Capítulo 2

—No es el quién —dijo Milo—. Es el ¿sucedió acaso?

—Piensas que es una pérdida de tiempo —repliqué—. ¿No?

Me encogí de hombros. Ambos bebimos.

—Hablamos de una enfermedad terminal, puede que le afectase la cabeza —opinó—. Es sólo una teoría más.

Acercó el vaso hacia él, dio vueltas con el palito creando pequeñas olas viscosas. Estábamos en la churrasquería, a unos tres kilómetros al oeste del centro, con dos chuletas delante, ensaladas más grandes que el jardín de muchos y unos Martinis helados.

La una y media del mediodía, una tarde fría de un miércoles, celebrábamos el final de un juicio por un asesinato pasional que había durado un mes entero. La acusada, una mujer cuyas pretensiones artísticas la condujeron a una relación mortal, nos sorprendió a todos declarándose culpable.

Cuando Milo salió de la sala del tribunal, le pregunté por qué había cedido la acusada.

—No ha dado ninguna razón. Puede que haya intentado conseguir la condicional.

—¿Y podría haberla conseguido?

—Yo diría que no, pero si el zeitgeistse pone melancólico, ¡quién coño sabe!

—¿Mucha palabrería esta mañana? —pregunté.

—Ética, ambiente social, elige lo que quieras. Lo que quiero decir es que en estos últimos años todo el mundo se cree capaz de erradicar el crimen. Así que hacemos nuestro trabajo demasiado bien y John Q. está contento. El Times acaba de emitir una de sus series sensibleras sobre cómo una cadena perpetua por asesinato realmente significa vivir y no es tan trágico. Más de todo esto y volvemos a los dulces días de la libertad condicional.

—Eso significa que la gente lee los periódicos.

Se enfurruñó.

Me habían citado como testigo de la acusación. Me había pasado cuatro semanas de guardia, tres días sentado en un banco de madera en un pasillo largo y gris del edificio del juzgado de lo penal, en Temple.

A las nueve y media de la mañana estaba haciendo un crucigrama cuando Tanya me llamó para decirme que su madre había muerto de cáncer un mes antes y que quería una sesión.

Hacía años que no las había visto a ella o a su madre.

—Lo siento mucho, Tanya. Puedo verte hoy.

—Gracias, doctor Delaware —su voz se cortó.

—¿Hay algo que quieras contarme ahora?

—En realidad no; no es por el dolor. Es algo… Estoy segura de que pensará que es extraño.

Esperé. Me dijo algo:

—Seguramente creerá que estoy obsesionada.

—En absoluto —le respondí, acostado en el diván de la consulta.

—No lo estoy, de verdad doctor Delaware. Mi madre no habría… Lo siento, tengo que volver a clase. ¿Puede recibirme hoy un poco más tarde?

—¿Qué tal sobre las cinco y media?

—Muchísimas gracias, doctor Delaware. Mi madre siempre le respetó.

***

Milo cortó el hueso; cogió un trozo de carne para inspeccionarlo. La iluminación hizo que su cara pareciera una lápida.

—¿A ti esto te parece de primera calidad?

—Sabe bien —le dije—. Probablemente no tenía que haberte dicho nada de la llamada: confidencialidad. Pero si resulta ser algo importante, sabes que volveré.

El filete desapareció entre sus labios. Sus mandíbulas trabajaban y los granos de acné de sus mejillas parecían comas bailando. Usó la mano libre para quitarse un mechón de pelo negro de su frente moteada. Mientras tragaba añadió:

—Siento lo de Patty.

—¿La conocías?

—Solía verla en Urgencias, cuando fui con Rick. «Hola, ¿qué tal?». «Que tenga un buen día».

—¿Sabías que estaba enferma?

—De ningún modo. Lo habría sabido si Rick me lo hubiera contado, pero teníamos una nueva regla: nada de hablar de trabajo fuera del horario laboral.

Cuando un caso está abierto, el horario de un detective de homicidios nunca acaba. Rick Silverman trabajaba en la unidad de Urgencias del Cedars desde hacía años. Los dos no paraban de hablar sobre los límites, pero sus planes se apagaron pronto.

—Entonces, ¿no tienes idea de si trabajaba todavía con Rick? —le pregunté.

—Misma respuesta. Confesar «algo terrible» que hizo, no tiene sentido, Alex. ¿Por qué desenterraría ella los trapos sucios de su madre?

Porque la joven consigue algo y no quiere dejarlo pasar.

—Buena pregunta.

—¿Cuándo la trataste?

—La primera vez fue hace doce años, ella tenía siete.

—Doce años exactamente, no es una aproximación —dijo.

—Hay casos que no se olvidan.

—¿Casos duros?

—Lo hizo bastante bien.

—El superloquero suma puntos de nuevo.

—Suerte —le dije.

Me miró. Comió un poco más de filete. Dejó el tenedor.

—Esto no es de primera, como mucho, excelente.

***

Dejamos el restaurante y Milo volvió al centro, a una reunión para arreglar el papeleo en la oficina del fiscal del distrito. Yo cogí la calle Seis hacia la terminal oeste en San Vicente, donde un semáforo en rojo me dio el tiempo necesario para llamar a urgencias del Cedars-Sinai. Pregunté por Richard Silverman y todavía estaba esperando cuando el semáforo se puso en verde. Colgué y seguí hacia el norte a La Ciénaga, luego al oeste por Grace Alien hasta el solar del hospital.

Patty Bigelow, fallecida a los cincuenta y cuatro años. Siempre había parecido tan fuerte…

Dejé el coche en una plaza del aparcamiento para visitantes y caminé hacia la puerta de entrada de la unidad de Urgencias, intentando recordar la última vez que hablé con Rick profesionalmente, cuando me envío a Patty y a Tanya.

Nunca.

Mi mejor amigo era un detective de homicidios gay, lo que no significaba ver con frecuencia al hombre con el que él vivía. En el transcurso de un año, había charlado con Rick media docena de veces cuando cogía el teléfono en su casa, siempre con tono suave, ninguno de los dos quería prolongarlo.

Coincidimos en algunas cenas para las celebraciones, Robin y yo nos reíamos y brindábamos por ellos, y eso era todo.

Cuando llegué a las puertas correderas de cristal, puse mi mejor cara de doctor. Me había vestido para el juicio con un traje azul de raya diplomática, camisa blanca, corbata amarilla y zapatos relucientes. El recepcionista apenas me miró.

Urgencias estaba tranquilo, algunos pacientes ancianos, languideciendo en camillas, ni tensión ni trazos de tragedia en el aire. Me acerqué al mostrador de pacientes y encontré a Rick caminando hacia mí, flanqueado por un par de residentes. Llevaban unos uniformes de hospital salpicados con algo de sangre y Rick una bata blanca larga. Los residentes llevaban unas chapitas. Rick no; todo el mundo sabe quien es.

Cuando me vio, les dijo algo a los demás y se marcharon.

Se acercó al lavabo y se restregó con Betadine, extendió la mano y me llamó:

—Alex.

Siempre tengo cuidado de no apretar demasiado los dedos que suturan vasos sanguíneos. El apretón de Rick fue la combinación habitual de firmeza y tentativa.

Su cara larga y delgada estaba coronada por finos rizos grises. Su bigote militar se conservaba marrón, pero las puntas habían desaparecido. Bastante elegante pero mejorable; sigue frecuentando el solárium. El tono de bronceado de hoy parecía reciente, puede que de una sesión a mediodía, en lugar de la comida.

Milo mide entre uno ochenta y cinco y uno noventa, dependiendo de cómo su humor afecte a su postura. Su peso está alrededor de los ciento ocho kilos, que es mucho. Rick llega al uno ochenta, pero a veces parece tan alto como Milo, el chicarrón le llamamos, porque siempre tiene la espalda recta y no pasa nunca de los setenta y ocho kilos.

Hoy le vi un poco encorvado, nunca antes lo había notado.

Dijo:

—¿Qué te trae por aquí?

—Me he dejado caer para verte.

—¿A mí? ¿Qué pasa?

—Patty Bigelow.

—Patty —repitió, mirando al cartel de salida—. Me vendría bien un café.

***

Nos servimos de la cafetera de los médicos y caminamos hasta una sala de reconocimiento vacía que olía a alcohol y metano. Rick se sentó en la silla del médico y yo me senté en la mesa.

Se dio cuenta de que el rollo de papel de la mesa necesitaba ser cambiado y dijo:

—Aparta un segundo.

Lo arrancó. Puso uno nuevo, lo sacudió y se lavó las manos de nuevo.

—Así que Tanya te ha llamado. La última vez que la vi fue apenas unos días después de la muerte de Patty. Necesitaba una mano para recoger los efectos personales de Patty, estaba con la burocracia del hospital, pero incluso después de ayudarla, me dio la impresión de que quería hablar de algo. Le pregunté si necesitaba algo más, me dijo que no. Luego, pasada una semana, me llamó por teléfono, me preguntó si aún ejercías o si trabajabas en exclusiva para la Policía. Le dije que por lo que sabía, siempre estabas disponible para antiguos pacientes. Me dio las gracias y de nuevo, tuve la impresión de que se contenía. No te dije nada por si ella no seguía adelante. Me alegro de que lo haya hecho. Pobre chiquilla.

—¿Qué tipo de cáncer tuvo Patty? —pregunté.

—Pancreático. Para cuando se lo diagnosticaron, había afectado a todo el hígado. Un par de semanas antes, noté que tenía mal aspecto, pero Patty a medio gas rendía más que la mayoría de gente a toda máquina.

Rick parpadeó.

—Cuando vi que estaba ictérica, le insistí para que se lo examinara. Tres semanas más tarde nos abandonó.

—Hay criminales de guerra nazis que llegan hasta los noventa y ella muere. —Se masajeaba una mano con la otra—. Siempre imaginé a Patty como una de esas intrépidas mujeres colonizadoras que pueden cazar un visón o cualquier otra cosa, despellejarlo, carnearlo, cocinarlo y convertir los despojos en algo útil.

Se estiró uno de los párpados.

—Todos estos años trabajando con ella y no pude hacer nada para cambiar el final. Le conseguí la mejor oncóloga que conozco y me aseguré de que Joe Michelle, nuestro anestesista jefe, tratara personalmente el dolor.

—¿Pasaste mucho tiempo con ella al final?

—No tanto como hubiera debido —dijo—, pasaba de vez en cuando, tuvimos alguna pequeña conversación y me echó. Se lo reproché para asegurarme de que de verdad quería que me fuera. Quería.

Se tiró del bigote.

—Durante todos estos años fue mi enfermera, pero aparte de algún café de forma ocasional en esta cafetería, nunca tuvimos mucho trato, Alex. Cuando entré, era uno de esos que sólo pensaban en el trabajo, nada de bromas. Mis empleados se las arreglaron para hacerme ver que mis formas eran un error y amplié mi vida social. Celebración de fiestas, una lista con el cumpleaños de cada persona para asegurarme de que hubiera siempre pasteles o flores, todo este tipo de cosas para subir la moral del personal. —Sonrió—. Un año, en la fiesta de Navidad, el chicarrón aceptó ser Santa Claus.

—Vaya imagen.

—«Ho, ho, ho», refunfuñaba. Gracias a Dios no había niños que se sentaran en su regazo. Lo que quiero decir, Alex, es que Patty no estaba ni en esa fiesta ni en ninguna otra. Siempre se iba directa a casa cuando acababa su turno de trabajo. Cuando intentaba convencerla de algo diferente, sólo conseguía un «Te quiero, Richard, pero me necesitan en casa».

—¿La responsabilidad de una madre soltera?

—Eso creo. Tanya era la única persona a la que Patty permitía estar en su habitación en el hospital. Los adolescentes parecen más dulces. Estaba en el curso de preparación para empezar Medicina, pensaba en psiquiatría o neurología. Puede que le causaras buena impresión.

Se levantó, extendió los brazos sobre la cabeza. Se volvió a sentar.

—Alex, la pobre chiquilla no tiene ni veinte años y ya está sola. —Cogió el café, miró dentro de la taza, no bebió—. ¿Hay alguna razón por la que te hayas molestado en venir hasta aquí?

—Pensaba que a lo mejor había algo sobre Patty que debiera saber.

—Cayó enferma, murió, es un asco —dijo—. ¿Por qué me da la impresión de que esto no es lo que andas buscando?

Consideré cuánto debía contarle. Técnicamente, podía considerarlo como un médico de referencia. O no.

—El deseo de Tanya de verme no tiene nada que ver con el dolor —le dije—, quiere hablar sobre «algo terrible» que Patty confesó in extremis.

Movió la cabeza hacia delante.

—¿Qué?

—Eso es todo lo que me ha dicho por teléfono. ¿Tiene algún sentido para ti?

—A mí me suena ridículo. Patty era la persona más moral que he conocido. Tanya está estresada. La gente dice todo tipo de cosas cuando está bajo presión.

—Podría ser.

Reflexionó durante un instante.

—Puede que ese «algo terrible» sea que Patty se sentía culpable por dejar a Tanya. O simplemente decía tonterías por lo enferma que estaba.

—¿La enfermedad afectó su cognición?

—No me extrañaría, pero no es mi campo. Habla con su oncóloga. Tziporah Ganz.

Sonó su busca y leyó el mensaje de texto:

—Unidad de urgencias del Beverly Hills, llegada de infarto en breves momentos… Debo ir a intentar salvar una vida, Alex.

Me acompañó hasta las puertas de cristal y le agradecí su tiempo.

—Por lo que a mí respecta, estoy seguro de que todo este melodrama se quedará en nada. —Encogió los hombros—. Pensaba que el chicarrón y tú estaríais metidos en el juzgado por el resto del siglo.

—El caso se cerró esta mañana. Sorprendentemente se ha declarado culpable.

El busca sonó de nuevo.

—Puede que sea él dándome las buenas noticias… no, más datos de la ambulancia… varón de ochenta y seis años con pulso casi inexistente… al menos hablamos de alguien que ha disfrutado de toda una vida.

Guardó el busca.

—No quiero decir que sirva de algo hacer estos juicios de valor, claro.

—Claro.

Nos dimos de nuevo la mano.

—La principal «cosa terrible» es que Patty se ha ido. Estoy seguro de que todo será por el estrés de Tanya. La ayudarás a comprenderlo.

Mientras me giraba para marcharme, añadió:

—Patty era una enfermera estupenda. Tenía que haber asistido a alguna de aquellas fiestas.