haré seguro.
Aunque era reacio a separarse de su encantadora nueva vecina, William Chapman sabía que ya había cumplido con su cometido y que ahora tenía que despedirse, de modo que no le quedó más remedio que decir:
—Bueno, veo que va vestida para salir, así que no la molesto más.
—Solo iba a dar un paseo —indicó la señorita Foster—. Llevo aquí metida todo el día y todavía no he tenido tiempo de explorar los terrenos…
La notó vacilar. ¿Sería posible que quisiera que se uniera a ella? Lo dudaba, aunque solo había una manera de descubrirlo.
—Desde luego hace un día estupendo —acordó él—. ¿Le apetece un poco de compañía?
—Me encantaría.
William sonrió.
—Un paseo es justo lo que necesito después de comer el asado de mi madre.
Ella le devolvió la sonrisa visiblemente aliviada.
—Deme un momento para dejar la cesta dentro y recoger mis cosas.
Minutos más tarde, se reunió con él en el patio con los guantes ya puestos y un sombrero de paja protegiéndole la cabeza.
—Usted primero. —William hizo un gesto en dirección al lateral de la casa y fueron caminando hacia allá—. Aparte de la iglesia, lo que más me gusta está por aquí.
La fachada posterior de la casa estaba cubierta por exuberantes enredaderas verdes con flores blancas. El patio trasero tenía una terraza con vistas a un descuidado jardín de rosas, arbustos ornamentales que hacía tiempo que no se habían podado y un estanque lleno de nenúfares.
—Por supuesto que no es tan bonito como antes —reconoció.
—Tal vez, cuando la casa esté lista, pueda prestar un poco más de atención a los jardines.
—A mi madre le encantaría ayudar. Adora los jardines. Y seguro que mi padre no pierde ni un segundo en hacerle un montón de sugerencias al respecto.
Ambos intercambiaron otra sonrisa.
Continuaron caminando por un jardín vallado, un cobertizo y un huerto. William señaló un estanque mucho más grande que el anterior.
—Este es el estanque de peces. Robert Pembrooke se lo dejó en usufructo a mi padre, así como la propiedad de nuestra casa, en su testamento.
—Robert Pembrooke… —repitió la señorita Foster—. ¿Es la persona que vivió aquí antes que nosotros?
—No inmediatamente antes. Falleció hace veinte años.
No se explayó en la respuesta, pues sabía que a su padre no le gustaba que la gente curioseara sobre los anteriores ocupantes de la casa.
La señorita Foster pareció percibir su reticencia y cambió de tema.
—¿Dónde está la casa de su familia?
—Venga. Se la enseñaré.
—No quiero ser una molestia.
—Entonces solo se la enseñaré de lejos. De todos modos es bueno que conozca su ubicación, por si alguna vez necesita algo o tiene algún… problema. —«Dios quiera que no», pensó, a pesar de todas las advertencias de su padre.
Dejaron atrás la cabaña del antiguo guardabosques y continuaron a través del bosque por un deteriorado camino alfombrado de anémonas blancas y verdes. La casa blanca con el tejado de paja se enclavaba en medio de un claro.
Vio cómo la señorita Foster se detenía a mirarla a una distancia prudente.
—¡Qué bonita! —susurró.
Contempló la vivienda de sus padres con cariño.
—Sí, supongo que sí.
Tras unos segundos, preguntó de repente:
—¿Es su familia tan feliz como parece?
La inesperada cuestión lo sorprendió tanto que se detuvo a considerarla unos instantes con los labios apretados.
—Sí, la mayoría de las veces sí. O quizá «satisfecha» sea la mejor palabra. Tenemos nuestras rencillas, como cualquier familia que se precie, pero pobre del que intente hacer daño a algún Chapman. —Trató de sonreír, pero no lo consiguió del todo—. Si por lo menos Leah…
La señorita Foster lo miró, preocupada.
—Si por lo menos Leah, ¿qué?
¿Para qué habría abierto la boca?
—No es mi intención criticarla —se apresuró a aclarar él—. Pero Leah lleva luchando con sus problemas de ansiedad más tiempo del que puedo recordar. Me gustaría poder ayudarla. La Biblia nos dice que no temamos. Y también dice que el amor perfecto expulsa el miedo, pero nada de lo que le diga o ninguna de mis oraciones parecen surtir efecto.
—Amor sin miedo… —murmuró la señorita Foster, reflexionando sobre la idea—. Aunque me temo que no parece muy práctico. Porque cuanto más se ama, más miedo se tiene a perder al ser querido.
La miró con una sonrisa en los labios.
—Sí, tal vez sea poco práctico. Y difícil también. Pero qué gran manera de vivir. —Ladeó la cabeza y se permitió dejar la mirada vagando por su adorable rostro—. Por lo que veo, valora usted el pragmatismo, ¿verdad, señorita Foster?
—Sí —respondió ella enderezándose—. Hablando de lo cual, quizá debería volver a casa y dejar que usted regrese a la suya. Seguro que está cansado después de los servicios dominicales.
—Un poco cansado, sí. Pero nada que no pueda solucionar una breve siesta. —Se volvió y le indicó el camino de vuelta.
Mientras caminaban, la oyó decir con tono vacilante:
—Gracias por no haberme presionado con el asunto de acudir a la iglesia.
—Ni se me ocurriría. —Lo cierto era que le había decepcionado un poco no haberla visto en misa, pero no tenía intención alguna de forzarla a hacer algo que no quisiera. La miró de soslayo y dijo con tono irónico—: Ya vendrá cuando esté preparada. He oído decir que los sermones son bastante… interesantes.
Ella lo miró perpleja. ¿Habría conseguido despertar su interés? Esperaba que sí.