Capítulo 22

Al día siguiente, Abigail regresó sola al rincón oculto del jardín. Todo parecía igual que antes. Entonces se dio cuenta de algo que hizo que contuviera la respiración. Había una margarita amarilla en una botella de vidrio que había encima de un tablón. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se acercó al muro del jardín. Con las manos sudorosas dentro de los guantes, sacó el ladrillo, esperando encontrar una respuesta a su nota. Nada. El hueco estaba vacío. Se le cayó el alma a los pies. Qué tonta había sido.

De pronto, oyó unos pasos y se dio la vuelta a toda prisa. Allí, a un lado del cobertizo, la estaba esperando la mujer del velo. Se le volvió a acelerar el pulso. ¿Iba a conocer por fin a Harriet Pembrooke?

La mujer alzó las manos, también enguantadas, y levantó el velo lentamente. Sin embargo, el rostro que fue revelando poco a poco no le era desconocido.

Se trataba de la señora Webb, la tía viuda de Andrew Morgan.

Abigail se llevó una mano al pecho.

—Menudo susto me ha dado.

—¿No soy quien esperaba? —preguntó la viuda, enarcando una ceja.

—No.

La mujer frunció el ceño.

—Bueno, yo tampoco la esperaba a usted, así que supongo que estamos en paz. No obstante, reconozco que llegué a pensar que había sido usted la que escribió la nota. Al fin y al cabo, le he enviado varias cartas anónimas y ese giro inesperado hubiera sido lo más justo.

—¿Es usted la autora de las cartas?

—Sí. ¿Quién creía que se las mandaba? ¿Jane?

—Creía que era Harriet Pembrooke.

—Pues aquí la tiene, en carne y hueso. —La señora Webb extendió ambas manos y la miró con una sonrisa irónica en sus finos labios—. Pensé que, siendo tan inteligente como es, se habría dado cuenta hace mucho tiempo. Y no me cabe la menor duda de que también se imagina a quién esperaba encontrarme aquí hoy.

Abigail asintió.

—Siento decepcionarla, pero no le he contado lo de las cartas que me ha escrito. Ni del encuentro que le sugerí en la nota. Primero quería verla a solas. —Estaba muy confundida—. Sigo sin entenderlo. ¿Por qué nadie ha mencionado que su apellido de soltera era Pembrooke?

Harriet miró hacia la casa antes de volver a hablar.

—Cuando nos marchamos de aquí, mi madre decidió que era mejor que no siguiéramos usando el apellido Pembrooke. Temía que mi padre nos persiguiera hasta los confines de la Tierra, así que volvió a usar su apellido de soltera: Thomas. Yo hice lo mismo. —Hizo un gesto hacia el jardín—. Venga. Vamos a dar un paseo.

Ambas se pusieron a caminar disfrutando de la relativa intimidad que les proporcionaba el jardín. Abigail no prestó atención alguna a las plantas y flores que fueron dejando atrás, pues su mente era un torbellino de dudas y preguntas.

—Cuando tenía veinte años —continuó Harriet—, me casé con Nicholas Webb y me sentí muy feliz de dejar atrás todos los vínculos que me unían a Pembrooke Park. —Se detuvo a mirarla—. Esa es la ventaja no reconocida del matrimonio, señorita Foster. Te proporciona un nuevo apellido, un nuevo comienzo, una forma de dejar atrás la persona que una vez fuiste.

—Espero que su matrimonio le reportara mucho más que eso.

Harriet volvió a enarcar la ceja.

—¿Se refiere al amor? No. Pero tampoco esperaba amor. Aunque sí recibí una nueva identidad. La gente ya no me conocía por el nombre de Harriet Pembrooke. No me juzgaba por lo que hice o hizo mi padre. Aquella Harriet dejó de existir. Gracias a Dios y gracias al señor Webb. Nadie más me veía como aquella muchacha desesperada y torpe, la hija de un asesino. Salvo Miles. —Se encogió de hombros—. Y a pesar de que Nicholas era mucho mayor que yo, me trató muy bien. Me dio una seguridad financiera, una forma de olvidarme de Pembrooke Park para siempre. Por fin se había terminado… o eso creí. —Exhaló un prolongado suspiro—. Uno podría pensar que era lo único que necesitaba para ser feliz.

—Pero no lo fue —dijo Abigail con gentileza. No era una pregunta, porque la respuesta estaba más que clara en la palidez del rostro de la mujer.

Harriet negó con la cabeza.

—Nicholas murió y me sentí perdida, desvinculada de todo. Mi nueva identidad se resquebrajó. Comencé a tener pesadillas con el pasado. Con los días que pasé aquí. Me carcomía la culpa por lo que mi padre hizo… —Volvió a mirar la casa y se estremeció—. Era incapaz de encontrar un poco de paz. Pensé que si podía enmendar de alguna forma la fechoría de mi padre… Pagar el precio que él nunca pagó, al menos que yo sepa. Porque en el fondo temo que si no lo hago, al final seré castigada por los pecados de mi padre, porque nunca confesé lo que sabía, porque guardé su secreto todos estos años. Sí, hubo rumores. Sospechas. Pero nunca llegaron a más. Teníamos demasiado miedo como para abrir la boca.

—Entonces, ¿es verdad? ¿Mató su padre a Robert Pembrooke? —La vio tan angustiada que no sabía si había hecho bien en preguntarle aquello.

—Claro que lo hizo. —Sus ojos brillaron—. Y ahora no me diga que le sorprende, porque entonces creeré que ha sido un error depositar mi confianza en usted… y mi diario.

—No quería creerme los rumores. No dar nada por hecho.

—¿Por qué no? Todo el mundo lo hizo, y con razón. No importa lo que Miles le haya dicho, ni él ni yo tenemos ningún derecho sobre esa propiedad. No después de lo que hizo. Siempre he pensado, o al menos deseado, que hubiera algún pariente más digno de ello.

»Cuando encontré la Biblia de la familia, creí que tal vez ese rumor también fuera cierto. Pero no encontré ningún otro familiar cercano a Robert Pembrooke, así que busqué a parientes más lejanos y di con su padre. He de confesar que existe otra razón más por la que quería que la casa volviera a estar ocupada. Creí que así disminuiría la obsesión de Miles. Sé que le dijo que solo había regresado para ver su antiguo hogar. Me dio la misma excusa. Y, aunque tengo mis dudas, no se imagina lo mucho que quiero creerle. Pero necesito que sea sincera conmigo y me diga si le ha visto buscar algo en la casa.

—Sí.

Harriet hizo una mueca de dolor.

—Tal y como me temía. ¿Y en la casa parroquial?

Abigail la miró aturdida.

—¿La casa parroquial? ¿Qué tiene que ver con esto? —Se quedó sin aliento—. Oh…

—Espero equivocarme —dijo Harriet muy seria. Segundos después, extrajo una carta sellada de su retículo—. Iba a enviarle esto cuando volviera a Bristol, pero supongo que ya podemos olvidarnos del anonimato. Todavía puede leerla.

Le tendió la carta. Abigail extendió la mano para hacerse con ella. Durante un instante, ambas sostuvieron el papel sellado.

—¿Puedo preguntarle por qué empezó a escribirme cartas?

Harriet se encogió de hombros y dijo como si nada:

—¿Por qué escribe cualquiera? Para contar algo y darse a conocer. Había llegado la hora de abrir la puerta, de dejar que todos esos oscuros secretos salieran a la luz. —Dicho eso, se dio la vuelta y empezó a alejarse.

—Pero ¿qué pasa con la habitación secreta? ¿No me va a decir dónde está?

Harriet se volvió de nuevo.

—Si se lo digo, ¿dónde estaría la gracia? Usted es una mujer inteligente. Encontrará mucho más satisfactorio, incluso me atrevo a decir gratificante, descubrirla por sus propios medios.

Cenefa

Abigail pensó en seguirla para tratar de convencerla, pero la curiosidad que sintió por la carta que acababa de entregarle —tal vez la última de todas—, la mantuvo donde estaba. Quitó el sello, desdobló el papel y la leyó.

¿Ha notado la mancha negra que hay en la pared de la cocina de la casa de muñecas? Tal vez piense que quien la construyó la pintó de forma deliberada, para darle un toque de realismo. Pero no.

Una tarde entré en mi dormitorio y vi la casa de muñecas rodeada de humo. Como se puede imaginar, me puse a gritar y me acerqué corriendo a ver qué pasaba. Para mi asombro me encontré con un fuego real ardiendo en la chimenea en miniatura. Supe desde el primer momento quién era el culpable y, tan pronto como apagué el fuego con el agua que había en la jarra de mi palanganero, fui a pedirle explicaciones. Dijo que lo hizo porque quería saber si la chimenea funcionaba de verdad. Pero yo sabía el auténtico motivo. Lo hizo por crueldad. Para ser como nuestro padre.

Mi madre fue a regañarlo, pero delante de ella lo negó todo y culpó a nuestro hermano. Ella se ablandó con las lágrimas de su hijo favorito y se creyó todo lo que adujo en su defensa. Al final, Harold asumió la culpa, como siempre, y se ganó una bofetada y tener que irse a la cama temprano y sin cenar. Me estremezco de pensar qué habría ocurrido con mi padre en casa. Menos mal que en ese momento estaba en Londres, en algún club de caballeros que lo había aceptado por llevar el apellido Pembrooke. No sé si se habría echado a reír o le habría dado una paliza a Harold. Era un hombre imprevisible.

Teniendo en cuenta la levedad del castigo y que mi madre ya había tomado partido, no insistí en el asunto. Aunque tal vez debería haberlo hecho. Miles había aprendido desde muy pequeño a salir indemne de cualquier situación y a manipular las cosas a su antojo. Solo había sufrido de primera mano la ira de nuestro padre en una ocasión. Algo que, he de admitir, nunca me pasó. Mi padre no me tocó en la vida. Y también me siento culpable por eso. Por haber sufrido tan poco cuando el resto de la familia había soportado tanto.

Terminó de leer la carta y sintió un intenso escalofrío por todo el cuerpo. La dobló y abandonó el jardín. ¿Significaría aquella intrascendente travesura infantil, por peligrosa que fuera, que Miles había tenido algo que ver con el incendio de la rectoría? No podía ser. Aun así, creyó que lo mejor que podía hacer era pasarse por la casa parroquial y hablar con el señor Chapman.

Pero cuando estaba doblando una esquina de la casa lo vio cerca del cementerio, al lado de Louisa, hablando con ella muy seriamente. Con el corazón roto en mil pedazos, quiso salir corriendo de allí, pero golpeó sin querer una piedra con el pie y esta salió rodando por la grava.

William miró al oír el ruido y se detuvo a media frase con el rostro completamente rojo. A Abigail se le contrajo el estómago y se dio la vuelta para entrar en la casa. De pronto, la idea de volver a Gilbert le resultó más atractiva que nunca.

William corrió tras ella.

—¿Señorita Foster? ¿Necesita algo?

Se paró en la puerta. Se sentía avergonzada y cohibida.

—Yo… no.

—Oh. Me ha dado la impresión de que quería hablar conmigo.

—Yo… —Vaciló. Era incapaz de pensar—. No es nada. No importa.

Él le tocó el brazo.

—No, dígame por favor.

Decidió no traicionar la confianza de Harriet y no contar nada de lo que le había revelado sobre Miles.

—Solo… Solo quería preguntarle qué diría a alguien que quiere enmendar las malas acciones de su familia. Pagar por los pecados de su padre.

Alzó las cejas sorprendido y la miró preocupado. ¿Pensaría que se estaba refiriendo a ella misma?

¿No lo estaba haciendo en el fondo?

William respiró hondo y alzó la vista pensativo.

—Le diría que… aunque estoy de acuerdo en que es bueno que intentemos enmendar todo lo malo que podamos, nunca podremos pagar por los pecados de otros, por no hablar de los nuestros. Porque eso ya se ha hecho. El hijo de Dios ya pagó el precio de nuestros pecados, de los de su padre y los del mío, para siempre. Si se lo pide de corazón y confía en él con su vida, él redimirá su pasado, su futuro y le proporcionará la paz que necesita.

Aquellas palabras le produjeron un enorme pesar. Teniendo en cuenta lo mucho que anhelaba ser perdonada por el papel que había desempeñado en la ruina de su padre, no podía ni imaginarse la intensidad con la que Harriet Pembrooke querría también ese mismo perdón.

Lo miró con admiración.

—Sabias palabras.

Él se encogió de hombros.

—Gracias. Pero recuerde que nadie es perfecto. Tengo mis propios pecados y errores por los que pedir perdón.

Louisa se acercó a ellos con una sonrisa crispada.

—Señor Chapman, aquí tiene sus guantes. Se los ha dejado en el cementerio después de nuestra… conversación privada.

No logró descifrar el brillo en la mirada de su hermana. ¿Estaba coqueteando o enfadada? Supuso que estaba molesta con ella por haber interrumpido su encuentro con el pastor.

Cuando William Chapman habló de sus errores ¿se estaba refiriendo al tiempo pasado con Louisa? ¿O a los momentos compartidos con ella?

Cenefa

Como Louisa y Leah declinaron su oferta de acompañarla, Abigail decidió ir sola a Hunts Hall. Consciente de que tenía un largo paseo por delante, a la mañana siguiente salió pronto de casa, feliz porque el día hubiera amanecido tan cálido y soleado. Apenas había cruzado el camino de entrada cuando vio a Mac Chapman pasar por la puerta con su calesa.

—Leah me dijo que iba a Hunts Hall esta mañana.

—Cierto.

—Suba, si quiere.

—Gracias.

El hombre se encogió de hombros.

—Iba para allá de todos modos.

Puede que fuera verdad, pero ella sabía perfectamente que si hubiera tenido la intención de ir solo lo habría hecho a caballo y no se habría tomado la molestia de sacar la calesa. Así que, aunque le encantó el detalle, como sabía que Mac no se sentía cómodo con las muestras de agradecimiento, no dijo nada más.

Permanecieron en un tranquilo silencio varios minutos, hasta que Mac decidió preguntar de forma escueta:

—¿Ha regresado ya Miles Pembrooke?

—Sí.

Apretó la mandíbula, pero no dijo nada más.

—¿Qué recuerda sobre él y sus hermanos? —quiso saber ella.

Mac se quedó callado unos segundos, con la vista al frente. Abigail pensó que no le respondería, pero al final la sorprendió.

—El hijo mayor, Harold, era impulsivo y tenía muy mal genio, como su padre —empezó Mac—. Aunque tengo que admitir que hizo todo lo que pudo para proteger a su madre. A Miles era más difícil calarlo. Era encantador, aunque también un manipulador nato. Sabía cuándo podía enfadarse y cuándo poner la mejor de sus sonrisas para salirse con la suya. —Negó con la cabeza—. También es cierto que solo era un crío y que todavía no tenía una personalidad formada. Es posible que haya cambiado… o que haya ido a peor. —Se encogió de hombros—. Ojalá lo supiera…

—¿Y la niña?

Mac asintió pensativo.

—Harriet. —Se mordió el labio, como si estuviera buscando la mejor manera de responder—. Era una muchacha muy tranquila. Y también estaba muy sola. Es difícil ser la hija del señor del lugar cuando todas las demás muchachas de la zona son hijas de agricultores o comerciantes. Y más si toda la gente de alrededor está en contra de tu familia. Cuando Leah regresó del internado, le prohibí cualquier contacto con esa muchacha. Tal vez piense que fui demasiado severo, pero sabía que una amistad como esa no solo no podría traer nada bueno, sino que haría mucho daño.

«Pobre Harriet». Leah por lo menos tenía a su familia y un padre que la adoraba.

Volvió a pensar en Eliza, pero no sabía cómo traer a colación el asunto tan delicado de su paternidad. Con un poco de suerte, Leah se habría acordado de hacerlo.

Al llegar al camino de entrada de Hunts Hall vio a Harriet Webb a lo lejos, protegida con una sombrilla, dando un paseo por el jardín delantero. Al verla llegar con Mac, se volvió abruptamente y se alejó en dirección opuesta. ¿Quería evitar toparse con ella… o con Mac?

Cuando Mac se fue con el resto de los hombres, salió a buscarla.

—Buenos días, señora Webb.

La mujer inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Señorita Foster. —La vio dudar—. Creía que vendría acompañada de la señorita Chapman.

—La invité, pero declinó la oferta.

—Ah.

—Aunque sí me reveló cierto secreto. Me llevó al jardín de Pembrooke Park y me habló de una amiga con la que solía encontrarse a escondidas allí.

Los ojos de Harriet brillaron esperanzados.

—¿De verdad?

—Creo que podría plantearse volver a reunirse con usted, pero no se lo he sugerido. Ya me reprendió por intentar hacer de casamentera; dudo que tuviera más éxito a la hora de reencontrar a viejas amigas.

Harriet asintió.

—¿Y la carta que le di? —preguntó.

De pronto, el día ya no le parecía tan soleado. Vio una nube irregular que estropeaba lo que habría podido ser un cielo azul perfecto.

—La leí, por supuesto, aunque espero que se equivoque en lo que parece que quiere dar a entender.

—Yo también.

A lo lejos, en la zona de obra delimitada, vio a Gilbert estrechar la mano al señor Morgan y pasarle una pala para que extrajera las primeras paladas de arena. Lo saludó con la mano y él le respondió con una sonrisa. Durante un instante, sus miradas se encontraron y expresaron con los ojos todo aquello que no se atrevían a decir en voz alta. Decepciones del pasado. Sus sueños. Las disculpas. Sus esperanzas para el futuro.

—No vamos a seguir hablando del pasado —dijo por fin—. Los nuevos comienzos son siempre tan emocionantes. Están tan llenos de promesas.

—Si usted lo dice —dijo Harriet.

Al otro lado, un grupo de espectadores aplaudió cortésmente. A continuación, todos se dirigieron hacia las mantas y las mesas improvisadas hechas con tablones y cubiertas con elegantes manteles, donde les esperaba una copiosa comida campestre.

Harriet y ella, sin embargo, se quedaron donde estaban, aisladas del ruido de la obra: el sonido metálico de los picos, el ruido de las palas al hundirse al cavar y el tintineo de los aperos de las mulas, transportando montones de tierra.

Sintió la mirada fija de la señora Webb y se volvió para observarla.

La hermana de Miles la estaba mirando con los labios apretados.

—Ese sombrero tan pequeño que lleva puede ser muy elegante —dijo con sequedad— pero la protege muy poco del sol. Ande, venga aquí. —Se acercó y colocó la sombrilla de forma que también le cubriera la cabeza.

Aquella brusca preocupación por su bienestar le recordó a la también hosca consideración que Mac había tenido con ella esa misma mañana y le llegó a lo más hondo. Además, estar de pie, bajo la sombrilla de Harriet, la transportó al idílico momento que había compartido bajo el paraguas de William y…

En ese momento le vino a la cabeza la última conversación que había mantenido con el pastor.

—He estado pensando en lo que me dijo sobre el matrimonio. Cómo había supuesto un nuevo comienzo para usted. Que la gente dejó de juzgarla por lo que hizo su padre porque tenía una nueva identidad.

—Sí —acordó Harriet con cautela.

—Pero también reconoció que eso no fue suficiente. Que todavía no era feliz, que el pasado seguía acechándola, que aún se sentía culpable y que le daba miedo el futuro.

—Sí, ¿y?

El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Jamás le había hablado así a nadie, pero ahora se sentía obligada a hacerlo.

—Quiere enmendar las malas acciones de su familia. Pero el señor Chapman dice que nunca podremos pagar por los pecados de los demás… y menos aún por los nuestros. Porque eso ya lo hizo alguien, para siempre.

Cómo le hubiera gustado que William estuviera allí. Seguro que lo habría dicho mucho mejor que ella.

—Dios es misericordioso y está a dispuesto a perdonarnos —continuó—. Nos da una nueva identidad con Cristo. Esa es la segunda oportunidad que tanto desea.

Se detuvo y negó con la cabeza.

—Lo siento. Sé que no me estoy expresando muy bien. Y tampoco quiero darle la impresión de que soy la perfecta cristiana; nada más lejos de la realidad. Pero veo lo infeliz que es usted. Lo mucho que anhela alcanzar la paz. Y ese es el único tesoro que sé cómo encontrar. —Se preparó para el rechazo y apretó la mano de la mujer.

Harriet Pembrooke la miró sorprendida. Durante un momento permitió que le sostuviera la mano, rígida como el frío mármol, pero después se soltó con cuidado.

—Gracias, señorita Foster —dijo sin emoción alguna—. Sé que tiene buenas intenciones. No soy una persona de iglesia, pero sé que algunas cosas son demasiado terribles como para ser superadas por sutilezas religiosas.

Abigail gimió por dentro. Estaba cometiendo un error en vez de ayudarla.

—No estoy hablando de religión —insistió—. Y no es ninguna «sutileza» que el hijo de Dios muriera de una forma tan cruel para pagar por nuestros pecados. Estoy hablando del perdón, de la liberación. De encontrar una nueva vida de verdad, vaya o no vaya a la iglesia.

—De nuevo, le agradezco su preocupación. Y ahora, si me disculpa…

La señora Webb levantó la sombrilla, se dio la vuelta y desapareció dentro de la casa sin ni siquiera unirse al resto del grupo o disfrutar del pícnic.

Sintiéndose tremendamente culpable, dejó escapar un suspiro.

Entonces vio a Andrew Morgan haciéndole un gesto para que se acercara a ellos. Obedeció, aunque con un profundo pesar en el corazón. Se sentía fatal por haber arruinado el día a Harriet. Aunque el suyo tampoco fue mejor: apenas comió y lo poco que probó le supo a serrín, aunque hizo un esfuerzo por sonreír a Gilbert cada vez que la miraba.

Cuando el evento empezó a decaer, le sorprendió volver a encontrarse con la señora Webb a su lado.

—¿Podría hacerme el favor de entregar esta carta a la señorita Chapman?

Abigail titubeó un instante.

—Pero… ¿de parte de quién le digo que es?

—La he firmado como Jane, pero puede decirle quién soy… aunque eso conlleve que no acepte mi solicitud de reunirme con ella, sobre todo si su padre se entera. Si quiere, puede leerla antes y proceder como mejor le parezca.

Con eso, se dio la vuelta y se retiró al interior de la casa una vez más.

Abigail guardó la misiva en el bolsillo de la pelliza para leerla después. Justo en ese momento llegó Mac y le preguntó si estaba lista para volver a casa.

Cenefa

Un rato más tarde llegó al vestíbulo de Pembrooke Park. Dejó a un lado el sombrero y los guantes, sacó la carta y la desdobló:

Querida Lizzie:

Tal vez te haya sorprendido recibir una carta mía después de tantos años, pero espero que no sea una sorpresa desagradable.

He pensado en ti a menudo, y siempre he deseado que estuvieras bien y fueras feliz. Te he imaginado con tus propios hijos, quizá jugando en nuestro escondite secreto. Ahora que he tenido la oportunidad de visitar Easton reconozco que me ha preocupado descubrir que todavía no te has casado y que, si me permites decirlo, eres una persona asustadiza, con miedo hasta de su propia sombra. ¿O puede que de la sombra de otra persona?

Cuando eras pequeña y nos veíamos, seguramente sabías mi verdadero nombre y dónde vivía. Quiero darte las gracias por no tenerlo en cuenta y ser mi amiga cuando nadie más lo era. Las horas que compartimos entre el cobertizo y el muro del jardín fueron las más felices que pasé en Pembrooke Park. Es más: son los únicos recuerdos alegres que tengo de esos años.

No me gusta verte tan intranquila y oír la manera tan horrible en que te habla la señora Morgan. Tienes un buen corazón y te mereces algo mejor. Si hay algo que pueda hacer por ti, cualquier cosa, por favor, no dudes en hacérmelo saber. La señorita Foster te dirá cómo encontrarme.

Con afecto,

Jane

Abigail fue a ver a Leah después de cenar y le pidió hablar con ella a solas. Cuando se sentaron en un banco del jardín, le entregó la carta y aguardó en silencio mientras la leía.

Nada más terminar, Leah alzó la vista con los ojos empañados de lágrimas.

—Por favor, no les digas nada a mis padres. Sobre todo a papá. Me prohibió cualquier contacto con ella.

—Pero ¿qué importancia puede tener después de tantos años?

—Sí importa. Tienes que creerme.

—Muy bien. ¿Quieres volver a verla?

—No lo sé. Supongo que has hablado con ella. ¿Qué aspecto tiene?

—Tú también has hablado con ella. ¿Te acuerdas de la mujer del velo?

Leah alzó las cejas.

—¿Era ella? Ya decía yo que su voz me sonaba.

—Y puede que también la conozcas. Me consta que William sí. Ahora es la señora Webb, la tía política de Andrew Morgan.

—¡Así que era ella! —Leah se quedó con la mirada perdida en el horizonte—. La tía de Andrew… Solo la vi de lejos. En el baile le comenté a William que me resultaba familiar, pero nunca me imaginé que pudiera ser Jane.

—Sí. Se casó muy joven con Nicholas Webb. Por aquel entonces, ella y su madre usaban el apellido de soltera de esta última.

—Eso explica por qué nunca supimos de ningún matrimonio con algún miembro de la familia Pembrooke.

—Efectivamente. Deseaba desvincularse por completo de este lugar y del apellido Pembrooke.

A Leah se le ensombreció el rostro.

—Qué triste. Cortar todos los lazos con tu familia. Con tu casa. Con tu nombre… —Sus ojos expresaron el dolor que le producía todo aquello.

—Harriet dijo que le hizo muy feliz cambiar de apellido. Que fue como tener una segunda oportunidad. Un nuevo comienzo.

—Como volver a nacer… —murmuró Leah con la mirada todavía distante. Parecía estar muy lejos de allí.

Abigail se quedó callada, no quería presionar a Leah o meterle prisa para que tomara una decisión. Se sentía cómoda allí con ella en silencio, feliz de que su amistad se hiciera cada vez más fuerte.

—Me reuniré con ella —dijo finalmente Leah—. Pero solo si me acompañas.