Capítulo 13

Aunque estaba cansada por haberse acostado tan tarde la noche anterior, luchó contra las ganas de seguir durmiendo y se despertó una hora más tarde de lo habitual. Tiró de la cuerda conectada a la campana para llamar a Polly, ya que estaba claro que la joven había tenido el detalle de no molestarla y ni siquiera había entrado de puntillas para abrir las contraventanas. Abigail se acercó al palanganero, resignada a lavarse la cara con el agua fría de la noche anterior, pero se sorprendió gratamente al encontrársela caliente. Polly había conseguido acceder sin despertarla. No solo era competente, sino también muy considerada.

Mientras esperaba a que regresara, se aseó y empezó a cepillarse el pelo, que tras la noche anterior era una masa de rizos con el doble de su volumen habitual. Recordó las ansiosas preguntas que Polly le hizo mientras la ayudaba a desvestirse después del baile. La doncella había querido conocer cada detalle y ella intentó cumplir sus expectativas lo mejor que pudo, contándole que se lo había pasado muy bien y que todo el mundo había admirado su peinado. Polly la había escuchado con un gesto radiante.

La muchacha entró minutos después.

—Se ha levantado muy pronto, señorita. Después de todo lo que le sucedió anoche, creí que se quedaría durmiendo hasta el mediodía.

—Tenemos un invitado. Pensé que lo mejor era levantarme y mostrar la hospitalidad debida.

—Él y su padre ya están tomando el desayuno, así que no hay ninguna prisa. La señora Walsh está hecha un manojo de nervios por poder cocinar para un auténtico Pembrooke, y a Duncan, como se puede imaginar, no le ha hecho mucha gracia tener que atender a otra persona más.

—Sí, me lo imagino perfectamente. —De hecho, su padre era la única persona a la que Duncan no parecía importarle servir. Siempre se mostraba presto a cumplir sus órdenes, por eso su progenitor lo tenía en tan alta estima.

—¿Qué tal va su ampolla? —preguntó Polly.

Se miró el dedo meñique del pie. La noche anterior había bailado demasiado, más de lo que lo había hecho en todo un año, y el calzado había terminado rozándole.

—Oh, bien, bien.

—Es un pequeño precio a pagar por ser la reina del baile.

Sí, un pequeño precio y también una mínima molestia que bien valía la pena. Le había encantado estar tan solicitada como pareja de baile. Una nueva experiencia.

Polly se acercó al armario.

—Le saco el vestido beis de diario y la cofia, señorita.

—Mmm, no. Estaba pensando en el vestido de paseo azul.

La doncella se volvió sorprendida.

—¿Va a volver a salir?

—No, pero esta tarde espero una visita.

—¿De uno de los caballeros con los que bailó anoche? ¡Qué romántico! Le volveré a hacer un recogido alto.

—Solo se trata de un viejo amigo de Londres.

—¿Un amigo? —preguntó la joven con un brillo travieso en la mirada.

—No veas ninguna historia de amor donde solo hay amistad. —Aunque se lo dijo a Polly, se recordó a sí misma en silencio que más le valía seguir su propio consejo.

Veinte minutos después, cuando bajó a desayunar, se encontró con su padre y el señor Pembrooke sentados en el comedor, conversando y saboreando sus respectivos cafés.

—Buenos días, Abigail —dijo su padre, que había sido el primero en verla.

Miles Pembrooke se levantó al instante.

—Buenos días, señorita Foster. Un placer volver a verla.

Lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Buenos días, señor Pembrooke. Espero que haya dormido bien.

—Se podría decir que sí, aunque los fantasmas no han dejado de hacer ruido toda la noche.

Abigail se detuvo en seco.

—¿Fantasmas?

El señor Pembrooke se echó a reír.

—Solo en mi cabeza, se lo aseguro. No se asuste. Estar de nuevo aquí me ha traído muchos recuerdos.

Se sirvió una taza de té y una tostada del aparador y después se sentó a su lado.

Miles bebió un sorbo y la miró divertido por encima del borde de su taza.

—No me diga que la he asustado, señorita Foster. No me ha parecido la clase de mujer que cree en espíritus e historias góticas.

—Yo… no lo hago. Pero esta antigua casa hace muchos ruidos que podrían confundirse con visitantes nocturnos de cualquier índole. De todos modos, espero que haya podido conciliar el sueño.

—La primera noche en una cama nueva siempre es difícil. Seguro que esta noche duermo mejor.

Abigail lanzó una mirada interrogante a su padre.

Miles debió de percibir su sorpresa, porque se apresuró a explicar:

—El señor Foster ha tenido la gentileza de invitarme a quedarme un poco más. Espero que no le importe.

—Oh… Por supuesto que no —balbuceó ella, pero la sospecha se instaló en su cerebro y le contrajo el estómago.

Dio un mordisco a la tostada y aprovechó la ocasión para calmarse y pensar en su siguiente pregunta.

—¿Tiene… planeado hacer algo en concreto durante su estancia aquí? ¿Algún viejo conocido al que le gustaría ver?

En ese momento, Molly llamó suavemente con los nudillos en la puerta abierta y entró inclinándose en una reverencia.

—Señorita, caballeros, disculpen mi intromisión, pero un mensajero de Hunts Hall ha dejado esto para el señor Pembrooke. Está fuera, esperando una respuesta.

—¿Para mí? —preguntó Miles sorprendido. Tomó la nota que le ofreció la sirvienta y la leyó. Sus oscuras cejas se elevaron—. Me invitan a ir a Hunts Hall tan pronto como me sea posible. —Miró a Abigail—. Debió de mencionar mi presencia a sus anfitriones.

—No recuerdo haberle dicho nada a los Morgan, aunque tampoco se lo puedo asegurar. Espero que no le haya ocasionado ningún problema.

—En absoluto.

—No sabía que conocía tanto a los Morgan.

—Ni yo. —Esbozó una sonrisa y se puso de pie—. Si me disculpan, dejaré mi caballo en el establo e iré directamente con el mensajero. Así podré presentarles mis respetos sin demora.

Abigail lo observó marchar un tanto desconcertada. Pero su asombro aumentó aún más cuando se dio cuenta de que cojeaba y usaba el bastón para apoyarse y no como el adorno de un dandi como en un principio pensó.

—Me dijo que era por una herida de guerra —le aclaró su padre, que por lo visto se había dado cuenta de dónde miraba.

—Ah.

—¿Te lo pasaste bien anoche?

—Sí, papá. Gracias. ¿A que no adivinas a quién me encontré? —preguntó—. A Gilbert Scott —dijo al verlo levantar las cejas interrogante.

Su padre abrió la boca perplejo.

—¡No me digas!

Entonces procedió a explicarle la relación que Gilbert había entablado con los Morgan gracias al arquitecto para el que ahora trabajaba.

Su padre asintió interesado.

—Espero que lo hayas invitado a hacernos una visita.

—Sí. Parecía ansioso por volver a verte y conocer nuestra nueva casa.

—Entiendo que más lo último que lo primero, pero ¿quién podría culparlo? Me sorprende que no haya venido más gente a pedirnos que le enseñemos esta maravilla.

Abigail hizo un gesto de asentimiento y logró esbozar una débil sonrisa. Sin embargo, era incapaz de quitarse de la cabeza a Miles Pembrooke. Le preocupaba más su recién descubierto pariente que cualquier extraño que quisiera ver la casa.

Cenefa

Diez minutos antes de que dieran las dos, Abigail estaba en la sala de recepción. Anteriormente había dicho a la señora Walsh que seguramente le pediría que le sirvieran el té. No quería dar la impresión de estar nerviosa por la visita de Gilbert, pero sabía que no sería educado pedir un dulce horneado sin haber informado previamente al ama de llaves.

Se alisó la falda y se puso a leer un libro, la biografía del arquitecto Christopher Wren, aunque le resultó muy difícil concentrarse.

Tenía las palmas de las manos húmedas. Estaba alterada y nerviosa y parecía haber perdido su serenidad habitual.

«No seas tonta», se dijo a sí misma. Solo se trataba de Gilbert, el vecino de al lado que había conocido cuando era gordito y torpe, con sus granos y su cambio de voz. Con el que había jugado, discutido, estudiado y del que se había… enamorado. Empezó a sudar de nuevo.

Dieron las dos. Y las dos y media. Y las tres. Se le cayó el alma a los pies y se le hizo un nudo en el estómago. Tantos nervios para nada. Se había puesto un vestido bonito y Polly le había arreglado el pelo… para nada.

—¿Todavía no se sabe nada de Gilbert? —preguntó su padre, que entró en la sala.

Hizo un gesto de negación, sorprendida por las lágrimas que se amontonaban en sus ojos y que amenazaban con derramarse de un momento a otro. Parpadeó para alejarlas y respondió con la mayor naturalidad que pudo:

—Debí de entenderle mal. O los Morgan tenían otros planes para él hoy.

—Lo último, sin duda. Seguro que viene en cuanto pueda. Estaré en la biblioteca. Avísame cuando esté aquí.

Abigail asintió y pasó una página del libro que estaba leyendo.

Unos minutos después, Molly asomó la cabeza y echó un vistazo al interior. Lo más probable era que viniera de parte de la señora Walsh para saber cuánto tiempo tenía que mantener el agua caliente.

—Creo que al final no hará falta el té. —Se puso de pie—. Por favor, preséntale mis disculpas a la señora Walsh y dile que mi padre y yo estaremos encantados de cenar lo que sea que nos haya preparado para hoy.

—Muy bien, señorita.

Abandonó la sala inquieta, sin saber si cambiarse o no de ropa. Al final decidió que no. Se había puesto un vestido de paseo, así que eso sería lo que haría. Tomó su bonete y guantes y salió en dirección a los jardines. Se detuvo frente al viejo cobertizo y encontró unas tijeras de podar y una cesta: elementos ideales para recoger algunas flores. Al final, sin embargo, se puso a quitar las malas hierbas de una hilera de lirios. Le había pedido a Duncan que lo hiciera, pero no le habría dado tiempo. Quizá había llegado la hora de preguntar a Mac que les recomendara algún jardinero o al menos algún mozo que ayudara con las tareas externas de la casa. Luego hizo otro tanto con un parterre y empezó a sentirse un poco mejor. Con cada manojo de malas hierbas que arrancaba se iba disipando la frustración que la carcomía por dentro. Ojalá pudiera deshacerse de todas sus preocupaciones y decepciones con la misma facilidad.

Cuando comenzó a notarse cansada, devolvió las herramientas al cobertizo y regresó a la casa. Al girar por un lateral en dirección a la parte delantera vio a Gilbert atravesando el camino de entrada a pie y con las manos en alto en actitud suplicante.

—Abby, perdóname. Sé que llego tarde. El señor Morgan convocó a todos los hombres para un torneo de tiro y, teniendo en cuenta que soy un invitado y que encima estoy con mi patrón, fui incapaz de negarme. El torneo ha durado más de lo previsto, pero como recuerdo que comentaste que tenías la tarde libre, decidí venir de todos modos. ¿Ha sido muy impertinente por mi parte?

—Sabes que siempre serás bienvenido a nuestra casa, Gilbert. A mi padre le hará mucha ilusión verte.

—¿Y a ti?

—También, por supuesto.

Al verlo sonreír se quedó embelesada unos segundos, pero se recuperó al instante y se irguió.

—¿Y quién ganó el torneo?

—Un joven señor no sé qué. No me acuerdo. Pero entonces el señor Morgan llamó a su administrador y venció a nuestro campeón sin ningún esfuerzo.

—¿A Mac Chapman?

—Sí, eso es.

—Me sorprende que el señor Morgan llevara a Mac al torneo.

—Creo que en el fondo quería dar una lección a ese joven presuntuoso. Eso, o está tremendamente orgulloso de su administrador.

—También fue el administrador de Pembrooke Park —informó ella—. Lo conozco bastante bien. Es el padre de nuestro vicario.

—Ah, el pelirrojo de anoche. Tendría que haberme dado cuenta. —Sonrió con picardía—. La competencia local.

Abigail fue plenamente consciente de que ya no estaban hablando del torneo. ¿De verdad estaba Gilbert coqueteando con ella?

En ese momento, un molesto mechón de pelo le cayó sobre el rostro. Se lo apartó con la mano enguantada.

Al ver cómo Gilbert le sonreía con indulgencia y extendía la mano para acariciarle la mejilla se quedó sin aliento.

Entonces Gilbert alzó el guante de ante y le mostró la mancha de tierra que tenía.

—Cuéntame, hermosa dama, ¿cómo te las has apañado para ensuciarte así la cara?

—Oh… Me he entretenido un rato trabajando en el jardín. —Inclinó la cabeza y se limpió la mejilla. Después lo miró con cautela—. ¿Mejor?

—Más que mejor. Perfecta.

Le ardió el rostro. No estaba acostumbrada a que Gilbert le hiciera ningún cumplido. Debía de haberlos aprendido en Italia, así que no le dio ninguna importancia. Al fin y al cabo, ¿no eran los italianos conocidos por coquetear con cualquier mujer que se cruzara en su camino?

Hizo un gesto hacia la casa.

—Y bueno, ¿qué te parece?

—Preciosa.

Algo en su tono de voz hizo que lo mirara. Los ojos de Gilbert seguían posados en ella.

Ya había tenido suficiente.

—Como bien sabes, estoy hablando de la casa, Bertie. —Usó su antiguo apodo con la esperanza de eliminar la inusual tensión que había entre ellos.

Su amigo dejó de mirarla y alzó la vista hacia la casa, deteniéndose en los gabletes, arcos y elaborados miradores.

Entonces dejó escapar un prolongado silbido de admiración.

—¿En serio vives aquí?

Ella asintió.

—Sí. Es magnífica, ¿verdad?

Poco a poco fueron rodeando la casa. Al doblar una esquina, Gilbert se detuvo y señaló.

—Esa torre parece un depósito de agua. ¿Tenéis agua corriente en las plantas superiores?

—No. Solo en la cocina del semisótano.

—Mmm… Es evidente que la planta principal se remonta al siglo XV. Pero me da la impresión de que eso de ahí es un anexo posterior.

—¿Para construir una escalera de servicio tal vez?

—Un poco estrecho para eso. —Volvió a mirar hacia arriba—. Pero si sirve como depósito es evidente que ya no se usa. Se comprende que salía mucho más barato que los sirvientes llevaran el agua en vez de mantener el sistema.

Fueron a la parte trasera de la casa.

—Otro añadido posterior —apuntó Gilbert, señalando la estructura de dos plantas que ocupaba parte del patio trasero.

—Sí, es la sala de recepción de la planta baja y un dormitorio precioso y un vestidor en la de arriba.

—¿Tu habitación?

Abigail negó con la cabeza.

—Pensé que le encantaría a Louisa.

Gilbert no dijo nada, pero se quedó mirando las ventanas de dicha alcoba.

Por un lado de la casa apareció su padre caminando hacia ellos con la mano extendida y una sonrisa en su delgado y apuesto rostro.

—¡Gilbert! Qué alegría verte, mi querido muchacho.

—Señor Foster. El placer es mío.

Ambos se estrecharon las manos.

—Te he visto por la ventana —informó su padre—. Espero que no te importe, pero estaba deseando saludarte.

—De ningún modo, señor.

—Ahora mismo íbamos a verte —dijo Abigail, rezando para que los sirvientes no se hubieran comido toda la tarta que había preparado la señora Walsh.

Minutos después, los tres tomaban una taza de té y un trozo de tarta en el espacioso y soleado salón, mientras su padre bombardeaba a Gilbert con preguntas sobre su familia y su nuevo empleo.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

El arquitecto miró el reloj sobre la repisa de la chimenea.

—Tengo que regresar a tiempo para cambiarme para la cena.

Eso no les dejaba mucho margen, pensó Abigail. Sonrió a Gilbert y fue directa al grano.

—Antes de que te vayas, ¿me dejas enseñarte los planos que te mencioné?

Gilbert la miró con complicidad y se puso de pie.

—Claro.

Se despidieron de su padre y salieron del salón.

—¿Te puedo contar un secreto? —preguntó ella cuando cruzaron el vestíbulo.

—Por supuesto —respondió él sin dejar de mirarla.

Lo condujo hasta la biblioteca y se acercó a la mesa de los mapas. Entonces oyó a sus espaldas que echaban el cerrojo y se quedó estupefacta. Se volvió y se percató de que era el mismo Gilbert el que había cerrado la puerta y que ahora se acercaba a ella con una pequeña sonrisa en los labios.

Abigail se humedeció los labios secos y apartó la mirada. A continuación, sacó los planos del cajón y los extendió sobre la mesa con manos temblorosas.

—¿De verdad querías enseñarme los planos de la casa? —preguntó él con un tono ligeramente sorprendido.

Ella lo miró confundida.

—Sí… claro. —Al darse cuenta de lo que pasaba se sintió tremendamente avergonzada—. ¿Creías que era un truco para quedarme a solas contigo? Por Dios, Gilbert, has pasado demasiado tiempo en Italia.

Él soltó un suspiro divertido.

—No puedes culpar a un hombre por tener esperanza…

Se volvió bruscamente, pero él le tocó el brazo.

—Abby… —dijo con voz contrita.

Intentó suavizar la voz y se enfrentó a él.

—Deberías saber que mi madre me escribió y mencionó que, desde que volviste, has estado visitando a Louisa.

—Ah… —Por fin tuvo la decencia de parecer avergonzado.

Abigail tomó una profunda bocanada de aire y volvió a centrarse en los planos.

—Sí, quería conocer tu opinión sobre estos planos. Existen rumores sobre la existencia de una habitación secreta en algún lugar de Pembrooke Park. Si son ciertos, me gustaría encontrarla.

—¿Una habitación secreta? —repitió él con las cejas enarcadas.

—Sí, se supone que esconde un tesoro o algo por el estilo, aunque el antiguo administrador me dice que son rumores sin sentido alguno. Aun así, me gustaría dar con ella.

—¿Tienes algo más, aparte de los rumores?

—Sí. He estado recibiendo unas cartas de alguien que vivió aquí y en una de ellas mencionaba que estuvo estudiando los planos en busca de pistas. —Como lo veía claramente escéptico sobre el asunto, decidió no mencionar la casa de muñecas.

—¿Y esa persona llegó a encontrar la habitación?

—No me lo ha dicho. Todavía. —Al ver la mirada vacilante que le lanzó se apresuró a añadir—: Solo échales un vistazo, Gilbert, y dime qué ves.

—Está bien —suspiró él. ¿Estaba molesto o decepcionado?

Empezó a hacer un estudio previo de los planos hasta que frunció el ceño y se inclinó un poco más.

—¿Puedo tener más luz?

—Por supuesto. —Abigail descorrió las cortinas y abrió todas las contraventanas.

Gilbert se acercó a mirarlos mejor.

—Estos parecen ser los planos de una renovación. ¿Tendrías los planos originales?

—No sé si los originales. Estos son los más antiguos. De antes de que se añadiera el ala oeste.

Extendió un nuevo lote al lado de los otros. Gilbert se puso inmediatamente a compararlos.

—Sí, ¿ves? En algún momento se añadió la torre de esa esquina. Probablemente a mediados del siglo XVIII, cuando muchos propietarios quisieron modernizar sus antiguas casas agregando tanques de agua. Un tanque en el techo recogía el agua de lluvia y la hacía descender por la torre a través de una serie de tuberías controladas por palancas. Más tarde se añadió otra ala delante de la torre. —La miró con ojos expectantes—. Tal vez ha llegado la hora de que me enseñes la casa por dentro.

Satisfacción. Ahí estaba el Gilbert lleno de curiosidad que tanto conocía.

Salieron de la biblioteca. En el vestíbulo, su amigo adoptó su papel de arquitecto y empezó a explicarle.

—Esta era la estancia original, que se abrió en varias plantas para permitir que el humo de las fogatas se disipara sin problemas antes de que se construyeran las chimeneas. La escalera es posterior, igual que la galería de arriba.

Pasaron a la sala de estar y al comedor. Gilbert miró a su alrededor, se acercó a un rincón de la habitación y presionó con la mano sobre un panel de revestimiento de madera que se abrió al instante.

A Abigail se le aceleró el corazón y se acercó corriendo.

—¿La has encontrado?

—Solo he encontrado el elevador que conecta la cocina de abajo con el comedor.

—Vaya. No me había dado cuenta de que existía hasta ahora —comentó roja de vergüenza.

—Los criados suben las bandejas con esta polea y tienen listo el desayuno en el aparador antes de que tu preciosa cabecita se levante de la almohada.

Oírle mencionar su almohada hizo que tuviera la impresión de estar compartiendo con él una extraña intimidad. «Qué tonta eres», se reprendió en silencio. Anda que no habían tenido guerras de almohadas cuando eran pequeños.

Vio que se iba hacia el otro extremo del comedor, hacia una puerta estrecha que había al lado de una alacena empotrada.

—Después de ver los planos más antiguos, hubiera pensado que la escalera de servicio estaría en este lado de la estancia. —Abrió la puerta, que solo reveló un armario para guardar ropa del hogar.

—¿Qué hay encima del comedor?

Abigail se detuvo a pensarlo.

—Creo que mi habitación. ¿Quieres subir a verla?

—Si no te importa.

—Claro que no.

Lo condujo escaleras arriba por la galería y pasaron de largo por el dormitorio destinado a Louisa. Se suponía que también debía enseñárselo, pero decidió no hacerlo. Cuando estaban fuera, se había fijado en cómo había mirado hacia las ventanas y no tenía la intención de ayudarlo a imaginarse a su hermana en su alcoba o en cualquier otro lugar.

—¿Hay algún armario para guardar ropa y útiles de limpieza en esta planta? —preguntó él.

—No que yo sepa.

Fueron a su habitación. Antes de dejarlo entrar, abrió la puerta y se aseguró de no haber dejado ninguna prenda interior a la vista. Ahora, con Gilbert detrás de ella, vio la habitación con otros ojos. De pronto, las cortinas y ropa de cama rosa y la casa de muñecas le parecieron demasiado infantiles.

Su amigo vaciló un instante en el umbral.

—¿Puedo entrar?

—Por supuesto —susurró.

Se sintió un poco cohibida al tener a un hombre en su dormitorio, incluso aunque el hombre en cuestión fuera un amigo de la infancia. Por eso se quedó en la puerta. En ese momento, Polly pasó por delante con los brazos cargados con sábanas y abrió los ojos atónita al ver a un caballero entrando en la alcoba de su señora. Abigail forzó una sonrisa y dijo en voz baja:

—No pasa nada.

Gilbert se paseó despacio por la habitación hasta pararse delante de la casa de muñecas.

—Alguien se ha tomado muchas molestias en hacer esto. Mi patrón construyó un modelo a escala de su casa de Londres para su hija y le costó lo suyo. —A continuación, se dirigió hacia su armario empotrado y preguntó—: ¿Puedo?

—Sí.

Abrió la puerta y golpeó los paneles de madera, retirando y empujando los diferentes estantes y cajones interiores. Luego, se fue hacia el otro armario de roble sin empotrar que había al lado y también indagó en su interior.

—No hay paneles móviles ni fondos falsos.

—Cierto, yo tampoco encontré nada raro.

—¿Y dices que el comedor está aquí debajo?

—Sí.

—Así que el elevador de la cocina está en esta misma pared un nivel por debajo.

—Exacto.

Gilbert terminó negando con la cabeza y dijo:

—Como profesional, diría que la «habitación secreta» era este armario empotrado. En algún momento tuvo que ser un cuarto pequeño para guardar útiles de limpieza o incluso un inodoro, pero retiraron las tuberías. Tal vez la puerta no fuera como ahora, sino un panel como el que hay para ocultar el elevador.

—Ah… —Abigail se tragó su decepción—. Debería haberme imaginado que había una explicación lógica para los rumores. —Soltó un suspiro.

Gilbert sonrió con indulgencia y le dio un golpecito en la barbilla.

—Espero que no estés muy contrariada.

—No. —Se obligó a sonreír—. También hay un ático con un trastero y alcobas para los sirvientes, si quieres podemos ir a verlo, pero…

—¿Qué hora es? —Miró a su alrededor en busca de un reloj. Al no encontrar ninguno terminó recurriendo al suyo de bolsillo—. Será mejor que me vaya o la señora Morgan me pondrá mala cara cuando llegue.

—¡Qué horror! —bromeó ella.

—Antes de que se me olvide —dijo él, llevándose la mano al bolsillo—. Susan te envía el nombre que le pediste. Dice que te escribirá una carta como Dios manda cuando impriman la siguiente edición. —Sacó un trozo de papel y se lo pasó—. Creo que me dijo que es de uno de los escritores de su revista.

—Mmm… —Abigail leyó el nombre, pero no lo reconoció: «E. P. Brooks.»—. Dale las gracias de mi parte.

Bajaron juntos las escaleras y se dirigieron a la puerta principal.

—Gracias por venir —dijo ella.

—Más vale tarde que nunca.

—Sí, desde luego. Espero que disfrutes del resto de tu estancia en Hunts Hall.

—No sé cuánto tiempo libre tendré, pero si vuelvo a tener un rato, ¿puedo volver a visitarte?

—Por supuesto. Como te dije antes, siempre eres bienvenido a nuestra casa.

—Gracias, Abby. —Entonces tomó con suavidad sus dedos, se inclinó y, por primera vez en su vida, que ella recordara, le dio un prolongado beso en el dorso de la mano.

Un beso que quedó grabado en su piel incluso después de verlo cruzar el puente y desaparecer de su vista.

Cenefa

Durante prácticamente una hora después de que Gilbert se fuera, Abigail anduvo por la casa haciendo varias tareas en un estado de feliz ensimismamiento, pensando que lo mejor era renunciar a su búsqueda. Si su amigo tenía razón, no había ninguna habitación secreta, excepto tal vez su propio armario empotrado. Sin embargo, la idea no terminaba de convencerla del todo. Puede que Gilbert se equivocara. A pesar de su educación, experiencia y viajes realizados, no tenía por qué saberlo todo.

Por absurdo o no que pareciera, volvió a ponerse el bonete y un par de guantes limpios y salió a la calle. De nuevo rodeó la casa despacio, fijándose en las líneas del tejado, las ventanas y la torre que Gilbert había señalado, de unos dos metros cuadrados. Y fue en dicha torre donde vio un detalle que le llamó la atención. Allí, a unos seis metros por encima de ella, no había ninguna ventana pero sí… ¿Qué era eso? Parecía como si las piedras de una sección rectangular fueran ligeramente más claras que el resto. Como si en el pasado hubiera habido una ventana pero la hubieran tapiado.

Puede que si la torre hubiera empezado siendo una escalera de servicio y luego se hubiera convertido en un tanque o armario ya no le encontraran utilidad a la ventana original y decidieran cerrarla. Sí, aquello era una explicación perfectamente válida, ¿verdad?

—¿Qué se supone que estamos mirando?

Se sobresaltó al oír la pregunta y se dio la vuelta, sorprendiéndose al ver a William Chapman parado detrás de ella, con las manos a la espalda y mirando hacia arriba tal y como ella había estado haciendo hacía escasos segundos.

—Menudo susto me ha dado, señor Chapman.

—Discúlpeme, no era mi intención.

Señaló por encima de sus cabezas.

—¿Ve esa sección de piedras un poco más claras? ¿Ahí arriba, en la segunda planta?

Él siguió la dirección de su dedo.

—Sí. Da la sensación de que allí hubo una ventana.

—Eso mismo he pensado yo.

—Pero tampoco encierra mucho misterio —indicó él encogiendo los hombros—. Muchos propietarios han ido cubriendo con ladrillos o de otra forma todas aquellas ventanas que consideraban innecesarias para evitar los impuestos exorbitantes del vidrio.

Sí, aquello tenía su lógica. Se sintió un poco estúpida por no haberlo pensado antes. Lo más seguro era que algún dueño o administrador anterior, en un afán por ahorrar, hubiera ordenado tapiarla. ¿Habrían cerrado más ventanas? No tenía sentido tapar solo una ventana por motivos tributarios. Miró más arriba, intentando buscar alguna prueba de la existencia de otras ventanas. Luego en la planta inferior, pero tampoco encontró nada.

De pronto, oyeron una calesa acercándose por el camino de entrada. Miró y vio a Miles Pembrooke, que volvía de Hunts Hall sentado al lado del cochero. Cuando el vehículo se detuvo, Miles descendió con cuidado y una pierna se le dobló un poco antes de enderezarse. Después, se despidió del cochero dándole las gracias y se volvió hacia la puerta. Al verlos de pie, en un lateral de la casa, se quitó el sombrero y se dirigió cojeando hacia ellos con la ayuda de su bastón.

—Es Miles Pembrooke —informó a William Chapman—. ¿Lo conoce?

El vicario se puso tenso, pero no dijo nada.

—Hola, señorita Foster —gritó Miles mientras se acercaba—. Ese bonete le sienta fenomenal.

—Gracias, señor Pembrooke. ¿Le ha gustado su visita a Hunts Hall?

—Ha sido de lo más… esclarecedora. —Miles miró con interés a William, pero como este permaneció callado, la miró expectante.

—Lo siento —se disculpó ella—. Pensé que tal vez se conocieran. Miles Pembrooke, permítame presentarle a William Chapman.

—Will Chapman… —repitió Miles. Le ofreció la mano, pero el clérigo continuó mirándolo impasible—. No me lo puedo creer. —Sacudió la cabeza con asombro—. La última vez que te vi no eras más que un pilluelo pelirrojo. ¿Qué tendrías, cuatro o cinco años? Ibas corriendo de un lado a otro como una cría de zorro. Claro que yo también era un muchacho.

—¿Qué le trae por aquí, señor Pembrooke? —preguntó William con un tono severo y entrecortado que nunca antes le había oído.

Miles vaciló un segundo antes de acercarse un poco más a ella.

—Quería volver a ver la casa. Y mis buenos amigos los Foster, que también han resultado ser parientes lejanos, han tenido la amabilidad de invitarme, ¿verdad, señorita Foster? —preguntó con una sonrisa radiante.

Al ver la mirada de reproche que le lanzó el señor Chapman, se sintió incómoda y absurdamente culpable.

—Sí, mi padre siempre es muy amable —murmuró.

—Hoy he visto a su padre, señor Chapman —continuó Miles—. Aunque solo desde lejos. Ha logrado quitar el corcho a una botella a cincuenta metros de distancia de un solo disparo. Recuerdo muy bien a Mac y el miedo que me daba cuando era pequeño. Aunque no tanto como… —Se detuvo—. Espero que goce de buena salud.

—Sí.

—Salúdelo de mi parte.

—Le aseguro que le haré saber de inmediato que está usted aquí.

William se cruzó de brazos y miró alternativamente a ambos, como si esperara que el señor Pembrooke se excusara y los dejara solos de nuevo.

Pero Miles se mantuvo firme. Miró al señor Chapman y luego a ella, analizando la situación.

—Señorita Foster —dijo por fin—, tengo entendido que no lleva mucho tiempo por la zona, así que hace poco que conoce a nuestro antiguo administrador y a su familia, ¿verdad?

—Sí. Son unos vecinos excelentes. Y quizá no lo sepa todavía, pero el señor Chapman también es nuestro vicario.

—¿Will Chapman? ¿Un hombre de Dios? Increíble. —Un brillo divertido cruzó su mirada—. Pero si no es lo bastante mayor.

—Se equivoca. Tengo casi veinticinco años. Me he ordenado hace poco.

—Asombroso. Bueno, bien hecho.

Ninguno de los dos hizo ningún amago de marcharse. Miles miró a su alrededor.

—¿Y qué han encontrado tan interesante aquí fuera?

El señor Chapman la miró, esperando que fuera ella la que respondiera, pero por alguna razón desconocida no quería que Miles Pembrooke se enterara de lo de la ventana tapiada.

Al final fue William el que empezó a responder.

—La señorita Foster se ha dado cuenta de que…

—De que las clemátides son muy abundantes este año —lo interrumpió ella—. ¿No lo ha notado? Me encantan las plantas trepadoras en el exterior de las casas.

Ambos hombres la miraron aturdidos.

Miles fue el primero en asentir cortésmente.

—Sí, dan una imagen encantadora.

Se quedó pensativa un momento. No quería mencionar lo de la habitación secreta, pero por si acaso Miles Pembrooke tuviera algo que decirle sobre la torre, dijo con tono vacilante:

—Estábamos hablando sobre las renovaciones de la casa que se han podido hacer en el pasado. ¿Sabe usted algo de esto, señor Pembrooke?

Miles frunció los labios y se encogió de hombros.

—Puede preguntarme lo que quiera, señorita Pembrooke. Estoy a su completa disposición, pero recuerde que viví aquí cuando tenía de diez a doce años. Una edad en la que uno no se fija en paredes y enredaderas.

—Tiene razón. No importa. ¿Vamos dentro? Supongo que mi padre ya se estará cambiando para la cena. ¿Le apetece cenar con nosotros, señor Chapman? Sabe que usted siempre es bienvenido.

—Gracias, señorita Foster —respondió William después de volver a mirar con desconfianza al señor Pembrooke—. Me encantaría, pero mejor lo dejamos para otra ocasión.

—Muy bien.

—Y ahora les deseo que pasen un buen día. —Hizo una breve inclinación en dirección a Abigail y luego se dio la vuelta y se marchó, no en dirección a la iglesia y a la rectoría, sino a la casa de sus padres.

—Me cuesta creer que Will Chapman haya crecido tanto —comentó Miles mientras lo veía alejarse—. Casi me siento viejo.

Abigail tenía los ojos clavados en la espalda del señor Chapman, pero se dio cuenta perfectamente de cuándo Miles Pembrooke dejó de mirar al vicario y se centró en ella.

Lo miró y vio un destello de diversión en sus ojos marrones.

—Se supone que ahora es cuando me dice que no soy en absoluto mayor, señorita Foster.

—Usted no es viejo, señor Pembrooke —le siguió el juego—. ¿Cuántos años tiene… treinta?

Él se llevó una mano al pecho.

—Me hiere profundamente, señorita —dijo con tono melodramático—. No cumplo los treinta hasta dentro de dos meses.

—Entonces le pido perdón —se disculpó imitando su mismo tono serio.

—Y la perdonaré… con dos condiciones.

—Vaya.

—Dígame lo apuesto que soy y acepte cantar para mí después de la cena.

—¡Señor Pembrooke! —medio protestó ella.

Miles bajó la cabeza e hizo un puchero.

—¿No piensa que soy apuesto?

—Sí, como bien sabe, es usted apuesto. Y lo sería aún más si no mendigara cumplidos.

Touché. ¿Cantará para mí? He oído que tiene una voz deliciosa.

—¿Quién le ha dicho tal cosa? —Dudaba que William o Leah hubieran revelado esa información a un desconocido.

—Unos muchachos que me he encontrado por el camino. Me preguntaron quién era y dónde vivía. Cuando les conté que estaba como invitado en Pembrooke Park dijeron: «Ahí es donde vive la dama que canta como los ángeles».

—Le aseguro que exageraron.

—Permítame que lo juzgue por mí mismo. —Le ofreció el brazo—. ¿Entramos?

Cenefa

William encontró a su padre limpiando sus armas después del torneo de tiro en el que había participado.

—Papá, ¿te has enterado ya de la noticia? Miles Pembrooke ha regresado. Está en la mansión como invitado de los Foster.

Su padre se quedó completamente rígido y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Imposible.

—Es verdad. Acabo de verlo. De hecho, me ha dicho que hoy te ha visto en Hunts Hall, pero de lejos, mientras disparabas.

—¿En serio? Pues mejor que no lo viera yo. Aunque no creo que lo hubiera reconocido después de tantos años.

—Tiene el pelo oscuro y viste como un dandi. Pero ahora cojea y va con un bastón.

—¿Un bastón? Pero si no tiene más de, ¿cuántos?, ¿treinta años?

—Más o menos. Debe de ser por una lesión o algo parecido.

—¿Lo sabe Leah?

—No por mi boca. He preferido contártelo a ti primero.

—Bien. No digas nada todavía. Antes tenemos que saber a qué ha venido y dónde ha estado todos estos años. ¿Dónde está el resto de su familia?

—Dice que ha venido solo para volver a ver la casa. Pero no le he preguntado por sus planes o el paradero de su familia.

—Deberías haberlo hecho.

—Entonces tal vez deberías hacerle una visita.

Su padre se puso de pie.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer.

William lo agarró del brazo.

—Sé que tienes motivos para odiar a Clive Pembrooke. Pero recuerda que se trata de su hijo, que solo era un niño cuando sucedió todo aquello.

—Lo sé. Pero también soy de los que cree que de tal palo, tal astilla.

Cenefa

Tras la cena, Miles y Abigail se retiraron a la sala. Su padre les dijo que iría con ellos después de fumarse su pipa solo, como siempre hacía, ya que a su familia no le gustaba el olor del tabaco. Unos minutos más tarde, Molly les trajo el café. Mientras colocaba la bandeja, se acercó a su oído y le susurró que Mac Chapman estaba esperando en el vestíbulo.

La noticia la sorprendió, pero le dijo a la sirvienta que lo invitara a la sala.

Instantes después, Mac apareció en el umbral de la puerta. Se quitó el sombrero, aunque se dejó puesto el abrigo Carrick.

—Si no le importa, me gustaría hablar un momento con el señor Pembrooke.

—Yo… —Miró a Miles preocupada—. ¿No le importa?

—Por… Por supuesto que no —respondió Miles. Después se dirigió a Mac—. ¿Puede quedarse la señorita Foster?

—Tal vez no quiera que oiga nuestra conversación.

—La señorita Foster puede oír cualquier cosa que vayamos a hablar. Me gustaría que se quedara.

—Si eso es lo que quiere.

Abigail volvió a sentarse, dividida entre el deseo de salir de allí y la curiosidad por saber más.

Mac se quedó de pie.

—¿Por qué está usted aquí, señor Pembrooke?

La postura beligerante que había adoptado y el brillo en su mirada le recordaron al primer día que lo conoció, portando el arma y dispuesto a disparar a cualquier intruso con tal de proteger a su amado Pembrooke Park.

Miles parecía un poco nervioso, pero ¿quién no lo estaría siendo el blanco de esa fulminante mirada de ojos verdes?

—Yo… quería volver a ver Pembrooke Park. Nada más.

—¿Por qué no me lo creo?

—No tengo ni idea. —El señor Pembrooke frunció el ceño—. Mire, señor Chapman, no sé qué he podido hacer para molestarle, pero…

—¿No lo sabe? Entonces solo era un niño, pero ahora ya es un hombre. Seguro que ha oído el rumor sobre su padre y la muerte de Robert Pembrooke.

—Sí. Y siento decirle que probablemente sea cierto.

Otra vez ese brillo en sus ojos.

—¿Está reconociendo que mató a su propio hermano?

Miles alzó una mano.

—Nunca lo oí admitirlo, pero por mucho que me avergüence decirlo, sí creo que lo hizo.

Abigail se acordó del verso del Génesis al que hacía referencia la Biblia en miniatura: «Caín atacó a su hermano Abel y lo mató».

Mac apretó la mandíbula.

—¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Lo ha enviado para echar un vistazo a la vieja casa y de paso también a nosotros?

—¡No, por Dios! No he visto a mi padre desde que dejamos Pembrooke Park hace dieciocho años.

—Creíamos que se habían ido todos juntos.

Miles hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Mi madre, mi hermano, mi hermana y yo, sí. Mi padre… se quedó atrás.

—¿Sigue vivo?

—En realidad… No lo sé. Como le he dicho, llevo todos estos años sin saber nada de él. Mi madre creía que había muerto, pero una parte de mí teme que todavía siga con vida.

—¿Teme? —preguntó Abigail.

Miles la miró.

—Si hubiera conocido a mi padre, no me habría hecho esa pregunta.

—Cierto —concordó Mac—. ¿Y el resto de su familia?

—Mi hermano murió poco después de que abandonáramos la casa y mi madre falleció el año pasado. Solo quedamos mi hermana y yo.

—Pero si me dijo que Harry era el albacea de la herencia —intervino ella—. Supuse que se refería a su hermano. ¿Cómo es posible, si está muerto?

Miles se volvió para mirarla con las cejas enarcadas.

—¡Oh, no! Harri es mi hermana. Se llama Harriet.

—Entiendo… —Se sentía un poco tonta. Pero entonces se dio cuenta de que era la primera vez que oía el nombre del albacea, o de la albacea, en ese caso. Harriet Pembrooke, la persona que le estaba enviando las páginas del diario.

—¿Puedo preguntarle cuánto tiempo tiene pensado quedarse? —quiso saber Mac.

—Todavía no lo he decidido. El señor Foster ha tenido la gentileza de invitarme todo el tiempo que quiera.

—¿De veras? —Mac lanzó una mirada acusadora a Abigail antes de volver a centrarse en Miles—. ¿Tiene intención de quedarse a cargo de Pembrooke Park?

—¿Quién, yo? Dios no lo quiera. Además, todavía hay algunas dudas sin resolver sobre la sucesión.

—¿Algún problema con el testamento? —aventuró Mac.

—Tendría que preguntárselo a mi hermana, pero el testamento estaba más que claro en ese aspecto. Pembrooke Park era para el primer descendiente de Robert Pembrooke, ya fuera varón o hembra, como debe usted saber.

Mac asintió.

—Sí, lo sé.

—Como toda su familia murió, mi padre tenía que ser el siguiente en la línea sucesoria. Pero al estar desaparecido todo se quedó paralizado y Harri se niega a continuar con el procedimiento. No quiere la casa, pero tampoco quiere que la herede yo. Lo que me viene perfecto, porque no tengo el más mínimo interés en volver a venir aquí, excepto como visita, por supuesto —agregó con una enorme sonrisa dirigida a ella—. Una visita de lo más placentera, tengo que decir.

—¿Por qué no? —preguntó Mac, claramente escéptico.

—Porque, como habrán podido adivinar, esta casa nos trae malos recuerdos. Aunque he de reconocer que mi estancia con estos anfitriones tan encantadores los ha atenuado un poco. Podría acostumbrarme a vivir en un lugar tan elegante con tan agradable compañía. —Volvió a sonreírla y la miró con un cálido brillo de posesión en los ojos que hizo que se sintiera un tanto incómoda.

—Yo no se lo aconsejaría —indicó Mac.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no?

Ambos se miraron de manera desafiante.

—Será mejor que siga su camino y deje a esta buena gente en paz.

—¿En paz? —Miles la miró y preguntó en tono amable—: ¿Acaso estoy perturbándoles de algún modo, señorita Foster? —Se llevó una mano al pecho en un gesto suplicante—. De ser así, le ruego que me lo diga y me marcharé de inmediato.

Mac lo miró con los ojos entrecerrados.

—Le estaré observando.

—Mac, me siento halagado por tanta atención —sonrió Miles.

En ese momento entró su padre y se detuvo en seco al encontrarse con Mac Chapman.

—Oh, no me di cuenta de que…

—Ya me iba. —Mac se fue hacia la puerta, pero antes de marcharse se dio la vuelta y les dijo—: Confío en que su invitado siga muy pronto mi ejemplo.

Cenefa

Tras presenciar la conversación entre Mac y Miles, Abigail no podía dejar de dar vueltas a un pequeño detalle que permanecía en los oscuros límites de su memoria. ¿Por qué permitía la hermana de Miles que la herencia continuara yacente? ¿Y por qué le había advertido de que no dejara entrar a nadie que se apellidara Pembrooke? ¿Quería Harriet Pembrooke el tesoro para ella? Recordó el segundo versículo de la Biblia en miniatura, el de los Números, aquel que decía que el Señor castigaba la culpa de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación. ¿Tendría algo que ver con todo aquello?

Después de que Polly la ayudara a ponerse el camisón, se sentó en el borde de la cama y sacó el fajo de cartas y páginas del diario que tenía. Mientras leía la última que había recibido, una parte le llamó la atención: «Un detalle en dichos planos que no se corresponde con algo que he visto en la casa. O tal vez no estoy pensando en la casa real, sino en la reproducción en miniatura».

Sí, aquel era el detalle del que se había olvidado. ¿Habría pasado por alto alguna pista en la casa de muñecas sobre la habitación secreta? Cruzó la habitación y contempló el modelo a escala de Pembrooke Park.

Miró en los dormitorios de los señores de la casa. Tenían sus chimeneas a juego, como en la vivienda a tamaño real, pero encima no había retrato alguno. Al lado de cada habitación principal había dos alcobas más pequeñas, en lugar de detrás, a través de la galería, como en la realidad, pero esa era una diferencia lógica para que todas las habitaciones de la casa de muñecas fueran accesibles desde un mismo lado.

Se quedó arrodillada, mirando cada recodo hasta que le dolieron las rodillas. Abrió todas las puertas diminutas, buscó en el cajón que había debajo del candelabro. Nada. Se fijó hasta en la mancha de negro que había pintada en la pared de la cocina, encima de la chimenea, que le daba un efecto aún más realista. Por lo demás, no notó nada que no hubiera visto antes. De repente, vio su imagen reflejada en el espejo y se quedó petrificada.

¿Qué estaba haciendo? Era una mujer de veintitrés años, no una niña pequeña. Y una persona pragmática, no alguien soñador u obsesionado con algo. Cerró los ojos y escuchó con atención, pero no oyó nada. La casa estaba inusualmente tranquila. Ningún murmullo de voces. Ningún paso. ¿Cuándo había sido la última vez que había oído algo? Por lo visto Duncan, o quien quiera que fuera, hacía tiempo que había cesado en su búsqueda.

Ya era hora de que ella también lo hiciera.

Apagó la vela de un soplido y se metió en la cama. A partir del día siguiente, dejaría a un lado la búsqueda del tesoro y encontraría una manera más útil de pasar el tiempo. Había sido una estúpida por considerar siquiera la idea. Y mucho más por albergar esperanzas.

¿Querría Gilbert que la mujer con la que se casara aportara una dote considerable al matrimonio? Acababa de empezar su carrera profesional y pasarían muchos años antes de que alcanzara el éxito financiero. Incluso un humilde clérigo como William Chapman desearía una esposa rica, o al menos una con algo de dote. Soltó un suspiro. No había nada que hacer. Ella no tenía dote, la mayor parte del capital de su padre se había esfumado y ningún tesoro iba a aparecer de la nada para reemplazarlo.

Cenefa

A la tarde siguiente recibió otra carta; y eso que había temido que la anterior fuera la última que le llegara. Estaba tan impaciente por leerla que la abrió en el mismo vestíbulo. Se trataba de otra página de un diario.

Qué raro se me hace sacar beneficio de la desgracia de otros. Vivir en la casa de unos parientes a los que nunca he conocido ni conoceré. Mi padre dice que estoy siendo ridícula.

«Esta es la casa de tus abuelos, la casa en la que me crie. Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí. Igual que tú».

Pero si es la casa de mis abuelos, ¿por qué nunca los he visto? ¿Por qué no vinimos a visitarlos en Pascua, Navidad o durante las vacaciones estivales?

Por lo visto, mi padre se peleó con ellos cuando era joven y tuvo que enrolarse en la Marina para ganarse la vida, como siempre nos cuenta con orgullo y amargura. Ahora, sin embargo, parece decidido a actuar como un terrateniente, vistiendo trajes elegantes y comprando los caballos más rápidos. Quiere ganarse a toda costa la admiración de nuestros vecinos y cada día se enfada más al ver que encargarse de la propiedad de su hermano no le está proporcionando el respeto que cree que se merece.

Tuve una tía y una prima que murieron de tifus. Mi prima era una muchacha como yo, a la que le gustaban los vestidos bonitos y jugar con la casa de muñecas de mi habitación… Su habitación.

Mis tíos Pembrooke. Eleanor. Siento que estoy empezando a conocerlos un poco gracias a todo lo que dejaron atrás. Una ropa preciosa y muy bien cuidada. Jardines espectaculares y muy admirados. Un bello pianoforte bien usado.

Eran personas practicantes, o al menos creyentes. Hay una Biblia de la familia escondida, y un libro de oraciones desgastado en el banco de los Pembrooke en la iglesia, aunque apenas asistimos.

Querían mucho a la niña. Más bien la adoraban, si la ropa de bebé que guardaron con tanto cuidado significa lo que creo que significa. Diría que hasta la mimaban sobremanera si la casa de muñecas era suya y no un juguete de nuestra abuela.

Y creo que la niña sabía dónde estaba la habitación secreta. La encontró y guardó el secreto. Como yo.

«Ahí está», pensó triunfal. La autora de las cartas había descubierto dónde estaba la habitación secreta, a menos que quisiera engañarla y reírse de ella. Pero ¿por qué haría eso? Un momento… ¿Y si quería que ella le hiciera el trabajo, que encontrara el tesoro por ella? Pero si de verdad conocía la existencia de la habitación, ¿por qué dar pistas sobre su paradero a una desconocida?

Gilbert le había dicho que lo más probable era que la habitación secreta fuera su armario empotrado. Aunque también podía estar equivocado. Al fin y al cabo, no había leído las páginas del diario. Tal vez debería enseñárselas, pero quería guardárselas para sí misma, como si fuera su misterio particular.

Fue a la biblioteca, decidida a echar otro vistazo a los planos.