Capítulo 8
El jueves recibió la invitación prometida de la señora Morgan y una tercera carta con matasellos de Bristol, escrita con la misma y ornamentada pluma femenina. Con el pulso acelerado, Abigail sacó la página del diario y se fue a la biblioteca para leerla en privado.
Su retrato ha desaparecido. Qué raro. Creo que nadie más se ha dado cuenta. Tampoco es de extrañar que no lo haya notado antes, ya que, hasta hoy, no me había atrevido a entrar en la habitación de mi padre. Pero ahora está en Londres, haciéndose cargo de no sé qué asuntos relacionados con el testamento de su hermano. Así que he entrado sin miedo.
En la habitación de mi madre, sin embargo, suelo entrar a menudo. Sobre la chimenea hay un retrato de un apuesto caballero vestido de etiqueta. Cuando le pregunté quién era, me dijo que se trataba de Robert Pembrooke y ambas nos quedamos mirándolo.
Era la primera vez que veía el rostro del tío Pembrooke y, teniendo en cuenta que estaba muerto, también sería la única forma en que podría verlo.
—¿Lo conocías? —pregunté.
—Lo vi una vez. Hace unos años —dijo mamá—. El día que tu padre y yo nos casamos.
—Entonces, ¿esta era la habitación de su esposa?
—Sí, eso fue lo que me dijo el ama de llaves.
Mi padre se había quedado con el dormitorio de Robert Pembrooke, pero yo sabía que no lo había hecho guiado por la nostalgia, para sentirse más cerca de su hermano mayor después de tantos años sin verse y tras su reciente fallecimiento. No. Lo había oído quejarse demasiadas veces de la injusticia de ser el segundo hijo como para pensar eso.
Entré de puntillas en el dormitorio de mi padre, suponiendo que vería el retrato de Elizabeth Pembrooke encima de la chimenea, tal y como había visto el de su marido. Pero me equivoqué. Excepto ese detalle, las habitaciones eran muy parecidas, aunque los muebles eran un poco más grandes y la ropa de cama más masculina. ¿Acaso nunca le habían pintado un retrato? ¿O lo habrían retirado por algún motivo en concreto?
Fuera lo que fuese, en su lugar colgaba el de una mujer mayor con profundas arrugas y una cofia: tal vez se trataba de la abuela de alguien.
Pregunté a mi madre si alguna vez había visto a Elizabeth Pembrooke, pero me dijo que no.
—¿Por qué no? ¿Qué pasó entre el tío Pembrooke y papá para que estuvieran tanto tiempo enfadados?
—Supongo que viene de lejos —contestó mamá—. Viejas rivalidades y celos. Pero desconozco los detalles. Nunca me los contó. Y no sé si quiero conocerlos.
En la misma página, se había añadido una posdata con tinta más oscura.
Encontré el retrato de una bella mujer escondido. Creo que puede ser el de Elizabeth Pembrooke. Me pregunto quién lo hizo y por qué.
¿Dónde lo habría encontrado? ¿Y dónde estaría ahora? Mientras volvía a leer aquellas palabras se le pusieron los vellos de punta. El día que William, Kitty y ella habían estado buscando el retrato de la señora Pembrooke y en su lugar encontraron el de la mujer mayor, había tenido la sensación de que alguien los estaba observando. ¿Estaría alguien vigilando sus movimientos y luego enviándole páginas de un diario conectadas con sus propias vivencias?
¿Viviría cerca la persona que había escrito aquello? ¿Lo suficiente como para vigilarla? Pero ¿y el matasellos de Bristol? Negó con la cabeza con un suspiro de impotencia. No entendía nada.
Decidida a conseguir ayuda, fue en busca de Mac Chapman. Lo encontró engrasando sus armas en la leñera.
—Mac, ¿qué puede contarme de los antiguos ocupantes de Pembrooke Park? Y no me refiero a Robert Pembrooke, sino a las personas que vivieron aquí después de su muerte. La familia de su hermano, creo.
Mac la miró con cautela y volvió a centrarse en su tarea.
—¿Qué quiere saber?
—Pues sus nombres, para empezar. Y cuánto tiempo vivieron aquí.
—Tras la muerte de Robert Pembrooke y su familia… —empezó.
—¿Cómo murieron? —interrumpió ella.
Mac dejó escapar un largo y doloroso suspiro.
—La señora Pembrooke y su niñita murieron durante un brote de tifus que causó estragos ese año entre la población. Robert Pembrooke no se recuperó del golpe y falleció al año siguiente. Dos semanas después, su hermano, Clive, se mudó con su familia a Pembrooke Park. Pero solo se quedaron dos años.
—¿Por qué se marcharon tan pronto… y de forma tan repentina?
—No lo sé. Nunca entendí a Clive Pembrooke y no voy a fingir que lamentara verlos partir.
—¿Dónde estaba usted cuando se fueron?
Mac se encogió de hombros como gesto de indiferencia y echó un poco más de aceite en el paño.
—Una mañana me presenté como de costumbre para reunirme con Clive Pembrooke y encontré la casa desierta. El ama de llaves me dijo que la señora había despedido a todo el personal sin previo aviso, pero que les había pagado todo el salario del trimestre completo. Desde entonces, no hemos vuelto a ver a ningún miembro de la familia.
—¿Entonces la señora Pembrooke sabía de antemano que se iban? ¿Por eso despidió a la servidumbre?
Mac se volvió hacia ella para mirarla fijamente con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué me hace todas esas preguntas?
—Solo… siento curiosidad.
¿Debería contarle lo de las cartas?
—¿Hay un retrato de Elizabeth Pembrooke en algún lugar? —preguntó en cambio—. He visto el de Robert Pembrooke, pero no el de su mujer.
El hombre frunció el ceño.
—¿Por qué quiere saberlo?
Ahora fue ella la que se encogió de hombros.
—Usted era el administrador, conocía a la familia. ¿Y quién es la mujer mayor que aparece en el retrato que hay en el dormitorio principal?
—La vieja niñera de Robert Pembrooke, creo. Pero vuelvo a insistir, ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Por qué le interesa tanto?
—Es normal que quiera saber qué sucedió en el lugar en el que ahora vivo.
Sus ojos verdes brillaron como el cristal.
—¿Sabe lo que dice Shakespeare sobre la curiosidad, señorita Foster?
Ella asintió.
—Que mató al gato.
—Exacto. —Dejó el paño en el suelo—. Mire, señorita Foster, no quiero hablar ni de los Pembrooke ni del pasado. Ni con usted, ni con nadie. Déjelo estar.
Abigail le sostuvo la mirada un instante antes de darse la vuelta para marcharse.
Mac la llamó.
—Señorita Foster… Si Clive Pembrooke aparece algún día en la casa, prométame que me lo contará inmediatamente. Sé que es poco probable, pero tampoco pensé que alguien volvería a vivir en Pembrooke Park después de todo este tiempo y mire.
Aunque le sorprendió aquella petición, hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien, se lo prometo.
—Puede que no le dé su nombre real —advirtió él—. Podría presentarse con otro nombre o con un aspecto diferente…
Abigail se quedó desconcertada.
—¿Pero cómo voy a saber quién es? ¿Hay algún retrato de él o tiene alguna característica peculiar que lo distinga?
—Que yo sepa, no hay ninguna imagen de él. Se parecía un poco a su hermano, pero era más bajo y entrado en carnes después de dos años de no hacer nada. Aunque nadie sabe cómo lo habrán tratado estos últimos dieciocho años.
—Eso no me es de gran ayuda.
De pronto, Mac pareció recordar algo y levantó el dedo índice.
—Espere. Siempre llevaba la misma capa larga, creo que de los años que sirvió en la Marina. Tenía una gran capucha, para aguantar en la cubierta lo mejor posible cuando hacía mal tiempo. No creo que después de tantos años la siga usando, pero si algún hombre se presenta en su casa con esa prenda, tenga cuidado.
Abigail se estremeció.
—Lo haré.
En ese momento no podía dejar de pensar en la figura encapuchada que creyó ver en las escaleras. ¿Había sido real o solo se la había imaginado?
A pesar de las advertencias de Mac, Abigail no cejó en su empeño. Con la idea en mente de que tal vez todavía residiera por la zona alguno de los antiguos sirvientes de Pembrooke Park, buscó en la biblioteca con la esperanza de encontrar el viejo libro de contabilidad y registros del personal de la casa, pero no halló nada. «Qué extraño», pensó, a menos que los hubieran guardado en los aposentos del mayordomo o del ama de llaves. Cuando preguntó a la señora Walsh al respecto, esta le aseguró que no tenía ninguna documentación de ese tipo en su poder.
—¿Conocía a alguno de los anteriores criados?
—Todo eso fue mucho antes de que yo llegara —respondió la señora Walsh—. Solo llevo diez años en el área.
Abigail le dio las gracias y fue a la habitación del antiguo mayordomo al otro lado del pasillo. Armándose de valor, llamó con los nudillos enérgicamente. La puerta se abrió. Esperó a que alguien respondiera, pero no tuvo suerte. A través de la rendija, atisbó la cama sin hacer, un jersey verde desteñido entre la ropa de cama y un par de pantalones tirados en una silla. Como señora de la casa, estaba legitimada a inspeccionar la habitación de cualquier sirviente. La cuestión era si se atrevería a hacerlo. Empujó con la mano la puerta y la abrió unos centímetros más.
—¿Otra vez en mi puerta, señorita?
Alarmada, miró por encima del hombro y se encontró con Duncan mirándola con una amplia sonrisa en los labios.
Se enderezó.
—Aquí está. Bien. Estoy buscando los libros de contabilidad de la casa o los registros del personal. Pensé que el anterior mayordomo podría haberlos guardado en su dormitorio.
—¿Y para qué los quiere?
—Simple curiosidad por los antiguos miembros del personal. Para saber si alguno de ellos todavía vive por aquí.
Duncan se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.
—Veamos… Que yo sepa, no muchos. Una de las doncellas se casó y se mudó a otra zona. Otra murió. El antiguo guardabosques también falleció el año pasado…
Recordó algo que Mac le había dicho.
—Mac mencionó a un ama de llaves.
—¿En serio? —Duncan enarcó las cejas—. Me sorprende que lo hiciera.
—¿La conoce?
Él asintió.
—La señora Hayes. Conozco a su sobrina, Eliza Smith.
—¿Y la señora Hayes vive cerca de aquí?
—Sí. En Caldwell. Pero según su sobrina está prácticamente ciega y su mente no es tan aguda como en el pasado. Ahora es Eliza quien la cuida.
A continuación, Duncan le indicó cómo llegar a la casa y se despidió con un «no se olvide de saludar a Eliza de mi parte».
—Lo haré. —Le dio las gracias y fue a su dormitorio a recoger su sombrero y guantes, dispuesta a dar un paseo no precisamente caluroso.
Aunque el día era soleado, el viento era fresco. Al cruzar el puente, una garza sobrevoló el río y se dirigió hacia el bosque, donde los fresnos y los plátanos occidentales más jóvenes estaban en plena floración y echando hojas. Caminó por las inmediaciones de Easton en dirección al vecino Caldwell, disfrutando de la vista de brillantes campanillas entre los árboles.
Una vez en Caldwell, encontró con facilidad la modesta casa y llamó a la puerta. La abrió una mujer con un vestido estampado, manto al cuello y un delantal. Tenía el pelo de un tono cobrizo, ojos azules, una nariz un poco larga y aspecto de ser bastante inteligente. En cuanto a su edad, debía de ser un poco mayor que ella.
—Hola. Soy la señorita Foster —se presentó—. La nueva inquilina de Pembrooke Park. Usted debe de ser Eliza.
—En efecto.
—Duncan le envía saludos.
—¿En serio? —Eliza se ruborizó de la cabeza a los pies y bajó la vista un tanto avergonzada.
Siguiendo la dirección de su mirada, Abigail se fijó en sus manos: unas manos acostumbradas al trabajo duro y manchadas de tinta.
—En realidad he venido a ver a su tía, si es que… puede recibir visitas, por supuesto.
Eliza sonrió; un gesto que transformó sus sencillos rasgos haciéndola mucho más guapa de lo que a simple vista parecía.
—Qué amable por su parte, señorita Foster. Entre, por favor. —Se hizo a un lado y Abigail la siguió hasta el vestíbulo.
—Últimamente mi tía apenas recibe visitas, excepto la del buen señor Chapman.
—¿Se refiere a William Chapman? —preguntó un poco desconcertada.
—No. Su hijo también solía venir, pero ahora es el padre el que ocupa su lugar.
—Oh. —Aquello sí que la pilló por sorpresa—. Y supongo que también la señorita Chapman, ¿verdad?
—No, solo Mac —indicó Eliza—. Viene al menos una vez a la semana. Nos ayuda a mantener la casa en buen estado y trae cosas para mi tía. Si no fuera por él… Es como si todo el mundo se hubiera olvidado de ella.
Abigail se limpió los pies en la alfombra.
—Es usted muy buena por hacerse cargo de ella.
La señorita Smith se encogió de hombros.
—Ella me cuidó cuando era niña. Después de dejar Pembrooke Park, me crio como si fuera su propia hija.
Aunque se percató de que no había mencionado qué le pasó a sus padres, decidió no hacer preguntas.
Sus ojos se posaron sobre el prendedor que sujetaba el paño de lino que Eliza llevaba al cuello. Le recordaba algo que había visto antes…
—Qué broche más bonito —comentó, admirando la letra «E» de oro, o tal vez fuera de cobre.
La mujer se lo tocó de forma inconsciente.
—Gracias, fue un regalo. Me he olvidado de que lo llevaba. Espere aquí un momento, voy a ver si mi tía se ha despertado ya de su siesta. —Entró en la habitación contigua.
Mientras aguardaba, echó un vistazo al vestíbulo, deteniéndose en un bonete y en un sombrero con velo que colgaban de un perchero junto a la puerta. Luego miró a través de otra puerta que estaba abierta y vio una pequeña cocina en donde una olla cocía a fuego lento sobre la estufa, emitiendo por toda la casa un aroma delicioso. Encima de la mesa había un papel, una pluma, tinta y lo que parecía ser un montón de revistas.
En ese momento apareció Eliza.
—Está despierta. —Vaciló un segundo antes de añadir—: Debo advertirle, señorita, que ya no tiene tan buena memoria como antes. O quizá sea su mente, que está empezando a fallarle. No se crea todo lo que pueda decirle. Ni tampoco se ofenda.
Abigail asintió y siguió a la mujer hasta una sala que estaba en penumbra.
—¿Tía? Aquí hay alguien que ha venido a verte. La señorita Foster. Ahora vive en Pembrooke Park y quiere conocerte. —Eliza abrió las contraventanas, para alivio de Abigail.
Con la nueva iluminación pudo ver a una mujer menuda de pelo blanco, sentada encorvada en un sillón y sujetando unas agujas de tejer con manos nudosas. En cuanto oyó a su sobrina alzó la cabeza con la mirada desenfocada.
—¿Pembrooke Park? Esa casa lleva años vacía.
Abigail dio un paso al frente.
—Mi familia y yo acabamos de mudarnos.
—¿Vives allí? No eres ella, ¿verdad?
Abigail dudó.
—¿No soy quién, señora Hayes?
—La niña que vivía allí.
—No. Solo llevo un mes en Pembrooke Park.
—¿Y tampoco eres una Pembrooke?
Eliza le lanzó una mirada de disculpa.
—No, tía, recuerda que te he dicho que es la señorita Foster.
—Bien, señorita Foster —dijo la anciana con aspereza—. ¿Y sabe ella que está viviendo en su casa?
Abigail parpadeó sorprendida.
—¿Si lo sabe quién, señora Hayes?
—Discúlpenos, señorita Foster —intervino Eliza—. Ha pasado mucho tiempo y apenas nos acordamos de todos los detalles.
—Yo me acuerdo perfectamente bien —masculló su tía—. La señorita Pembrooke. La hija, por supuesto.
Supuso que se refería a la hija de Clive.
—No la conozco —dijo con suavidad—. ¿Sabe dónde vive ahora, señora Hayes?
—¿Dónde vive quién?
Eliza la miró avergonzada.
—La señorita Pembrooke —respondió Abigail, armándose de paciencia.
—No tengo la menor idea. Me dijo que cerrara la casa y que no mirara atrás. Y eso fue lo que hice. También me dijo que, a diferencia de la mujer de Lot, ella tampoco miraría atrás. Sucediera lo que sucediese.
Abigail frunció el ceño e intentó seguir el curso de los pensamientos de la anciana.
—Querrá decir la señora Pembrooke.
—No, la señorita Elizabeth. La otra.
—¿Está hablando de la esposa de Clive Pembrooke?
La mujer se estremeció y se santiguó.
—No pronuncie su nombre, señorita. No si valora en algo su vida.
—Tranquila, tía —la calmó Eliza. Después la miró—. Si me disculpa un momento, señorita Foster, tengo que ir a comprobar cómo está la sopa. También prepararé un poco de té.
En cuanto Eliza se marchó, la señora Hayes chasqueó la lengua y dijo:
—Pobre Eliza. Viviendo en esta casa diminuta… cuidándome como si fuera una criada. —Suspiró—. Qué injusta es la vida.
—Creo que es feliz haciéndolo —comentó ella—. Me ha dicho que se encargó de ella después de dejar Pembrooke Park.
La señora Hayes asintió con expresión distante.
—Sí. Aquellos sí que fueron días oscuros…
Al ver que se quedó sin decir nada durante varios minutos decidió romper el silencio.
—Señora Hayes, ¿por qué se marchó la familia de Clive Pembrooke? ¿Los vio partir?
La anciana negó con la cabeza con vehemencia.
—Estaba en la cama. Ocupada con mis propios asuntos. No vi nada. No oí nada. Dormí toda la noche a pierna suelta.
En ese momento se acordó de la frase de Hamlet «me parece que la dama promete demasiado», pero se limitó a decir:
—Entiendo. Así que usted estaba en la casa, pero cuando se levantó a la mañana siguiente, ¿se habían ido? ¿Toda la familia?
La señora Hayes asintió.
—Me dio pena que la señora se fuera. Siempre fue tan buena conmigo…
—¿Planeó su marcha durante mucho tiempo? Mac me dijo que les pagó a todos el salario del trimestre completo.
Volvió a asentir.
—Creo que le dada miedo lo que él pudiera hacernos cuando descubriera que su familia lo había abandonado. Ese día estaba cazando. Pero llegó a casa temprano y supongo que se dio cuenta de lo que estaban tramando. E intentó pararlo. Pobre señor Harold.
—¿Señor Harold? —repitió Abigail—. ¿Qué le pasó?
—No lo sé. Yo no vi nada.
—Señora Hayes, ¿qué cree que sucedió esa noche?
—Creo que él encontró la maleta de la señora. Lista para salir. Y el bolso con todo el dinero que había ahorrado. Eso o que uno de los muchachos la traicionó. No la niña. La niña no era de las que hablaban demasiado.
—¿Y qué hizo Clive Pembrooke cuando se enteró de que planeaban dejarlo?
—No lo sé exactamente. Puede que oyera un disparo esa noche. O solo fue un rayo. Por la mañana, cuando todo el mundo se había ido, encontré sangre en el suelo del vestíbulo.
Abigail se quedó sin aliento.
—¿Sangre? ¿De quién?
—No estoy segura. Tal vez lo vi, o quizá solo fue un sueño.
—¿Me está diciendo que Clive Pembrooke disparó a alguien? —preguntó horrorizada—. ¿Alguien de su propia familia?
—Yo no he dicho eso. No lo ha podido oír de mi boca. Por la mañana, todo el mundo se había ido. ¡Todos! Vi la sangre, sí. Pero no había ningún cadáver. Así que tuve que soñarlo, ¿verdad? —Elevó el tono—. ¡No se lo diga a nadie, señorita! ¡Ni una palabra! No queremos que el señor Clive regrese y se cobre venganza, ¿no?
Abigail tragó saliva y negó con la cabeza. Miró en dirección a la puerta que daba a la cocina para comprobar la reacción de Eliza, pero en lugar de preparar el té la vio sentada a la mesa escribiendo algo.
Tratando de no alterar más a la señora Hayes, preguntó en un susurro:
—¿Se llevaron el carruaje? ¿Y los caballos?
—Sí, el coche y los caballos tampoco estaban. Ni Black Jack.
—Pero se fueron sin sus pertenencias.
—Oh, sí, la señora y los niños se llevaron una maleta cada uno. Pero en el dormitorio de Clive Pembrooke no faltaba ni una sola cosa. Incluso pedí a Tom que lo comprobara él mismo para ver si estaba de acuerdo conmigo.
—¿Tom? ¿Quién es Tom?
—Tom Green. El lacayo. Todo el mundo lo conoce —la anciana frunció el ceño—. ¿Cómo dice que se llamaba usted?
Eliza entró con una bandeja y la señora Hayes centró toda su atención en el té y un panecillo tostado. Abigail decidió no presionarla más y la conversación giró en torno a temas más generales, como el tiempo o la vida de la parroquia. Cuando Eliza le ofreció más té, se dio cuenta de que ya no llevaba el broche.
—Ya no tiene el broche. Espero que no lo haya perdido.
Eliza agachó la cabeza.
—No, solo me lo he quitado para que no se cayera en la sopa.
—¿Qué? ¿Quién se ha caído? —preguntó la señora Hayes—. Me dijo que Walter sufrió una caída de consecuencias fatales pero yo sé lo que le pasó de verdad. Lo empujaron.
¿Walter? ¿No se llamaba así el ayuda de cámara que murió en Pembrooke Park? Intentó recordar lo que le había dicho Polly.
—Tranquila, tía. La señorita Foster solo estaba hablando de mi broche.
La señora Hayes asintió sobre su taza de té.
—Ah. Una «E» de Eliza. Es verdad.
Más tarde, de camino a casa, Abigail hizo un repaso mental de todo lo que se había enterado a través de las cartas, junto con la información que había obtenido de Duncan, Polly, Mac y la señora Hayes. ¿Dónde estaría ahora la familia de Clive Pembrooke? Todo apuntaba a que la autora de las cartas era su hija. La «señorita Pembrooke» que había mencionado la señora Hayes. Recordó a Eliza inclinada sobre la hoja, con la pluma en la mano. Debería haberle preguntado qué era lo que estaba escribiendo.
Una vez en Pembrooke Park, decidió escribir su propia misiva. Fue a la biblioteca, se hizo con unos cuantos papeles, pluma y tinta y escribió una carta al abogado.
Estimado señor Arbeau:
Me gustaría preguntarle por el nombre de su cliente, el albacea de Pembrooke Park al que hizo referencia. También me gustaría que me proporcionara una dirección para poder escribirle. O para ser más exactos, para poder responder a sus cartas. Ya ve, señor Arbeau: alguien me está enviando cartas. Alguien que vivió aquí en el pasado y que sin duda es una mujer. He deducido que esa persona tiene que ser la señorita Pembrooke, aunque también puedo equivocarme. En cualquier caso, ¿podría, por favor, darme el nombre y la dirección de su cliente? O si lo prefiere, pregúntele directamente si puedo contactar con ella.
Gracias por su ayuda en este asunto.
Atentamente,
Señorita Abigail Foster
Molly llamó a la puerta de la biblioteca y le trajo el correo del día: una carta de su madre. Abigail la despidió dándole las gracias, abrió la misiva y procedió a leerla.
Querida Abigail:
Espero que cuando recibas esta carta te encuentres tanto en buen estado de salud como de ánimo y bien instalada en Pembrooke Park. Tu padre me ha dado buena cuenta de todos tus esfuerzos, aunque también me ha dicho que ha sido mejor que no estuviéramos allí para ver el estado tan descuidado en el que se encontraba la casa. Sé que harás lo posible para que todo esté en perfectas condiciones cuando termine la temporada.
Hablando de la temporada: tu hermana ha causado una impresión inmejorable, te lo aseguro. Varios caballeros de buena familia han expresado su interés hacia ella. Louisa está disfrutando muchísimo; si estuvieras aquí, te sentirías tremendamente orgullosa de ella. Te manda todo su amor, al igual que tu querida tía Bess, que se está comportando como una anfitriona excelente durante nuestra estancia aquí.
Tu padre me ha pedido que te diga que tiene la intención de regresar allí a finales de este mes, pero que si, por cualquier razón, lo necesitas antes, que le escribas y se lo hagas saber. Confía en que los miembros del personal y el antiguo administrador tan protector del que nos habló se estén encargando de ti como es debido. Le he asegurado que eres más que capaz de cuidarte por ti misma y que, con las sirvientas de por medio, no hay razón para preocuparnos por el decoro. Fíjate que aquí, en Londres, Louisa se aventura a pasear por Hyde Park con una sola doncella como escolta, ¡pero tú allí cuentas con cinco criados! No obstante, si te encuentras incómoda sin tu padre, comunícanoslo de inmediato.
Antes de que se me olvide, quería comentarte que Gilbert Scott ha regresado de Italia y está trabajando para un arquitecto muy reputado de Londres. Con este brillante y prometedor futuro que tiene por delante está llamando la atención de muchas damas, incluida nuestra Louisa. Ha venido a vernos un par de veces y te envía saludos. Todavía tengo la esperanza de que tu hermana consiga un marido con título, aunque podría hacer una peor alianza.
A Abigail se le aceleró el corazón. Gilbert… de nuevo en Inglaterra. Cómo le habría gustado estar en Londres para poder verlo. Extrañaba la compañía de su viejo amigo, quería saberlo todo sobre sus viajes y que le enseñara sus últimos diseños y planos. Anhelaba la forma que tenía de sonreírle… Pero ¿por qué se hacía ilusiones? Si Gilbert había puesto los ojos en su preciosa hermana, de ahora en adelante solo le brindaría sonrisas a Louisa. Recordó las cartas que le había escrito en donde le preguntaba por qué su hermana no respondía a sus misivas. Había albergado la esperanza de que el aparente interés de Louisa en Gilbert Scott se hubiera desvanecido. Sin embargo, ahora que había regresado con un «futuro brillante y prometedor» que lo era más que nunca, sabía que esa esperanza sería en vano.
Soltó un suspiro y se hizo con otra hoja de papel. Hizo caso omiso de la sensación de soledad que la invadió y procedió a escribir a sus padres para asegurarles que se encontraba perfectamente bien.
Al finalizar el servicio del domingo, la congregación esperó hasta que el pastor y los que ocupaban los primeros bancos salieran para colocarse detrás de ellos. Así que Abigail fue la primera en saludar a William Chapman en la puerta antes de abandonar la iglesia. Mientras caminaba hacia la casa, vio una figura moverse en el cementerio. Al darse cuenta de que se trataba de Eliza Smith se quedó sorprendida. La mujer se apartó de una de las tumbas y se dirigió hacia ella. La esperó mientras contemplaba el precioso bonete y el vestido azul que llevaba, junto con el broche que asomaba prendido en el chal.
Cuando Eliza alzó la vista la miró un tanto asombrada.
—¿Ya ha terminado el servicio?
—Sí, hoy hemos tenido otro sermón corto. —Abigail se preguntó por qué Eliza y su tía, a las que por lo visto Mac Chapman les tenía tanto afecto, no habían acudido a misa—. ¿Cómo está su tía? —preguntó cortésmente.
—Igual que siempre. Ya no la traigo a la iglesia. Uno nunca sabe lo que va a salir de su boca y si va a terminar interrumpiendo la misa.
—Vaya. Es una lástima… para ambas.
Eliza se encogió de hombros.
—No me importa. Suelo venir por mi cuenta de vez en cuando. Me siento en la última fila y salgo antes. Pero hoy tenía otro destino en mente.
Abigail supuso que estaba allí para visitar la tumba de sus padres, aunque no lo dijo en voz alta.
Eliza miró en dirección a Pembrooke Park, y con la vista clavada en las ventanas preguntó:
—¿En qué habitación se ha instalado, señorita Foster?
—Estoy en un pequeño dormitorio del ala oeste.
—Ah. La de la casa de muñecas. La antigua habitación de la señorita Eleanor.
Abigail se quedó pensativa unos segundos. Nunca había oído ese nombre antes. Debía de ser el de la señorita Pembrooke que la señora Hayes mencionó.
—Mmm, sí, o eso creo. —Se preguntó por qué Eliza estaba tan familiarizada con la habitación—. Por sus palabras deduzco que conoce la casa, ¿verdad?
—Oh, yo… —Eliza agachó la cabeza. De pronto, se la veía cohibida—. Bueno, he estado dentro en algunas ocasiones. Mi madre murió cuando la tía todavía trabajaba allí, así que cuando nuestra vecina no podía cuidarme solía quedarme con mi tía en el semisótano.
—Entiendo. Me imagino que, después de la muerte de su madre, las cosas no fueron precisamente fáciles.
—Sí, y con mi padre también fallecido… —A la mujer se le empañaron los ojos—. Los días más felices de mi infancia fueron los que pasé jugando allí. En una ocasión subí a hurtadillas para ver las otras plantas, pero me resbalé y me caí. El señor Pembrooke en persona me ayudó y me dio unas palmaditas en la cabeza. En lugar de reprenderme, me dio un dulce.
—¿Qué señor Pembrooke? —preguntó, aunque dudaba mucho de la bondad del infame Clive.
—Robert Pembrooke, por supuesto. —Eliza dejó escapar un prolongado suspiro y se enderezó—. Bueno, si me disculpa. —Se dio la vuelta para marcharse.
—¿Me permite acompañarla un rato? —preguntó Abigail. Sabía que le quedaban un par de horas para su comida con los Chapman—. Después de estar sentada en ese banco tan duro, me gustaría estirar un poco las piernas.
—Cómo no.
Las dos jóvenes hicieron juntas el camino hasta Easton, en dirección a Caldwell. A Abigail le sentó de maravilla la cálida brisa de mayo. Los setos estaban salpicados de flores de espino y dos currucas se perseguían la una a la otra por las ramas sin dejar de cantar. Los prados que se veían a lo lejos eran de color amarillo con miles de prímulas y el aire olía a manzanos en flor.
Abigail aspiró una profunda bocanada de aire.
—La primavera se siente mucho más aquí que en Londres —contempló—. ¿Ha estado alguna vez en la capital?
—No, todavía no —repuso la mujer con nostalgia—. Quizás algún día.
—Me imagino lo difícil que tiene que ser hacer una escapada con una tía que necesita a una persona que la cuide.
—Sí, lo es.
Cuando pasaron al lado de una taberna en Easton, Duncan salió a su encuentro, pero se detuvo en seco en cuanto la vio.
—Señorita Foster.
—Hola.
—He visto a la señorita Eliza y me preguntaba si querría dar un paseo conmigo hasta Ham Green.
Miró a Eliza y percibió el rubor de placer que invadió a la joven y que tanto se esforzó por ocultar.
—Entonces los dejo solos —dijo con una sonrisa—. Les deseo a ambos un buen día. Y salude a su tía de mi parte.
—Eso haré, señorita Foster. Gracias.
Después de despedirse continuó caminando un rato hasta que decidió darse la vuelta y regresar. Mientras paseaba por la carretera rodeada de árboles recordó la primera vez que su padre y ella se detuvieron frente a la antigua barricada en el carruaje del señor Arbeau. Ahora podía cruzar el puente sin ningún obstáculo que se lo impidiera mientras admiraba las caléndulas y cardaminas plateadas que crecían a la orilla del río.
Miró al frente y se sorprendió al encontrar a dos niños corriendo por el cementerio. A continuación vio que abrían la puerta de la iglesia y oyó un murmullo de voces procedentes del interior que se amortiguaron cuando volvió a cerrarse. ¿Estarían celebrando un servicio especial del que no había sido informada?
Dispuesta a averiguarlo, fue directa hacia el cementerio. Una vez allí se fijó en la tumba en la que Eliza había estado antes. Sí, tenía que ser esa, pues había flores frescas sobre la lápida. Con los ojos entrecerrados, leyó el nombre esculpido, pero no se trataba del «Smith» que esperaba encontrar, sino de la tumba de Robert Pembrooke.
Seguro que se había confundido y aquel no era el lugar donde creía haber visto a Eliza. Parpadeó un par de veces para salir de su asombro y continuó andando hasta la puerta de la iglesia. Luego la abrió con mucho cuidado y atravesó la entrada de puntillas para no perturbar el silencio del sagrado lugar con los tacones de las botas.
En el interior vio a William Chapman sentado entre varios muchachos y muchachas con las cabezas inclinadas sobre sus pizarras. Leah también estaba sentada entre un grupo de niños más pequeños que estaban leyendo unos libros. Como si hubiera percibido su presencia, William la miró, esbozando una sonrisa. A Abigail se le enterneció el corazón.
—Disculpadme un minuto —dijo a los niños—. Colin, te quedas de encargado.
El muchacho mayor asintió y William se acercó para unirse a ella en la parte trasera de la iglesia.
—Lo siento —susurró ella—. No quería interrumpirles.
—No pasa nada.
—He visto a unos niños entrar en el recinto y me he preguntado qué irían a hacer. Debe de pensar que soy una vecina de lo más entrometida. ¿Les está enseñando las Sagradas Escrituras o…?
—Les enseñamos a leer, escribir, matemáticas y sí, también el catecismo.
—¿No van a la escuela?
—Esta pequeña clase que montamos los domingos es la única educación que estos muchachos van a recibir.
—¿Por qué?
—Porque la mayoría, o tiene que ayudar a sus padres en el campo tan pronto como pueden, o empiezan de aprendices cuando cumplen más o menos trece años o, en el caso de las niñas, las ponen a servir. Para muchos de ellos, el domingo es el único día libre que tienen para aprender.
Abigail miró a la señorita Chapman.
—¿Y Leah también les enseña?
—Sí, se le da muy bien, sobre todo los niños más pequeños.
—¿Siempre han tenido aquí una escuela?
—No, es un proyecto que hemos comenzado hace poco.
En ese momento, un joven alzó la mano; William se disculpó y fue a responder a su pregunta. Leah se acercó a ella y la saludó.
—Hola, señorita Foster.
—Señorita Chapman, su hermano y usted demuestran ser muy buenas personas al enseñar a todos estos niños.
Leah se encogió de hombros ante el elogio.
—Disfruto mucho haciéndolo.
—Me imagino que sus padres contribuyen con algo, ¿o es completamente gratis?
Leah negó con la cabeza.
—Sé que en algunas escuelas cobran uno o dos peniques para sufragar los costes de los libros y pizarras, pero William insistió en que no recibiéramos nada. Él es el que se encarga de comprar todo lo que necesitamos con su modesta paga.
—Estoy segura de que si la gente conociera el trabajo que hacen aquí, muchos estarían encantados de ayudarles.
—Probablemente tenga razón, pero William es orgulloso y detesta pedir nada a nadie.
William escogió ese momento para regresar y oyó perfectamente las palabras de su hermana.
—Me tienes en demasiada estima. Claro que he pedido donaciones para libros y material, y de hecho algo he recibido, pero muchos no están a favor de la educación de los pobres. Dicen que es inútil, o incluso peligrosa… que podrían volverse demasiado insolentes con sus superiores.
—Y me imagino que no está de acuerdo, ¿verdad?
Él asintió.
—Creo que todo el mundo merece tener los suficientes conocimientos de matemáticas como para poder llevar sus propias cuentas y enterarse de cuándo les están intentando engañar. Saber leer un periódico y mantenerse al tanto de lo que sucede en el mundo. Saber escribir una carta a alguien querido. Y leer el mensaje de amor más grande de todos: las Sagradas Escrituras. —Se sonrojó—. Discúlpeme, no era mi intención pronunciar un segundo sermón.
—No pasa nada —señaló Abigail—. Admiro su pasión. Y el esfuerzo que pone en lo que hace.
William sonrió.
—Acepto su admiración, aunque me vendría mucho mejor su ayuda.
—¿Mi ayuda? —preguntó ella, enarcando ambas cejas—. Dígame qué puedo hacer.
—Buena idea, Will —dijo Leah—. Puede echarme una mano con los niños más pequeños, señorita Foster. Por ejemplo, Martha. Viene desde hace poco. Ninguno de sus padres sabe leer, así que va un poco retrasada con respecto a los demás.
—No tengo ni idea de cómo enseñar…
—Solo escúchela leer en voz alta, y si ve que se traba, ayúdela a pronunciar las palabras que le den problemas.
—Muy bien —dijo ella.
Se sentó con la niña durante media hora e hizo lo que Leah le había sugerido. Durante un momento, tuvo la impresión de haber regresado a aquellos días de su infancia en los que se sentaba con una Louisa de tres o cuatro años y la ayudaba a leer un cuento.
Se sintió tan cómoda, que el tiempo se le pasó volando, y antes de darse cuenta, el señor Chapman anunció que la clase había terminado. A su alrededor, los niños cerraron los libros y se levantaron para apilar sus pizarras.
—Muy bien, ahora entonaremos el himno de cierre. —Los niños se reunieron en torno a Leah y esta les indicó el nombre de la canción—: Señor, acepta nuestra humilde canción.
Todos abrieron sus pequeñas bocas y empezaron a cantar.
Señor, acepta nuestra humilde canción.
Por el poder y la gloria, por siempre, Señor.
Te damos las gracias, Señor.
Oh, Señor, oh, Señor.
Mientras entonaban la melodía, Abigail reprimió una mueca. Sí, la canción era de lo más humilde.
—¿Cantamos otra? —sugirió Leah en cuanto terminaron.
En esta ocasión la señorita Chapman anunció el título de una canción que sí se sabía, así que decidió unirse a ellos:
Gloria, gloria eterna
a aquel que llevó la cruz
y que con su muerte redimió nuestras almas.
Alabadlo por siempre,
porque nos redimió eternamente.
William se volvió hacia ella y se la quedó mirando.
—Dios mío, señorita Foster. ¡Tiene una voz preciosa!
Abigail se sonrojó avergonzada. No había tenido intención alguna de sobresalir o cantar por encima de nadie.
—Gracias. Lo siento. Continúen, por favor.
—No se disculpe, señorita Foster —se rio Leah—. Tiene un don. ¿Qué le parece si a partir de ahora dirige a los niños a la hora de cantar?
Abigail vaciló un instante.
—No quiero usurpar el puesto de nadie.
—No se preocupe por eso —dijo Leah—. Le aseguro que aquí nos sobra trabajo. Es más, me estaría haciendo un favor.
—Nos estaría haciendo un favor a ambos —puntualizó William.
El brillo de aprobación que vio en sus ojos despertó extrañas sensaciones en su interior.
—En ese caso, será todo un placer —declaró después de esbozar una tímida sonrisa.
William y Leah recordaron la invitación de su madre y le pidieron que los acompañara a casa, a lo que Abigail aceptó encantada. Disfrutó enormemente de aquella sencilla comida de domingo consistente en embutidos, empanadas, ensalada y un delicioso bizcocho de postre. También le gustó conversar con Leah, la complicidad y discusiones entre los hermanos, el sentido del humor un tanto brusco de Mac y la risa contagiosa de la señora Chapman. Y tampoco fue inmune a las miradas de admiración que recibió de William Chapman.
Tras la comida, Leah tocó unos cuantos himnos en su viejo clavicémbalo y los Chapman al completo se pusieron a cantar. Intentó imaginarse a su propia familia haciendo algo tan sencillo y a la vez respetuoso y no pudo.
Antes de marcharse, invitó a Kitty a volver a Pembrooke Park para jugar con la casa de muñecas, pensando que a sus padres no les importaría. La niña aceptó encantada. Los padres no tanto.
—Estoy seguro de que a la señorita Foster no le apetece tenerte alborotando a su alrededor, desordenando su habitación y tocando sus cosas —dijo Mac.
—De verdad que no me importa —le aseguró ella—. Además, en realidad no son mis cosas. Y es una pena que nadie disfrute de esos juguetes. Si pueden prescindir unas horas de ella, me encantaría que viniera conmigo.
—Si eso es lo que quiere, está bien —dijo Kate—. Pero no abuses de su generosidad, Kitty. Y asegúrate de dejarlo todo en su sitio antes de marcharte.
—Sí, mamá.
Al ver que William se quedaba con su padre para discutir ciertos asuntos relativos a la iglesia, se sintió un poco decepcionada al saber que no la acompañaría a casa. Sin embargo, sonrió y agradeció a la familia su hospitalidad, feliz por contar con, por lo menos, la compañía de la hermana más pequeña.
Cuando Abigail y Kitty llegaron a casa subieron juntas a su dormitorio. Allí, la niña se sacó una diminuta cesta del bolsillo y se la dio.
—La tomé prestada la última vez que estuve aquí para enseñársela a Leah —informó un tanto avergonzada—. No debí hacerlo sin preguntar primero, así que quería pedirle perdón.
Abigail le dio un cálido apretón de manos.
—Te perdono. Gracias por contármelo. —Hizo un gesto hacia la casa de muñecas—. Venga, ¿a que estás esperando?
—Si tiene algo que hacer, no hace falta que se quede conmigo.
—Estoy libre. Como le dije a tu madre, me encanta que hayas venido conmigo. Esta casa está muy vacía y silenciosa. —«Excepto por la noche», pensó—. Creo que voy a escribir una carta a mi madre justo aquí, en mi tocador. Por cierto —recordó—, encontré otra muñeca en el fondo del armario. Tiene que estar en el cajón.
La niña fue corriendo al mueble, se arrodilló y desapareció detrás de la casa de muñecas.
—Me encantan todos estos muebles en miniatura —dijo—. Las pequeñas madejas de lana, los platitos, cuencos y cestas.
—A mí también. —Se sentó delante del tocador y abrió el tintero—. Sobre todos los libros diminutos con páginas de verdad.
—¿Dónde? Ah, ya los veo. En la salita. Este más grueso y negro creo que se supone que es una Biblia, pero las páginas están en blanco. ¡Mira! Alguien escribió algo.
Abigail se levantó y se acercó a la niña.
—¿Dónde? No recuerdo haber visto nada.
—Aquí, en las dos últimas páginas. Estaban un poco pegadas, seguro que por la tinta.
Kitty sostenía un pequeño libro negro que mantenía abierto con el pulgar. Abigail se hizo con él y leyó lo que había escrito. ¿Qué era lo que esperaba encontrar? ¿Un mensaje secreto? ¿Una pista que le dijera dónde estaba el tesoro, si es que existía? Pero ¿cómo podía ser tan ingenua? Menos mal que Kitty no podía leerle el pensamiento. Se suponía que ella era la adulta y, sin embargo, se sentía como una adolescente atolondrada, entusiasmada ante la perspectiva de hallar el mapa de un tesoro escondido.
Pero no encontró ningún mapa o mensaje. Al menos no algo que se pudiera descifrar al instante. Ni siquiera palabras completas. Tan solo letras sin sentido.
Gen 4 O + ch Num + 10
—Parece algo similar a un código, ¿verdad? —preguntó la niña—. ¿O solo son garabatos?
—No lo sé.
—«Gen» y «Num» podrían significar Génesis y Números. Los libros de la Biblia —sugirió Kitty mirando el libro.
—Tienes razón —acordó Abigail con una sonrisa—. Se nota que eres hermana de un clérigo.
Kitty miró más de cerca el libro.
—Génesis y Números 10… ¿Pero y este símbolo? ¿Es el signo «+» o una «t»?
—Creo que es el signo de la suma.
—Entonces sería Números más diez. ¿Diez libros después?
—Estamos intentando descifrar algo que seguramente no signifique nada —señaló Abigail—. Tal vez algún niño quiso escribir en estas páginas en miniatura para que se pareciera más a un libro de verdad, pero le sorprendieron con las manos en la masa y se detuvo antes de terminar.
La hermana de William frunció el ceño.
—Pero entonces eligió escribir unas palabras muy raras.
Tenía que darle la razón.
—Cierto, me pregunto por qué él o ella escribieron este texto en particular y justo al final del libro. Incluso yo sé que el Génesis es el principio de la Biblia, no el final.
—Puede que se trate de un mensaje secreto. —A Kitty le brillaron los ojos por la emoción—. Sobre un tesoro escondido…
Abigail la miró.
—¿Tú también has oído rumores al respecto?
—Por supuesto. —La niña miró alrededor del dormitorio—. ¿Tiene una Biblia?
—No —reconoció ella un poco avergonzada. Tenía una maravillosa edición en cuero del Nuevo Testamento y los Salmos y un libro de oraciones, pero apenas había leído el Antiguo Testamento.
—¿Ha visto la Biblia de la familia Pembrooke en algún sitio? Tal vez encontremos alguna pista oculta entre sus páginas.
—Buena idea.
Un golpe de nudillos en la puerta abierta las sobresaltó. Abigail alzó la vista y se encontró con William Chapman, con la cabeza hacia un lado para evitar mirar su dormitorio. ¿Tendría miedo de encontrarla vestida con su ropa de cama?
—¿Kitty? Papá me ha pedido que te recuerde que no te quedes hasta muy tarde. Esta noche tienes que cuidar de los gemelos de la señora Wilson.
La niña hizo caso omiso de lo que acababa de decirle su hermano y fue directa al grano.
—William seguro que lo sabe. ¿William, Génesis 4 y Números más 10 tiene algún significado para ti?
Abigail fue hacia la puerta y la abrió del todo, saludando al pastor con una sonrisa en los labios.
—Me temo que estamos intentando resolver un misterio. Aunque no me cabe la menor duda de que se trata de un juego.
—Espero que no le importe que haya entrado sin anunciarme —se excusó él—. Pero la puerta estaba abierta y como sabía que los sirvientes tenían el día libre…
—William, ¿qué dice el capítulo cuatro del Génesis? —insistió Kitty.
Frunció los labios pensativo.
—Creo que habla de Caín y Abel y sus descendientes. ¿Por qué?
La pequeña le puso el libro delante de sus narices. William se lo quitó con tranquilidad y lo colocó de forma que pudiera leerlo mejor.
—Génesis 4 —comenzó con los ojos entrecerrados—. «0 + ch». ¿Podría ser ocho? Tal vez Génesis 4:8.
—¡Oh! Ni se me había ocurrido. ¡Pero qué listo eres, William! —exclamó Kitty entusiasmada.
Abigail no podía estar más de acuerdo, aunque se abstuvo de manifestarlo en voz alta.
—«Números + 10» —continuó—. ¿Diez libros después? Eso sería… —murmuró para sí, contando mentalmente—. Las II Crónicas. ¿O tal vez significa añadir diez capítulos al capítulo o versículo? Cuatro más diez sería Números 14. Y ocho más diez daría dieciocho.
—¿Y eso es…? —inquirió Kitty.
—No tengo ni la más remota idea. ¿Tiene una Biblia a mano, señorita Foster?
—Me temo que no con el Antiguo Testamento.
—Entonces me alegro de que se le haya presentado esta oportunidad para despertar su interés en abrir y ver lo que hay en ese libro.
—¿Incluso aunque se trate solo de un juego y nuestra búsqueda no nos lleve a ningún sitio?
—Puede que vayamos a abrir el libro al azar, pero uno nunca sabe qué tipo de tesoros se puede encontrar —repuso él con gentileza. Abigail alzó la cabeza al instante. Los ojos azules de William despidieron un extraño brillo—. Aunque no creo que sea del tipo de tesoros que tiene en mente.
—Venga —dijo ella—. Si tan interesados están, vayamos a la biblioteca. Allí seguro que hay una Biblia, tal vez la que perteneció a la familia Pembrooke.
Bajaron juntos y miraron en el escritorio y entre los estantes de la biblioteca, pero no encontraron la Biblia familiar. «Qué lástima», pensó Abigail. Le hubiera gustado ver los nacimientos, matrimonios y defunciones que solían registrarse en las primeras páginas.
El señor Chapman se ofreció a ir corriendo hasta la rectoría y traer la suya. Regresó unos pocos minutos después con un ejemplar bastante manoseado.
Después, abrió el volumen e indagó entre las páginas iniciales.
—Aquí está. Veamos si lo recuerdo bien. Génesis 4:8: «Caín dijo a su hermano Abel: “Vamos al campo”. Y, cuando estaban en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató».
Kitty frunció el ceño.
—Tal vez ese no sea el versículo correcto.
—O puede que sí… —murmuró él.
Abigail se preguntó qué era lo que había querido decir con eso.
—¿Y el de los Números? —preguntó la niña.
El señor Chapman pasó el Génesis, el Éxodo y el Levítico y leyó por encima el capítulo 18, aunque no pareció llamarle la atención. Entonces fue al capítulo 14.
—El versículo 8 habla de la tierra que mana leche y miel… —murmuró. Luego procedió a leer el 18 en voz alta—: «El Señor es lento a la ira y rico en piedad, perdona la culpa y el delito, pero no lo deja impune, castiga la culpa de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación».
—Me gusta la primera parte, pero no la segunda —dijo Kitty.
—¿En serio Dios hace eso? —quiso saber ella—. ¿Castiga la culpa de los padres sobre los hijos que están por venir? No me parece muy justo.
El señor Chapman se tomó aquella pregunta muy en serio.
—No creo que los hijos sean culpables de los pecados de sus padres. Pero todos conocemos a personas que sufren por la negligencia o la conducta abusiva o de otro tipo de sus progenitores. Y muchas veces los hijos siguen los mismos pasos que los padres. —Se encogió de hombros—. Nos guste o no, el pecado siempre tiene consecuencias. Por eso Dios nos advierte con cariño en contra de él. Por suerte, el Señor es misericordioso y está dispuesto a perdonar si se lo pedimos de corazón. Aunque eso no borra las consecuencias naturales de nuestros actos. Causa y efecto.
Abigail pensó en su propio padre. Puede que la hubiera perdonado —y esperaba que también lo hiciera algún día con el tío Vincent—, pero aquello no eliminaba las consecuencias que él y toda su familia estaban sufriendo. Cómo le gustaría enmendar ese error antes de que afectara a su hermana y a ella misma, por no mencionar a los hijos y a los hijos de sus hijos. ¿Qué herencia podría dejar su padre a ellas o a futuras generaciones?
Kitty volvió a fruncir el ceño.
—Otro versículo deprimente. Y por ahora no veo ninguna prueba que nos pueda decir si hay alguna habitación secreta o un tesoro escondido.
—Me temo que tienes razón —acordó Abigail. Intercambió una sonrisa triste con la niña—. Siento que nuestro descubrimiento al final no haya resultado tan emocionante.
—Puede que no se trate de una pista sobre una habitación secreta —apuntó William—, pero eso no significa que no contenga algún tipo de mensaje.
Un escalofrío premonitorio la recorrió de la cabeza a los pies.
—O una advertencia.
Esa noche, Abigail se tumbó en la cama con un lápiz y su cuaderno de dibujo, algo que solía hacer a menudo. Se puso a escribir cosas sin sentido. Signos de sumar, números, letras del alfabeto. Cuando empezó a dibujar la letra «E» del broche de Eliza, le dio la vuelta y de pronto, recordó dónde había visto un prendedor muy parecido. ¿Se lo habría llevado Duncan del joyero del tocador de la señora Pembrooke para dárselo a su novia? La idea le provocó un nudo en el estómago. Esos pasos que había oído durante la noche, la lámpara volcada, Duncan, que no quería que entrara en su habitación… Todo empezó a tomar forma en su cabeza y llegó a la desagradable conclusión de que el sirviente había robado el broche. Esperaba estar equivocada. Iría a comprobar el joyero y si no lo veía… Bueno, entonces hablaría con Mac. Él le diría lo que tenía que hacer.
Por la mañana fue al dormitorio de la señora Pembrooke y abrió el joyero, preparada para lo peor. Pero ahí estaba el broche. Y no solo eso, sino que no tenía una «M» o una «W», como inicialmente pensó. Se trataba de una elegante «E», igual que la que llevaba Eliza. Por lo visto, el diseño debía de ser más común de lo que creía. Se sintió tremendamente culpable. Había juzgado mal a Duncan y haría todo lo posible por mostrarse más amable con él en el futuro.
Más tarde, ese mismo día, recibió dos cartas. La primera era la escueta y clara respuesta del señor Arbeau.
Señorita Foster:
Aunque he recibido su carta, no puedo satisfacer su solicitud. Tengo instrucciones de no revelar el nombre de mi cliente hasta que me ordene lo contrario. He contactado con mi cliente para comunicarle su petición, pero la ha rechazado. Ni confirma ni niega tener conocimiento de las cartas que mencionó. No es mi intención jugar a las adivinanzas con usted, señorita Foster. Pero si le ayuda en algo, y sin que sirva de precedente, puedo decirle que no tengo ningún cliente que responda al nombre de «señorita Pembrooke».
Atentamente,
Henri Arbeau
La segunda carta venía escrita con el puño y letra femeninos que empezaba a resultarle tan familiar. Pero en esta ocasión, habían incluido un recorte de periódico en el sobre. Primero leyó la nota manuscrita, dirigida a ella personalmente.
Señorita Foster:
Si alguien con el apellido Pembrooke se presenta en la casa y le pide entrar o refugio, le ruego que se niegue, a pesar del nombre, de los derechos que pueda esgrimir e incluso aunque afirme que es el propietario de la finca. Por mi bien y por su propio bienestar y el de su familia, manténgase firme y dígale que vuelva por donde ha venido. Si esa persona quiere saber con qué autoridad lo rechaza, remítale al abogado que le ha alquilado la casa. Se le paga muy bien para lidiar con este tipo de dificultades.
Se trataba de un aviso un poco diferente al que Mac le había dado, pero que en el fondo contenía la misma advertencia. Después de aquello, en la nota aparecía un espacio en blanco, seguido de otra línea.
Por si todavía no se ha enterado de toda la historia de su nueva vivienda, he creído conveniente enviarle este adjunto.
Abigail extrajo el recorte de periódico, en el que alguien había escrito a mano en una esquina con tinta descolorida: «4 mayo 1798».
Caballero asesinado en Queen Square.
Robert Pembrooke, de Pembrooke Park, Easton, Berkshire, fue mortalmente herido en su casa de Londres el pasado viernes. El violento allanamiento y la falta de una billetera indican que todo fue obra de ladrones. El señor Pembrooke recibió una fatal puñalada y una doncella encontró su cadáver a la mañana siguiente. Las autoridades también están buscando a su ayuda de cámara, Walter Kelly, en paradero desconocido desde la víspera de los hechos, para interrogarlo.
¿Apuñalado? Dios bendito. Mac no le había dicho nada de ningún apuñalamiento. Se le revolvió el estómago. No pudo evitar imaginarse cómo habría reaccionado si unos ladrones hubieran irrumpido en su casa de Londres y asesinado a su padre cuando este les hubiera descubierto in fraganti. Qué horror. Si todo lo que Mac le contaba era cierto, Robert Pembrooke había sido un auténtico caballero. Qué tragedia perder la vida de ese modo.
Según el recorte, las autoridades querían interrogar al ayuda de cámara. ¿Habrían sospechado de él? La señora Hayes había hablado de la caída de Walter en Pembrooke Park. Estaba claro que el informe de su muerte nunca llegó a Londres, si es que llegó a hacerse.
¿Se dio a la fuga el ayuda de cámara después de cometer el crimen? De ser así, ¿por qué volvería a Pembrooke Park? ¿O solo había ido a informar del fallecimiento del señor y había terminado encontrando su propia muerte?
Volvió a preguntarse por qué la señorita Pembrooke —a pesar de lo que le había dicho el señor Arbeau en la carta, estaba convencida de que no podía tratarse de otra persona— le estaba escribiendo, enviándole información del pasado y previniéndole sobre el futuro. ¡Señor! Y si Clive Pembrooke no se había molestado en presentarse en Pembrooke Park durante dieciocho años, seguro que no iba a hacerlo ahora, precisamente durante el primer mes de su estancia allí. Sería demasiada coincidencia para ser creíble. A menos que el hecho de que la casa volviera a estar habitada hubiera despertado la amenaza latente.
¿De dónde le habría venido esa idea tan absurda? Sacudió la cabeza para desechar aquel pensamiento. Sí, aquello no era propio de su carácter pragmático. Mejor sería que se pusiera a organizar la despensa, ordenar sus pertenencias… o hacer cualquier otra cosa.