Capítulo 9
PPor fin había llegado el día de la fiesta de bienvenida de Andrew Morgan. Abigail se dio cuenta de que llevaba esperando ese acontecimiento más de lo que se imaginaba. No en vano iba a ser su primera cita social con sus nuevos vecinos, aparte de las comidas que había compartido con los Chapman. Como tenía intención de llevar un bonito vestido de noche, le pidió a Polly que la ayudara a vestirse y que le arreglara el pelo con algo un poco más sofisticado que su habitual y rápido recogido.
Andrew Morgan era un hombre atractivo y divertido que, no le cabía duda, sería un anfitrión encantador. Pero lo que de verdad deseaba era pasar una velada con William Chapman. Y también quería ver a Leah Chapman en un entorno diferente, vestida de forma elegante y siendo el objeto de las atenciones del señor Morgan, si sus suposiciones eran ciertas. Sí, estaba segura de que al señor Morgan le fascinaba la señorita Chapman. ¿No sería maravilloso que los dos se enamoraran y terminaran casándose? Quería ver feliz a Leah Chapman, algo que sin duda también anhelaba su familia.
Fiel a su palabra, la señora Morgan había incluido al señor Charles Foster en la invitación, pero su padre todavía no había regresado de Londres.
Hacia media mañana había recibido una nota de él en la que le ofrecía sus disculpas porque tenía que quedarse más tiempo en la capital del que inicialmente había pensado: algo relacionado con sus abogados y la quiebra del tío Vincent. «Pobre papá», pensó para sí mientras soltaba un suspiro después de leer sus palabras y percibir la frustración tácita que subyacía en ellas.
Envió a Duncan a Hunts Hall con un mensaje dirigido a la señora Morgan modificando su anterior respuesta y expresando las disculpas de su padre, pero confirmando su participación en el evento.
William Chapman le había dicho que él y Leah pasarían a recogerla en su calesa a las seis de la tarde para que fueran los tres juntos a Hunts Hall.
Empezó a prepararse con mucha antelación. Polly y Duncan subieron varios cubos de agua caliente para que pudiera darse un baño como Dios manda en una bañera en su habitación, en lugar de la rápida rutina de aseo que solía realizar dentro de una tina para no cargarles con trabajo extra. Se bañó y lavó el pelo y Polly la ayudó a enjuagarse con una jarra caliente de agua limpia que había reservado a tal efecto.
Después, la criada la ayudó a apretarse el corsé sobre su camisa interior antes de ponerle el vestido. Aunque no era tan suntuoso como para acudir a un baile, sí era uno de los vestidos más elegantes que tenía: de muselina de gasa blanca con finas rayas azules, dobladillo festoneado y corpiño cruzado. Polly le rizó el pelo y se lo recogió en un moño alto dejando varios bucles sobre el cuello. Lamentó no tener las joyas de la familia a mano, pues le hubieran quedado muy bien con ese vestido y el escote en pico, aunque al final se puso un collar de cuentas azules.
—Está usted muy guapa, señorita —señaló Polly.
—Gracias, Polly. Si es cierto eso que dices, el mérito es todo tuyo.
Se puso unos guantes largos, metió un pañuelo en el pequeño bolso de mano que llevaba atado a la muñeca, tomó un chal de cachemira por si al volver a casa hacía más frío y bajó las escaleras cinco minutos antes de la hora señalada.
Se sentía un poco rara esperando allí sola y atendiendo eventos sin su familia presente. Esperaba que su padre no desaprobara su decisión de acudir a un festejo sin ellos. Seguramente no. Se preguntó cuándo terminaría con sus asuntos y podría volver a reunirse con ella.
Miró por las ventanas del vestíbulo y vio llegar el viejo caballo de los Chapman tirando de la calesa familiar. Como administrador de fincas, Mac podía disfrutar de un elegante alazán y dejar al resto de la familia usar el otro caballo. Aunque el pequeño carruaje abierto en principio podía parecer un poco estrecho para que cupieran tres personas, Leah le había asegurado que toda la familia solía viajar en él, a pesar de que dos de ellos tuvieran que sentarse en la parte de atrás y Mac montara a su lado.
Cuando se inclinó un poco hacia delante para tener una mejor visión, frunció el ceño. Tal y como se esperaba, William Chapman llevaba las riendas, pero no vio a nadie a su lado. Dejó caer la cortina mientras se imaginaba lo peor. ¿Se habría puesto enferma Leah? ¿William solo venía a decirle que al final no iban a la cena?
Duncan cruzó el camino de entrada a una velocidad inusual para sostener las riendas al tiempo que el señor Chapman se apeaba con destreza del vehículo. ¿Se lo estaba imaginando, o a Duncan también lo decepcionó ver que solo iba el pastor en la calesa? Por supuesto, ella le había informado de pasada que esperaba a ambos hermanos, sobre todo para hacer hincapié en que estaban guardando en todo el momento el decoro.
En el exterior, los dos hombres intercambiaron unas breves palabras antes de que William se dirigiera a la puerta de entrada. Sabía que debería haber esperado a que uno de los sirvientes le hiciera entrar, pero estaba demasiado ansiosa por saber por qué Leah no lo acompañaba, así que abrió ella misma en cuanto oyó el primer golpe de nudillos.
Al verla, William se echó hacia atrás sorprendido.
—¿Qué ha pasado? —se apresuró a preguntar ella—. ¿Dónde está Leah?
Durante un momento, el pastor se la quedó mirando. Sus ojos claros vagaron por su rostro, su pelo, su vestido. Después se quitó el sombrero despacio.
—Está usted preciosa, señorita Foster.
Abigail bajó la cabeza, disfrutando unos segundos de aquel cumplido, antes de volver a preguntar:
—¿Se encuentra bien Leah?
William hizo una mueca.
—Me temo que mi hermana no va a venir. Dice que no se encuentra bien para acudir a ninguna fiesta.
—Oh, no. ¿Qué le pasa?
—Apostaría a que se trata de una crisis nerviosa por un temor ilógico. Me consta que de verdad se siente mal, pero no sabría decir si a consecuencia de una enfermedad real o por un ataque de ansiedad. Sin embargo, me ha pedido encarecidamente que vayamos usted y yo para no decepcionar al señor Morgan.
—Él se sentirá igualmente decepcionado por su ausencia.
—Sí. Y también me he dado cuenta de que… puede que no se sienta cómoda yendo solo conmigo.
Abigail titubeó. Era consciente de que Duncan los estaba observando desde el camino de entrada y de que Molly también estaba en el vestíbulo, detrás de ella.
Al final decidió enderezarse y decir en voz alta y tranquila:
—Siento que su hermana no pueda acompañarnos. Pero es perfectamente apropiado viajar en un carruaje abierto para acudir a una fiesta celebrada por personas respetables. —Entonces se acordó de algo y bajó el tono—. Aunque estoy pensando solamente en mí misma. ¿Y usted? Entiendo que tal vez prefiera evitar que vayamos solos a la cena.
—Señorita Foster, llevo toda la semana esperando esta cena, y no por los Morgan o la comida que nos espera allí. Ni tampoco por disfrutar de la compañía de mi hermana, a la que dicho sea de paso adoro.
La tácita implicación que conllevaba el comentario hizo que se le enrojecieran las mejillas. Se quedaron unos segundos en silencio, mientras él clavaba aquellos ojos increíblemente azules en los suyos.
Al final fue ella la primera en apartar la mirada.
—Bien, si no le supone ningún problema…
—Sé que puede ocasionar algún chisme que otro. Pero estoy dispuesto a enfrentarme a ellos si usted también lo hace.
—Entonces me encantaría ir a la cena. Por el bien del señor Morgan.
Él enarcó sus cejas caoba.
—¿Solo por el bien del señor Morgan? —Abigail volvió a bajar la cabeza—. Es usted aún más guapa cuando se ruboriza, señorita Foster.
Evitó cruzarse con el pícaro brillo de su mirada y pasó por su lado.
—¿Nos vamos?
Al señor Chapman no le costó adelantarla con sus grandes zancadas, así que llegó primero a la calesa y le ofreció la mano. Con una mirada furtiva a su hermoso rostro, Abigail colocó su mano enguantada de blanco sobre la de él, de negro, y le permitió ayudarla a subir al vehículo. A continuación vio cómo se dirigía al otro lado del vehículo y ascendía a él de un solo y fluido movimiento antes de aceptar las riendas que le tendía Duncan.
Abigail miró al sirviente con una sonrisa en los labios.
—Por favor, Duncan, ¿podría encargarse de cerrar? Vamos a cenar a Hunts Hall y no sé a qué hora volveré.
—Muy bien, señorita.
—¡En marcha! —gritó el señor Chapman guiando al caballo hacia la verja.
Cruzaron el puente, siguieron por la estrecha carretera arbolada que llevaba a Easton y entraron en la carretera de Caldwell. El sol descendía por el horizonte y sus rayos dorados se filtraban a través de los árboles. Pasaron al lado de pintorescas casas de campo y fincas bien cuidadas separadas por muros de piedra y setos en flor. Los pájaros piaban y un perro ladró a lo lejos.
—¡Qué tarde más hermosa! —comentó ella para romper el silencio.
Sintió la mirada de él clavada en su perfil.
—Sí, muy hermosa.
Instantes después cruzaron una puerta de hierro forjado y continuaron por un largo camino de entrada curvo. Al final se erigía una imponente casa señorial, no tan grande como Pembrooke Park, pero igual de elegante, con setos de diferentes formas y jardines flanqueando la fachada.
Frente a ellos, un carruaje negro, conducido por un cochero muy digno, dejaba a sus ocupantes en la entrada antes de dirigirse a la parte trasera de la casa. «Va a ser una cena con augusta compañía», pensó, recordándose a sí misma que no debía sentirse intimidada. O por lo menos no mostrarlo.
Cuando la calesa de los Chapman llegó a la entrada circular, un sirviente vestido con librea y peluca empolvada salió de la casa y se acercó a ellos con solemnidad, extendiendo una mano para ayudarla. Al otro lado apareció un mozo que se encargó de conducir al caballo y a la calesa al establo de detrás de la casa.
Mientras se dirigían a la entrada principal, el señor Chapman le dijo en voz baja:
—Siento no haber podido traerla en un carruaje más elegante.
—No lo sienta. No le doy importancia a ese tipo de cosas.
—¿Nerviosa? —preguntó, ofreciéndole el brazo.
—Sí —admitió—. ¿Y usted?
—En absoluto. Aunque lo habría estado si Leah hubiera venido. Nervioso por ella. Pero creo que usted, señorita Foster, es capaz de manejar cualquier situación.
Ella arqueó ambas cejas.
—Ya veremos.
A William le encantaba sentir la mano de la señorita Foster sobre su brazo. Sin lugar a dudas, su presencia dulcificaría la tibia recepción que anticipaba de la señora Morgan. No estaba precisamente ansioso por sentirse como un extraño entre el resto de invitados, la mayoría pertenecientes a las más altas esferas. Durante sus años en Oxford se acostumbró a sufrir ese tipo de desaires, pero eso no implicaba que le resultara agradable que lo miraran por encima del hombro por sus orígenes humildes.
El señor y la señora Morgan estaban en el vestíbulo recibiendo a sus invitados. A su lado había otras tres mujeres hablando entre sí en voz baja.
La señora Morgan se acercó a recibirlo de forma educada, aunque con frialdad.
—Ah, señor Chapman. Bienvenido.
Al oír su nombre, una de las tres mujeres se volvió hacia él con la boca abierta por la sorpresa y, si no se equivocaba, expresión de alarma. ¿Sabía que era un clérigo y temía por su presencia? ¿Creía que iba a estropearle la diversión? Le constaba que algunas personas pensaban de ese modo.
La mujer era bastante guapa, con el pelo oscuro y de unos treinta años o un poco más. Sus acompañantes eran una mujer más madura de alrededor de cuarenta años y otra más joven de unos veinte: tal vez madre e hija.
Apartó la vista de la invitada con cara de sorpresa y dijo a su anfitriona:
—Y esta es la señorita Foster.
—Sí, nos conocimos en la iglesia. Es una lástima que su padre no haya podido venir.
—Sí —convino la señorita Foster—. Gracias por entenderlo.
La señora Morgan se volvió hacia las tres mujeres.
—Señoras, si me lo permiten, quiero presentarles a unas personas.
Las mujeres se volvieron hacia ellos.
—El señor Chapman es nuestro vicario y fue al colegio con Andrew —comenzó la señora Morgan—. Y la señorita Foster es nueva en la zona. Pero ya saben lo bondadoso que es mi hijo y la invitó a venir.
—Qué amable por su parte —dijo la mujer más joven.
La señora Morgan señaló primero a la mujer de pelo oscuro.
—Esta es la señora Webb, la viuda de mi difunto hermano. A su lado está mi querida amiga, la señora Padgett, y su encantadora hija, la señorita Padgett, que han venido desde Winchester para estar con nosotros esta noche.
—Habríamos viajado desde más lejos con tal de dar la bienvenida a Andrew —señaló la señorita Padgett.
—Pero qué encantadora eres —sonrió la señora Morgan antes de dirigirse a Abigail—. Señorita Foster, usted es de Londres, ¿verdad?
—Sí, nacida y criada allí.
—La señorita Foster está viviendo sola en Pembrooke Park —informó el señor Morgan—, una mansión que lleva dieciocho años abandonada. Lo que la convierte en una joven única.
—¿Y… su familia está…? —dejó caer la señorita Padgett.
—Mi padre ha estado aquí conmigo hace poco, pero tuvo que ausentarse para ir a la capital por asuntos de negocios. Volverá enseguida. Y mi madre y mi hermana se unirán a nosotros cuando termine la temporada.
La señorita Padgett y su madre asintieron y escucharon con atención a la señorita Foster, pero William se dio cuenta de que la cuñada de la señora Morgan seguía mirándolo furtivamente. No iba de luto, por lo que dedujo que no había enviudado hacía poco. ¿La estaría incomodando de algún modo? Esperaba no estar causando el efecto contrario en ella. Era un poco mayor para él y además había acudido a la cena con la señorita Foster… No, seguro que estaba equivocado. Se volvió hacia ella y le sostuvo la mirada.
Entonces ella lo miró con un brillo desafiante en sus ojos azul grisáceos.
—El señor Chapman, ¿verdad?
—En efecto.
—Perdóneme por mirarlo de ese modo. Es que… me recuerda tanto a alguien.
—¿No nos habremos visto antes, señora Webb?
La mujer vaciló unos segundos con los labios entreabiertos.
—No… No lo creo. —Después se dirigió a Abigail y le tendió la mano—. Un placer conocerla, señorita Foster. ¿Qué tal está llevando vivir por aquí? ¿Echa de menos Londres?
Le supuso un alivio que la perspicaz mirada de aquella mujer se centrara en su acompañante.
—En realidad no la extraño tanto como me hubiera imaginado —respondió la señorita Foster—. Aunque sí echo muchísimo de menos a mi familia.
La señora Webb esbozó una sonrisa.
—¿Y qué le parece vivir en un lugar tan formidable como Pembrooke Park?
—Oh, es toda una experiencia. Es una casa antigua magnífica.
—¿Después de llevar abandonada tantos años?
—Sí, reconozco que al principio ha sido un poco difícil. Había polvo por todas partes. Pero tenemos un personal excelente y poco a poco lo hemos ido adecentando todo.
—Me alegra oírlo. ¿No se ha producido ningún daño o robo considerable?
—Nada más allá del desgaste habitual que podría esperarse. Además, el padre del señor Chapman se encargó de cuidar la finca y protegerla de posibles saqueadores y vándalos. Incluso reparó el tejado él mismo, en su tiempo libre.
—¿Ah, sí? —La señora Webb alzó sus delgadas cejas, claramente impresionada.
Al oír aquello, la señora Morgan decidió intervenir.
—Bueno, al fin y al cabo es el antiguo administrador de Pembrooke Park, y las viejas costumbres nunca mueren.
La señora Webb hizo caso omiso al comentario.
—Eso demuestra una gran generosidad por parte de su padre, señor Chapman.
La señorita Foster lo miró con timidez.
—Cierto.
Agradeció en silencio que la señorita Foster omitiera cómo su padre los recibió a punta de pistola la primera vez que se vieron.
—Foster… —La señora Morgan se quedó pensando—. Espero que su padre no esté involucrado en esa quiebra bancaria tan horrible. —Arrugó la nariz como señal de disgusto.
—Pues… —titubeó la señorita Foster.
La señora Webb no la dejó terminar.
—No, recuerdo que eran otros nombres. Austen, Gray y Vincent, creo. —La señorita Foster abrió la boca para responder, pero titubeó—. Hace unos pocos años estuve pensando en invertir en el primer banco, eran unos hombres encantadores, plenamente convencidos de que tendrían éxito, pero al final el señor Webb me persuadió de lo contrario.
La señora Morgan asintió.
—Típico de Nicholas. Tenía muy buena cabeza para los negocios y siempre tomaba excelentes decisiones.
—Excepto a la hora de elegir esposa, ¿verdad, querida hermana? —ironizó la señora Webb, dejando entrever a todo el mundo que la señora Morgan no había aprobado el matrimonio de su hermano.
Aunque la señorita Foster ya no era el centro de atención, no le pasó desapercibido que ahora se la notaba distraída y con la mirada evasiva. Supuso que estaría relacionado con el asunto del banco, así que agradeció en silencio que la tía de Andrew desviara la conversación como lo hizo.
—¿Cuánto tiempo hace que falleció el señor Webb? —preguntó amablemente. No recordaba haber oído nada sobre su muerte, lo que también era comprensible, ya que los Webb no vivían por la zona.
—Dos años. Por eso ya no voy de luto. Nunca me ha gustado el negro.
—Ni a mí —bromeó él. Lo más habitual era que los clérigos vistieran de negro, aunque él prefería evitarlo.
La mujer lo miró con ojos divertidos antes de echarse a reír abiertamente.
—No le veo la gracia, la verdad —comentó la señora Morgan con desdén.
—Olive —dijo la señora Webb—, sé buena y deja que me siente con el señor Chapman y la señorita Foster. Creo que voy a disfrutar mucho de su compañía.
—Pero… eres una de nuestros invitadas de honor, hermana. Pensaba sentarte a la derecha del señor Morgan.
—Oh, puedo hablar con él mañana. Hazme ese favor.
—Está bien —capituló la señora Morgan con un suspiro.
Andrew, al que habían acorralado varios hombres agrupándose en torno a las licoreras, consiguió separarse de ellos y se acercó sonriendo.
—Will, qué alegría verte. Y usted, señorita Foster, gracias por venir. —Miró a su alrededor—. Pero ¿dónde está la señorita Chapman?
William se disculpó en su nombre.
A Andrew se le borró la sonrisa.
—Lo lamento. Esperaba volver a verla… Verlos a todos, por supuesto. ¿Le dirás que la echamos de menos, viejo amigo?
—Por supuesto.
—No intentes sentarte entre el señor Chapman y la señorita Foster —se rio la señora Webb—. Ya los he reclamado como compañeros de mesa.
Andrew volvió a sonreír.
—Ya sabía yo que se te daba muy bien juzgar a la gente, tía Webb.
—Claro que sí —intervino la señora Morgan—. Dígale a la señorita Chapman que esperamos que se recupere cuanto antes. —Entonces se volvió bruscamente hacia Abigail e inquirió—: ¿Y cuántos años tiene su hermana, señorita Foster?
—Diecinueve.
—Ah, sí, la edad perfecta para disfrutar de la temporada. La señorita Padgett tuvo mucho éxito el año pasado. ¿Verdad, querida? Y la señorita Padgett aún no ha cumplido los veinte. Tan joven y llena de vida. Yo me casé a los dieciocho. Es preferible que la mujer se case a una edad temprana, ¿no te parece, hermana?
La señora Webb se encogió de hombros.
—Yo era muy joven cuando me casé con Nicholas, pero Dios no tuvo a bien bendecirnos con ningún hijo.
—Yo ya tenía tres hijos a la edad de la señorita Foster. ¿Y usted, señora Padgett?
La susodicha se sonrojó y protestó, alegando que la anfitriona no conseguiría que admitiera su edad mediante subterfugios.
Mientras tanto, la señora Webb se acercó un poco más a William y le susurró:
—¿A qué viene el comportamiento de mi cuñada? ¿Es que Andrew está interesado en alguna mujer mayor y no me he enterado?
Él dejó escapar un suspiro.
—Andrew invitó a mi hermana a venir esta noche, pero eso no implica que le tenga ningún afecto especial.
—Ah. ¿Y cuántos años tiene su hermana?
—Veintiocho.
—Pues si a eso le llamamos ser viejo hoy en día —señaló, enarcando una oscura ceja—, yo debo de ser una anciana, porque soy incluso mayor. Su hermana ha demostrado ser de lo más prudente al quedarse en casa y evitar este espectáculo. Aunque no me gusta que nadie se acobarde ante mi cuñada. No si Andrew de verdad siente afecto por ella.
—Le repito que no me atrevo a aventurar quién es la destinataria de sus afectos.
—Sí, sí, señor Chapman. —Le dio una palmadita en el brazo—. Es usted todo discreción, no se preocupe.
El mayordomo anunció que la cena estaba servida y los invitados comenzaron a alinearse según su rango, a excepción de la señora Webb, que rompiendo con el protocolo, esperó a entrar en el comedor con los compañeros que ella misma había elegido. William se dio cuenta de que Andrew iba acompañando a la señorita Padgett. Él ofreció un brazo a la señora Webb, que lo aceptó con un guiño de complicidad, y el otro a la señorita Foster.
Todos entraron en el comedor, iluminado con candelabros. La larga mesa estaba decorada con centros de frutas y flores. Lacayos con libreas y pelucas los esperaban de pie, aguardando poner el segundo, tercer y cuarto plato en una mesa llena de cubiertos de plata, bandejas con campana y una enorme sopera.
William retiró la silla para que la señora Webb pudiera sentarse, pero se le adelantó un sirviente antes de poder hacer lo mismo con la señorita Foster. En cuanto tomó asiento, se sintió afortunado por encontrarse entre dos mujeres encantadoras, inteligentes, que sabían mantener una buena conversación y, lo más importante, apreciaban su sentido del humor.
Abigail estaba disfrutando de la compañía del señor Chapman y la señora Webb tanto como de la comida. El primer plato consistió en una sopa de verduras con salmón relleno, seguido de un pato a la naranja con guisantes, lengua de buey estofada, ensalada de remolacha y pepino y tartaletas de fresa. Los platos se fueron sirviendo y dieron buena cuenta de ellos durante más de una hora. A su alrededor oyó fragmentos de conversaciones, la mayoría sobre temas banales, como el tiempo, los esponsales de principios de temporada, próximas partidas de caza, carreras y recepciones.
En un momento dado, la señora Morgan, varios asientos más allá, se inclinó y se dirigió directamente a ella:
—Señorita Foster, ¿por qué no está usted en Londres, disfrutando de la temporada con su hermana?
No le pasó desapercibido la forma en que la miró el señor Chapman, como si estuviera esperando su respuesta.
—Yo ya tuve mi temporada. Dos, para ser exactos. Ahora le toca a Louisa.
—¿Y le gustó su temporada?
Se encogió de hombros.
—Lo suficiente, supongo.
—Pero ¿no recibió ninguna propuesta matrimonial?
—Mmm… —Se detuvo un momento un poco avergonzada—. Es evidente que no.
—¡Mamá! —la reprendió su hijo con suavidad—. No interrogues a nuestros invitados. Además, se supone que todos deberíais estar adulándome y preguntándome por mi estancia en el extranjero y las aventuras vividas.
—¿Viviste muchas aventuras? —inquirió la señora Webb, siguiéndole el juego.
—Sírveme otra copa de este excelente clarete y te contaré historias que harán que vuestras orejas echen humo.
—Soy toda oídos —dijo la señora Webb levantando su copa.
—Andrew… —le advirtió su madre.
—Venga, querida, deja que el muchacho hable —la instó el señor Morgan—. A fin de cuentas, esa es la razón por la que hemos dado esta cena.
Andrew cumplió felizmente con su condena y Abigail le agradeció en silencio que acudiera en su rescate.
Más tarde, cuando la cena estaba terminando y los invitados charlaban tranquilamente en grupos de dos y tres en la larga mesa, por fin empezó a relajarse un poco.
La señora Webb se volvió hacia William y preguntó:
—Espero que no crea que le estoy sometiendo a ningún interrogatorio, señor Chapman. Pero me gustaría saber un poco más de su familia. ¿Viven todos… cerca?
—Sí. Mi madre y mi padre residen no muy lejos de Pembrooke Park. Ahora mismo mi padre es el administrador del señor Morgan, eso explica por qué su cuñada desaprueba la elección de invitados de su hijo.
—Ah —murmuró evasiva.
—Tengo dos hermanas, Leah y Kitty —continuó William—. Y un hermano, Jacob.
—¿Y son todos pelirrojos como usted?
—¿Pelirrojos? Yo no iría tan lejos. —Sonaba casi ofendido, por lo que Abigail reprimió una sonrisa—. No tengo el pelo tan pelirrojo como mi padre o hermano —explicó—. Y las muchachas lo tienen castaño, como nuestra madre.
—Entiendo. ¿Y todos gozan de buena salud?
—Sí, gracias a Dios.
—Me alegro.
—¿Y su familia, señora Webb? —preguntó ella—. ¿Tiene hermanos o hermanas?
—Siempre quise tener una hermana —respondió—. Ustedes tienen esa suerte, yo nunca la tuve.
—Si quiere, le puedo prestar una —bromeó William.
—Dudo que sus padres lo aprobaran —sonrió la viuda.
—¿Puedo permitirme preguntarle dónde vive, señora Webb? —quiso saber Abigail—. Espero que no muy lejos de su familia.
—He vivido en varios sitios, porque el señor Webb trabajó muchos años en la Compañía de las Indias Orientales. Así que no, no cerca de Easton. De hecho, hace mucho tiempo que no vivo aquí.
—En ese caso, ha sido muy generoso de su parte acudir a la fiesta de bienvenida de Andrew.
—Estoy muy contenta de haber venido. Andrew es un muchacho encantador y mi marido le tenía mucho afecto.
Entonces la señora Webb la miró fijamente.
—Espero que todo haya estado… tranquilo… desde su llegada a Pembrooke Park. ¿No ha tenido ningún problema?
—Oh, sí. Todo muy tranquilo. Casi siempre.
—¿Casi siempre? ¿A qué se refiere?
—Bueno, ya sabe cómo son las casas antiguas. Crujen, chirrían y hacen todo tipo de ruidos extraños. Me he enterado de que los niños del pueblo dicen que el lugar está encantado, pero no he encontrado ninguna prueba de ello.
—Me alegra oírlo. ¿No ha sucedido nada… preocupante… desde que está allí? ¿Ningún visitante no deseado?
Abigail recordó las huellas en el polvo, la lámpara volcada y la figura de la capa.
—No he visto ningún fantasma, se lo aseguro, señora Webb. Y todo lo que he oído han sido sonidos propios de una casa antigua a la que los años y el abandono han pasado factura, nada más. —«Y espero que siga siendo así», añadió para sí misma.
La luz de las velas se reflejó en los ojos azul grisáceos de la señora Webb.
—No tiene que preocuparse de los fantasmas, señorita Foster, sino de las personas que están vivas.
Cuando terminó la reunión, Abigail regresó a casa en la calesa del señor Chapman. Era muy consciente de que estaba viajando sola con un hombre: un hombre al que cada vez encontraba más atractivo. Aunque, ¿lo hubiera visto igual de atractivo si Gilbert no la hubiera decepcionado de ese modo?
Era tarde, pero la luna resplandecía, por lo que pudo contemplar perfectamente el perfil del pastor. Se fijó en su nariz recta, su pálida mejilla, las ondas castañas que caían sobre su oreja y su larga patilla pulcramente recortada.
En ese momento, tal vez presintiendo que lo estaba mirando, William Chapman se volvió hacia ella.
—¿Se ha divertido?
—Sí —respondió ella—. ¿Y usted?
—Sí. Más de lo que me hubiera atrevido esperar.
No estaba muy segura de lo que quería decir, pero deseó que sus ojos volvieran a centrarse en la carretera para continuar observándolo.
William encaminó las riendas hacia Easton, y al atravesar la silenciosa aldea obligó al caballo a ir un poco más lento. La luz de las velas parpadeaba en la taberna y en las ventanas de algunas casas; por lo demás, la calle estaba tranquila, las tiendas cerradas y todo el mundo dormía.
Al salir de la aldea, puso el caballo a trote. De pronto, una rueda pasó sobre un bache profundo y la calesa se tambaleó. Abigail perdió el equilibrio y se dio contra el brazo de él. Sin pensárselo, William tomó las riendas con una sola mano y deslizó un brazo por sus hombros para estabilizarla.
—¿Todo bien?
Abigail tragó saliva, plenamente consciente de aquel cálido brazo rodeándola, de la firme presión de su cuerpo contra su costado y de lo mucho que le gustaba todo aquello.
—Sí, sí.
Cuando él dejó de abrazarla se puso a temblar, no sabía muy bien si por el frío de la noche o por dejar de estar tan cerca de él.
—Está helada —observó él. Detuvo el caballo en medio de la carretera, ató las riendas, rebuscó debajo del asiento y sacó una manta de lana doblada.
—Estoy bien, de verdad —insistió ella—. Tengo un chal.
—No, no está bien. Está tiritando. ¡Las mujeres y sus finas muselinas! No entiendo cómo no se mueren congeladas.
La envolvió con la manta y le cubrió los hombros, permitiendo que sus manos se detuvieran un poco más en ese punto.
—¿Mejor?
—Sí, pero ahora me siento culpable de que sea usted el que termine muriéndose de frío.
—Pues siéntese más cerca de mí y no me daré cuenta de nada más.
Alzó la mirada al instante y se fijó en su leve sonrisa y el brillo travieso de sus ojos. Sentados tan cerca el uno del otro como estaban, sus rostros casi se tocaban. Su aliento era cálido, con aroma a canela, o tal vez a la colonia que llevaba. Fuera lo que fuese, era picante y viril, lo que hacía que tuviera aún más ganas de apoyarse en él.
El caballo golpeó impaciente el suelo con la pezuña; sin duda, estaba deseando volver al establo y alimentarse.
Aunque no se acercó más a él a propósito, el vaivén de la calesa los fue aproximando cada vez más hasta que sus hombros llegaron a tocarse, y ocasionalmente también las rodillas. Abigail no intentó separarse ni mantener una distancia apropiada. No quería que se helase de frío, se dijo a sí misma, aunque sabía que era la excusa típica de colegiala que Louisa habría usado para justificar su flirteo con algún caballero, pero no le importó lo más mínimo. Sí, era de noche, estaban solos y además hacía frío. Le gustaba ese hombre, pero confiaba lo suficiente en él como para saber que no se aprovecharía de la situación. Al menos no de forma inapropiada.
Cuando llegaron a Pembrooke Park, el señor Chapman ató las riendas y se bajó de la calesa. Después la rodeó y, al llegar a su altura, en vez de ofrecerle una sola mano, extendió ambos brazos. Ella arqueó las cejas y lo miró desconcertada.
—¿Me permite? —pidió él en un susurro.
Sus manos enguantadas le rozaron la cintura. Por supuesto que podría haberla ayudado a bajar con una sola mano, pero decidió apretar los labios y asentir en silencio. Luego él la tomó por la cintura y la bajó al suelo sin ninguna dificultad.
Durante un momento, dejó que sus manos descansaran sobre ella.
—Tiene una cintura muy estrecha.
Y él tenía unas manos grandes, fuertes y seguras. Tragó saliva nerviosa. Se sentía un tanto incómoda allí de pie, tan cerca de él, pero no tenía ninguna prisa por alejarse.
A su espalda, oyó que se abría la puerta de entrada, y William la soltó inmediatamente. Miró por encima del hombro y vio a Duncan, parado en el umbral de la puerta con una lámpara en la mano.
Con una sonrisa apesadumbrada, el señor Chapman le ofreció un brazo. Abigail posó la mano enguantada sobre la manga y la metió en el hueco que formaba el codo. Luego caminaron juntos hacia la casa.
—Llegan muy tarde —observó Duncan con los ojos entrecerrados. ¿Los estaba mirando con sospecha o con reproche?
—La cena ha durado más de lo previsto —informó el señor Chapman, saliendo en su defensa.
—No me había dado cuenta de que era tan tarde —agregó Abigail—. Gracias por esperarme despierto.
—Me sorprende que un clérigo vea prudente salir tan tarde. Y sin ninguna carabina. Si mal no recuerdo, alguien me reprendió una vez por tener a una dama en la calle después de oscurecer.
«Hombre insolente», pensó ella, aunque no sabía si se sentía más molesta que ansiosa por saber a qué se refería Duncan con aquel comentario.
—Aquello era completamente diferente a esto, como bien recordará —replicó el señor Chapman—. La dama en cuestión estaba fuera sin el consentimiento de sus padres.
—Pues como la señorita Foster —refutó Duncan—. O eso creo.
El señor Chapman se enfrentó a la mirada desafiante del sirviente.
—Su preocupación por la señorita Foster resulta conmovedora, Duncan. Asegúrese de mostrarle el mismo respeto.
Consciente de la tensión entre ambos hombres, visible en las mandíbulas apretadas y posturas rígidas, se soltó del brazo del señor Chapman y dijo con dulzura:
—Es tarde. Será mejor que me vaya. Gracias de nuevo por esta encantadora velada, señor Chapman. Dé recuerdos a su hermana.