Capítulo 12

Abigail se vistió para el baile con ayuda de la doncella. Se ató las medias de seda a las rodillas y se puso la camisa y enaguas. Polly le ciñó el corsé por encima de la camisa, la ayudó a ponerse el vestido y le ató los cordones que había en la parte posterior con los botones decorativos de perlas. Después le onduló el pelo con unas tenacillas calientes, se lo recogió en un moño alto y dejó algunos rizos sueltos para que le enmarcaran el rostro. Terminó el peinado entremetiendo en el pelo algunas pequeñas rosas blancas que hacían juego con el vestido de muselina brillante.

Mientras la criada daba los últimos retoques a su peinado, se empolvó la nariz y se puso un toque de rubor rosa en las mejillas y los labios. A continuación, se perfumó el cuello y muñecas con agua de rosas y por último se puso unos guantes largos de cuero blanco. Polly la ayudó a atarse las cintas por encima de los codos.

—Va a ser usted la más bonita del baile —le aseguró la doncella.

—Lo dudo, pero eres muy amable. —Antes de salir se miró una última vez en el espejo. Tenía que reconocer que estaba guapa. Y sin Louisa eclipsándola, tenía la sensación de que podría defenderse frente a la señorita Padgett de Winchester.

Recogió el retículo, la máscara y un colorido chal y bajó las escaleras. Cuando llegó al vestíbulo, le sorprendió encontrarse con su padre, que la estaba esperando sentado en el sofá. Al verla, se levantó con los ojos muy abiertos.

—Estás preciosa, querida.

El cumplido sonó un poco forzado, quizá por los pocos que le había prodigado debido a la tibia relación que mantenían tras la quiebra, pero le gustó oírlo.

—Gracias, papá.

Tal vez aquello era una muestra de los favores de que gozaba su hermana: que la gente estuviera dispuesta a perdonártelo todo solo por tu belleza. Le resultaba bastante raro, la verdad. Raro y desalentador a la vez. ¿Acaso solo la tratarían bien cuando se esforzara por mejorar su aspecto? Estaba un poco harta.

—Seguro que el señor Pembrooke bajará pronto a cenar, pero quería despedirme de ti.

La ayudó a ponerse el chal y le dio un ligero apretón en los hombros.

—Pásalo bien, Abigail. ¿Vas a ir en el carruaje del señor Morgan?

—Sí. Con los Chapman. Llegarán en cualquier momento.

—Es todo un detalle por parte del señor Morgan haberte enviado el carruaje. ¿Hay algo que debería saber? ¿Debo esperar una visita de él pronto?

Se quedó un poco confundida con aquella pregunta, pero en cuanto vio el brillo en los ojos de su padre cayó en la cuenta.

—¡Oh, no, papá! El señor Morgan no está interesado en mí. No de ese modo. De hecho, creo que se siente atraído por la señorita Chapman y que es amable conmigo porque soy su amiga.

Su progenitor frunció el ceño, contrariado.

—Pero tú eres una dama, querida. La hija de un caballero. No sé si me gusta que te veas reducida al mismo nivel que la hija de Mac Chapman…

—No digas eso, papá. La señorita Chapman tiene toda la distinción de una dama.

—Bueno —repuso él irguiendo los hombros—, pero no te desmerezcas ante ella. Puede que ahora nuestras circunstancias no sean las más propicias, pero eres una Foster y estás emparentada con los Pembrooke. Recuérdalo y haz que nos sintamos orgullosos de ti.

La pretenciosa vanidad de su padre la incomodó sobremanera. ¿Por qué tenían que considerarse más que nadie? Sintió el impulso de decirle que la gente de la zona ya había vinculado el apellido Foster al escándalo bancario para que se le bajaran un poco los humos. Pero se detuvo al verlo. Y es que allí, bajo la luz del atardecer filtrándose por las ventanas, su padre, de pronto, le pareció mucho mayor que los cincuenta años que tenía. Tal vez la vida ya le había dado suficientes golpes.

El sonido de las ruedas de un carruaje y el tintineo de los arneses anunciaron la llegada del carruaje de los Morgan.

Su padre abrió la puerta y ella le dio las buenas noches. Un mozo con librea saltó de la parte trasera del carruaje para abrir la puerta y bajar el estribo. Los hermanos Chapman ya estaban dentro.

—Está muy guapa, señorita Foster —dijo Leah.

—Sí, lo está —reconoció el señor Chapman con un brillo especial en los ojos.

—Igual que usted —convino ella, admirando el pelo rizado de la hija del administrador y lo bien que le quedaba el vestido que le había dejado.

—¿A cuál de los dos se refiere? —bromeó William.

—A ambos.

Él esbozó una amplia sonrisa.

—Perdóneme, señorita Foster. No era mi intención que me dedicara ningún cumplido.

—Sí lo era. Además, ¿qué tiene de malo? —se rio ella—. Es un placer verle vestido tan elegante y no de negro o con sobrepelliz.

—¿Cree que voy elegante? —preguntó él—. Eso es porque nunca me vio con mi atuendo de la universidad. La hubiera dejado impresionada. —Le guiñó un ojo.

Lo cierto era que estaba muy atractivo con esa levita oscura, el chaleco a rayas, el pañuelo de cuello, los pantalones y las medias blancas que marcaban sus musculosas pantorrillas. Estaba claro que no solo se dedicaba a escribir sermones.

En ese momento notó la expresión nerviosa de Leah y le dio un apretón de manos para tranquilizarla.

—¿Se encuentra bien?

—Lo estaré —replicó la señorita Chapman con una valerosa sonrisa.

Llegaron a Hunts Hall, iluminada con antorchas por el camino y con lámparas de vela brillando en las ventanas.

—Es hora de ponernos las máscaras —recordó Abigail, que sacó la suya—. Aunque es probable que no tengamos que usarlas toda la noche.

—A mí no me importaría —señaló Leah mientras se ataba la suya.

William las imitó y se colocó un sencillo antifaz de seda negra con aberturas para los ojos.

El mozo las ayudó a descender del carruaje y William las escoltó hasta la puerta. En el interior, los lacayos recogieron sus chales. Al ser un baile de disfraces, el mayordomo no anunció sus nombres. Aunque en realidad las máscaras no ocultaban la identidad de los presentes. Sabía que reconocería a Andrew Morgan con su pelo oscuro y rizado y su complexión atlética en cuanto lo viera. Y no había forma posible de ocultar el cabello castaño de William Chapman, además de que el tono negro del antifaz solo resaltaba más el inconfundible azul de sus ojos.

Leah, sin embargo, mucho más elegante que con su sobria vestimenta habitual y con el pelo rizado en un perfecto recogido alto, parecía otra. Y con la máscara que había elegido, que le cubría desde la frente hasta la boca, apenas se la reconocía.

Andrew identificó inmediatamente a William, pues no perdió ni un segundo en acercarse a saludarlos.

—¿Quiénes son estas misteriosas damas? —bromeó—. ¿Y cómo ha conseguido un pelirrojo tan normal y corriente como tú venir acompañado de tan bellas féminas? No es justo. —Miró a Leah con ternura—. Señorita, sea usted quien sea, ¿me haría el honor de tomar mi brazo? —Le ofreció la extremidad con un brillo travieso en los ojos. Leah aceptó con una tenue sonrisa, aunque a Abigail no le pasó desapercibido el temblor de sus manos y cómo miró nerviosa a su alrededor a través de la máscara.

—¿Cree que estará bien? —susurró, después de que Andrew y Leah se alejaran.

—Eso espero —contestó el señor Chapman, aunque parecía preocupado.

Durante los siguientes minutos se dedicaron a recorrer tranquilamente el vestíbulo. William fue saludando a los invitados que reconocía e hizo las oportunas presentaciones.

En el interior del salón, los músicos empezaron a tocar un minué.

—No soy muy dado a los minués, señorita F…, hermosa dama. Pero si le apetece bailar, estaré encantado de ser su pareja.

—No me importa esperar.

—En ese caso, ¿me haría el honor de acompañarme en el siguiente baile?

—Por supuesto.

—Tengo que presentar mis respetos al señor y la señora Morgan —informó, inclinándose hacia ella—. Si es que consigo encontrarlos. Pero estaré aquí a tiempo para reclamar mi baile.

Abigail hizo un gesto de asentimiento y se dirigió al salón. Se fijó en el modesto número de personas que habían abierto el baile. ¿Estarían el señor y la señora Morgan entre ellos? Lo dudaba. Pero sí vio a Andrew Morgan bailando el desfasado minué con una pareja que no era Leah Chapman. ¿Ya la había abandonado? Su madre debía de haber insistido en que abriera el baile con otra joven. Teniendo en cuenta los rizos rubios de la dama, el vestido escotado con excesivo vuelo y la diminuta máscara que llevaba, no más ancha que un par de anteojos, supo que se trataba de la señorita Padgett.

Intentó buscar a Leah con la mirada, pero al no verla en el salón decidió indagar en el vestíbulo, la sala de juegos y el comedor, donde unos sirvientes estaban ocupados preparando un bufé repleto de platos para la cena de medianoche.

Preguntó al lacayo dónde se hallaba el tocador de mujeres y allí se encontró a Leah, mirándose con la máscara en un espejo de cuerpo entero. En cuanto se dio cuenta de su presencia se llevó la mano al cabello.

—Solo estaba arreglándome un poco el pelo —dijo. Pero Abigail volvió a percatarse del temblor de sus manos.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó en voz baja, acercándose a ella.

Leah negó con la cabeza.

—En realidad, nada. La señora Morgan tenía todo el derecho a pedirle a su hijo que abriera el baile con la dama que ella quisiera. Que no era yo, por supuesto.

Abigail le dio un apretón de manos.

—Venga, vamos con el resto —la instó—. Estoy convencida de que Andrew querrá bailar con usted en cuanto cumpla con sus obligaciones.

Leah forzó una sonrisa.

—Vaya usted. Estaré allí dentro de dos minutos, se lo prometo.

—Muy bien. Pero si no aparece, volveré y la sacaré de aquí aunque sea a la fuerza. —Le guiñó un ojo, volvió a darle un apretón de manos y se marchó.

Mientras atravesaba el pasillo, justo antes de regresar al salón, le llamó la atención el perfil de un hombre. Se detuvo para estudiarlo con más atención y sintió cómo se la paraba el corazón.

—¿Gilbert…? —Lo hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo, con máscara o no.

Él se volvió para ver quién lo llamaba y la vio abrir los ojos por la sorpresa.

—¡Abby! No sabía que conocías a los Morgan.

—Lo mismo digo.

Su amigo de la infancia se acercó. Aunque no era un hombre especialmente alto, se le veía magnífico con su elegante levita, chaleco y pañuelo al cuello.

—Conocí hace poco al señor Morgan en Londres. Ha contratado los servicios del arquitecto para el que estoy trabajando para que diseñe una ampliación en Hunts Hall y nos ha invitado a pasar unos días. Nos comentó que iban a dar una pequeña fiesta.

—Entiendo. Me alegra comprobar que has regresado sano y salvo de Italia.

—Sí, gracias. Ha sido una experiencia única, pero estoy encantado de estar de nuevo en Inglaterra. —A pesar de la máscara, Abigail se dio cuenta de la intensidad con que la miraba—. Y debo decir que me alivia enormemente verte tan bien. Temía que la mudanza te resultara complicada.

—Hemos trabajado mucho, pero también he disfrutado un montón. Es una casa antigua maravillosa. Ya que vas a estar aquí unos días, deberías pasarte a verla. De hecho, me acordé de ti la semana pasada. Me hubiera gustado que estuvieras para ayudarme con unos viejos planos que encontré. —De pronto, se percató de la impresión que debía de estar causándole—. Lo siento, me estoy yendo por las ramas. Seguro que estás muy ocupado…

—Estaré más que gustoso de ver tu nuevo hogar, Abby —se apresuró a tranquilizarla—. De hecho, no me lo perdería por nada del mundo. Susan nunca me perdonaría haber estado aquí e irme sin hacer una visita a nuestros antiguos vecinos.

—Susan… —El recuerdo de su hermana y mejor amiga hizo que se le encogiera el corazón—. ¿Cómo se encuentra?

—La última vez que la vi, estaba perfectamente. ¿Y tu padre? Espero que goce de buena salud.

—Sí. Le encantará verte.

Gilbert extendió la mano, le levantó suavemente la máscara y se la colocó en la frente. Se estremeció al sentir sus cálidos dedos sobre el rostro. Vio cómo la miraba, deteniéndose en su cara, sus ojos, su boca y su pelo.

—Es increíble lo bien que se te ve —susurró él con una sonrisa—. Te he echado de menos, Abby.

Lo único que fue capaz de hacer ante aquella mirada de adoración fue bajar la vista.

—Gracias —murmuró ella. Tras unos segundos de incómodo silencio, preguntó con tono informal—: ¿Y cómo estaba Louisa la última vez que la viste?

Ahora le tocó a él apartar la mirada.

—Bueno… bien. Estaba muy animada en el baile de los Albright. Seguro que te acuerdas cuando bailamos juntos en una de sus fiestas hace años.

—Sí —consiguió decir con voz entrecortada.

—Louisa lo sintió mucho —continuó él—, pero cuando llegué ya tenía todos los bailes comprometidos, excepto la Boulanger final. Se notaba que era muy popular y que recibía la admiración de muchos de los caballeros presentes, aunque no de sus madres. Pero se alegró de verme. Me ofreció un montón de disculpas por no haberme escrito más a menudo. Entiendo que habéis debido de estar muy ocupadas con el asunto de la mudanza.

—Ah… —murmuró sin querer decir mucho. En realidad Louisa apenas había hecho nada. No obstante, al final añadió con tono amable—: Louisa es joven y toda la atención que ha recibido durante la temporada se le ha debido de subir a la cabeza. Estoy segura de que cuando la novedad se acabe y reciba menos invitaciones, volverá a poner los pies en la tierra y se acordará de sus… amigos.

Gilbert negó lentamente con la cabeza.

—Sí, espero que vuelva a poner los pies en la tierra, como bien dices. Y cuanto antes, mejor para ella. Pero yo… Bueno, no importa. Me alegro mucho de volver a verte. Yo…

En ese momento apareció William Chapman.

—Aquí está, señorita Foster. He venido a reclamar el baile que me prometió. —Entonces se dio cuenta de la presencia de Gilbert y vaciló—. Pero si tiene otros asuntos pendientes…

—Señor Chapman, permítame presentarle al señor Scott, un viejo amigo de Londres. Señor Scott, este es el señor Chapman, nuestro vicario y vecino.

—¿Qué tal, señor Chapman?

—Bien, ¿y usted? —Se estrecharon las manos—. Un placer conocer a cualquier amigo de los Foster. —William la miró con curiosidad, enarcando una ceja.

—No tenía ni idea de que el señor Scott estuviera aquí esta noche.

—Espero que haya sido una agradable sorpresa —comentó Gilbert.

—Por supuesto.

El señor Chapman sonrió.

—Bueno, si quiere quedarse charlando con su viejo amigo la libero de su compromiso y los dejo a solas.

—De ningún modo, señor Chapman —le aseguró ella—. Estoy deseando bailar con usted. Gilbert, si nos disculpas.

Su amigo hizo una inclinación de cabeza.

—Desde luego. ¿Querrás bailar conmigo más adelante?

—Si lo deseas.

El señor Chapman le ofreció el brazo, pero fue muy consciente de la sutil rigidez en su porte.

Segundos después, la miró preocupado y le preguntó:

—¿Se encuentra bien?

—Sí… eso creo. Verlo aquí me ha dejado un poco conmocionada.

—¿Es el arquitecto que decidió prestarle más atención a su hermana que a usted?

Abigail cerró los ojos.

—Desearía no haberle contado nada.

Él puso su mano libre sobre la suya.

—Cualquier hombre que la deje escapar por otra mujer no es digno de usted, señorita Foster.

—Nunca ha visto a mi hermana.

«Y ojalá nunca lo hiciera», añadió para sí misma.

Él apretó los labios.

—Cuando los he visto a los dos juntos, el señor Scott estaba tan embelesado con usted que he estado a punto de desafiarlo a un duelo.

Abigail sonrió.

—Lo que ha visto ha sido un profundo afecto entre dos viejos amigos. Eso es todo.

William se la quedó mirando con ojos compasivos.

—No está siendo muy convincente. ¿Está segura de que quiere bailar?

—Absolutamente segura.

—¿Quiere que haga de admirador apasionado para ponerlo celoso? —Sintió cómo se le enrojecían las mejillas, algo de lo que también tuvo que percatarse el señor Chapman porque se detuvo en seco—. Lo siento, señorita Foster. He sido tremendamente arrogante. ¿La he pillado muy de sorpresa?

—Un poco sí, la verdad. No es algo que se le oiga decir todos los días a un clérigo. Reconozco que la idea no carece de encanto, pero nunca se me ocurriría utilizarlo de ese modo.

—Le aseguro, señorita Foster, que no tendría que fingir mucho.

Alzó la vista y vio la sinceridad en sus ojos azules. El corazón le dio un vuelco.

—Gracias, señor Chapman. Es muy amable de su parte restaurar de ese modo mi ego herido.

—Es un placer.

Los músicos terminaron su apertura y las parejas se prepararon para bailar la siguiente pieza. Las damas se colocaron frente a los caballeros en dos largas filas. Al otro lado del salón, se fijó en que habían emparejado a Gilbert con Adah Morgan, la hermana más joven de Andrew. Volvió a centrar su atención en William. Por desgracia, se había dado cuenta de adónde miraba, pero le sonrió animadamente y tomó su mano en cuanto comenzó el baile.

Juntos avanzaron bailando por sus respectivas filas. Mientras esperaban a que les llegara el turno de encabezar la danza, vio a una mujer impresionante con un elegante vestido negro mirándolos. No llevaba máscara en su bello rostro, y para ser alguien que iba de luto, le pareció demasiado seductora. Sin duda, era una viuda muy joven, tal vez de su misma edad o incluso con menos años.

—¿Quién es esa mujer de negro? —preguntó.

—¿Perdón? —William se volvió para ver a quién se refería y dio un traspié.

—No deja de observarnos —agregó ella—. Y como no la conozco, he asumido que es a usted al que está mirando.

—Es Rebek… mmm… la señora Garwood.

Al verlo titubear, le lanzó una mirada penetrante. El brillo divertido de sus ojos había sido sustituido por una estoica resignación.

—Es la hermana mayor de Andrew. Recientemente casada y aún más recientemente viuda.

—¿Tan joven? —jadeó ella.

—Sí. Fue una muerte completamente inesperada. No creí que fuera a asistir esta noche. Como todavía está de luto…

—Entiendo —murmuró ella.

Pero entonces volvió a mirarla y pensó: «Oh, desde luego que lo entiendo».

Cenefa

Cuando terminaron de bailar, el señor Chapman se excusó y, como hermano diligente, fue a pedirle a Leah la siguiente pieza, un gesto que le llegó al corazón. Ella, por su parte, se acercó a la mesa donde servían el ponche y aceptó el vaso que le tendió un sirviente. Después, buscó un lugar apartado donde apoyarse en la pared para recuperar el aliento.

Al poco rato una mujer se acercó a ella y vio por el rabillo del ojo que le miró el peinado y la máscara.

—Supongo que es usted la señorita Foster, ¿verdad?

Se volvió hacia la dama, de unos treinta años, con vestido azul pavo real y sin máscara alguna. En cuanto vio sus finas cejas oscuras, los ojos azul grisáceos y la nariz afilada, supo quién era.

—Sí. Me alegro de volver a verla, señora Webb.

La mujer hizo un gesto de asentimiento.

—Mi cuñada está bastante dolida, porque han sido pocos los invitados que se han dejado llevar por el espíritu de la mascarada.

—¿Y dónde está su máscara? —preguntó Abigail.

—Oh, yo aborrezco el disimulo de toda especie —repuso la señora Webb enarcando una ceja.

Abigail sonrió.

—Ah. Eso es de Orgullo y prejuicio. Es una frase que el señor Darcy le dice a Elizabeth Bennet.

La mujer volvió a asentir.

—Estoy impresionada, aunque no sorprendida. Ya la había reconocido como una alma gemela. —Alzó una mano—. Mire a su alrededor. La mayoría de los invitados ya se han quitado la máscara. Excepto la mujer que está bailando con su señor Chapman. ¿Quién es? ¿La conoce?

Abigail se volvió y vio a William Chapman bailando una cuadrilla con Leah, que, efectivamente, todavía llevaba la máscara puesta.

—Es Leah Chapman, su hermana.

—Ah, la vil «mujer mayor» que la señora Morgan quiere que Andrew rechace en favor de la joven señorita Padgett.

—Sí. Por desgracia.

La tía de Andrew la taladró con su aguda mirada.

—¿Se lleva bien con la señorita Chapman?

—Bastante bien, aunque es una persona muy reservada. Aun así, puedo asegurarle sin ningún género de duda que es una mujer refinada, con mucho talento y de buen carácter.

—Sí, sí. Pero ¿no tiene nada más interesante que decir de ella? ¿Proporciona buena compañía, es capaz de reírse de sí misma o de mantener una conversación ingeniosa? ¿Tiene algo de inteligencia en esa cabecita tan preciosa?

—Sí, definitivamente sí. Todo lo que ha comentado —contestó Abigail—. Y se ha leído Orgullo y prejuicio tres veces, Sentido y sensibilidad dos y Mansfield Park solo una.

Los ojos de la señora Webb brillaron con ironía.

—Eso es un punto a su favor. Está claro que sabe cómo juzgar el carácter de las personas, señorita Foster, y teniendo en cuenta la alta estima en que la tiene, voy a hablarle bien de ella a los Morgan.

—Me encantaría presentársela, si quiere. Así podrá opinar usted misma.

—Quizás en otra ocasión. Pero primero, dígame, ¿ese magnífico concepto que tiene de ella se extiende también a su hermano? ¿Están ustedes…? —Dejó la pregunta en el aire, pero la ceja levantada y el tono con que lo dijo hizo patente su intención.

A Abigail le ardieron las mejillas.

—Oh, yo… No. Acabamos de conocernos.

—Pero usted lo admira —sugirió la señora Webb con ojos brillantes.

—Bueno, sí, supongo que sí. Aunque… eso no significa… No me está cortejando.

—Una pena. —La señora Webb se volvió para mirar al señor Chapman una vez más—. Me gustaría verlo feliz. Mi cuñada ya se encargó de aplastar sus esperanzas en el pasado.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—La oí hablar con una de sus amigas hace unos años, jactándose de haber puesto fin al cortejo entre el señor Chapman y su hija Rebekah. Olive estaba muy feliz porque su hija mayor al final eligiera casarse con el acaudalado señor Garwood. Y ahora que ha fallecido, teme que ese humilde clérigo vuelva a poner sus miras en la joven viuda rica. Que conste que son sus palabras, no las mías.

De pronto sintió unas náuseas terribles.

—¿Y cree que la señora Garwood recibiría con buenos ojos sus atenciones?

—No puedo decir que tenga mucha relación con mi sobrina mayor, ya que vivimos muy lejos la una de la otra. Aunque sí que creo que el afecto que sintió en el pasado por el señor Chapman fue sincero, pero acaba de perder hace poco a su marido, así que… —Se encogió de hombros—. El tiempo lo dirá.

—Sí —murmuró ella—. Supongo que tiene razón.

La señora Webb la miró detenidamente.

—¿Y cómo ha ido todo por Pembrooke Park desde la última vez que nos vimos?

—Muy bien. Mi padre ya ha regresado de Londres. Reconozco que me siento mucho más a gusto con él allí. Y además tenemos un invitado.

—Vaya.

—Sí, acaba de llegar hoy mismo, sin previo aviso. También vivió allí.

La señora Webb abrió los ojos atónita.

—Santo Dios. ¿Y quién es?

—Miles Pembrooke, el hijo de los anteriores ocupantes.

—¿Miles… Pembrooke? —Parpadeó—. Me deja usted sorprendida.

—Lo mismo nos pasó a nosotros. Temíamos que hubiera venido para reclamar la casa y cancelar nuestro arrendamiento.

La señora Webb miró su vaso vacío.

—Creía que todos los miembros de esa familia habían abandonado la zona hacía años.

—Yo también. Pero acaba de volver del extranjero y dijo que quería ver su antiguo hogar. Mi padre lo ha invitado a quedarse.

La tía de Andrew volvió a alzar las cejas.

—¿En serio? Qué… generoso por parte de su padre. Invitar a un completo extraño a quedarse. Y con una hija soltera bajo el mismo techo.

Abigail se encogió de hombros.

—Bueno, en realidad es familia. Aunque solo somos parientes lejanos.

—¿Y eso no le… preocupa?

Abigail tomó una profunda bocanada de aire.

—Confieso que no me ha dado tiempo a pensarlo. Aunque que haya venido justo cuando la casa vuelve a estar habitada después de tantos años… Pero parece inofensivo. Es encantador y muy amable, en serio.

—Tenga cuidado, señorita Foster. A veces, las apariencias engañan.

Abigail la miró fijamente, aturdida por su tono sombrío.

En ese momento, Gilbert se acercó a ellas y la saludó con una inclinación.

—Señorita Foster, creo que ha llegado mi turno de bailar con usted.

Abigail apartó la mirada del rostro preocupado de la señora Webb y se centró en el sonriente Gilbert.

—Oh, sí. —Levantó una mano y procedió a las presentaciones—. Señor Scott, ¿conoce a la señora Webb, la tía de Andrew Morgan?

—No tengo el placer. ¿Qué tal está?

—Muy bien, gracias. —La señora Webb se puso derecha y recuperó su habitual frialdad—. Les dejo que disfruten del baile.

Gilbert y ella se unieron a la fila de parejas mientras que la mujer que la encabezaba pedía una danza popular.

—¿Lo estás pasando bien, Abby? —preguntó su amigo.

—Sí. ¿Y tú?

—Espero que no te haya molestado encontrarme aquí.

—Sorprendida sí, pero no molesta.

—Bien. Parece que has hecho muchas amistades desde que vives aquí.

—Sí, en ese aspecto he sido afortunada.

—Al señor Chapman se le ve muy pendiente de ti.

Evitó la mirada inquisitiva de Gilbert.

—No sé de qué me hablas.

—Oh, venga. Incluso una persona tan poco intuitiva como yo puede ver inmediatamente lo interesado que está en tu persona. Estaría celoso si… Bueno, no tengo derecho a estarlo.

—¿Tú celoso? —Se rio con ironía—. No digas tonterías. No te he visto celoso en mi vida. Hablemos de otra cosa. Me he dado cuenta de lo solicitado que has estado esta noche.

—Solo porque hay muchas damas en busca de pareja y la señora Morgan está decidida a remediarlo.

—No sé. Es una mujer muy exigente y si te ha concedido el honor de bailar con su hija más joven es porque algo habrás hecho para ganarte su estima.

—No es «su» estima lo que me preocupa. —La miró con seriedad—. ¿Está todo bien entre nosotros, Abby? Me llevé una buena reprimenda de Susan después de mi cena de despedida. Me acusó de ser un egoísta insensible. Eres muy importante para mí y espero que sigamos siendo… ¿amigos?

—Por supuesto, Gilbert. Ahora cállate y continuemos con el baile.

Cenefa

Después de bailar con su hermana, William se ofreció a traer un poco de ponche, pero cuando regresó con dos vasos, Leah se había marchado del lugar donde la había dejado minutos antes. La buscó por el salón, pero no consiguió encontrarla, así que salió al vestíbulo, donde por fin la vio en un tranquilo rincón, todavía con la máscara.

—¿Qué estás haciendo aquí, Leah? Vuelve con los demás.

Ella negó con la cabeza.

—Necesito unos minutos a solas. Hay demasiada gente mirándome. No sé si porque están tratando de averiguar quién soy o porque no entienden por qué han invitado a un baile como este a Leah Chapman. Lo cierto es que… no debería haber venido.

—Leah, eres demasiado suspicaz. Te imaginas que te están mirando y criticando cuando en realidad solo están contemplando a una mujer hermosa y sintiendo curiosidad por saber quién es. Pero inmediatamente después se olvidan y vuelven a centrarse en sus cosas: su vaso vacío, las deudas pendientes, si tienen gota… Te prometo que no están pensando en ti.

Vio cómo su hermana se esforzaba por no reír, pero al final cayó en la tentación.

—¿Te fijaste en cómo me saludó la señora Morgan? Ni diciéndolo en voz alta hubiera sido más palpable su desaprobación. ¿Por qué nos ha invitado Andrew? ¿Por qué exponernos a tal mortificación?

William le agarró la mano.

—No creo que a Andrew le importe tanto la buena cuna o el título como a otros. Estoy convencido de que no tenía intención de contrariarte o hacerte daño. Solo quería pasar un poco de tiempo en tu compañía.

Leah asintió y le dedicó una mirada comprensiva.

—Perdóname, William. Aquí estoy yo, sintiendo pena por mí misma, mientras que tú… —Se estremeció—. ¿Te está resultando muy difícil volver a ver a Rebekah?

—No mucho. —Hizo una mueca. No quería hablar sobre ese doloroso capítulo del pasado—. Venga, vamos a divertirnos y a mostrar a todo el mundo lo fuertes que somos los Chapman.

Leah esbozó una sonrisa temblorosa a modo de respuesta. Pero entonces vio cómo se quedaba quieta, mirando fijamente al otro lado del pasillo, a través de la puerta abierta.

—Esa mujer… Creo que la conozco.

William se volvió, siguiendo la dirección de la mirada de su hermana, y vio a la señora Webb charlando con el padre de Andrew, ambos sin máscara.

—Es una de las tías de Andrew. La conocimos en la cena de bienvenida que le dieron. Aunque teniendo en cuenta que no estuviste, me sorprende que la conozcas.

Su hermana continuó mirando a la mujer con el ceño fruncido.

—No estoy segura, pero tiene algo que me resulta… familiar.

—¿Vamos y te la presento?

—No —dijo su hermana negando rotundamente con la cabeza.

—Sabes que puedes quitarte la máscara, ¿verdad? —señaló él con suavidad—. Ya lo ha hecho casi todo el mundo.

—Cierto, pero me encuentro más cómoda así. Y tampoco vamos a quedarnos mucho más, ¿no? Voy a ver si la señorita Foster está preparada para irnos cuando termine de bailar con su amigo.

Cenefa

Después de su baile, Gilbert la acompañó a un lado del salón y se excusó para hablar con el señor Morgan padre.

Leah se acercó a escondidas y susurró.

—Señorita Foster, ¿está preparada para que nos marchemos pronto?

Abigail la miró con sorpresa y preocupación.

—Sí… si es lo que quiere. Pero ¿por qué? ¿Ha pasado algo?

—Nada, solo…

—¡Señorita Chapman! ¡Por fin la encuentro! —exclamó Andrew Morgan, aproximándose—. Dígame que no llego demasiado tarde para pedirle un baile. He estado tremendamente ocupado toda la noche con mis deberes como anfitrión, pero por fin soy libre. ¿Bailará conmigo, por favor?

—Pero… —Leah vaciló y miró a Abigail en busca de ayuda—. Creo que ya nos vamos, ¿verdad, señorita Foster?

Al ver la expresión abatida del señor Morgan, se apresuró a decir:

—Sí. Aunque puedo esperar a otra pieza si tiene comprometido un baile. De hecho, me encantará verla bailar y comprobar los frutos de nuestras pequeñas lecciones en Pembrooke Park.

Gilbert regresó a su lado.

—No se te ocurra quedarte aquí, señorita Abby. Si ningún otro caballero ha sido lo suficientemente inteligente como para correr a pedirte otro baile, entonces insisto en que vuelvas a ser mi pareja.

Abigail echó un rápido vistazo a su alrededor y vio a William Chapman metido de lleno en una conversación con la hermana viuda de Andrew, pero justo en ese momento apareció la señora Morgan seguida de la joven señorita Padgett y se la ofreció al clérigo como compañera de baile. A continuación, tomó a su hija del brazo y se la llevó de allí.

Volvió a mirar a Gilbert.

—Está bien —aceptó.

El señor Morgan dio una palmada a Gilbert en la espalda.

—Bien hecho, Scott. Supe que me gustaría desde el primer momento en que lo vi.

Oyeron anunciar que la siguiente pieza sería Oranges and Lemons, una conocida cuadrilla de cuatro parejas. Gilbert le ofreció su brazo y la condujo hasta la zona de baile. A su alrededor, las parejas empezaron a colocarse. A Abigail y a Gilbert les tocó con Andrew Morgan y Leah, William Chapman y la señorita Padgett y otra pareja más que no conocía.

Cuando la música comenzó, Gilbert se acercó y la tomó de la mano. Las otras parejas hicieron lo mismo. Le gustó sentir la mano enguantada de su amigo sobre la suya, volver a ver su familiar sonrisa, la forma tan cómplice como se miraban sin sentirse incómodos. Mientras bailaban y reían con los demás, sintió que regresaba la antigua camaradería que siempre habían compartido y que tanto había echado de menos. Sí, había añorado a Gilbert Scott.

Las parejas dieron los oportunos pasos adelante y atrás dos veces y se soltaron de las manos. Después, se inclinaron hacia sus respectivos compañeros e hicieron otro tanto con el compañero que tenían al lado. Los hombres se agarraron las manos e hicieron un corro en el centro antes de regresar con sus parejas. Luego las mujeres los imitaron.

—Ha escogido usted una pareja encantadora, señor Chapman —le dijo ella cuando la danza los unió.

William asintió.

—Cierto. —Sostuvo su mano unos segundos más de lo que requería el paso y la miró a los ojos—. Aunque no tan bonita como la primera.

Repitieron el mismo patrón en la dirección opuesta. Cuando por fin Gilbert volvió a reclamar su mano comentó:

—Se me había olvidado lo buena bailarina que eres.

No pudo evitar mirar al señor Chapman.

—Eso es porque últimamente he estado practicando un poco.

Gilbert sonrió.

—Se nota.

De vez en cuando miraba furtivamente a Andrew Morgan y a Leah mientras bailaban. A él se le veía incapaz de apartar los ojos de ella, con máscara o sin ella. Leah, por su parte, intentaba reprimir en vano la sonrisa que iluminaba su hermoso rostro. Nunca la había visto tan feliz.

Antes de dar por finalizada la velada y marcharse, Gilbert le preguntó a qué hora podía visitarla al día siguiente. Quedaron en verse a las dos, aunque Abigail le dijo que tenía toda la tarde libre.

Luego su amigo se inclinó sobre su mano y la miró con unos ojos brillantes que reflejaron tanta calidez y ternura que a Abigail se le derritió el corazón. Hacía tanto tiempo que no la miraba así.

«No seas tonta. Solo se está comportando como un amigo», se dijo a sí misma. Al fin y al cabo era la única persona que Gilbert conocía allí. Pues claro que quería verla, ambos se encontraban cómodos juntos. Tenían un pasado en común. Sus familias se conocían desde hacía mucho tiempo.

Y aunque su parte pragmática no dejaba de repetirle eso mismo una y otra vez, su necio corazón se aceleró un poco.

Cenefa

William se quedó al lado de la señorita Foster mientras esperaban a que llegara el carruaje de los Morgan para llevarlos de vuelta a casa. Su hermana estaba a unos pocos metros de distancia, hablando con Andrew. En realidad ya se habían despedido de él y de sus padres, pero su amigo insistió en acompañar a Leah fuera, claramente reacio a dejarla ir.

Sintió los ojos de la señorita Foster clavados en su perfil antes de que le preguntara en voz baja:

—¿Ha sido muy difícil? ¿Con la presencia de la hermana de Andrew?

La miró sorprendido.

—Espero que no le importe —continuó ella—, pero la señora Webb mencionó que la había cortejado en el pasado.

—Ah. —Alzó la barbilla en un gesto de comprensión—. En realidad no ha sido tan malo como me imaginaba. Y reconozco que tenerla a usted a mi lado me ha supuesto un gran consuelo.

La señorita Foster alzó la mirada hacia él al instante.

Preocupado por lo que acababa de decir, se apresuró a añadir:

—Lo siento. No quería presuponer nada sobre nuestra… amistad. Pero aunque me crea un perfecto idiota, el hecho de que Rebekah Garwood me viera disfrutando con una mujer hermosa como usted alivió cualquier dolor que pudiera haber sentido. Por no hablar que cortó de raíz cualquier hipótesis sobre que tuviera la intención de volver a conquistarla ahora que es viuda.

La señorita Foster apretó los labios.

—Entonces, ¿de verdad no quiere tener otra oportunidad con ella?

La miró, aturdido por su audacia. Después, respiró hondo y alzó la vista hacia el cielo nocturno mientras consideraba la respuesta.

—No. Ahora ya no.

Observó su rostro. ¿Le creería? ¿Se sentiría aliviada? Se planteó hacerle la misma pregunta. La había visto con el señor Scott. Había contemplado la forma en que el arquitecto la miraba, la actitud posesiva que mostró con ella mientras la acompañaba por el salón. La familiaridad con la que le sostenía la mano y le sonreía mientras bailaban y se reían juntos.

Aquello le había creado un malestar que no dudó en identificar como lo que realmente era: celos. Unos celos mucho más intensos que los que sintió cuando Rebekah rompió con él en favor del señor Garwood. No le gustaba aquella sensación, una sensación que consideraba indigna pero, que Dios lo ayudara, no podía evitar.

Cuando llegó el carruaje, un mozo abrió la puerta y ofreció una mano a las damas para ayudarlas a subir. A continuación, accedió él y, tras vacilar un segundo, se sentó al lado de su hermana. Andrew se quedó de pie al lado de la ventana y se despidió de ellos por última vez.

Miró a Leah y vio la sonrisa de satisfacción en sus labios. Ojalá le durase mucho tiempo, aunque lo dudaba.

A medida que el vehículo se alejaba, algo captó su atención. Miró con más detenimiento, y entre la multitud de carruajes y caballos vio una figura con una capa verde larga similar a la que llevaban los oficiales de la marina en cubierta durante las tormentas. ¿Por qué iría alguien tan abrigado y con capucha con el buen tiempo que hacía esa noche, si no era para ocultar su identidad? ¿Se trataría de la misma persona que la señorita Foster y él vieron cruzando el puente cerca de Pembrooke Park?

Se le aceleró el pulso. Miró con preocupación a su hermana, con el temor de que también la hubiera visto, pero respiró aliviado al comprobar que estaba mirando distraída por la ventana opuesta, con la misma sonrisa soñadora de antes. Como no tenía la más mínima intención de llamar su atención sobre algo que seguramente la aterrorizaría, decidió no abrir la boca.

Tal vez se había equivocado. Al fin y al cabo, acababan de salir de un baile de máscaras. Quizá la capa era parte del disfraz de un caballero. Sí, esperaba que solo fuera eso. Aun así, se lo diría cuanto antes a su padre. Solo por si acaso.