Capítulo 14
Durante los días siguientes, Abigail intentó estudiar con más detenimiento los planos y buscar en la casa tan pronto como tuviera oportunidad, pero su investigación se vio frustrada por la presencia de su invitado. Miles Pembrooke parecía estar muy interesado en todo lo que hacía y a menudo le preguntaba si podía acompañarla cuando salía a caminar o incluso cuando simplemente se sentaba un rato en la biblioteca, con la excusa de que podía hacerle compañía mientras leía, escribía cartas o hiciera lo que tuviera que hacer.
Y con Miles pendiente de ella todo el tiempo, sentía que no podía —o no debía— sacar los planos y repasarlos. Así que al final terminó avanzando enormemente en la lectura de la novela que se traía entre manos, que se titulaba Persuasión. Al ritmo que iba podría prestársela a Leah en pocos días.
Una tarde, mientras se preparaba para lo que esperaba fuera un paseo en solitario, llegó el correo. En cuanto vio la carta con la letra que tanto conocía, se le aceleró el pulso, pero Miles apareció de la nada antes de que pudiera abrirla y la metió corriendo debajo de una carta que les había enviado el abogado de su padre.
Miles le lanzó una mirada divertida. Seguro que se había dado cuenta de su vano intento por ocultar la misiva.
—¿Con que una carta? —preguntó—. ¿Y de quién, si puede saberse?
—Yo… —No supo muy bien qué hacer. Creía que las cartas se las estaba enviado la hermana de Miles. Así que, si se la enseñaba y este reconocía la letra, podría confirmarle si estaba o no en lo cierto y habría resuelto el misterio. Entonces, ¿por qué era tan reacia a mostrársela?
Al final alzó la barbilla y dijo:
—Perdóneme, señor Pembrooke, pero creo que no es de su incumbencia.
—¡Ya entiendo! Se trata de una carta de amor, ¿verdad? Estoy totalmente hundida.
—No, no es ninguna carta de amor.
—Entonces, ¿por qué se ha puesto roja y está intentando ocultármela?
—¡Por su persistencia, señor! —se quejó ella.
—¿Es del señor Scott? ¿O del buen clérigo?
—De ninguno de los dos. Y esta es mi última palabra al respecto. No obstante, si quiere la nueva Quaterly Review[3], estoy segura de que a mi padre no le importará que la lea de cabo a rabo.
Miles extendió la mano y le acarició la barbilla con el pulgar mientras le sonreía con indulgencia.
—Es usted adorable cuando se enfada, señorita Foster. ¿Se lo han dicho alguna vez?
—No.
—¡Ah! Entonces me llevo ese honor. Si no soy el primero en su estima, al menos soy el primero en algo.
Dispuesta a renunciar a su paseo, se excusó y se marchó con la carta escaleras arriba. Una vez en su dormitorio, echó con cuidado el cerrojo a la puerta antes de abrirla.
La carta comenzaba con dos líneas escritas con una tinta más marcada que el resto.
Me he enterado de que tiene un invitado que se apellida Pembrooke. ¿Por qué no ha tenido en cuenta mi advertencia?
A continuación, seguía una larga carta escrita con la letra a la que ya estaba acostumbrada. Pero en esta ocasión no se trataba de la página de un diario, como la mayor parte de las misivas anteriores, sino que parecía que la habían escrito hacía poco.
La primera vez que la vi, llevábamos viviendo en Pembrooke Park poco más de un año. Estaba de pie en el jardín de las rosas, mirando a la casa con los ojos atormentados. Yo estaba en la ventana de mi dormitorio, contemplando el cielo gris y dudando si salir o no a cabalgar, no fuera a terminar empapada. Montar a caballo era lo único que me divertía un poco, aparte de leer novelas. No tenía amigas. Ni una. Apenas nos habíamos mudado de Easton cuando me di cuenta de que nuestros vecinos nos despreciaban. Me daba la sensación de que nos temían. ¿Por qué, si casi no nos conocían? Me parecía tremendamente injusto.
Ninguna familia permitía que sus hijas aceptaran mis invitaciones. Ni tampoco sus hijos pasaban tiempo con mis hermanos. Aunque ellos, por lo menos, podían jugar juntos. Yo, sin embargo, no tenía a nadie. Quizá por eso me percaté de su presencia. Se trataba de una niña un poco más pequeña que yo, parada cerca de la casa, medio escondida detrás de la pérgola de rosas. Me pregunté si se ocultaba como una travesura o porque tenía miedo de ser descubierta. ¿Creería que la echaríamos sin más, sin darse cuenta de que al menos yo, en vista de las pocas visitas que teníamos en Pembrooke Park, la recibiría con los brazos abiertos?
Pensaba que había visto a casi todas las niñas del pueblo, por lo menos desde lejos, en la iglesia o en los días de mercado. Pero a ella nunca me la había encontrado. Tenía el cabello dorado asomando por su bonete, y llevaba un elegante bolero sobre el vestido. No parecía pobre, pero tampoco era alguien «de nuestra posición», como solía decir mi madre. Así era como intentaba consolarme, diciéndome que era mejor que ninguna muchacha de mi edad viniera a verme, porque no quería que pasara mucho tiempo en compañía de campesinos analfabetos, no cuando había comenzado a ir por el buen camino para convertirme en una dama. Reconozco que todo aquello me cansaba un poco. Más cuando el año anterior habíamos vivido en un par de habitaciones deterioradas en Portsmouth y habíamos usado ropa de segunda mano. Claro que eso fue antes de que mi padre recibiera su preciado dinero y sacara provecho del contenido de la caja fuerte de su hermano.
La primera vez que vi a la niña de ojos atormentados no hice nada. Cuando volví a notar su presencia, días más tarde, levanté la mano, esperando que me viera. Pero no se dio cuenta. Así que abrí la ventana para saludarla, pero el sonido del pestillo la asustó y salió corriendo como si fuera una liebre perseguida por un zorro.
Pasados unos días, al ver que no volvía, fui a buscarla. Al final la encontré en una especie de escondite que se había hecho entre el cobertizo y el jardín vallado que no podía verse desde la casa. Para un observador cualquiera, aquellos tablones, ladrillos, frascos de vidrio de colores y un camastro cubierto con una vieja enagua podían parecer un extraño montón de basura, pero enseguida me di cuenta de lo que era aquello: una cabaña.
Como no quería que volviera a escaparse, decidí no correr el riesgo de presentarme directamente, así que me marché y volví un poco más tarde con unas flores que metí en uno de los tarros y una nota en la que le decía que no quería hacerle daño y le preguntaba si podíamos jugar juntas al día siguiente. En la firma puse: «Tu amiga secreta».
Tenía miedo de que se fuera tan pronto como descubriera la nota y supiera que alguien había estado en su escondite. Sin embargo, cuando regresé a la tarde siguiente estaba allí parada, observando cómo me acercaba, mirándome con una solemnidad que la hacía parecer mayor de lo que era.
—¿Por qué quieres jugar conmigo? —me preguntó.
Decidí decirle la verdad.
—Porque no tengo a nadie más.
—¿Prometes no decírselo a nadie?
—Te lo prometo —asentí—. Será nuestro secreto.
—Muy bien. —Ladeó la cabeza, pensativa—. Puedes llamarme Lizzie. ¿Y tú eres…?
—Jane. —Le di mi segundo nombre porque tenía miedo de que se negara a estar conmigo si sabía quién era yo en realidad.
Y así comenzó nuestra amistad secreta. Nos vimos todas las tardes que hizo buen tiempo, que fueron la mayoría de aquel verano. Representábamos pequeñas obras de teatro que escribía yo misma, jugábamos a las casitas, inventando familias, situaciones y vidas mucho más atrayentes o interesantes que la mía y probablemente la suya.
Nunca le pregunté por su familia, porque no quería que ella me preguntara lo mismo. No quería hablar, ni siquiera pensar en mi verdadera familia. Sobre todo en mi padre. Solo quería escapar durante una hora o dos en compañía de mi nueva amiga, sumergidas en nuestro mundo imaginario.
Con el tiempo supe quién era su familia y su verdadero nombre. Supongo que ella también se enteró del mío. Pero nunca hablamos de ello, porque hacerlo hubiera supuesto romper el hechizo y poner fin a nuestro mundo particular. A nuestra amistad.
De todas formas, todo acabó demasiado pronto. Mi hermano pequeño nos vio juntas y ella tuvo miedo de que su familia se enterara. Me dejó una nota detrás de uno de los ladrillos sueltos del muro del jardín en la que daba por finalizada nuestra amistad de la misma manera que empezó. Muy apropiado, me dije más tarde, aunque en ese momento solo pensé en lo injusta que era la vida.
Abigail sintió una tristeza infinita cuando terminó de leer la carta. Se preguntó qué habría sido de esas niñas, si se habrían vuelto a ver. Si Harriet Pembrooke, o «Jane», habría hecho otra amiga. ¿Y Lizzie, la muchacha del pueblo? ¿Se habría casado y sería madre de una niña con su propia cabaña en algún lugar cercano? ¿O seguiría sola?
Daba igual, lo único que deseaba era que fueran felices allá donde estuvieran. Aunque no sabía muy bien por qué, pero después de leer la carta, lo dudaba. Volvió a preguntarse si sería prudente enseñarle a Miles las cartas. ¿Por qué tenía tantas dudas? Por lo menos, podía preguntarle por su hermana.
Lo encontró en la biblioteca, mirando las ilustraciones de moda de un ejemplar de la revista que Susan y Edward Lloyd publicaban.
—¿Puedo acompañarle?
—¡Por supuesto! —exclamó él radiante—. Mire esta pareja de aquí, tan elegantes con la nueva moda de primavera. Podríamos ser usted y yo. Somos tan sociables como guapos. ¿Y qué me dice de este vestido de paseo con el sombrero? Creo que le quedaría de fábula.
Lo miró con fingido interés.
—Nunca me han gustado las plumas de avestruz, pero ese bicornio le quedaría muy bien —señaló, ganándose una sonrisa.
Se sentó con la novela que estaba leyendo y Miles continuó con la revista. El tictac del reloj nunca había sonado tan fuerte.
Tras unos minutos en los que simuló estar leyendo dijo con tono indiferente:
—Miles, ¿puedo preguntarle por su hermana?
—¿Qué quiere saber de ella? —contestó él, todavía leyendo la revista.
—Para empezar, ¿dónde vive?
Él la miró.
—Creo que a caballo entre Londres y Bristol. Eso cuando no está viajando.
Abigail se acordó de los matasellos de Bristol de las cartas que estaba recibiendo.
—¿Y cómo le va? ¿Se mantienen en contacto?
Miles se encogió de hombros.
—No mucho. Solo la he visto dos veces desde que he regresado a Inglaterra.
Al notarlo incómodo, decidió cambiar de tema.
—Me quedé muy sorprendida cuando le dijo a Mac que su hermano había muerto. No creo que nadie de aquí lo sepa. Supongo que a nadie se le ocurrió informar a la parroquia del suceso.
Miles asintió distraídamente.
—Lógico, solo vivimos aquí dos años.
Tragó saliva y preguntó con cautela:
—¿Puedo preguntarle cómo murió?
—Claro que puede hacerlo. Puede preguntarme cómo… y por qué. Yo mismo me lo he estado preguntando durante años. Y todavía lo hago.
Esperó a que continuara. De nuevo el tictac se hizo insoportable. Pero se quedó callado, allí sentado, limpiándose una mancha invisible de los pantalones.
—Estuve hablando con la señora Hayes —dijo ella con suavidad—. Era el ama de llaves de Pembrooke Park. Ahora la pobre está ciega. Me contó que vio sangre en el vestíbulo después de que su familia se marchara.
—¿Sangre? —repitió Miles—. ¡Qué cosas! —Alzó la barbilla—. He de decirle, señorita Foster, que creo que ha leído demasiadas novelas góticas. Mi querido hermano estaba vivo cuando salimos de aquí. Y ahora descansa en un cementerio en Bristol, cerca de la familia de mi madre.
—¿Y… su padre?
—Sinceramente, no lo sé. Nunca supimos nada más de él y espero no volver a verlo jamás. —Se puso de pie bruscamente—. Y ahora, si me disculpa, me encuentro un poco cansado. Me gustaría descansar un poco antes de la cena.
—Por supuesto. Siento haberlo molestado. No he debido ser tan curiosa.
Entonces Miles se detuvo al lado de la silla donde estaba sentada y bajó la mano. Sin saber cuál era su intención, levantó la suya con indecisión. Él le dio un afectuoso apretón.
—No me molesta, señorita Foster —susurró, esbozando una triste sonrisa—. Usted es un bálsamo para mi alma.
A la tarde siguiente, Abigail estaba de pie en la iglesia, ayudando a William Chapman a reponer las velas gastadas de la lámpara.
—¿Puedo contarle algo? —preguntó mientras le pasaba una vela.
El pastor cambió de postura en la escalera.
—Por supuesto.
—Todavía no se lo he contado a nadie, no sé muy bien por qué. Y eso que lleva sucediendo hace algún tiempo.
Él inclinó la cabeza para mirarla. Sus ojos brillaron con una cierta precaución.
—¿De qué se trata?
—He recibido varias cartas.
—¿Cartas? —inquirió con cautela—. ¿De un caballero?
—No. O eso creo. Son anónimas.
—¿De un admirador secreto?
—Por supuesto que no. De alguien que vivió aquí.
Se puso tenso.
—¿Del señor Pembrooke?
—No. Creo que de su hermana, Harriet. Sobre los años que vivió en la mansión.
—¿Y por qué no las ha firmado con su nombre?
—No lo sé. Pero por lo que escribe, no tenía muy buena imagen de su padre. Quizás el anonimato le proporciona el coraje necesario para revelar sus secretos.
—¿Qué tipo de secretos?
—Por lo visto tenía mucho miedo de su padre. También ha escrito sobre la amistad que hizo con una niña del pueblo.
—¿En serio? ¿Con quién?
—Alguien llamada Lizzie.
—Lizzie es un nombre muy común. ¿No sabe el apellido?
Abigail hizo un gesto de negación.
—Y Harriet tampoco le reveló su verdadero nombre a la niña por temor a que no quisiera juntarse con ella. Por lo que cuenta, me da la impresión de que todo el mundo excluyó a los Pembrooke durante el tiempo que estuvieron aquí.
—Sí, es cierto.
—Me pregunto qué habrá sido de las dos niñas —continuó ella—. Según mis cálculos, ahora deberían tener unos treinta años, más o menos. ¿Conoce a alguna Lizzie de esa edad?
William se detuvo a pensarlo.
—El nombre de pila de la señora Matthews es Elizabeth. Creo que tiene treinta y pocos. Es la mujer que tiene cinco hijos, ¿sabe de quién le hablo?
—Ah, sí.
—Y la sobrina de la señora Hayes se llama Eliza. No recuerdo a nadie que la llamara Lizzie, pero podría ser… Aunque solo tiene veinticinco.
Abigail se acordó de Eliza, la mujer que cuidaba de su tía que antaño trabajó y vivió en Pembrooke Park. Durante su visita a la casa de la señora Hayes, la vio escribir algo y también la había sorprendido en el cementerio, cerca de las tumbas de los Pembrooke…
William se subió a la escalera y comentó:
—Podría preguntarle a Leah. Tal vez recuerde si había alguna otra muchacha con ese nombre.
—Gracias. O podría preguntárselo yo misma la próxima vez que la vea. ¿Conocía su hermana a Harriet Pembrooke?
—No creo. Cuando los Pembrooke vivieron aquí, ella estaba interna en un colegio. Estuvo un año.
—Bueno, no pierdo nada por intentarlo.
William le lanzó una mirada elocuente.
—Me olvido de que todavía no conoce muy bien a mi hermana. No le gusta mucho hablar de sí misma. O del pasado. O de los Pembrooke.
Abigail asintió, recordando la reticencia de Leah a entrar en Pembrooke Park. ¿Habría tenido una mala experiencia en la casa? ¿Y si alguno de los Pembrooke la había tratado mal? No podía imaginarse al adorable Miles haciendo algo así. Además, en esa época solo era un niño. Y Harriet había estado desesperada por tener una amiga.
¿El hermano mayor, tal vez? ¿O el mismísimo Clive Pembrooke? Sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Esperaba estar equivocada.