Capítulo 35
Robin le puso arroz con pollo a Blanche.
—Y aquí estaba yo, lista para criar a un ser de mi misma especie. Y me ha tocado ponerme a la cola.
—Lo siento —contesté—, los dos tenían ya sus planes.
—¿El chico es de confianza?
—Parece estar locamente enamorado de ella.
—¿Parece?
—La quiere.
—Escúchame —replicó ella—. Nunca he visto a la chica y ya me estoy entrometiendo en su vida.
La respuesta automática no llegó a salir nunca de mi boca: instinto maternal.
Robin y yo habíamos hablado de tener hijos. Hace años, tras nuestra primera ruptura, quedó embarazada de un hombre que apenas le gustaba y abortó a las seis semanas. Desde entonces, el tema no ha vuelto a surgir.
En aquella época, curé a cientos de niños, hijos de otros padres y consideré la posibilidad de que quizá nunca llegara a ser padre. A veces, hasta veía el lado irónico. Cuando esto no me funcionaba, ocupaba la cabeza con las patologías de personas ajenas.
Blanche jadeaba pidiendo más arroz y Robin consintió. Cuando lo engulló siguió suplicando y Robin le dijo:
—No queremos que tu barriguita trabaje demasiado, pequeña. —Empezó a limpiar los platos. De pie, delante del fregadero, continuó—: Seguramente es lo mejor, que se quede con él. Habríamos hecho todo lo posible por ser los anfitriones perfectos, pero estar bajo el mismo techo que nosotros la habría agobiado.
Me levanté y puse las manos sobre sus hombros.
—Vamos a dar un paseo en coche —dijo.
Cuando no sabíamos a donde ir, solíamos acabar en algún lugar de la carretera del Pacific Coast. En esta ocasión, Robin dijo:
—¿Qué tal si vamos a la parte más brillante de esta gran «casi ciudad»?
Conduje al este por Sunset, pasé por Hollywood y el distrito de Los Feliz, crucé por Silver Lake. Robin había oído algo de un nuevo club de jazz por allí.
La gasolinera resultó ser una antigua tienda Union 76 que aún lucía la pintura azul y olía a aceite de motor. En el interior, había antiguos surtidores, mesas y sillas de plástico desiguales, ampliaciones de fotos de genios musicales.
Había otros cinco clientes en una sala con capacidad para cuarenta. Nos sentamos cerca del escenario, bajo la penetrante mirada de Miles Davis.
Un cuarteto de tipos de unos sesenta años, tocaban un ritmo de bebop ligero. Robin había trabajado en la Gibson del guitarrista, que la reconoció y le dedicó una sonrisa y un inspirado solo de la canción Well you needn’t de Monk. Cuando terminaron, él y el batería bajaron con nosotros y entablamos una conversación liviana y alcohólica. En algún momento de la noche, Robin preguntó por el tema de De Paine. Ninguno de los músicos había oído hablar de él. Cuando Robin les contó lo de sus mezclas, lo maldijeron con brutalidad, se disculparon y salieron fuera a tomar el aire.
Nos quedamos a la siguiente actuación y nos fuimos a casa sobre las once cuarenta y cinco, nos pusimos el pijama y nos quedamos dormidos cogidos de la mano.
Justo después de las tres de la mañana, estaba sentado en la cama, despierto por los fuertes latidos del corazón y un dolor punzante en la sien. Sentía un dolor persistente bajo las costillas como si un ratón me arañara el diafragma. Di un suspiro profundo y se atenuó un poco.
Luego empecé a darle vueltas:
¿Realmente Tanya estaba a salvo con Kyle?
Él la había localizado en Facebook. ¿Qué le impedía a De Paine hacer lo mismo?
Tantas armas en casa de Kyle, pero no tiene ni idea de cómo utilizarlas.
A pesar de sus fantasías de héroe, no puede estar en todas partes.
Tanya era una chica testaruda.
Me la imaginé marchándose de la biblioteca sola, a altas horas de la noche.
Una chica pequeña en un campus enorme.
Tan fácil… Basta.
¿Realmente Tanya estaba a salvo con Kyle…? Basta. Bien, bien, pero realmente Tanya estaba a salvo con… Robin se revolvió. Vuelvo a reclinarme. Facebook.
¿Qué le impedía a De Paine…? ¿Un campus enorme? ¿Una pistolera testaruda?
Cien, noventa y nueve, noventa y ocho… vamos a ver, estas cosas funcionan.
Unos segundos de descanso.
Una chica testaruda… ¿qué le impedía…?
***
Al día siguiente, por la mañana, fingí haber descansado.
Cuando Robin salió de la ducha, dijo:
—¿Has tenido una mala noche?
—¿He roncado?
—No, pero no has parado de moverte.
—Puede que ese sea el remedio —repliqué.
—¿No descansar?
—Sustitución de los síntomas.
—Yo preferiría que te tranquilizaras.
—Estoy bien, pequeña.
Nos vestimos en silencio.
—¿Desayunas, Alex?
—No, gracias. No tengo hambre.
—¿Qué te ronda por la cabeza, cariño?
—Nada, de verdad.
Me cogió la mano.
—Has hecho lo que has podido por ella. Con todos esos detectives buscando, encontrarán a esos impresentables.
—Seguro que tienes razón.
—Venga, tómate un café aunque sea, antes de que me vaya.
***
Después de que se fuera al trabajo, conduje hasta la universidad, dejé el coche en un aparcamiento de pago en el extremo sur y caminé hasta el patio interior de Ciencias. Multitud de estudiantes y profesores cruzaban el cuadrilátero. Ninguna señal de Robert Fisk o Blaise de Paine. O Tanya.
Me dirigí dirección norte hacia la fuente invertida, atravesé el edificio de física. Salí por la parte trasera y continué por un camino bajo la sombra de los árboles. El tráfico a pie era denso para estar en verano. Algunos segundos después, vi a un chico con la cabeza rapada, pequeño, pero musculoso entre los estudiantes. Vestía completamente de negro; el look perfecto para Fisk.
Paseaba por el borde exterior del camino, abarrotado de gente.
Me acerqué, le seguí hasta los escalones de entrada al edificio de antropología, donde dos muchachas con vaqueros ceñidos corrieron a recibirlo.
Cuando se dio la vuelta hacia ellas, alcancé a verle la cara. Unos cuarenta y tantos, bien afeitado.
Una de las chicas dijo:
—Hola, profesor Loewenthal. ¿Podríamos hablar sobre el examen?
Pedí un café en el puesto, me di un paseo hasta la biblioteca, justo estaba a punto de entrar cuando mi teléfono sonó.
—Acaba de llegar el resultado de balística —anunció Milo—. Sobre las balas que mataron a Moses Grant. Coincidencia perfecta con las balas extraídas de Leland Armbruster. El pequeño Pete fue realmente precoz. Dios sabrá a cuantos más se habrá cargado sin que lo hayamos descubierto. ¿Has hablado ya con Tanya?
—Va a mudarse a casa de Kyle.
—Una casa muy grande. Ahora es gótico. ¿Crees que es una buena idea?
—Es lo que han decidido —contesté.
—Kyle quiere jugar a ser Dios «El Protector». Unos cuantos años más de vida y hasta cabría la posibilidad de que llegara a ser capaz.
—Está verde, pero también motivado. El mayor problema es que no puede estar siempre con ella. ¿Qué piensas sobre enviar por fax las fotos de Fisk y De Paine a la Unidad de Control Operativo?
—Claro, pero no esperes mucho. La primera cosa que suelen decir estos chicos es siempre lo ocupados que están. Luego hablaremos sobre reforzar la seguridad de Tanya. Mientras tanto, puede que estemos acercándonos a lo que pasó hace diez años. Mary Whitbread salió de casa a las nueve y media y Biro la siguió. Todavía está fuera, probándose unos trapos de algunos diseñadores en Neiman Marcus. Petra llegó al vecindario sobre las diez y cuarto, encontró a alguien en Blackburn que se acordaba de aquellos malos viejos tiempos. Vive justo detrás de Mary. No quería hablar en su casa o en la gasolinera, pero Petra lo convenció para encontrarse con él en Encino, donde está su oficina. A la una del mediodía. —Leyó la dirección.
—Un tipo nervioso —dije.
—Eso parece. Quizá debería practicar lo que predica. Es uno de los vuestros.
***
Antes de salir hacia Valley, saqué los datos del doctor Byron Stark de la web del Consejo de Regulación de Psicología. Veintiocho años, licenciado en Filosofía y Letras en Cornell, doctorado por la Universidad de Oregón, post doctorado en Portland, Virginia, acababa de ser habilitado.
Su edificio era un bloque de seis pisos de cristal en Ventura con Balboa, con todo el encanto de un mal dolor de cabeza. En la puerta se leía: «Grupo de comportamiento accidental». El de Stark aparecía el último de una lista de catorce nombres. Siete psiquiatras y ocho psicólogos, especializados en desórdenes alimenticios, abuso de sustancias, gestión estratégica, orientación académica, asistencia para el día a día.
La oficina de Stark tenía una única ventana y mobiliario beis fuerte que se adecuaba a la perfección con su estatus.
De estatura media, espalda estrecha, vestía una camisa abotonada de cuadros diminutos azules, corbata marrón y pantalones caqui ajustados. Cara infantil redonda y rosada, con el pelo beis cortado al rape. Llevaba una perilla cutre que parecía postiza. Entre los mechones, su pequeña boca parecía permanentemente fruncida; el resultado era un gesto perenne de desaprobación que no debía ayudarle mucho con los pacientes.
Cuando yo empecé, intenté evitar la típica pregunta sobre mi edad utilizando el vello facial. Tenía una barba densa y a veces, hasta funcionaba. Stark necesitaba otro tipo de atractivos.
Petra, Milo y yo nos amontonamos frente a su escritorio.
—Gracias por recibirnos, doctor —dijo Petra.
—Llámenme Byron —respondió.
Voz juvenil. Deberías utilizar tu título, chico. Aprovecha todo lo que te sirva como placebo.
—No esperaba un simposio, detective Connor.
—Es un caso importante —replicó—. Hemos venido con nuestro psicólogo asesor. —Me presentó.
—¿En qué les ayuda? —preguntó—. ¿Define los perfiles?
Hice un movimiento negativo con la cabeza.
—Los perfiles oficiales son bastante inútiles cuando se trata de resolver casos. Examino caso por caso.
—Consideré colaborar como forense hasta que leí sobre la definición de perfiles, me pareció básicamente sin ningún mérito.
Utilizamos por unos momentos la jerga. Stark se relajó. Cuando paró para responder a una llamada telefónica, algo relacionado con la facturación por los servicios a los pacientes hospitalizados, Petra me dio un codazo para que siguiera adelante con el tema.
—Lo siento —dijo cuando colgó—. Todavía estoy adaptándome al sistema.
—Le agradecemos que hable con nosotros sobre Peterson Whitbread.
—Resulta gracioso oírles decir eso. Nunca pensé que este día llegaría.
—¿Por qué?
—Justo después de que las chicas desaparecieran, mi padre llamó a la Policía. Su actitud fue de total indiferencia.
—Las chicas…
La boca de Stark se comprimió como un piñón.
—No están aquí por aquello.
—Estamos aquí para oírle, doctor —contestó Milo.
Stark sonrió.
—Acepté reunirme porque creí que por fin alguien iba a investigarlo, como uno de esos casos abiertos que echan por la televisión —argumentó, dirigiéndose a Petra—. Eso es lo que usted me hizo pensar, detective Connor.
—Lo que le dije era la verdad, doctor Stark. Estamos investigando la vida de Peterson Whitbread. Nos estamos centrando principalmente en varios crímenes en los que recientemente se le ha considerado sospechoso, si bien es cierto que nos interesa cualquier cosa que pueda haber hecho en el pasado. Si tiene conocimiento de un crimen, debe contárnoslo.
—Increíble —contestó Stark—. Así que es sospechoso de un nuevo crimen. No es un gran descubrimiento, sus tendencias eran evidentes incluso para mí.
—¿Incluso?
—Yo era un estudiante de último curso del instituto.
—Tiene la misma edad que Pete —comenté.
—Sí, pero no nos relacionábamos. Mis padres eran maestros que tuvieron que pedir préstamos para que mi hermano y yo pudiéramos ir a la Academia Burton y a Harvard-Westlake. Pasaba todo mi tiempo libre estudiando. Pete parecía pasarse todo el día en la calle. Ni siquiera estoy seguro de que llegara al instituto.
—¿Qué tendencias notó?
—Personalidad antisocial. Merodeaba por el vecindario a todas horas, sin ninguna intención clara. Sonreía siempre, pero no se percibía ningún afecto. Siempre andaba despreocupado, rozaba la insensatez: fumaba hachís en público. Paseaba tranquilamente por mi calle dándole caladas, ni siquiera intentaba esconderlo. Otras veces, merodeaba por allí con una botella de Jack Daniel’s en el bolsillo trasero.
—Poca supervisión parental.
—Ninguna que yo supiera. Mi madre decía que su madre era una cabeza de chorlito más preocupada por la moda que por el cuidado de sus hijos. Yo tenía quince años cuando nos mudamos al barrio, mi hermano era un año menor. Mi madre captó cuál era la situación bastante rápidamente y nos prohibió a ambos tener ningún tipo de contacto con él.
—Algunos adolescentes se rebelarían ante tal restricción —repliqué.
—Algunos sí, yo no —contestó Stark—. Estaba claro que era una persona que no me haría ningún bien, lo que quedó reforzado por lo que ocurrió a los pocos meses de mudarnos. Hubo un montón de robos con allanamiento en el vecindario. Entraban a robar por la noche, mientras la gente dormía. Mis padres estaban convencido de que Pete tenía algo que ver con todo aquello. Mi padre, en particular, estaba convencido de que tenía tendencias criminales.
—¿Por qué?
—Pete le habló con un descaro total un par de veces. Y yo no pasaría por alto la opinión de mi padre. Trabajaba como orientador en un instituto, tenía experiencia con adolescentes conflictivos.
—Háblenos de las chicas —dijo Milo.
—Había dos chicas, fue el verano antes de mi último año de instituto, vivían arriba de la señora Whitbread y Pete. Eran mayores que yo, de unos veinte o veintiún años. Pocos meses después, después de mi test de aptitud escolar, antes de ir a visitar las universidades, por lo que debía ser finales de septiembre o principios de octubre, desaparecieron. Mi padre intentó despertar el interés de la Policía, pero no consiguió que nadie le tomara en serio.
—¿Dónde podemos encontrar a su padre? —preguntó Petra.
—Eugene, Oregón. Su pensión y la de mi madre dan para mucho más allí. Así que cuando me gradué me vendieron su casa y compraron una con varios acres de tierra.
—Nombre y número, por favor.
—Herbert y Myra Stark. Puedo garantizarles que cooperarán. Cuando la Policía no respondió a mi padre por lo de las chicas, se enojó tanto que puso una queja al concejal. Pero tampoco ocurrió nada. No le importaba a nadie.
—¿Cuál era el apellido de las chicas? —dijo Petra.
—Nunca he sabido sus apellidos, sus nombres eran Roxy y Brandy. Lo sé porque siempre estaban chillándose entre ellas, no importaba la hora que fuera: «¡Branddyy!», «¡Roxxyy!».
—¿A qué se dedicaban?
—Mis padres decían que eran nombres para bailarinas de estriptis, debían ser bailarinas, pero yo tengo mis dudas.
—¿Por qué?
—Las bailarinas de estriptis trabajan por la noche, ¿no? Estas dos tenías horarios irregulares. A veces se iban durante el día y otras veces, por la noche. Siempre se iban juntas y volvían juntas. Durante el fin de semana, dormían, no se dejaban ver nunca. Durante la semana, siempre estaban fuera, trabajando o de fiesta.
—Háblenos sobre lo de la fiesta.
—No estoy seguro, es por lógica. Llegaban en coche a las tres o las cuatro de la madrugada, aceleraban, daban un portazo al salir del coche y por si eso no nos había despertado, acababan de arreglarlo con las risitas y el parloteo. Eran muy escandalosas y por cómo arrastraban las palabras al hablar, iban colocadas con algo.
—¿Sus padres nunca se quejaron?
—Nunca, no era su estilo. En vez de eso, fumaban, charlaban y nos obsequiaban a Galen y a mí con cuentos sobre la moralidad, utilizando a aquellas chicas como malos ejemplos. Claro está, al final consiguieron despertar nuestro interés. ¿Un par de chicas salvajes viviendo justo al otro lado del patio? Pero nunca intentamos hablar con ellas; aunque hubiéramos tenido agallas para hacerlo, no tuvimos la oportunidad. Cuando ellas estaban en casa, nosotros estábamos en la escuela y cuando nosotros estábamos en casa, ellas dormían o no estaban.
—¿Iban y venían siempre en el mismo coche?
—Siempre que las vi.
—¿Recuerda la marca y el modelo?
—Seguro. Un Corvette blanco, con el interior rojo. Mi padre lo llamaba «el bombón móvil».
—Háblenos de la desaparición y de por qué sospecha de Pete —dijo Petra.
—Justo antes de pasar el test de aptitud, estaba en mi habitación y me distraje con la música, estaba muy alta. Por la orientación de mi habitación, tengo un ángulo de vista sobre el patio de la señora Whitbread. Las chicas estaban allí tomando el sol y oyendo una cinta a todo volumen, música para bailar. Estaba a punto de cerrar la ventana cuando me llamó la atención lo que estaba pasando. Estaban echándose loción una a la otra, riéndose por tonterías, jugando con su pelo, pegándose palmadas en el trasero entre sí. —Stark se ajustó la corbata—. Estaban completamente desnudas, era difícil no pararse a mirar.
—Unas chicas guapas —añadió Milo.
—De esa clase de mujeres —contestó Stark—. Pelo largo y rubio, piernas largas, bronceado de lámparas ultravioleta, pechos voluminosos. Se parecían, por lo que sé eran hermanas.
—Roxy y Brandy —intervino Milo—. ¿Un Corvette de qué año?
—Lo siento, no soy el tipo de hombre que se fija en los coches.
—¿Con quién solían relacionarse?
—No las vi nunca con nadie, pero eso no quiere decir nada. Excepto aquel fin de semana en que preparaba el test de aptitud, apenas las veía de día. Lo que puedo decirles es que Pete se había fijado en ellas. A mediados de semana, mientras estaba memorizando campos semánticos, intentaba concentrarme en serio, la música empezó a sonar otra vez a todo volumen. Lo mismo, chicas desnudas y muchas risas. Pero como el buen estudiante que era, intenté ignorarlas. Luego vi a Pete, moviéndose sigilosamente por el camino y entrando con disimulo por la parte de atrás. Y digo con disimulo porque su cabeza se movía rápidamente de uno a otro lado, como un furtivo. Se pegó a la pared y encontró un lugar privilegiado en el que las chicas no podían verlo. Se quedó allí mirándolas un rato, luego se bajó la cremallera e hizo lo que era de esperar. Pero no de un modo normal, se tiraba tanto que pensé que se la iba a arrancar. Tenía una sonrisa muy rara dibujada en la cara.
—¿Rara en qué sentido? —pregunté.
—Enseñando los dientes, como un… coyote. Como si sintiera placer, pero estuviera enfadado. Lleno de rabia. O quizá fuese sólo la intensidad sexual. Fuera lo que fuera me dio un asco horrible, me aparté de la ventana y no volví a asomarme. A pesar de que la música volvió a sonar al día siguiente y al otro.
—¿Las chicas no sabían que las estaban viendo?
—¿Si estaban montando un espectáculo para que él las viera? Me lo he estado preguntando.
—¿Alguna vez vio a Pete con ellas?
—No, pero como les he dicho, no habría podido verlos. Lo que debe importarles es que pocas semanas después, habían desaparecido. Así como así. —Chasqueó los dedos—. No hubo ni furgoneta de mudanzas, no cargaron sus cosas en un camión. Cuando llegaron sí que habían utilizado una furgoneta, tenían toneladas de cosas. Sé que no estaban durmiendo porque (A) no era fin de semana, (B) las luces no se encendieron durante dos días seguidos y (C) a los dos días, mi madre dio un paseo por allí y la puerta que conducía al apartamento de arriba estaba abierta y personal de limpieza estaba trabajando a todo gas. Además, el Corvette todavía seguía allí. Aparcado en la parte de atrás, cerca del garaje. Las chicas siempre aparcaban en el camino. Me senté allí una semana entera, luego, una noche oí que lo arrancaban y miré fuera. Alguien lo estaba sacando al camino. Conducía muy, muy lentamente, con las luces apagadas. Se lo conté a mi padre y fue entonces cuando llamó a la Policía.
—Dos días con las luces apagadas —afirmó Milo.
—Si quieren creer que simplemente se mudaron a Kansas —continuó Byron Stark—, pues no faltaría más. Pero quizá deban esperar a que siga contándoles el resto. La noche después de que movieran el coche, mi padre paseaba el perro por la calle Cuarta. Les hablo de la una de la mañana.
—Un poco tarde para sacar de paseo al perro.
Stark sonrió.
—Puedo decirles que el perro tenía un problema de vejiga, pero sí, mi padre sentía curiosidad, todos sentíamos curiosidad. Y resultó. Había una furgoneta aparcada frente a la casa de la señora Whitbread y dos tipos estaban cargando trastos. Cuando mi padre se acercó pudo ver que eran Pete y uno de sus amigos y lo que estaban transportando eran bolsas de basura. Muchas bolsas de basura. Cuando vieron a mi padre, saltaron dentro de la furgoneta y cerraron la puerta con fuerza. No se alejaron, se quedaron allí sentados. Mi padre siguió andando, dio la vuelta al edificio de nuevo y se quedó en la esquina. La furgoneta todavía estaba allí y un segundo después salió disparada.
—¿El perro reaccionó? —dije.
—¿Me está preguntando si llegó a oler algo? Chester no era un sabueso. Era una mezcla de chow chow senil, sordo y casi ciego, tenía catorce años. Era todo lo que mi padre podía hacer para que saliera a hacer un poco de ejercicio. De cualquier modo, cuando mi padre volvió a casa, le contó a mi madre algo sobre una furgoneta, los dos coincidieron en que algo terrible había ocurrido, tenían que insistir con la Policía. Honestamente, creí que estaban exagerando. Pero pocas semanas después, cuando el amigo de Pete apareció muerto, empezamos a creerles. Por desgracia, ustedes no lo hicieron.
—Volvamos un poco hacia atrás, doctor Stark —intervino Petra—. ¿Quién era el amigo de Pete y cómo murió?
—Un tipo más mayor, unos treinta años más o menos. Alto, delgado, pelo largo y barba sin cuidar, un tío algo gorrón. Conducía una motocicleta, pero no era tipo Chopper. Una Honda, no muy grande. Yo tenía una 350 en la universidad y esta era bastante más pequeña. Un artefacto pequeño pero ruidoso. Recogió a Pete con ella y luego salieron zumbando. Mi padre comentó que su nombre era Roger, pero no sé decirles de dónde lo sacaron y no mencionaron nunca un apellido. Era más «El vago de Roger» o «Aquí está Roger otra vez con esa estúpida carraca». Su teoría era que él y Pete vendían droga por el vecindario y se dedicaban a entrar en las casas para robar. Escuálido, siempre distraído, caminaba con paso inseguro.
Stark se pasó la mano por el pelo, nervioso.
—Sé que suena como si mis padres estuvieran obsesionados, pero no era así. Se lo garantizo, los dos son grandes aficionados a los asesinatos misteriosos y les gustan los enigmas, pero también son perspicaces y están totalmente cuerdos. Mi madre dio clases en los barrios pobres durante veinte años, así que no es una ingenua. Y lo que dice más a su favor como asesor es que mi padre fue policía militar en Vietnam y sirvió como oficial de reserva en Bakersfield antes de mudarnos a Los Ángeles. Eso hizo que todavía le irritara más que la Policía de aquí no le atendiera.
—¿De qué informó exactamente? —preguntó Milo.
—Tendrían que hablar con él, pero lo que recuerdo es que informó sobre la desaparición y sobre que el coche fue desplazado una semana después, además de la furgoneta y de las bolsas de basura.
—¿No dijo nada sobre Pete masturbándose cerca de las chicas?
Stark se ruborizó.
—No, nunca se lo conté a nadie, salvo a mi hermano. ¿Quieren decir que habría habido alguna diferencia? Yo puedo decirles que no. La Policía mostró una indiferencia total.
—¿Qué le dijo la Policía a su padre? —preguntó Petra.
—Que la muerte de Roger fue por sobredosis, caso cerrado.
—Por favor, doctor, háblenos de esa muerte.
—Por lo que entendí, encontraron el cuerpo en la alcantarilla, justo en la calle Cuarta, no muy lejos del edificio de Pete. Ocurrió por la noche y en aquel momento yo estaba despierto, la calle estaba iluminada.
—¿Cómo lo descubrió?
—Mi padre se lo oyó a un vecino que no sabía de quién era el cuerpo. Mi padre llamó a la Policía para pedir más información y, por supuesto, no quisieron darle más datos. Finalmente, llegó a sacarles que se trataba de Roger. Aprovechó para volver a intentar que mostraran interés en lo de las chicas. Pero la persona con la que habló siguió insistiendo en que no había pruebas de ningún crimen, las chicas eran adultas, no se había abierto ningún caso por personas desaparecidas y la muerte de Roger había sido catalogada como accidental.
Petra disimuló con una mano su ceño fruncido mientras escribía con la otra.
—¿Después de aquello, causó Pete otros problemas?
—No que yo supiera. Pero en diciembre me eché novia y dejé de interesarme por lo que pasaba en casa. Luego me fui a China como voluntario en Operación Sonrisa, luego a Cornell. Es la primera vez que vuelvo desde hace diez años.
—¿Ha visto a Pete recientemente?
—No, ¿qué es lo que ha hecho?
Petra se levantó.
—Cuando podamos decírselo, lo haremos, doctor Stark. Gracias por su tiempo. —Sonrió con un gesto rápido—. Quizá pueda llamar a sus padres y decirles que estamos investigando.
—No creo que resultara de gran ayuda. Son muy tercos.
—A pesar de sus sospechas, no se mudaron del vecindario —dije.
—Ni pensarlo —contestó Stark—. Por fin poseían su propia casa.
—Difícil de superar —comentó Milo.
—Y que lo diga, detective. Es una cuestión de equidad.