Capítulo 29
Al día siguiente, Molly encontró a Abigail en la biblioteca y le dijo que la señora Webb la estaba esperando en el vestíbulo, pero que se negaba a que la llevaran a la sala de recepción.
—Gracias, Molly.
Devolvió la pluma a su soporte y salió a toda prisa. Encontró a Harriet Webb de pie en el vestíbulo, con las manos entrelazadas, mirando a su alrededor y moviendo lentamente la cabeza.
—Me dije que jamás volvería a poner un pie en este lugar. —Abrió los brazos con cara de incredulidad y de desprecio hacia sí misma—. Pero aquí estoy…
—Venga a sentarse a la sala de recepción —ofreció Abigail con afecto.
—Si no le importa, prefiero la sala de estar.
—Por supuesto que no. —Abigail la condujo hasta la sala y le abrió la puerta—. ¿Cómo se encuentra? ¿Fue Miles a verla?
—Sí. Todavía no he dormido.
—¿Lo acompañó a… Caldwell?
—Así es. No quería, pero sabía que tenía que… pasar página. Pensé en volver a escribirle. Al final, sin embargo, he decidido venir a verla en persona.
—Me alegro. Vamos. Siéntese. ¿Le apetece una taza de té?
—No. No quiero nada. —Esbozó una sonrisa triste—. Salvo alguien que me escuche.
Abigail se sentó frente a ella.
—Con mucho gusto.
Harriet tragó saliva y alzó la vista, como si rebuscase en su memoria.
—Más o menos una semana antes de que nos marcháramos de aquí, mi madre nos dijo que empezáramos a recoger nuestras pertenencias sin armar mucho escándalo… Solo aquellas cosas que tuvieran un gran valor sentimental y tres o cuatro mudas. Nada evidente que nuestro padre pudiera notar hasta que nos hubiéramos ido. Después de que mi padre y el guardabosques se fueran a una partida de caza de varios días, mi madre se reunió con el ama de llaves. No sé exactamente qué le dijo, pero tengo entendido que le pidió que despidiera a todos los sirvientes. Seguramente tenía miedo de lo que mi padre pudiera hacerle a cualquiera lo bastante tonto como para estar cerca cuando regresara y descubriera que nos habíamos marchado.
»También le dijo a la señora Hayes que cerrara con llave el lugar después de nuestra partida. Que lo cerrara tal y como se lo encontrara; que no se demorase ni se arriesgara a estar aquí cuando mi padre volviera.
Ahí fue cuando comprendió por qué, cuando llegó por primera vez a Pembrooke Park, se encontró las estancias como si los anteriores ocupantes hubieran tenido que salir a toda prisa de la casa.
Pudo ver el profundo dolor que reflejaban los ojos de Harriet mientras continuaba:
—Planeábamos irnos al día siguiente. Mac y los criados ya se habían marchado. Solo quedaba la señora Hayes para cerrar con llave en cuanto partiéramos. Se suponía que mi padre no volvía hasta dentro de dos días. Creíamos que disponíamos de tiempo de sobra. Pero nos equivocamos. Regresó a casa antes de lo previsto… —Harriet se estremeció y negó con la cabeza muy despacio—. Mis hermanos y yo ya estábamos acostados, aunque yo sabía que no podría conciliar el sueño. Mi madre seguía abajo, recogiendo algunas cosas y tomándose un té para que le calmara los nervios. Lo que sucedió después es como un borrón… Algo parecido a una pesadilla. La puerta cerrándose de golpe. Mi padre gritando. Mi madre llorando…
Se mordió el labio.
—Oí un golpe, oí a mi madre gritar y caerse y supe que él le había pegado. Mi hermano Harold metió a Miles en mi cuarto y me dijo que cerrara la puerta con llave. Pensé en escondernos en la habitación secreta, pero en vez de eso me quedé pegada a la puerta, escuchando. Harold corrió escaleras abajo para intentar proteger a mi madre. Me sentía una cobarde ahí, sin hacer nada para ayudar. Recuerdo que pensé que mi padre mataría a mamá y a Harold y que luego subiría a por Miles y a por mí. Intenté rezar, pero me sentía tan impotente que no pude. Al final salí de mi cuarto de puntillas y le dije a Miles que esperara dentro. Tenía que ver qué estaba pasando, aunque estaba completamente aterrorizada. Miré abajo desde la barandilla de la escalera y vi a Harold y a mi padre forcejeando en el vestíbulo. Mi padre estaba estrangulando a Harold y la cara de mi hermano estaba cada vez más roja, se estaba asfixiando… Mi madre estaba tirada en el suelo, suplicando y sollozando. Harold empezó a ponerse morado. Quería hacer algo… gritar a mi padre y decirle que se detuviera…, pero estaba paralizada por el miedo.
»De pronto, oí un disparo y mi padre y Harold cayeron al suelo a la vez. Me di la vuelta y me quedé estupefacta. No podía creerme lo que veían mis ojos. Mi hermano pequeño sujetaba una pistola humeante con ambas manos: un arma que mi padre guardaba debajo de su cama por si algún intruso se colaba en la casa. Aunque la pistola no era grande, en las manos de Miles se veía enorme. Por aquel entonces solo tenía doce años. Se quedó ahí, todavía apuntando con la pistola, hasta que empezaron a temblarle los brazos primero y después el cuerpo entero.
»Mi madre se arrastró hasta mi padre y apartó el cuerpo de su marido para llegar hasta su hijo. Solo entonces descubrimos la espantosa realidad. Aunque Miles quería disparar a mi padre, la bala lo había atravesado y había alcanzado a Harold.
—¡Oh, no! —exclamó Abigail—. ¡Pobre Miles!
—Pobre Miles, sí. Quería salvar a su hermano. Pero sobre todo pobre Harold. La bala terminó en su abdomen después de atravesar el costado de mi padre. Ambos estaban vivos, pero se estaban desangrando con rapidez. Harold parecía estar muy mal. Mi padre estuvo inconsciente un rato y mi madre tomó las riendas de la situación. Fue corriendo al establo a buscar al guardabosques que había ido de caza con mi padre. Lo encontró desensillando a los caballos y le pidió que preparase el carruaje. Luego regresó a la casa y nos ordenó a Miles y a mí que bajáramos nuestras pertenencias y la maleta de Harold. A pesar de lo aterrorizados que estábamos, obedecimos al instante.
»El guardabosques entró en casa. Miró a Harold y el rostro maltrecho de mi madre y se ofreció a ayudarnos a escapar. No sabía si debíamos confiar en él. Después de todo, era un empleado de mi padre. Pero mi madre debió de pensar que no teníamos alternativa y aceptó agradecida. El hombre la ayudó a llevar a Harold al carruaje y hasta se ofreció a conducirlo. Habíamos planeado alquilar caballos y un postillón, pero no había tiempo para realizar dichas diligencias. Dejamos a mi padre allí, en el suelo, sin saber si viviría o moriría. Pero mi madre estaba decidida a llevar a Harold a un médico en cuanto estuviéramos lejos y a salvo».
Harriet volvió a mover la cabeza despacio, con la mirada perdida en el recuerdo.
—Los primeros kilómetros fueron una auténtica tortura, pues el pobre Harold gritaba en cada bache y con cada curva. —Se le quebró la voz—. Pero luego se quedó callado y eso fue aún peor.
El dolor que transmitía la voz de Harriet hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, aunque se fijó en que los de ella permanecieron estoicamente secos.
—Entonces, el guardabosques nos gritó desde el pescante: «¡Un jinete! ¡Galopando a toda prisa!».
»Mi madre gritó y sujetó a Harold mientras el conductor azuzaba a los caballos para ir más rápido, restallando el látigo y vociferando. Me recordé a mí misma que el caballo de mi padre estaría cansado porque acababa de regresar de la partida de caza. Al menos, eso esperaba. Recuerdo que, a diferencia de cuando estaba sobre la barandilla, me puse a rezar. “Por favor, permite que escapemos. No dejes que nos atrape”.
»Pero el guardabosques gritó que nos estaba dando alcance. Pensé que era demasiado esperar para una oración. Agucé el oído y capté el sonido de los cascos. Sin embargo, un minuto después, dejé de oírlos. Puede que, presa del miedo, me imaginara que estaba así de cerca. O tal vez solo se tratara de un trueno.
—O quizá Dios al final respondió a su plegaria —sugirió Abigail.
Harriet se encogió de hombros.
—De ser así, ¿por qué no respondió a mi plegaria para que salvara a Harold?
—No lo sé. ¿Él… murió en el carruaje?
Harriet asintió.
—Exhaló su último aliento cuando cruzábamos el puente hacia Bristol. Paramos para enterrarlo allí. Tuve miedo de que aquello proporcionara el tiempo necesario a mi padre para cambiar de caballo y alcanzarnos. Para matarnos a todos. Pero el guardabosques escoltó a mi madre a una cantina de dudosa reputación y salió un cuarto de hora más tarde… Sin la alianza de casada en el dedo, pero con una pistola en la mano.
»“Que venga”, dijo con seriedad. Y supe que no vacilaría en usar el arma si fuera necesario. —Harriet hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Miles se mantuvo callado e impávido durante todo el viaje. Mi madre, sumida en su dolor, prácticamente no le hizo caso. Puede que con su silencio, con su olvido de absolver a Miles de la culpa, él sintiera que lo hacía responsable de la muerte de nuestro hermano. Intenté decirle que no era culpa suya, pero no creo que me escuchara. Más tarde, cuando el extraño comportamiento de Miles continuó, mi madre intentó hablar con él, pero para entonces la huella era muy profunda y no pareció servir de nada. —Harriet frunció el ceño antes de sacudir la cabeza para dejar de pensar en aquello—. El guardabosques tenía esposa y un hijo en Ham Green, no lejos de Caldwell, por lo que no podía ausentarse demasiado. Así que lo dejamos en una parada de postas con dinero suficiente para que regresara a su casa, rezando para que mi padre no se enterara de su ausencia antes de que pudiera reunirse con su familia sano y salvo. Además, si le preguntaban, podía decir sin mentir que habíamos continuado sin él y que no sabía adónde nos dirigíamos. Estoy convencida de que mi madre tampoco lo sabía. Antes de marcharse, el hombre enseñó a Miles a manejar las riendas y mi hermano fue el que condujo hasta que llegamos al siguiente pueblo y encontramos un postillón al que contratar.
»Continuamos moviéndonos durante días. Quedándonos una sola noche en cada lugar, hasta que el dinero que mi madre había estado guardando empezó a escasear. Cada día leía los periódicos que lograba encontrar en los cafés o cubos de basura o los compraba si no podía conseguirlos de otro modo. Pero jamás leímos nada que mencionara a mi padre. Sabíamos que si moría informarían de la noticia. Así que asumimos que seguía con vida, seguramente en Pembrooke Park.
»Transcurrido un tiempo, mi madre escribió por fin una carta al guardabosques, usando el apellido de Thomas, en la que le pedía noticias de “su patrón” y le indicaba que remitiera su respuesta a una dirección de una posada en Gales.
»Todavía tengo su respuesta —dijo Harriet, abriendo su retículo—. Pensé en enviársela antes a usted, pero no creí que le sirviera de mucho. —Extrajo una carta del bolso—. Tome.
La amarillenta misiva iba dirigida a H. J. Thomas, en Bell, Newport, Gales.
A quien pueda interesar:
He recibido su solicitud y solo puedo decirle que, hoy por hoy, mi empleo se encuentra en una situación bastante precaria.
La propiedad donde he estado trabajando está cerrada a cal y canto. Abandonada a todas luces. No he tenido noticias de mi patrón. Y nadie que conozca ha visto o sabido de ningún miembro de su familia. Se da por hecho que se han marchado juntos por algún motivo. El carruaje ha desaparecido, así como el caballo de mi patrón. No obstante, el caballo regresó sin jinete unos días más tarde y me he tomado la libertad de venderlo como pago por los salarios que se me adeudaban. Confío en que la señora estaría de acuerdo.
En cualquier caso, actualmente estimo prematuro prever un retorno a la situación anterior. Tal vez sea conveniente que, por ahora, todas las partes permanezcan donde se encuentren.
Espero que esto satisfaga su consulta.
Atentamente,
JD, Ham Green, Caldwell
Abigail levantó la mirada.
—Está escrita en una especie de código, ¿verdad? Por si acaso interceptaban la carta.
—Sí. El guardabosques era más inteligente de lo que pensaba. Al fin y al cabo, sabía de lo que era capaz mi padre y tenía que pensar en su esposa y en su hijo. Y como el destino de mi padre era incierto, nos escribió básicamente para decirnos que nos quedáramos donde estábamos. —Soltó un suspiro—. Confieso que pensé, incluso tuve la esperanza de que mi padre estuviera muerto. Mi madre, sin embargo… —Negó con la cabeza—. No estaba dispuesta a correr el riesgo. Temía que estuviera en alguna parte tramando su venganza y esperando el momento oportuno para llevarla a cabo. Así que nos quedamos en Gales, usando el apellido Thomas y rezando para que no nos encontrara. Miles fue el único que conservó el apellido Pembrooke. Pero nos dejó para irse a la Marina cuando aún era muy joven. Estuvimos años sin verlo.
—¿Y qué piensa ahora? —preguntó Abigail con suavidad—. ¿Cree que es su padre a quien encontró el señor Chapman en el barranco?
Harriet asintió.
—Creo que es él. El sello. La pistola. El lugar donde ha sido hallado… Aunque tiene que recordar que llevo mucho tiempo deseando que estuviera muerto.
—¿Y Miles?
Harriet vaciló.
—No ha reaccionado con el alivio que esperaba. Se mostró… raro. Tenía lágrimas en los ojos mientras farfullaba algo muy irrespetuoso al cadáver… No es que lo culpe, pero reconozco que me ha preocupado bastante su reacción.
—¿Tan sorprendente es que se sienta dividido por dentro? —preguntó—. Era un niño cuando disparó a su padre y es muy probable que todavía desee que él lo perdone, quiera y valore… —Se dio cuenta que estaba parloteando y tragó saliva—. Después de todo no puede saber si fue su disparo el que terminó con la vida de su progenitor, o el caballo exhausto, o el barranco… o todo a la vez.
—Le dije una y mil veces que no tenía que sentirse culpable.
—Oír las palabras y sentirse perdonado son dos cosas bien distintas. —Abigail lo sabía por experiencia propia.
—Sí, tiene razón. Por eso sentí la necesidad de hacer algo, de enmendar.
—Y lo ha hecho, pero recuerde que Dios es misericordioso y que usted no es responsable de los pecados de su padre.
Harriet logró esbozar una sonrisa carente de humor alguno.
—El Antiguo Testamento dice lo contrario, señorita Foster. Debería leer el libro de los Números…
—¿Números, 14, quizá? —dijo Abigail, nombrando uno de los versículos a los que hacía referencia la Biblia en miniatura.
—¡Ah! ¡Encontró una de mis pistas! No se imagina lo mucho que me satisface. ¿Encontró también el de Caín y Abel?
Abigail asintió.
—Los escribí mientras estábamos haciendo el equipaje para marcharnos. Mi pequeña aportación para que se supiera la verdad… y cómo me sentía al respecto. —Esbozó una sonrisa, pero acto seguido se puso seria—. He pensado en lo que me dijo, señorita Foster. Y continuaré pensando en sus palabras.
Abigail se quedó pensativa un instante. ¿No había dicho Duncan algo sobre el guardabosques? ¿Que había muerto?
—¿Volvió a saber algo del guardabosques?
Harriet negó con la cabeza.
—No. Pero hace poco pregunté al abogado del señor Morgan si tenía alguna noticia sobre el antiguo guardabosques de Pembrooke Park. Me dijo que el hombre murió el año pasado, pero que su esposa e hijo aún vivían.
Un presentimiento le puso los pelos de punta.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Abigail.
Harriet se la quedó mirando un momento.
—James Duncan —respondió al cabo de unos segundos.
Después de que Harriet se marchara, Abigail fue a buscar a Duncan y miró en los lugares que este solía frecuentar. No estaba en su cuarto ni en la sala del servicio. Entró en el pañol de lámparas y tampoco lo encontró.
Vio algo por el rabillo del ojo y se dio la vuelta. En un rincón, sobre un taburete, había una pila de tela verde descolorida. Se acercó con el ceño fruncido y agarró con dos dedos una esquina del apolillado y mohoso material. Se quedó de piedra, con los nervios a flor de piel. ¿No era esa la capa con capucha que llevaba puesta la figura a la que había visto merodeando por allí? Había algo duro dentro de la tela. Extendió la capa y la palpó hasta que encontró un bolsillo interior. Dentro halló una vieja lámpara de bronce.
Oyó unos pasos acercarse por el pasillo. Dejó inmediatamente su hallazgo y se dio la vuelta, sintiéndose absurdamente culpable.
La señora Walsh se detuvo en el umbral al verla.
—Oh, hola, señorita. ¿Dónde está Duncan?
—Eso es lo que quiero saber.
Abigail preguntó también a Polly y a Molly, pero ninguna lo había visto en todo el día.
Fue a buscar a Miles, pero tampoco estaba en su dormitorio, ni en la biblioteca o el salón. Por último fue a los establos y allí vio a Miles, sentado en la paja de uno de los compartimentos vacíos. Llevaba la camisa remangada, tenía los antebrazos apoyados en las rodillas, iba despeinado y con el pelo lleno de trozos de paja. Parecía tener doce años de nuevo.
—Miles… —dijo, aliviada al encontrarlo, aunque preocupada por su estado.
La miró. Sus ojos torturados le recordaron a la descripción de Harriet de la pequeña niña que miraba hacia su ventana con los ojos atormentados. Una niña cuyo padre también había muerto de forma violenta.
—¿Qué hace aquí solo? —preguntó con amabilidad—. Me tenía preocupada.
—¿En serio? Querida prima Abigail… —Dio unas palmaditas al heno que tenía al lado.
Abigail se sentó, sin importarle el estado en que pudiera quedar su falda.
—Harriet acaba de irse.
—¿Se lo ha contado? —inquirió en voz queda, sin mirarla a los ojos—. ¿Todo… todo?
—Sí, eso creo.
Él asintió. Parecía aliviado. Lo vio clavar la mirada en la pared del compartimento.
—Harold era una buena persona —dijo—. Aunque a primera vista nadie se lo habría imaginado. Casi siempre estaba de mal humor y era taciturno. Pero se enfrentó a mi padre, se interponía entre él y mi madre, o entre él y yo, una y otra vez. A cambio, siempre terminaba lleno de moratones. Y yo… lo maté. —Le temblaba la barbilla—. Era un buen hombre. Apenas recién salido de la infancia. Y lo maté. Es imperdonable.
—No fue culpa suya, Miles. Estaba intentando salvarle. Usted solo era un muchacho inocente.
Él negó con la cabeza.
—No me haga parecer tan inocente, señorita Foster. Me conozco demasiado bien. No soy ningún inocente. Pretendía matar a mi padre. —Le temblaba la voz—. Y vine aquí con la intención de llevarme todo lo que pudiera… hasta que los conocí a usted y a su bondadoso padre. —Volvió a negar con la cabeza—. No. No intente convertirme en un inocente.
A Abigail se le encogió el corazón.
—No podría, Miles. Solo el Señor puede convertir en inocente a un hombre culpable. Eso fue lo que hizo cuando murió como un criminal en la cruz. —Tomó su mano—. Dios le ama, Miles. Pídale que le perdone y Él lo hará de una vez por todas.
Miles continuó mirando al frente con la vista perdida y asintió con aire ausente. Se quedaron en silencio durante varios minutos, agarrados de la mano.
Después Miles se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos y la nariz.
—Bueno, ahora que hemos encontrado su cadáver, por lo menos resolveremos el asunto de la herencia.
Abigail vaciló.
—En realidad…
Miles la miró.
—¿Qué?
Se mordió el labio. No era quién para revelar ese secreto. Además, tampoco sabía lo mucho que podría afectarle si se enteraba de que al final ni él ni su hermana eran los legítimos herederos de Pembrooke Park y sus tesoros.
En lugar de eso volvió a apretarle la mano.
—Nada, simplemente me alegro de que esté bien —repuso.
Abigail y Leah atravesaron la arboleda que separaba la casa de los Chapman de Pembrooke Park. Abigail le había contado lo que Harriet le había confesado y cómo habían reaccionado Miles y ella ante la noticia de que habían hallado los restos de su padre. Leah se había tomado la noticia con calma; aliviada, pero sin prisas por revelar su identidad al mundo. De hecho, por el momento había decidido dejar el collar de rubíes y la mayoría de recuerdos dentro de la habitación secreta y no tocar nada.
—Demos tiempo a Harriet y a Miles para que asimilen el destino de su padre antes de confesarles lo mío —dijo.
De pronto, vio a alguien a lo lejos, entre los árboles, y se detuvo en seco. Duncan estaba sentado en el umbral de la vieja cabaña del guardabosques.
—Ahí está Duncan. Quiero preguntarle por su padre.
Leah se quedó rezagada.
—Ahora mismo no me apetece hablar con él —susurró—. Sé que le he hecho daño, pero sigue intentando hacerme sentir culpable por rechazarlo.
Abigail le lanzó una mirada llena de comprensión.
—Entonces espera aquí.
Leah asintió aliviada.
Se dirigió hacia la puerta abierta de la cabaña. Duncan estaba sentado en una silla de madera que tenía apoyada sobre las patas traseras, fumándose con tranquilidad un puro y bebiendo de una botella de coñac… El coñac de su padre, supuso.
—No sabía que hubiera alguien que todavía siguiera viniendo por aquí —comenzó ella con tono informal para intentar conseguir que bajara la guardia—. Es la antigua cabaña del guardabosques, ¿verdad?
Él asintió.
—Vengo aquí de vez en cuando para pensar.
—Ah —afirmó—. Tengo entendido que su padre era el guardabosques de Clive Pembrooke.
—Así es, y también el de su hermano Robert. —El hombre echó un vistazo a la polvorienta estancia con su bajo techo de vigas—. Mi padre vivió en este tugurio cuando era joven, antes de que se casara con mi madre y me tuvieran a mí.
—¿Creció usted en Ham Green?
—Así es —dijo con orgullo—. En una casa mucho mejor que esta. Mi padre se ganaba bien la vida como guardabosques y se suponía que yo heredaría su casa algún día, pero he aprendido que la vida puede ser muy injusta.
—Y yo me he enterado hace poco del buen servicio que su padre prestó a la señora Pembrooke y a sus hijos.
—¿Se refiere a que los ayudó a escapar de su esposo? No creo que el señor Pembrooke opinara lo mismo.
—¿Qué le contó su padre sobre Clive Pembrooke?
Duncan dejó la botella y cruzó los brazos sobre el pecho.
—No mucho.
—¿Le habló de su empeño por encontrar un tesoro que creía que estaba escondido en la casa?
Él se encogió de hombros.
—Todo el mundo conoce esa historia.
—¿Por eso está aquí? ¿Hacer pequeñas reparaciones, echar una mano llevando cosas de un lado a otro y limpiar un poco es el pequeño precio que tiene que pagar por acceder a Pembrooke Park?
—Se equivoca, es a mí a quien pagan —replicó él, esbozando una sonrisa descarada.
—Recibir un salario por buscar un tesoro. No está mal… si es que lo encuentra.
—Existen varias formas de dar con un tesoro —replicó filosóficamente, antes de darle una calada al puro y observar cómo se elevaba el humo—. Si una puerta se te cierra en las narices, prueba con otra.
«Ah», pensó Abigail. Le gustaba hablar con acertijos, como a su padre el guardabosques.
—¿Como la puerta que Mac Chapman le cerró en las narices?
La miró enfurecido.
—Es posible.
—¿Llegó a sentir algo por Leah Chapman? ¿O ha estado cortejando a Eliza todo el tiempo?
Él alzó la barbilla.
—Sí, la admiraba. Pero ella no me aceptó. No me importa confesarle que me sentí hundido durante semanas. Por eso mi padre decidió contarme por fin… quién era ella en realidad. Creyó que eso me aliviaría. No me había rechazado Leah Chapman, la humilde hija de un administrador. Me había rechazado Eleanor Pembrooke, la heredera de Pembrooke Park —dijo con sorna—. Aunque aquello tampoco me hizo sentir mejor. Todo lo contrario. La admiraba antes de saberlo, pero no me avergüenza reconocer que aquello le añadió más atractivo. De hecho, la deseé más que nunca. Por no hablar de la vida que podría haber tenido si los prejuicios no la hubieran cegado. Sé que Mac la influenció. De no ser por él, puede que me hubiera aceptado. Mac Chapman, siempre tan orgulloso de su relación con los Pembrooke. —Hizo un gesto de negación con una mueca amarga—. Así que me envió a paseo. Y el joven pastor apoyó a su padre en mi contra.
—Y por eso se le ocurrió buscar otra «conexión» con los Pembrooke a través de Eliza… ¿verdad?
Él volvió a hacer una mueca.
—Lo de Eliza no tiene nada que ver. Aunque Robert Pembrooke fuera su padre, una hija ilegítima no tiene derecho a nada a menos que él la reconociera en su testamento. Lo que, por supuesto, no hizo.
—Entonces decidió trabajar aquí.
Duncan se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Quise trabajar aquí desde que era un muchacho, aunque como guardabosques independiente, con mi propio alojamiento, no como un esclavo confinado en una casucha como esta. Pero todo se fue al traste cuando cerraron Pembrooke Park a cal y canto, así que he tenido que sacarle el mejor provecho a mis circunstancias. Ahora que mi padre ya no está, tengo que mantener a mi madre. Como ya sabe, mi progenitor trabajó para Clive Pembrooke y tuvo una relación más o menos estrecha con él. Me contó que el hombre estaba convencido de que había un tesoro de considerable valor escondido por aquí. Mi padre se lo creyó a medias. Igual que yo.
—¿Y qué es lo que ha encontrado hasta ahora en sus incursiones nocturnas? Aparte del broche que le regaló a Eliza.
—Bueno, no me crucifique con la mirada —dijo Duncan—. Eso no fue más que una fruslería. Como si usted no estuviera buscando por su cuenta, ¿verdad, señorita? ¿Sabe? No estoy ciego. —Al no recibir respuesta, esbozó una sonrisa engreída y le dio otra calada al puro—. De modo que sí. Creo que los Chapman no me han tratado precisamente bien —prosiguió—. Me vi despojado por segunda vez del que podría haber sido mi destino. Si supiera lo irritante que es cargar con sus cosas y llevarlos de un lado a otro, cuando podría haber sido el señor de la propiedad, con Eleanor como mi esposa…
Durante un instante, su mirada se suavizó, pero enseguida volvió a endurecerse.
—Así que supuse que si encontraba el tesoro mientras realizaba mi trabajo… bueno… al fin y al cabo me lo merecía, ¿no cree? Sería como una pequeña recompensa por mi corazón roto.
Leah apareció de repente y se puso a su lado. Al verla, Duncan apoyó la silla de golpe sobre las cuatro patas.
—Mi padre le recomendó para este puesto porque siempre tuvo la sensación de que le debía algo, aunque le preocupaba su carácter y contratarle iba en contra de su buen juicio —intervino Leah—. Se sentía mal por desilusionarlo en lo que a mí respectaba, pero también lo hizo por respeto a su padre, al que tenía en muy alta estima. Tenía la esperanza de que esta vez usted seguiría sus pasos. Se convertiría en el hombre honrado y trabajador que fue Jim Duncan. —Las fosas nasales del sirviente se dilataron por la indignación que debía de estar experimentando—: No lo rechacé porque estuviera por debajo de mi posición social. Lo rechacé porque es un holgazán, un ser miserable y codicioso.
Él hizo otra mueca feroz.
—¿Y se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor?
Leah hizo un gesto de negación.
—No. Es la verdad. Se supone que tiene que animarlo a convertirse en mejor persona.
Después de aquello, Abigail acompañó a Leah a casa y dejó a un molesto Duncan en la cabaña. Luego regresó a Pembrooke Park y volvió al semisótano, pues deseaba tener la capa a mano la próxima vez que se enfrentara a Duncan. Incluso contempló la idea de entregársela a Mac y dejar que él le hiciera las preguntas pertinentes en cuanto se recuperara de sus heridas.
Pero cuando llegó al pañol de lámparas, la capa había desaparecido.
A la semana siguiente, Abigail estaba sentada con su familia en la sala de recepción. Louisa y ella jugaban una partida de damas sin demasiado entusiasmo mientras su madre bordaba un cojín y su padre leía el correo.
De pronto, su padre farfulló una maldición y dejó de mala manera la carta que había recibido del tío Vincent.
—¡De ninguna manera!
—¿Qué sucede ahora, querido? —preguntó su madre con su bello rostro preocupado.
—Tu hermano me pide que vaya a Londres de nuevo, lo antes posible. Según parece, por algo relacionado con otra inversión. Que Dios me ayude, pero si intenta…
—Tranquilo, querido. Estoy segura de que ha aprendido la lección.
—¿Tú crees? Pues eres la única. Espero que esto no tenga que ver con más repercusiones de la última debacle…
A Abigail se le hizo un nudo en el estómago.
Agitado, su padre se frotó el rostro con la mano.
—Supongo que debo ir. Dice que es importante.
—¿Por qué no vamos todos? —sugirió su madre—. Solo serán unos días, ¿verdad?
—¡Sí, hagámoslo! —intervino Louisa—. Echo mucho de menos Londres y me gustaría ver a todos mis amigos.
—Si no os importa, prefiero quedarme —señaló ella—. Hay muchas cosas que hacer por aquí y no quiero irme.
—¿Muchas cosas que hacer por aquí? —repitió Louisa—. ¿En este lugar perdido de la mano de Dios? Llevas demasiado tiempo en el campo, Abigail.
Pero sus padres enseguida accedieron a sus deseos. Además, también se dieron cuenta de que sería una grosería dejar solo a su invitado y puede que hasta imprudente abandonar la casa.
Esa noche, Louisa se la llevó a un lado.
—¿Seguro que quieres quedarte aquí sola? Con Miles, quiero decir.
—Gracias por preocuparte por mí, pero estaré bien —repuso ella.
O eso esperaba. Al fin y al cabo, no tenía nada que él quisiera. Ningún tesoro.
Dos días más tarde, volvió a despedirse de sus padres y de Louisa.
No mucho después de que se hubieran marchado, vio a Mac cruzando el puente a lomos de su caballo con Brutus corriendo a su lado. Supuso que regresaba a su casa desde Hunts Hall; le sorprendió que hubiera retomado sus tareas tan rápido tras sus recientes heridas. Lo saludó con la mano y atravesó el camino de entrada a toda prisa para encontrarse con él.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —preguntó.
Él se detuvo y, haciendo caso omiso de sus protestas, desmontó.
—Sí. ¿Le importa que paseemos mientras lo hacemos? Necesito estirar mis agarrotadas piernas.
—En absoluto —contestó—. ¿Seguro que es aconsejable que ande con ese tobillo?
—Solo es una torcedura —insistió—. Lo llevo bien vendado. —Se hizo con la gruesa rama que iba atada a la silla y la usó para apoyarse en ella mientras caminaba hacia su casa y guiaba al caballo sujeto de las riendas.
Abigail caminó a su lado. Quería hablar con él sobre Duncan, pero antes lo puso al corriente de la marcha de su familia y de su decisión de quedarse mientras ellos visitaban Londres durante unos días.
Mac la miró con un extraño brillo en los ojos.
—Quizá sea hora de que aprenda a disparar una pistola, señorita Foster. Si le parece bien, puedo enseñarle yo mismo.
A Abigail le sorprendió el ofrecimiento y lo que eso implicaba.
Cuando llegaron al claro miró hacia la casa. Mac contuvo el aliento y se puso tenso. Miles estaba sentado en el banco del pequeño jardín delantero limpiando una pistola con un trapo. Supuso que era una de las pistolas de Mac, ya que lo había visto engrasar su colección en la leñera de al lado con anterioridad.
—No tengo por costumbre encontrarme con desconocidos en la puerta… y menos aún usando mis armas —dijo Mac en voz alta.
—Entonces no debería dejarlas donde cualquiera pueda encontrarlas —repuso Miles como si tal cosa.
¿De verdad se estaba mostrando tan amable como pretendía? ¿O acababa de lanzar una sutil amenaza? No lo tuvo muy claro.
Mac dejó el caballo y entró por la puerta.
—Me llamaron mientras la estaba limpiando y la dejé desmontada de forma segura —explicó a la defensiva.
—Eso imaginaba. Aunque no se tarda nada en volver a montarla. Tal vez no un novato. Pero al final, la Marina me enseñó algo útil. —Ladeó la cabeza y observó con interés la gruesa rama en la que se apoyaba Mac—. Por lo visto he instaurado una nueva moda por la zona. —Esbozó una sonrisa engreída—. Buen bastón.
Mac irguió los hombros.
—¿A qué debo el honor de esta visita a mi humilde morada, señor Pembrooke?
—Cierto. —Miles miró a su alrededor—. Es mi primera visita. Vaya un descuido por mi parte… Oh, no, espere; nunca he sido invitado.
—¿Entonces se trata de una visita social?
—Si lo prefiere.
El rostro de Mac reflejaba lo irritado que estaba.
—¿Qué quiere, Miles?
Miles lo miró con atención.
—Mac, sé que Robert Pembrooke confiaba en usted.
—Así es —repuso el señor Chapman, mirándolo con recelo—. Lo hacía. Y bien orgulloso que estoy de ello. Robert Pembrooke fue el mejor de los hombres.
—Tendré que aceptar su palabra —adujo Miles con una fría sonrisa—. Aunque mi padre lo derrotó al final.
Mac frunció el ceño.
—¿Dónde quiere ir a parar? Si osa restarle importancia a lo que su padre le hizo a Robert, lo que nos hizo a todos nosotros, le…
Miles levantó la palma de la mano para calmarlo.
—Vamos, tranquilo. No hay necesidad de exasperarse. ¿Está seguro de que es escocés y no irlandés, pelirrojo?
Sonrió de oreja a oreja, como si acabara de hacer la mejor de las bromas, pero Abigail no pudo evitar fijarse en cómo Mac cerró los puños.
—Si Robert Pembrooke confiaba en usted, su leal administrador, entonces tiene que saber dónde está —añadió alegremente—. Ahora que sabemos que mi padre está muerto, puede contármelo. Él ya no puede quitarle nada más a su venerado Robert Pembrooke. Ya no puede poner sus manos esqueléticas en esta casa ni en sus riquezas.
Mac miró a Miles como si estuviera evaluando a un perro con el que se encontraba por primera vez. ¿Sería amistoso… o peligroso?
—Cierto —reconoció.
—¿Y bien? ¿Dónde está? —lo urgió Miles—. ¿Dónde está el tesoro de Robert Pembrooke?
—Estoy aquí —dijo Leah, saliendo.
Miles se volvió hacia ella con sorpresa.
—¿Señorita Chapman…?
—No.
Él enarcó las cejas.
—¿No?
Leah negó con la cabeza.
—Mi nombre es Eleanor Pembrooke, hija de Robert y Elizabeth Pembrooke. Su prima carnal.
Miles frunció el ceño.
—No la creo. Usted está muerta. Es decir…, ella está muerta.
—No. Estoy muy viva. Mac me escondió de su padre. Me ha protegido todos estos años.
Miles entrecerró los ojos.
—Demuéstrelo.
—De acuerdo.
—Leah… —la advirtió Mac—. No tienes por qué hacerlo.
—No pasa nada, papá. Quiero hacerlo. Ha llegado la hora. —Miró a Miles—. Deme un momento. —Entró en la casa y salió de nuevo al cabo de un minuto.
—Aquí está la carta que mi padre envió a casa con su ayuda de cámara después de que su padre lo apuñalara. La escribió con su último aliento, con sus últimas fuerzas.
Miles se la arrebató.
Sus ojos se fueron abriendo como platos a medida que leía.
—¡Sí! Verá… ¡Está justo aquí! «Déjale que se quede con la casa, con todo lo que quiera, pero oculta mi tesoro». ¡Aquí tiene la prueba de su existencia! Mi padre tenía razón: hay un tesoro. Enséñeme dónde está. —Al ver que nadie se movía, Miles fulminó a Mac con la mirada—. Sé que usted tenía idealizado a ese hombre, así que estoy seguro de que obedeció su orden, como hizo con todo lo demás.
—Efectivamente. Lo hice.
—Bueno, ¿dónde está? ¿Dónde está el tesoro de Robert Pembrooke?
Leah movió la cabeza de un lado a otro muy despacio.
—No existe ningún tesoro. No como usted cree. Ese era el apelativo cariñoso que usaba mi padre conmigo. Me llamaba «mi tesoro».
—No la creo. —Entrecerró los ojos—. Si es Eleanor Pembrooke, ¿quién está enterrada en su tumba en el cementerio?
—Mi hermana pequeña, una recién nacida que falleció de la misma fiebre que se llevó a mi madre.
—Pero mi padre revisó los registros parroquiales cuando se enteró del rumor de que uno de los hijos de Robert seguía con vida.
Mac asintió.
—El antiguo rector accedió a cambiar los registros. Para proteger a Eleanor.
Miles miró a Leah.
—Sentimos cierta curiosidad cuando regresó a casa del internado. Harriet dijo que no se parecía en nada ni a Mac ni a William, aunque tal vez sí un poco a Kate Chapman. Pero nunca imaginamos… —Dirigió de nuevo la mirada al padre adoptivo, Miles dejó la pistola sobre su rodilla y aplaudió con insolencia—. Bravo, Mac. Qué gran proeza. Y ¿qué saca usted de esto? ¿El cincuenta por ciento del tesoro?
—Nada de eso.
—Se equivoca, Miles —dijo Leah—. Las cosas no son así.
—¿Sabe Harri algo de esto?
—Todavía no —dijo Leah—. Aunque tengo la intención de contárselo.
Miles se puso de pie y agarró su bastón de ébano.
—No se moleste. Me acercaré a Hunts Hall ahora mismo y se lo contaré. Quiero ver la cara que pone cuando se entere. Me dijo que tenía la sensación de que encontraríamos otro heredero… Incluso deseaba que el rumor fuera cierto y que uno de los hijos de Robert Pembrooke siguiera con vida. —Miró a Abigail con un brillo irónico en los ojos—. Parece que todo este tiempo he estado cortejando a la prima equivocada…
Miles dirigió su sonrisa hacia Leah como si estuviera apuntándola con un arma.
—Y usted, Le… Eleanor, ¿sabe dónde está la habitación secreta?
—Leah… —dijo Mac en un susurro.
—Sí —reconoció ella, alzando la barbilla.
Miles abrió los ojos pasmado.
—¿Dónde está?
—Me encantaría enseñársela… mañana. Ha dicho que primero quiere ir a hablar con su hermana. Yo, mientras tanto…, recogeré algunos recuerdos personales.
—Confío en que nada demasiado valioso. —La miró con desconfianza.
—Como podrá comprobar por sí mismo, en la habitación secreta no hay nada de mucho valor. Se trata sobre todo de documentos familiares. Algunos retratos. Cosas que tienen más valor sentimental para mí que para usted.
—Si usted lo dice.
Abigail creyó que terminaría exigiendo ir a verla de inmediato o que le sonsacaría a Leah la promesa de que no se llevara nada hasta que pudiera registrar la habitación. Pero no lo hizo.
En lugar de eso, Miles se irguió y por fin le devolvió la pistola a Mac.
—Bueno. —Consultó su reloj de bolsillo—. Será mejor que me dé prisa en ir a Hunts Hall si quiero que me inviten a cenar. —Movió las cejas de forma cómica, pero después de la tensa situación vivida, nadie sonrió.
Leah y Abigail esperaron hasta que lo vieron desaparecer dentro del establo y marcharse a caballo. Inmediatamente después, corrieron hacia Pembrooke Park.