Capítulo 9
En Beverwil y Pico, a poco más de medio kilómetro de la casa de Tanya, mi busca sonó.
—Soy Flora, doctor. El detective Sturgis ha llamado. Estará fuera un rato, pero puede intentar llamarle de nuevo en un par de horas.
—¿Comentó de qué se trataba?
—No, doctor. Solo era él, tal y como es él.
—Lo que significa…
—Ya sabe —respondió—. Como él es siempre, un graciosillo. Me sugirió que con esta voz, debería estar en la radio vendiendo apartamentos en primera línea de mar en Colorado.
—Tiene una voz muy bonita, Flora.
—La tenía —dijo—, si por lo menos pudiera dejar de fumar. Parece simpático, ¿no?
—Depende de su perspectiva.
***
La avenida Canfield era estrecha, oscura y tranquila, pero sin el más mínimo indicio de alarma.
Ninguna razón por la que estar allí. Acabé pensando que aquello era real.
Dame un misterio y apuesta por mí.
Hace años, fui el terapeuta perfecto para Patty y Tanya. No llegaron a conocer la razón real, nunca lo quisieron.
Alexander es muy brillante, pero parece sentir una necesidad por la perfección absoluta que puede conducir a alguna tensión en la sala. Muy raramente catalogo a un niño como demasiado serio, pero este podría ser el caso.
Alexander necesita comprender que no todo el mundo en tercer grado aprende tan rápido como él lo hace y que cometer errores es aceptable.
Alexander está trabajando bien con los jóvenes de los primeros años de secundaria, pero necesita trabajar en mostrar un autocontrol mayor cuando los planes no van como está previsto.
Alex es un estudiante excelente, especialmente en ciencias, pero parece no asimilar el concepto de trabajo en equipo. Esperamos que la secundaria le enseñe a aceptarse a sí mismo como un miembro de un grupo…
Años y años de maestros con buenas intenciones, de reuniones con mis padres, les llevaron a pensar que aquello sería beneficioso.
«Es demasiado duro consigo mismo, señor y señora Delaware».
Mi padre respondía siempre con aquella sonrisa jovial de complicidad. Mi madre, a su lado, dócil y en silencio, como una señorita con su vestido limpio y su único par de zapatos de tacón.
¿Cómo habría podido imaginarse alguno de aquellos maestros que cuando mi papi no se sentía jovial, la imperfección podía provocar ataques de ira tan predecibles como la mordedura de una serpiente?
Si se me caía un vaso, mi padre me azotaba en mi estrecha espalda de niño con su grueso cinturón de trabajo y yo pasaba los días posteriores ocultando bajo mi camisa, el suéter y el silencio los correspondientes moretones y arañazos.
Los maestros no tuvieron modo alguno de entenderlo cuando en la casa ya no había más que discusiones. Se sabe que mi madre llegó a encerrarse en su cuarto durante días; dejando a mi padre solo y echando chispas, apestando a cerveza y licores, tambaleándose por las otras cuatro habitaciones de la casa en busca de alguien a quien poder culpar.
Mi hermana, Em, con la que no hablo desde hace años, era rápida en olerse lo que se cocía y salía pitando, un as como escapista. Yo la consideraba egoísta porque las reglas la ponían a salvo: no se puede pegar a las chicas, por lo menos, no con una correa.
Los chicos era algo distinto…
Suficiente nostalgia, compañero de penas, es un pésimo aperitivo de autocompasión.
Además, ya lo he dejado todo atrás, cortesía de la terapia de capacitación requerida en mi programa de doctorado.
Un golpe de buena suerte: me asignaron por casualidad a una mujer amable y sensata. Los seis meses obligatorios se prolongaron a un año, luego dos, luego tres.
Los cambios que vi en mi forma de ser confirmaron mi elección de la carrera. Si uno sabe lo que hace, esto de la psicoterapia funciona.
En el último año de mi graduación, las explosiones cognitivas y las correcciones compulsivas habían desaparecido. Adiós, por lo tanto, a los rituales, invisibles o de cualquier tipo.
La muerte de aquella creencia casi religiosa por la que la simetría lo era todo.
Lo que no quiere decir que algunos vestigios no afloren de vez en cuando.
Los brotes ocasionales de insomnio, sentimientos repentinos de una tensión inexplicable.
Una preocupación que no conduce a ninguna parte.
La terapia me enseñó a aceptar todo esto como pruebas de mi condición humana y cuando charlaba con mis padres por teléfono, era capaz de colgar sin morderme las uñas hasta mancharme las palmas de sangre.
La mejor medicina fue cuidar a otras personas. Empecé por proponerme que cualquier padre que pusiera un pie en mi despacho saliera de él considerándome un compañero tranquilo, amable y comprensivo con el que compartir las psiques de sus hijos.
Varios años de éxito me han hecho creer que lo he conseguido.
A veces me permitía a mí mismo un poco de flexibilidad. Como la de seguir la recomendación de Patty Bigelow sobre la cera de sujeción Wax Museum. Porque eso solo era un tema doméstico, nada contrario a la geometría, ¿verdad?
La fe de mis pacientes me mantenía despierto por las noches, concibiendo los programas de tratamiento.
La fe de Patty Bigelow se resistió, no estaba seguro de habérmela ganado.
Ahora está muerta, su hija dependía de mí y yo estaba haciendo una visita a domicilio.
¿Demasiado involucrado?
***
El dúplex era de estilo español, no muy distinto al edificio de la calle Cuarta. Con estuco de tono melocotón, ventanas con parteluz y recuadros con azulejos de cristal de colores, un terreno llano con césped en lugar de aparcamiento. Un abedul joven justo en el centro.
Un cartel de la empresa de la alarma estaba sujeto a un poste a la izquierda. Las luces del segundo piso encendidas. Las escaleras estaban alumbradas con focos de alto voltaje.
Tanya abrió la puerta antes de que acabara de tocar el timbre. El pelo suelto le cubría los hombros como un chal. Parecía exhausta.
—Gracias a Dios que no he llegado tarde —dijo.
—¿Una tarde dura de estudio?
—Dura, pero ha sido buena. Por favor, entre.
El salón tenía el suelo de roble, el techo en bóveda y estaba pintado de rosa pálido. La chimenea estaba revestida con azulejos color crema con lirios pintados. Un sofá lila con aspecto de ser barato estaba frente a un ventanal con cortinas y dos butacas a juego. En medio había una mesa de centro en madera descolorida con patas doradas de estilo rococó.
Patty me habló sobre si era un poco marimacho, pero había escogido una decoración delicada.
Por encima del sofá había colocadas una docena de fotografías, en la pared, a poca altura, enmarcadas de forma idéntica con imitación de madera.
La vida de Tanya desde su más tierna infancia hasta la adolescencia. Cambios predecibles en su corte de pelo, la ropa y el maquillaje hasta que aquella pequeñaja se convirtió en una bonita jovencita, pero a su estilo, sin los signos de rebelión típicos de una adolescente.
Patty no aparecía en ninguna, salvo en la última foto: Tanya con un sombrero carmesí y una toga, su madre con una chaqueta azul marino y un suéter de cuello alto blanco, sujetando un diploma y sonriendo.
—Aquí hay una que acabo de encontrar. —Tanya apuntó hacia la única foto en la mesa de centro. Un retrato con marco negro de la cara de una joven con un uniforme blanco.
Patty miraba hacia arriba con solemnidad, de una forma tan artificial, que parecía casi cómica. Me imaginé a algún fotógrafo de poca monta disparando por todos lados y dándole instrucciones de memoria. «Piensa en tu nueva carrera, querida… la barbilla más arriba, más, aún más. Ahí está. La próxima».
—Parece tan optimista —apuntó Tanya—. Por favor, póngase cómodo. Prepararé café.
Volvió con una bandeja de plástico negra serigrafiada para darle una apariencia de laca. Había metido cinco Oreos en un plato como un silo en miniatura. Entre un par de tazas con la insignia de la universidad, un botecito contenía sobrecitos de leche en polvo sin contenido lácteo, azúcar y edulcorante, ajustados como si fueran folletos diminutos.
—¿Leche y azúcar?
—Solo está bien —respondí.
Me senté en una de las butacas y ella escogió el sofá.
—No conozco a nadie que lo tome solo. Mis amigos creen que el café es un postre.
—¿Manchado de café con mezcla de moca, soja y extra de chocolate?
Consiguió esbozar una sonrisa algo mustia, abrió tres sobres de azúcar y los echó en su taza.
—¿Una galleta?
—No, gracias.
—Normalmente bebo té, pero el café es bueno para las largas noches de estudio.
Avanzó hacia la esquina delantera del sofá.
—¿Seguro que no quiere una Oreo?
—Segurísimo.
—Creo que voy a coger una. Se dicen tantas cosas para no comerlas, pero a mucha gente le gusta ese efecto sándwich y yo soy de esos.
Hablaba rápido. Mordisqueaba rápido.
—Entonces… —dijo.
—Fui a cada dirección de las de tu lista. Hay de todos los colores y gustos.
—¿La mansión en comparación con los demás apartamentos? —preguntó—. En realidad, solo vivíamos en una de las habitaciones de la mansión. Me acuerdo de que me parecía extraño, era una casa gigantesca, pero teníamos menos espacio que en un apartamento. Me preocupaba caer rodando encima de mi madre en medio de la noche.
—¿Eso te pasó alguna vez?
—No —contestó—. A veces me cogía. Es más seguro. —Dejó la galleta—. Alguna vez roncó.
Sus ojos se humedecieron.
—Nos dejaban utilizar la piscina cuando mi madre tenía días libres, y los jardines era bonitos, muchos árboles enormes. Encontraba escondites y me imaginaba que estaba en un bosque en alguna parte del mundo.
—¿Quién era el dueño de la casa?
—La familia Bedard —respondió—. El único que vivía allí era el abuelo: el coronel Bedard. La familia vino alguna vez, vivían bastante lejos. Querían que mi madre estuviese allí para cuidarlo por la noche; al acabar el día, su enfermera se iba a casa.
—Un hombre viejo —dije.
—Un anciano. Muy encorvado, extremadamente delgado. Tenía los ojos vaporosos, probablemente eran azules, al principio, pero en aquel entonces eran gris lechoso. No tenía pelo en la cabeza. Había una biblioteca enorme en la casa y se sentaba allí todo el día. Recuerdo que olía a papel. No era un olor basto, solo el aire un poco viciado, como les pasa a los más mayores.
—¿Era agradable contigo?
—En realidad no decía ni hacía mucho, solo se sentaba en la biblioteca con una manta sobre las rodillas y un libro en las manos. Su cara estaba algo acartonada, debió de haber tenido un ataque al corazón, así que cuando intentaba sonreír no sucedía nada. Al principio me daba miedo, pero luego mi madre me dijo que era amable.
—¿Se trasladó tu madre allí para ahorrar algo de dinero?
—Eso es lo que me imagino. Como le dije, doctor Delaware, la seguridad económica era importante para ella. Incluso en su tiempo libre.
—Leía libros sobre finanzas.
—¿Quiere verlos?
***
Una habitación al final del pasillo había sido convertida en una oficina bien aprovechada. Estantes de estilo sueco en U y un escritorio, silla giratoria negra, armarios blancos para carpetas, ordenador de mesa e impresora.
—He estado mirando en sus carpetas, son asuntos de dinero —apuntó hacia unos estantes con montones de papeles de Forbes, Barron’s, Money. Una colección de guías de inversión clasificadas, desde las de una estrategia razonable hasta las de publicidad charlatana improbable. El estante más bajo albergaba una pila de delgadas revistas ilustradas. La de arriba representaba una fotografía de la cara en primer plano de una actriz que había perdido a su marido a causa de otra actriz.
Ojos atormentados. Peinado y maquillaje perfectos.
—Las revistas —dijo Tanya—, el hospital las metió en cajas junto con sus efectos personales. Recogerlas fue un lío tremendo. Algún formulario que no completé. Podía ver la caja, justo allí detrás del mostrador, pero la encargada se comportaba como si fuera su dueña y señora, me dijo que tenía que ir a otro sitio para coger los formularios y ya estaba cerrado. Cuando empecé a llorar, cogió el teléfono e hizo una llamada personal, empezó a charlar como si yo no existiera. Llamé al busca del doctor Silverman y él simplemente fue detrás del mostrador y la cogió. En la parte de arriba de la caja estaba el brazalete de mi madre, sus gafas de lectura, la ropa que vestía cuando ingresó y esto.
Abrió un cajón del escritorio y sacó una cinta de plástico rota.
—¿Y si volvemos y nos terminamos el café?
***
Después de dos sorbos, le dije:
—Entonces, cuando vivíais en Hudson, tu madre tenía dos trabajos.
—Sí, pero cuidar del coronel no era demasiado complicado, a las seis se iba a dormir y nosotras nos levantábamos temprano de todas formas para que mi madre pudiera llevarme al colegio y llegar al Cedars a tiempo.
—¿Cómo se enteró de lo de la casa?
—Ni idea, ¿quizá por alguna nota en el tablón de anuncios del hospital? Nunca entraba en ese tipo de detalles conmigo, simplemente llegó un día y me dijo que nos mudábamos a una casa grande y bonita en un vecindario de clase alta.
—¿Cómo te sentiste por aquello?
—Estaba acostumbrada a mudarme. Por los días que pasé con Lydia. Tampoco es que tuviera un millón de amigos en Cherokee.
—Hollywood podía resultar un barrio difícil en aquella época.
—No nos afectó.
—Menos cuando los borrachos golpeaban la puerta.
—Eso no pasaba muy a menudo. Mi madre se ocupó de aquello.
—¿Cómo?
—Les chillaba a través de la puerta que se fueran y si eso no funcionaba, les amenazaba con llamar a la Policía. De hecho, no recuerdo que la llamara, así que debía funcionar.
—¿Estabas asustada?
—¿Quiere decir que podría ser eso? ¿Que algún borracho resultó peligroso y ella le tuvo que hacer algo?
—Todo es posible, pero es demasiado pronto para teorizar. ¿Por qué se fueron de la mansión?
—El coronel Bedard se murió. Una mañana mi madre fue a su habitación para darle las medicinas y allí estaba.
—¿Fue molesto dejar aquel lugar tan bonito?
—No mucho, nuestra habitación era bastante pequeña. —Alcanzó la taza de café—. El coronel le caía bien a mi madre, pero no su familia. Las pocas veces que se dejaron caer por allí, ella siempre decía «Ya están aquí». Apenas lo visitaban, era triste. La noche posterior a su muerte, no podía dormir, y encontré a mi madre con la criada, se llamaba… Cecilia, ¿cómo lo recuerdo? De cualquier manera, mi madre y Cecilia estaban allí sentadas, cabizbajas. Mi madre me mandó de vuelta a la cama y empezó a hablar sobre lo importante que era el dinero para la seguridad, pero que nunca tenía que confundirse con la gratitud. Pensé que decía aquello por mí y le dije que yo la quería. Se rio, me besó con fuerza y me dijo «No es por ti, cariño. Tú eres mucho más lista que algunos de esos a los que llaman mayores».
—La familia del coronel no lo quería.
—Eso es lo que intento explicarle.
—¿Ocurrió algo fuera de lo normal mientras vivían en la mansión?
—Sólo la muerte del coronel —respondió—. Creo que no puede considerarlo como algo fuera de lo normal, dado la edad que tenía.
Mordía el borde de la Oreo.
—Bien —dije—, pasemos a la calle Cuarta.
—Era un dúplex, no tan grande como este, pero con mucho más espacio del que nunca habíamos tenido. Yo tenía mi propia habitación de nuevo, con un enorme vestidor. Los inquilinos de arriba eran asiáticos, tranquilos.
—Os quedasteis allí menos de un año.
—Mi madre decía que era demasiado caro.
—La primera vez que viniste a verme fue justo después de mudaros a la avenida Hudson. La segunda vez, justo después de mudaros de la calle Cuarta a Culver City.
—¿Cree que mudarnos me causaba cierto estrés?
—¿Lo hacía?
—Sinceramente, no lo creo, doctor Delaware. ¿Dije algo por aquel entonces sobre lo que me preocupaba?
—No —contesté.
—Creo que soy una persona bastante cerrada.
—Mejoras con mucha rapidez.
—¿Resulta eso aceptable desde el punto de vista de un psicólogo? ¿Cambiar de comportamiento sin profundizar?
—Tú eres la mejor juez para saber lo que está bien para ti.
Sonrió.
—Siempre dice lo mismo.
***
Me sirvió otra taza de café. Secó unas gotitas del borde.
—Entonces, la calle Cuarta era demasiada cara —dije.
—El alquiler era bastante elevado. Mi madre quería ahorrar algo de dinero para poder comprar. —Miró la foto de su madre, luego al suelo.
—El bulevar Culver estaba en otro de esos barrios pobres —dije.
—No era tan malo. Me quedé en la misma escuela. Tenía los mismos amigos.
—Saint Thomas. ¿Incluso sin ser católica?
—¿Se acuerda de eso?
—Tu madre pensó que era importante contármelo.
—¿Que no éramos católicas?
—Que no había mentido sobre si erais o no católicas para conseguir que entraras.
—Mi madre era así —dijo sonriendo. Se plantó delante del sacerdote y le dijo que no le importaba en absoluto que él intentara convencerme, pero que no se hiciera ilusiones.
—¿Qué pensaba ella de la religión?
—Vive y deja vivir. Doctor Delaware, no quiero ser maleducada, pero debo estudiar un poco más. ¿Hay algo más de lo que pueda hablarle?
—Pienso que ya hemos tratado bastantes temas.
—Muchas gracias por venir hasta aquí, me hace pensar que… es casi como si usted pudiera visitarla. Y ahora, le insisto, llévese las Oreos, espere, le traeré una bolsita.
***
Se quedó de pie en el umbral de la puerta mientras yo bajaba las escaleras. Se despidió con la mano antes de cerrar la puerta. La avenida Canfield estaba más oscura, apenas iluminada con unas tenues farolas poco espaciadas entre sí.
Mientras caminaba hacia el Seville, me llamó la atención algo en el segundo piso. Un movimiento de ir y venir tras las cortinas del ventanal de Tanya.
Una figura caminando. Desaparecía durante unos instantes y volvía a reaparecer para cambiar de dirección.
El movimiento se repetía.
Esperé hasta que Tanya pasó veinte veces y luego me fui a casa.