Capítulo 16

Durante los días siguientes, la familia Chapman al completo pareció hacer todo lo posible por evitar a Abigail y a Pembrooke Park en general. Ni siquiera Kitty se dejó caer por allí, y por supuesto tampoco hubo ninguna invitación para cenar después del servicio que se ofreció a mitad de semana para pedir por la salud del rector, el señor Morris, que esos días estaba sufriendo una fiebre preocupante. Durante dicho servicio, William y Mac eludieron mirarla, y Leah se marchó en cuanto terminó, sin detenerse a hablar con ella. Abigail empezó a temer que hubiera perdido la amistad incipiente de Leah y la admiración de su hermano para siempre.

Esa noche, a pesar de ser las once pasadas, estaba dando vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño, así que decidió levantarse y caminar un rato por su habitación. Tras unos minutos, cruzó la galería y se dirigió hacia el dormitorio vacío de su madre. Desde las ventanas que daban a la iglesia podía ver la rectoría. Se fijó en que la luz de una vela iluminaba una de las ventanas.

Por lo visto, el señor Chapman también estaba despierto a esas horas. ¿Acaso tampoco podía dormir? «Oh, Dios, ayúdame a terminar con esta situación tan tensa, por favor».

Sabiendo que no lograría dormir a menos que hiciera algo, decidió arriesgarse. Regresó a su habitación, se puso unas medias, unos zapatos y una bata y se cubrió con un chal. Después, se hizo con un candil y volvió a salir a la galería de puntillas. Al no ver ninguna luz bajo la puerta de su padre, decidió no molestarlo y bajó en silencio las escaleras.

Los sirvientes debían de estar dormidos desde hacía tiempo. Aun así, continuó caminando de puntillas. Fue al vestíbulo, abrió la puerta con cuidado, salió y cerró la puerta con el mayor sigilo posible. El frío aire nocturno traspasó su camisón de muselina e hizo que se estremeciera, de modo que intentó arroparse un poco más con el chal mientras caminaba por el borde del camino de entrada para evitar la grava. Cuando llegó al cementerio, iluminado por la luz de la luna, evitó mirar cualquier tumba o las ramas de sauce que se sacudían en un triste lamento por los muertos.

Volvió a estremecerse, aunque esta vez no solo de frío.

Cuando llegó a la casa parroquial, se tomó unos segundos para recuperar la compostura. El corazón le latía desaforado, justificando el esfuerzo que le había llevado la caminata. Tomó una profunda bocanada de aire y llamó suavemente con los nudillos. En dos ocasiones.

Segundos después, oyó el sonido de pasos acercándose seguidos del clic de la cerradura. Entonces la puerta se abrió y apareció William Chapman, vestido con pantalones y con la camisa abierta a la altura del cuello. Iba despeinado y con los ojos cansados; unos ojos que se abrieron sorprendidos en cuanto la reconoció.

—Señor Chapman, perdóneme por presentarme en su puerta a una hora tan intempestiva, pero vi que había luz en su ventana. Espero no haberle despertado.

—No, no estaba dormido. —Hizo un gesto en dirección al escritorio de dentro, donde había una vela encendida y una Biblia abierta al lado de un papel y una pluma.

—No podía dormir —confesó ella—. Me siento muy mal. No quise molestar ni a Leah ni a usted. Fue un acto impulsivo, no lo pensé. Ni tampoco me di cuenta de la fuerte aversión que sienten hacia los Pembrooke. ¿Podrán perdonarme?

—Señorita Foster… —Se detuvo para abrir un poco más la puerta—. Por favor, entre un momento para resguardarse del frío.

Esperaba no estar metiéndolo en ningún problema o arruinar su propia reputación, pero tenía tanto frío y estaba tan disgustada que en lo que menos pensó fue en el decoro.

Además, se dio cuenta de que tampoco la había invitado a pasar más allá del umbral de la puerta y que la había dejado abierta para que no diera lugar a ningún equívoco.

William volvió a señalar el escritorio y continuó:

—En realidad soy yo el que debo disculparme. Justo le estaba escribiendo una carta. Por eso, cuando la he visto en mi puerta, durante un segundo he creído que me había quedado dormido a mitad de la carta y estaba soñando.

Ella negó con la cabeza.

—Nunca debería haberme metido donde no me llamaban. No sé en qué estaba pensando al presentar al señor Pembrooke a su hermana y ejercer de casamentera cuando no tengo la más mínima experiencia en lo que al cortejo se refiere.

—Cierto. No le veo ningún futuro como casamentera. Ni a usted ni a nadie, para ser sincero. No obstante, no debí tratarla con tanta dureza. Reaccioné de forma exagerada y lo lamento.

—Conozco los rumores que circulan sobre Clive Pembrooke —susurró ella—. Sé que muchos creen que pudo matar a su hermano Robert y la alta estima que le tenía su padre. Que Mac reaccionara con esa vehemencia no me sorprendió. Pero…

—Pero yo, que soy un clérigo, ¿qué hago culpando al hijo de los pecados de su padre?

De nuevo se acordó del versículo de los Números de la Biblia.

—Sí. Al fin y al cabo, su familia no le ha hecho nada a la suya.

—Me temo que no es tan simple, señorita Foster.

—Si Miles hizo algo, ya sea de niño o desde que ha vuelto, estoy segura de que intentará enmendarlo con todos los medios a su alcance.

—No está en su poder hacerlo.

—No… No lo entiendo.

William se frotó el rostro con una mano. Se le veía cansado.

—Sé que no lo entiende. Y de nuevo le pido disculpas. Hay mucho más detrás de todo esto, pero no me compete a mí contárselo. Solo le pido que me crea cuando le digo que tenemos razones para que no nos gusten ni confiemos en nuestros antiguos vecinos. Le aseguro que intentar fomentar una relación entre Miles Pembrooke y mi hermana no traerá nada bueno.

Abigail volvió a negar con la cabeza.

—Tenga la certeza de que no volverá a ocurrir. He aprendido la lección. Solo espero que Leah termine perdonándome. Y usted también.

—Yo ya lo he hecho. Y también espero ser digno de su perdón.

—Por supuesto.

—Y pensar que llevo sentado más de una hora, tratando de escribir una disculpa que solo ha tardado cinco minutos en aceptar —señaló él medio sonriendo.

Ella también consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.

Entonces recordó algo.

—Sé que se ofreció a preguntarle a Leah si conocía a alguien que se llamara Lizzie, pero ahora ya no importa. Yo…

—De hecho, señorita Foster, creo que es mejor dejar a mi hermana al margen de todas esas preguntas, ¿no le parece?

Lamentó al instante haber mencionado el asunto al percibir su tono defensivo.

—Muy bien.

—¿Qué es eso? —preguntó él de repente, mirando por encima de su hombro.

—¿El qué? —Se volvió para seguir la dirección de su mirada.

—Esa luz que hay en la ventana.

Al ver que en una de las ventanas del piso superior de la mansión parpadeaba la luz de una vela, se quedó sin aliento.

—Es el dormitorio de mi madre, pero ahora mismo no está ocupado.

¿Quién estaría allí? La vela estaba parcialmente protegida, por lo que no iluminaba a quien la estaba portando; algo que tal vez estuviera haciendo a propósito.

—Lo más probable es que sea Duncan. O alguna de las sirvientas —supuso en voz alta.

—¿A esta hora? —William frunció el ceño—. ¿Por casualidad cerró la puerta con llave cuando se marchó?

—No. No caí en la cuenta. Solo tenía pensado estar fuera unos minutos.

El clérigo apretó la mandíbula.

—Tal vez debería ir a despertar a mi padre.

—¿A su padre con arma incluida? No creo que sea necesario. Ni sensato. Puede que mi padre se haya levantado y esté dando una vuelta por la casa.

—¿Buscándola?

—No creo. —Se sintió un poco culpable. Esperaba que no. No quería preocuparlo, pero tampoco quería que se enterara de que había salido de su casa en plena noche para hablar con un hombre.

—Vamos a ver quién es. —William descolgó su abrigo de la percha y se lo puso—. No quiero que entre sola en la casa, no vaya a ser que se haya colado algún intruso.

La agarró de la mano y, como había hecho ella cuando fue a la rectoría, la condujo por el borde del camino de entrada para no pisar la grava. Cuando llegaron a la entrada de adoquines, abrió la puerta, escuchó con atención y entró primero, parapetándola detrás de su cuerpo. La planta baja estaba a oscuras y en completo silencio.

—Vamos —susurró él, guiándola por el vestíbulo hasta la escalera principal.

Le gustaba sentir aquella enorme y cálida mano sobre la suya. Se le aceleró el corazón, no solo por lo cerca que estaba de él en ese momento, sino por la sensación de peligro que impregnaba el ambiente.

—Por aquí —murmuró cuando subieron las escaleras, señalando el dormitorio de su madre. Sabía que no era nada decoroso seguir agarrada a su mano, pero no hizo nada por soltarse.

La puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta. ¿La dejó así cuando entró para mirar por la ventana?

Le hizo un gesto a William para que permaneciera en silencio y ambos se detuvieron para volver a escuchar con atención. Desde el interior les llegó un golpeteo. El clérigo se puso una vez más delante de ella para protegerla y empujó despacio la puerta para que se abriera lo suficiente para permitirles entrar.

Y allí, bajo la tenue iluminación de la vela, se encontraron con Miles Pembrooke, candelabro en mano, con la oreja pegada a la pared de madera y golpeando con su bastón sobre los paneles. ¿Acaso esperaba oír algún sonido hueco que le indicara que allí se escondía una habitación secreta?

—¿Está buscando algo? —preguntó William con tono tranquilo, pero retumbó como un disparo en la silenciosa habitación.

Miles dio un salto asustado y Abigail apretó con fuerza la mano del clérigo.

Durante un instante, el hijo de Clive Pembrooke se quedó completamente inmóvil, como un ladrón descubierto en flagrante delito, aunque se recobró inmediatamente y esbozó una sonrisa.

—Me han dado un susto de muerte.

—¿Qué está haciendo en el dormitorio de mi madre, señor Pembrooke?

—Querrá decir la habitación de «mi» madre, señorita Foster. O al menos lo era. Estaba buscando algunos recuerdos. Tenía la esperanza de que tal vez se hubiera dejado algo aquí.

—¿A estas horas de la noche?

—Sí, me he despertado y me he dado cuenta de lo mucho que la echaba de menos. ¿Y usted, señorita Foster? Me sorprende verla levantada tan tarde y nada menos que en compañía de nuestro buen pastor.

Miró a William, y luego apartó la vista y se soltó por fin de su mano. No se le ocurría ninguna respuesta convincente.

—La señorita Foster no le debe ninguna explicación, señor Pembrooke —dijo el señor Chapman—. Y le aseguro que usted no estaba buscando ningún recuerdo. ¿Un tesoro tal vez?

—Bueno, si quiere saberlo, la respuesta es sí. No podía dejar de pensar en lo obsesionado que estaba mi padre con la existencia de un tesoro escondido en algún lugar de la casa. Tonterías sin sentido, sin lugar a dudas.

—Efectivamente.

—Señor Pembrooke —dijo ella—, si en el futuro hay algo que desea ver en la casa o quiere visitar la habitación de su madre, solo tiene que pedirlo. Hasta que mi madre se instale en ella, por supuesto.

—Por supuesto.

—Seguro que el señor Pembrooke no tiene intención de quedarse tanto tiempo —contempló William, lanzando a Miles una mirada desafiante—. ¿Verdad?

—Ah, bueno, todavía no lo he decidido, aunque reconozco que estoy deseando conocer al resto de la familia de la señorita Foster. Somos parientes después de todo.

—Muy lejanos —puntualizó el clérigo con una sonrisa forzada.

—Pero más cercanos de lo que usted nunca será.

—¿Eso cree?

—Sí.

Durante un momento ambos se miraron con intensidad, con las mandíbulas apretadas y actitud retadora.

Tal era la tensión que se respiraba que Abigail se vio obligada a intervenir.

—Muy bien, caballeros. Es muy tarde y creo que ha llegado la hora de cesar con las hostilidades e irnos a la cama, ¿no creen?

—Estoy de acuerdo —dijo Miles, arrastrando los pies hacia la puerta. Se dio cuenta de que su cojera era menos perceptible de lo habitual.

William y ella lo siguieron hasta la galería.

El pastor esperó hasta que se cerró la puerta de la habitación de invitados. Entonces se volvió hacia ella una vez más.

—¿Seguro que estará bien? Odio dejarla aquí sola con él.

—Le aseguro que el señor Pembrooke es inofensivo. Puede que sea un ladrón, pero no un asesino. Además, el dormitorio de mi padre está ahí mismo.

—Aun así, prométame que echará el cerrojo de la puerta de su habitación, esta noche y todas las que ese hombre permanezca en esta casa.

Como estaban a oscuras no pudo ver con claridad sus ojos, pero por el tono solemne de su voz parecía verdaderamente preocupado.

—De acuerdo. Lo haré.

Ahora que el señor Chapman la había perdonado, sabía que por fin podría conciliar el sueño. Aunque una puerta con el cerrojo echado tampoco le vendría mal.

Cenefa

Al día siguiente, Abigail fue a casa de los Chapman con la esperanza de reconciliarse con Leah. Cuando vio salir a la mayor de los hermanos Chapman por la puerta, se preparó mentalmente para el caso de que no quisiera hablar con ella.

—He venido a pedirle disculpas, señorita Chapman —empezó—. Espero que me perdone. De haber sabido la profunda enemistad que había entre usted y el señor Pembrooke no les habría presentado. No era mi intención molestarla.

Leah soltó un suspiro.

—Sé que lo hizo de buena fe, señorita Foster. Venga, vamos a dar un paseo, ¿le apetece?

Ambas salieron a caminar por el bosque, pero Abigail no se atrevió a agarrarse del brazo de Leah.

—No sabía que conocía al señor Pembrooke.

Leah se encogió de hombros.

—Cuando Clive Pembrooke se mudó con su familia a Pembrooke Park estaba interna en un colegio. Pero seguían aquí cuando regresé, aunque solo se quedaron un año más.

—¿Y ahí fue cuando conoció a Miles?

—No que yo recuerde. Era solo un niño. Y mi padre nos prohibió terminantemente cualquier contacto con los Pembrooke. Desconfiaba… no, más bien odiaba a Clive Pembrooke, y esa animadversión se extendió a su mujer y a sus hijos. No me dejaba poner un pie en Pembrooke Park, ni siquiera en los jardines, y eso que es la propiedad adyacente a la nuestra.

—¿Seguro que se vieron en la iglesia o en el pueblo?

La señorita Chapman volvió a encogerse de hombros.

—Los Pembrooke no solían ir mucho a misa. Y cuando lo hacían, se colocaban en el reservado de la primera fila, entraban cuando todos estábamos sentados y se marchaban antes que el resto. Cuando regresé del colegio, todo el mundo los temía o los odiaba. Los padres me daban igual, supongo que se lo merecían. Y a los muchachos Pembrooke parecía no importarles, ya que se tenían el uno al otro.

—¿Y la niña? —quiso saber ella—. Seguro que la conoció.

Leah hizo un categórico gesto de negación con la cabeza.

—Nunca conocí oficialmente a Harriet Pembrooke. Pero la vi de lejos. Y eso bastó para que sintiera mucha lástima por ella. A menudo me pregunto dónde estará ahora y si es feliz.

«Sí, yo también», pensó Abigail.

—Cuando se fueron —continuó Leah—, todo el mundo respiró tranquilo. Y ahora que Miles ha regresado, ha reavivado los viejos temores. —Soltó otro suspiro y se quedó mirando pensativa al horizonte.

Abigail tomó una profunda bocanada de aire y preguntó en voz baja:

—¿Alguno de los Pembrooke le hizo algún tipo de daño?

Leah la miró con preocupación y luego apartó la vista.

—¿A mí? ¿Cómo iban a poder hacerme daño?

Abigail se mordió el labio.

—No lo sé. Pero vuelvo a pedirle disculpas.

—Sé que lo siente. Y la perdono. —Leah consiguió esbozar una sonrisa y la tomó del brazo—. Ahora, sigamos con el paseo.

Cenefa

Cuando volvió a casa, fue hacia el aparador en busca de una taza de té y a medio camino se detuvo en seco al encontrarse con Duncan y Molly de pie, muy cerca el uno del otro y con las cabezas inclinadas y tocándose.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con un tono más acerado del que quería.

Molly se irguió al instante y se volvió con la cara completamente roja.

—Yo… Lo siento, señorita. Solo estábamos hablando. Se lo prometo.

Duncan alzó la cabeza despacio y la miró con una sonrisa torcida en los labios.

—Estaba enseñando a Molly un libro de lo más interesante —explicó el sirviente, que le mostró un libro fino y desgastado que tenía en la mano.

La muchacha le lanzó una mirada suplicante.

—Es verdad, señorita. Eso es todo.

—Gracias, Molly. Continúa con tu trabajo, por favor —ordenó ella.

La criada bajó la cabeza y abandonó la estancia a toda prisa.

—Es un viejo ejemplar de las Listas de la Marina Real de Steel. Seguro que también le resulta interesante. Revela mucho sobre su invitado: un hombre que hace pasar su cojera por una herida de guerra para ganarse la simpatía de las mujeres.

Abigail frunció el ceño.

—Le aseguro que el señor Pembrooke no finge ninguna cojera.

—Fingir, exagerar, no soy quién para juzgarlo. Funciona, ¿verdad? Parece inofensivo, el pobre héroe de guerra desvalido… y lo invitan a quedarse como si fuera un cachorro herido. —Negó con la cabeza—. Lo más probable es que termine matándonos a todos mientras dormimos.

—Duncan. No me está gustando nada su actitud, ni sus chismes.

—No es ningún chisme, señorita. Sé que no tiene buena opinión sobre mí, pero tiene que creerme. He estado investigando. Y mire aquí, en la página setenta y dos. Sirvió en el Red Phoenix. ¿Sabe usted algo del Phoenix, señorita?

Ella negó con la cabeza.

Los ojos de Duncan brillaron.

—Es uno de los pocos barcos que salió de la guerra sin sufrir un solo rasguño.

Se le hizo un nudo en el estómago.

—Tal vez lo hirieron durante una escaramuza en tierra firme o en un entrenamiento.

—Si eso le ayuda a dormir por la noche, señorita. —La voz de Duncan rezumaba sarcasmo por los cuatro costados—. No seré yo el que desacredite a un «héroe de guerra».

Cenefa

Poco después, esa misma tarde, Abigail recibió por correo una nueva edición de la revista Lloyd y se fue a la sala de estar a leerla mientras bebía una taza de té. La revista traía nuevos artículos, diseños de moda, poesías y relatos. Era suscriptora de la revista sobre todo por lealtad a Susan Lloyd y porque se sentía más cerca de su amiga cuando reconocía su pluma en algún editorial o noticia de sociedad, aunque la mayoría de los artículos y relatos los escribían otros colaboradores.

Tras echar un vistazo a las imágenes de moda, leyó por encima el índice.

El nombre de uno de los escritores llamó su atención de inmediato. Al leerlo tan rápido creyó ver «Pembrooke», pero cuando lo releyó con más atención se dio cuenta de que ponía «E. P. Brooks».

«Ah, el escritor de la zona…».

Fue hacia la página indicada y se fijó en el título del relato: «Asesinato en Dreadmoore Manor». La historia trataba sobre una joven, hija de un conde, que era secuestrada después del asesinato de su padre y se criaba como una humilde sirvienta con unos parientes maquiavélicos. Sin ninguna protección, la pobre muchacha tuvo que valérselas por sí sola cuando un canalla se presentó en su puerta. ¿Descubriría alguien su verdadera identidad y la rescatarían a tiempo?

El relato le recordó a la historia de Cenicienta de una ópera francesa, Cendrillon, que había visto en Londres. La joven heroína era increíblemente bondadosa y generosa a pesar de todas las adversidades. El villano era un ser malvado con bigote y con una risotada maníaca que daba más risa que miedo. Aunque no era una experta, le gustó la forma de escribir del autor, a pesar de sus defectos.

Volvió a leer el nombre del escritor, E. P. Brooks, o más bien su seudónimo; Susan le había explicado que la mayoría de las autoras firmaban sus escritos con otro nombre.

En ese momento se acordó de los dedos manchados de tinta de Eliza y de las revistas que había visto en su cocina. ¿Podría ser…?

Cenefa

Abigail decidió hacer otra visita a la señora Hayes y a Eliza. Cuando llegó, la mujer mayor estaba durmiendo una siesta en una silla de la sala de estar, pero Eliza la invitó a la cocina mientras esperaban a que se calentara el agua.

—Se despierta ella sola cuando oye el silbido de la tetera.

Eliza se puso a preparar la bandeja de té y Abigail aprovechó para deambular por la cocina como si nada. Cuando llegó a la mesa, reconoció la última edición de la revista Lloyd que había sobre el tablero y decidió jugar sus cartas.

—Yo también la leo.

—¿En serio? Pensaba que era la única suscrita de la zona.

—No. De hecho, la editora es amiga mía —agregó con cuidado, pendiente de su reacción.

Durante un instante, la mano de Eliza se detuvo sobre el azucarero.

—Oh, qué interesante —respondió tras unos segundos.

—Sí, a ella le encanta su trabajo. ¿Le gusta… la revista?

—Sí, cuando tengo tiempo para leerla.

Se sentía un poco decepcionada al ver que Eliza no estaba aprovechando la oportunidad que le estaba brindando, pero decidió no presionarla. Además, siempre cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado.

Eliza tomó la bandeja.

—Venga, señorita Foster. Vayamos con mi tía y disfrutemos de su visita.

La antigua ama de llaves alzó la vista expectante en cuanto las oyó entrar por la puerta.

—¿Otra visita? ¿Ha vuelto a venir el señor Miles?

—No, tía, es la señorita Foster.

—Oh… qué lástima. —La alegría de la mujer se disipó y se concentró en el té.

—El señor Pembrooke vino hace unos días —le explicó Eliza.

—¿Ah, sí? —preguntó sorprendida.

—Sí —dijo la señora Hayes con su taza de té ya en la mano—. Y cómo me gustó tenerlo aquí. Es tan encantador, tan educado… Un auténtico caballero, no como su padre. Pero nunca me ha oído decir esto. —Dirigió sus ojos ciegos hacia la puerta, como si Clive Pembrooke en persona pudiera entrar de un momento a otro.

Eliza le pasó un plato.

—Toma, tía, cómete una galleta.

La señora Hayes se hizo con una y continuó:

—Y fue tan atento con mi Eliza.

—Solo fue amable, tía —insistió Eliza, que le llenó de nuevo la taza.

La mujer negó con la cabeza.

—Puede que esté ciega, pero incluso yo pude ver que estaba interesado en ti.

Eliza miró a Abigail con angustia en los ojos y movió la cabeza en silencio para mostrar su desacuerdo.

Abigail entendió el gesto tácito y cambió de tema.

—Señorita Smith, me comentó que su tía la crio. ¿Puedo preguntarle por sus padres, si eso no le trae muchos recuerdos dolorosos? —Se llevó la taza a los labios.

—Dolorosos no, aunque tal vez sea un asunto un poco embarazoso para oídos delicados.

Aquello la pilló desprevenida.

—¿De verdad? ¿Y eso?

—Mi madre servía como doncella en Pembrooke Park hasta que se quedó embarazada.

—Vaya. —Abigail bebió un sorbo de té que bajó ardiendo por su garganta y le puso los ojos llorosos—. Entiendo…

Eliza miró a la señora Hayes.

—Y no solemos hablar de mi padre, ¿verdad, tía?

—Tu padre era un buen hombre —sentenció la señora Hayes—. La dejó quedarse en Pembrooke Park más de lo que cualquier amo le hubiera permitido.

Abigail abrió los ojos asombrada. «Dios mío». ¿Acababa de insinuar que Robert Pembrooke era el padre de Eliza? ¿O… Mac? ¿Por eso la visitaba tanto? ¿Para echarles una mano con la casa? No, era imposible. Tuvo que recordarse a sí misma que la señora Hayes no estaba bien de la cabeza.

La antigua ama de llaves tomó un sonoro sorbo y se volvió hacia ella.

—¿Sabe, señorita Foster, que Robert Pembrooke tuvo más de una hija?

—No tenía ni idea. Nunca había oído ese rumor.

—Tía —advirtió Eliza, mirando con preocupación a Abigail—. Ya sabes que no hablamos de eso.

La señora Hayes bebió otro sorbo y dejó la taza en la mesa dando un golpe.

—La señorita Foster está viviendo en Pembrooke Park. ¡No es justo! No cuando otra joven se lo merece mucho más. E de Eliza. E de Eleanor…

¿Era Eliza una Pembrooke? Tenía la pregunta en la punta de la lengua pero se la tragó junto con otro sorbo de té y la bilis que le estaba produciendo aquel descubrimiento.

Eliza esbozó una sonrisa tensa.

—No le haga caso, señorita Foster. Dios sabe que yo tampoco lo hago la mayoría de los días.

Abigail también forzó una sonrisa.

—¿Perdió a su madre muy joven?

—Sí. Solo tenía cinco años.

—Lo siento.

Eliza se encogió de hombros.

—Apenas la recuerdo. Ni a mi padre. Aunque mi tía me dice que murió acordándose de mí.

Volvió a pensar en el pseudónimo del autor: E. P. Brooks. ¿Podría tratarse de un juego de palabras con E. Pembrooke? Tal vez ni la tía ni la sobrina estaban muy cuerdas.

De pronto, sintió la urgente necesidad de salir de allí. Agradeció a ambas el té y se marchó a toda prisa, con el estómago revuelto por el mal trago pasado y la conversación tan incómoda que habían mantenido.

Cuando se acercó al puente que llevaba a casa, a su lado pasó un carruaje negro a tal velocidad que tuvo que echarse a un lado de la carretera para que no la atropellara. Había visto antes ese vehículo, pero no recordaba dónde. Además, las ventanas llevaban unas tupidas cortinas que le impidieron ver al ocupante u ocupantes.

Siguió caminando hasta que percibió un olor a acre en el ambiente. Se detuvo para olfatearlo mejor. ¿Estaría alguien quemando rastrojos? Terminó de cruzar el puente y miró en dirección a la mansión. Un cuervo graznó. Alzó la vista y lo vio salir volando, pero también se percató de algo más. El corazón le dio un vuelco. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo desde… ¿la iglesia? No, detrás. ¡Desde la casa parroquial!

Se quedó petrificada durante un instante, con la mente hecha un torbellino. «William». Miró alrededor y no vio a nadie a quien pedir ayuda. Entonces se subió la falda y salió corriendo por la verja en dirección a la iglesia y a la rectoría.

Las llamas salían por la ventana trasera. Dio un empujón a la puerta y miró dentro. Allí estaba William, tratando de apagar un fuego que empezaba a devorar las cortinas.

—¡Toque la campana! —gritó él en cuanto la vio.

¿Por qué no se le había ocurrido antes? Corrió a través del cementerio, saltando sobre algunas herramientas de jardinería que había en el suelo y una regadera, y fue hacia la entrada de la iglesia. Con las manos temblando, intentó alcanzar la cuerda que estaba enrollada en la pared, fuera del alcance de los niños, pero estaba tan alta que tuvo que ponerse de puntillas para hacerse con ella. En cuanto le fue posible comenzó a tirar de ella con todas sus fuerzas varias veces. El sonido metálico llenó el ambiente con la misma solemnidad que cuando se llamaba al servicio. Después, regresó a toda prisa a la rectoría, pero se detuvo un instante para recoger la regadera. Sabía que un pequeño recipiente de agua no serviría de mucho contra unas llamas que se extendían por momentos, pero fue lo único en lo que pudo pensar.

Vio a Duncan salir por la entrada principal de Pembrooke.

—¿Qué sucede? —gritó el sirviente.

—¡Fuego! —chilló ella en respuesta, señalando la columna de humo.

Duncan abrió la boca asombrado y se metió en la casa sin perder tiempo. Esperaba que el sirviente supiera qué hacer en una emergencia como aquella.

Lo primero que vio nada más entrar en la casa parroquial fue el fuego extendiéndose desde la cortina hasta el hombro y brazo de William Chapman.

—¡William, cuidado! ¡Se está quemando!

El rugido del fuego era tan alto que él pareció no oírla, así que se acercó y vertió sobre su hombro toda el agua que había en la regadera. No se puede decir que diera en el blanco, porque la mitad del líquido cayó sobre la parte posterior de su cabeza y cuello. Aun así, consiguió apagar las llamas del brazo.

William se volvió hacia ella, aturdido.

—Tenía el brazo en llamas —le explicó—. ¿Qué más quiere que haga?

—Avise a todo el mundo que pueda y formen una cuadrilla para combatir el fuego. Y sobre todo, rece.

Parpadeó un par de veces. No tenía experiencia ni con lo primero ni mucho menos con lo segundo, pero se apresuró a cumplir sus órdenes.

Para su alivio, nada más salir se encontró con Mac —el fuerte y competente Mac— dirigiendo a todo el mundo a voz en grito y formando una línea humana hasta el río, que por suerte estaba bastante cerca, ya que rodeaba la mayor parte de la finca. Vio a Duncan, Molly, Polly, Jacob, Leah, la señora Chapman e incluso Kitty venir corriendo desde su casa, los establos y el cobertizo cargados con cubos y distintos recipientes. Otros muchos llegaban desde el puente, provenientes de la cercana Easton, y comenzaron a ocupar huecos en la improvisada línea. Reconoció a varios de los muchachos mayores de la escuela dominical, así como a los señores Peterman, Wilson y Matthews y otros feligreses que conocía de vista, aunque no se sabía sus nombres.

Le escocían los ojos por el humo y por la conmovedora imagen de toda una comunidad luchando unida con todas sus fuerzas como la leal familia que eran.

Sin perder ni un segundo más, fue hacia la fila.

Cenefa

Tardaron media hora en apagar el fuego. La mayor parte de la pared trasera y dos habitaciones estaban prácticamente destruidas.

—El incendio se inició en la cocina, ¿verdad? —preguntó alguien.

—Eso es lo que pasa cuando dejas que un soltero tenga su propia cocina —bromeó otra voz.

—Nunca hay que dejar un fogón sin vigilancia —dijo la señora Peterman, meneando un dedo en dirección a William—. Si hubiera estado casado, su esposa hubiera mostrado un poco más de sentido común.

—No se preocupe, pastor —añadió su marido—. Le ayudaremos a arreglarlo todo.

«¿Arreglar?», pensó Abigail con incredulidad. Aquel desastre requería mucho más que un simple arreglo.

William permaneció en silencio, sin confirmar ni negar aquellas teorías. Simplemente se quedó de pie, con las manos en las caderas, mirando fijamente a la casa parroquial en ruinas, con la mandíbula apretada y el pelo y la cara llenos de hollín.

Los feligreses comenzaron a regresar a sus casas. La señora Chapman y Leah les agradecieron la ayuda cual anfitriones despidiéndose de sus invitados en una fiesta. O en un funeral.

—El fuego no se ha producido por un fogón —dijo por fin William cuando solo quedaban Mac y ella a su lado.

—¿No? —preguntó Mac—. ¿Entonces qué crees que ha pasado, Will? ¿Alguna chispa que haya saltado desde la estufa?

—¿Hasta mi cama? —espetó William—. No creo.

—¿En tu cama? Pensaba que se había iniciado en la cocina.

El clérigo negó con la cabeza. Tenía los labios apretados y sus ojos se movían pensativos.

—¿Se te cayó una vela?

—No, papá.

—¿Me estás diciendo que no crees que haya sido un accidente?

—Baja la voz, pero sí. Alguien lo ha provocado.

—No puedes saberlo.

—¿Te refieres a si puedo demostrarlo? No. Pero lo sé. Aquí —dijo, llevándose una mano al pecho.

—Pero ¿quién sería capaz de hacer algo así? ¿Y por qué?

Abigail decidió intervenir.

—No sé si debería mencionarlo o no, pero cuando regresaba a casa por el puente vi cruzar un carruaje negro antes de divisar el humo.

—¿De quién era ese carruaje?

—No lo sé, pero seguro que no hay muchos vehículos tan elegantes por las inmediaciones.

William negó con la cabeza.

—No creo que tengamos que buscar a nuestro sospechoso mucho más allá de Pembrooke Park.

—¿Se refiere a Duncan? —preguntó ella. Había visto con sus propios ojos la antipatía que el sirviente sentía hacia los Chapman.

William volvió a hacer un gesto de negación.

—No se estará refiriendo a Miles, ¿verdad? No lo veo capaz de tal cosa.

—Está claro que anoche estaba bastante enfadado conmigo. Puede que hasta celoso.

—¿Qué pasó anoche? —preguntó Mac con los ojos entrecerrados.

—Ya te lo contaré después, papá. —La miró—. ¿Sabe dónde se encuentra ahora mismo el señor Pembrooke?

Como si lo hubiera convocado con sus palabras, en ese momento su padre llegó corriendo, seguido de un renqueante Miles Pembrooke que venía apoyándose en su bastón.

—Molly acaba de entrar en casa y nos lo ha contado —dijo su padre—. ¿Están todos bien?

—¿No oíste la campana, papá? ¿Ni viste el humo?

—Estábamos jugando una partida de ajedrez en la sala de recepción. Como está en la parte trasera, no nos hemos enterado de nada. Sí oímos las campanas, pero pensábamos que se debían a algún servicio extraordinario del que no teníamos noticia.

William intercambió una mirada con su padre. ¿Se arrepentiría de haberlo juzgado erróneamente o todavía seguía sospechando de él?

—¡Por todos los santos, señor Chapman! —exclamó Miles con una mueca—. Su hombro tiene muy mal aspecto.

—¿Mmm? —William dobló el cuello para mirárselo.

Mac frunció el ceño al ver la herida que sobresalía de la camisa destrozada y quemada de su hijo. Parecía como si un gato salvaje hubiera arañado con saña el hombro de William. Puede que hasta ese momento no hubiera sido consciente del dolor que debía sentir por lo concentrado que había estado en apagar el fuego, pero de repente, tanto él como los demás solo parecían tener ojos para la herida. El clérigo se balanceó ligeramente, mareado.

—Siéntate aquí, muchacho —dijo su padre, que lo condujo hasta una de las sillas de la cocina que habían conseguido salvar de las llamas.

William se desplomó sobre ella.

—Ahora mismo voy a buscar al médico —se ofreció Miles, sorprendiéndolos a todos—. Alguien tiene que verle esa quemadura.

—Señor Pembrooke, no creo que…

—No se preocupe. No puedo correr con esta pierna, pero le aseguro que nadie me gana a caballo. —Se volvió y se marchó cojeando en dirección a los establos—. ¿El médico sigue siendo el señor Brown?

—Sí —gritó Mac—. Y vive en la misma casa verde.

Fiel a su palabra, instantes después vieron a Miles Pembrooke cruzar el puente a galope.

Cenefa

Tras la marcha de Miles, Charles Foster miró a William y le dijo con tono amable:

—Venga, hijo. Vamos a llevarte a casa. No te puedes quedar aquí con todo este humo. El médico te examinará allí.

Antes de darse cuenta, William estaba tumbado en un sofá de terciopelo en la sala de estar de Pembrooke Park que el ama de llaves había cubierto con una sábana limpia, cosa que no le molestó, teniendo en cuenta que estaba cubierto de hollín de la cabeza a los pies.

Qué extraño le resultaba estar allí, rodeado de sus padres y los Foster.

El señor Brown fue, lo examinó y le curó las quemaduras en privado, y colocó una oreja en su pecho para escuchar el corazón y los pulmones. Después pidió a los demás que entraran.

—Vendré mañana para comprobar las vendas y volver a aplicarle el ungüento —anunció—. Te recomiendo reposo y beber mucho líquido. Ah, y aire fresco, así que no te acerques a la rectoría.

—Pero al menos tengo que tapiar las ventanas rotas y cubrir el agujero de la pared.

—No, muchacho, no te preocupes por eso —dijo su padre—. Deja que me ocupe yo.

—Tiene razón. Haz caso a tu padre —le reprendió el señor Brown—. No intentes volver todavía. No con todo ese hollín y humo en el aire. Es muy malo para los pulmones. —Miró a Mac—. Intentad que no haga muchos esfuerzos, aunque solo sea unos días.

—Lo ataré si hace falta.

—No se preocupe, señor Brown, se quedará en nuestra casa y allí lo cuidaremos —agregó su madre.

—Pero si no hay sitio —dijo él—. No con la abuela allí.

—Mi suegra se ha venido a vivir con nosotros hasta que se recupere de una caída —explicó su padre—. Pero ya nos apañaremos.

William negó con la cabeza.

—No quiero quitarle a nadie su cama.

—Su hijo se quedará con nosotros, Mac —dijo el señor Foster—. Tenemos habitaciones de sobra. Y usted y su familia podrán entrar y salir cuando les plazca, y el señor Brown, por supuesto, hasta que se recupere y reparen la casa parroquial.

—No podemos aceptarlo. Pero muchas gracias por la oferta.

—¿Cómo que no? Vamos, Mac, será un placer. Es lo menos que podemos hacer por nuestro párroco y vecino.

—Es usted muy amable, pero…

—Puede quedarse en alguna de las habitaciones vacías de arriba o incluso en esta misma habitación, si lo prefiere, así no tendrá que subir y bajar escaleras.

—No soy un inválido —objetó William—. Pero he de admitir que la idea me resulta de lo más tentadora. Desde esta estancia, en la parte delantera de la casa, puedo echarle un ojo a la rectoría. Si el incendio ha sido obra de algún vándalo, veré enseguida si regresa.

Miró a la señorita Foster para comprobar su reacción y después se dirigió al señor Foster:

—Le agradezco enormemente su oferta. Y espero que en unos pocos días se disipe la mayor parte del humo y se hagan las reparaciones necesarias para poder regresar a la rectoría.

—Eso es ser demasiado optimista, Will —dijo su padre—. Creo que todavía no eres consciente de la magnitud del daño.

—Puede quedarse todo el tiempo que quiera —señaló el señor Foster—. No nos supone ninguna molestia, ¿verdad, querida?

Se fijó en la señorita Foster, que mantenía una expresión impasible y las manos pulcramente dobladas sobre su regazo.

—En absoluto, papá.

Cenefa

Abigail salió de la estancia con su padre y dejaron al señor Chapman descansando mientras Mac se iba a recoger los enseres necesarios para su hijo.

—Has sido muy amable, papá —dijo ella cuando nadie podía oírlos.

—¿Sabes? Me ha gustado mucho hacerlo. En un primer momento me ha sorprendido la oleada de… protección que he experimentado. Supongo que esto es lo que se siente siendo el propietario de una heredad como esta, el afecto paternal que uno tiene por los inquilinos y los vecinos. Una mezcla de condescendencia y benevolencia. Sí, podría acostumbrarme a ser el señor de Pembrooke Park.

Aquellas palabras la alarmaron.

—Ten cuidado, no te habitúes a ello, papá. Recuerda lo que dijo el señor Arbeau. No has heredado la finca. Solo eres un arrendatario.

—Por ahora, sí. Pero en cuanto se resuelva el asunto del testamento… ¿quién sabe?

—Pues me imagino que lo sabrá Miles Pembrooke. O tal vez su hermana.

Su padre soltó un suspiro.

—Tienes razón. Aun así, no me cuesta nada verme aquí. Haciendo… esto. Siempre.

Ella le tocó el brazo con afecto.

—Disfrutemos de todo lo que nos ofrece este lugar el tiempo que estemos aquí, papá. Pero intenta no encariñarte mucho con Pembrooke Park, ¿de acuerdo? Lamentaría mucho que te llevaras otra decepción.

Él le dio una palmadita en la mano.

—Esa es mi Abigail. Siempre tan pragmática.

Le costó mantener su valiente sonrisa.

—Sí, esa soy yo. Pero no quiero estropearte la alegría, papá, y estoy de acuerdo contigo, serías un gran señor de Pembrooke Park, como bien has dicho. De hecho, me he sentido tremendamente orgullosa cuando has invitado a quedarse al señor Chapman.

Él la miró de soslayo.

—Sí, pensé que te alegraría.

Lo miró sorprendida, pero se sintió aliviada al darse cuenta de que su rostro no reflejaba ninguna censura; todo lo contrario, tenía un brillo de complicidad en los ojos. Intentó fingir indiferencia, como si no entendiera lo que quería decirle, pero no pudo reprimir una tenue sonrisa.

Una sonrisa que se hizo más amplia en cuanto se acordó de Miles Pembrooke. Seguro que no le hacía ninguna gracia enterarse de que ya no iba ser su único invitado.