Capítulo 6
Milo tocó una esquina del periódico que había sacado de la urna.
—Bien, ¿eh?
Diez de la mañana. Al norte de Hollywood. Un viernes caluroso en el Valley, en el Du-par de la parte este de Laurel Canyon.
Le había dejado un mensaje a Tanya diciéndole que no cabía la posibilidad de negligencia médica y que contactaría con el detective Sturgis. Una hora más tarde, lo tenía ante mí señalando la primera plana del Times con un tenedor.
Una cobertura sorprendente sobre la inauguración de un programa de salud mental en Tahití, de la mano de una agente cinematográfica y un jefe de estudio retirado. Una fábrica de diplomas de doctorado para una, los bolsillos llenos y un capricho pasajero de mayo a diciembre para el otro. El punto primordial era la regresión a la vida pasada, un menú chino de juegos de meditación y toda la terapia que uno pueda tragarse por doscientos pavos, valiente desfachatez, no se admiten devoluciones. El sector esperado de clientes eran los «personajes públicos».
—Menuda primicia —dije.
—Probablemente algún reporterucho con un guión.
—La transmisión en cadena, es así, tío.
—La lacra del milenio. Los tiburones de Hollywood vendiendo salud mental, vaya idea. Si te lo tomas con humor, puede que al menos creen puestos de trabajo.
Me reí y le pasé el periódico.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Y tú qué piensas? Acepto una opinión de buen grado.
—Me pagan por dar mi opinión.
Refunfuñó algo sobre dogmatismo.
—¿Cómo es eso? —pregunté—. Aceptar consejos sobre la vida de gente así es como dejar que un gorila te enseñe a bailar tango.
—Elocuente. Ahora ya puedo oír hasta el más mínimo detalle de tu pequeño misterio.
Nos habíamos zampado un buen montón de galletas y bebido bastante café como para que mi pulso empezara a acelerarse. Con Milo, la comida suaviza el proceso.
Conduje hasta fuera de Studio City porque Milo había estado en la otra cara de la colina desde medianoche, depurando los detalles de un homicidio entre gánsteres en Mar Vista cuyos tentáculos se habían extendido hasta Van Nuys y Panorama City. Otro de los grandes que por fin daba por cerrado. Una reunión más con el fiscal del distrito y podría cogerse dos semanas de vacaciones.
Rick tenía unos turnos muy estrictos y no podía viajar. Pésimo para Milo y una suerte para mí. Yo ya tenía planes para su tiempo libre.
Le conté todo lo que me había dicho Tanya.
—Primero, ¿desde cuando «algo terrible» es lo mismo que un asesinato? Alex, no voy a entrometerme en los detalles clínicos, pero dime sólo la verdad: esta joven, ¿es estable?
—No hay nada que apunte a lo contrario.
—Lo que significa que no estás seguro.
—Lo está llevando bien —argumenté—. Teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Su madre ofendió a algún vecino? ¿O no? ¿Qué es exactamente lo que quiere?
—No estoy seguro de que lo sepa. Me imagino que quiere que investiguemos un poco. Si no encontramos nada, tendré más autoridad para quitárselo de la cabeza. Si ni siquiera lo intento, la perderé como paciente. Va por al buen camino en cuanto al manejo del dolor, pero nos llevará un buen tiempo. Si se derrumba, me gustaría estar cerca para levantarla.
Milo jugaba con la esquina del periódico.
—Suena como si estuvieras un poco involucrado en el asunto.
—Si es mucho lío…
—No estoy diciendo que no, estoy contextualizando. Aunque quisiera decirte que no, hay temas personales por medio. Rick piensa que Patty era algo así como una santa. Es una alegría que estés disponible para echar una mano, Alex.
—Dejemos que el tiempo nos lo diga —contesté.
Dejó dinero en la mesa y yo se lo devolví.
—Perfecto, tu nivel de ingresos es mayor que el mío —respondió, levantando la mole de su cuerpo del reservado.
—¿Cuándo empezamos? —pregunté—. ¿Nosotros?
—Tú nos guiarás por el camino, yo seré tu leal servidor.
—Ah, claro —dijo—. Y yo tengo un paquete de regresión a tu otra vida para venderte.
***
Le acompañé a su coche mientras él repasaba la lista de direcciones. Las copió en su bloc.
—Ha estado moviéndose bastante, no… Así que la teoría de la jovencita es que su madre intentaba protegerla de algún tipo de venganza, ¿no?
—No llega a ser una teoría —le contesté—. Sólo estaba descartando posibilidades.
—Aquí va una: la madre estaba afectada y decía cosas incoherentes.
—Tanya no está lista para considerar esa posibilidad.
—Le he preguntado a Rick sobre el tema del daño cerebral —comentó—. No quiso ni someterlo a discusión, todos vosotros, doctorcitos, sois iguales. Así que, de acuerdo, organicémonos para no tener que dar marcha atrás. Tú habla con la oncóloga de Patty y mira si puedes concretar algunos detalles médicos. Yo me pasaré por la oficina del tasador para encontrar las residencias anteriores de Patty antes de que ella se quedara con Tanya. Ella es de… ¿dónde dijiste?
—Nuevo México.
—¿Qué parte de Nuevo México?
—Las afueras de Galisteo.
—Si ese algo tan terrible va más allá del estado, buena suerte —dijo resoplando—. Escúchame. Hablo como si realmente hubiera pasado.
—Te lo agradezco…
—Me cobraré tu gratitud con cualquier cosa de la que pueda aprovecharme en el momento más oportuno. Otra cosa más que podrías hacer es navegar un poco por Internet, mira si Patty aparece de algún modo por el ciberespacio. Prueba con esas cuatro direcciones. ¿Algo más que se te antoje?
—¿No puedes hacer nada mejor con la base de datos del departamento?
—Las dos últimas veces fui capaz de cargarla sin hacer saltar los fusibles.
—Con una dirección determinada, ¿podrías encontrar los crímenes cometidos en las calles vecinas?
—Sí, claro, Bill Gates y yo lo estuvimos haciendo justo ayer. Pues no; es un desastre. Los casos recientes están siendo introducidos, pero la mayoría se han quedado en las cajas de cartón del almacén. La noción del departamento sobre modelos de localización de patrones es la asignatura pendiente del Consejo, y este cambia cada año. Puede que tengamos suerte y sea algo reciente. «Cerca», quizá. Podría ser la misma calle, en la misma manzana más abajo, pasada una calle, a quinientos metros del callejón sin salido, girando a la izquierda, o prueba a echar sal sobre tu hombro derecho. Por lo que sabemos, Alex, ella no se refería a cercanía geográfica. Sino a cercanía como la de un amigo.
—Tanya comentó que no tenía relaciones con hombres.
—¿Y con mujeres? Un triángulo bisexual puede complicarse. Ocurrió con uno hace algunos años en Florida, la novia de una mujer disparó en el estómago al marido de esta para cobrar el dinero del seguro.
—Patty me dijo que era asexuada.
—¿Le preguntaste sobre su sexualidad?
—Lo mencionó ella en la sesión preliminar.
—La sesión preliminar era sobre la niña, ¿por qué era relevante la vida sexual de la madre?
No tenía respuesta para tal pregunta.
—¿Cuál era el contexto? Alex —preguntó.
—Hacerme saber que no era lesbiana. Pero no lo hacía para defenderse. Fue más como si quisiera decirme así soy yo. Luego me preguntó si yo pensaba que ella era anormal.
—Entonces, la ponía nerviosa que pudieras considerarla lesbiana. Lo que significa que probablemente fuera lesbiana. Y lo que se traduce en que podría haber hecho cosas de las que Tanya no tiene ni idea.
—Imagino que es posible.
—Las personas con secretos separan en partes lo que quieren que otra gente sepa, ¿verdad? Si vamos a excavar en la vida de esta mujer, Tanya podría conocer cosas que quizá no quiera saber. ¿Está preparada psicológicamente para eso?
—Si acaba excavando por sí misma, será peor que eso.
—¿Lo haría?
—Es una jovencita muy decidida.
—¿Obsesiva? Rick me ha dicho que Patty tenía tendencias en esa dirección. ¿La niña empezó a imitarla? ¿La trataste por eso?
—Muy bien, Sigmund —dije mirándolo fijamente.
—Todos estos años absorbiendo tu sabiduría, algo se me tenía que contagiar.
Abrió la puerta del coche.
—Prepárate para un nuevo mundo de falsos comienzos y finales mortales.
—Veo que eres optimista.
—El optimismo es la renuncia de los tontos que no tienen experiencia en la vida.
—¿Qué es el pesimismo? —le pregunté.
—La religión sin Dios.
Entró en el coche, arrancó el motor.
—Acabo de pensar en algo —dije—. ¿Qué tal ese Isaac Gómez? Estaba recopilando algunas bases de datos bastante buenas.
—El genio, el novio de Petra… sí, quizá tenga algo de tiempo libre. No ha habido ni un solo asesinato este año en Hollywood. Si sigue así de tranquilo, los rumores dicen que Stu Bishop pasará a adjunto del jefe.
—¿Qué ha estado haciendo Petra con su vida?
—Creo que ha desenterrado algunos viejos casos.
—La primera dirección de Patty y Tanya estaba en Hollywood —le dije—. Justo cuando había muchos asesinatos. Puede que Petra sepa algo más de todo esto.
—¿Algún caso no resuelto en el que hubiera trabajado por casualidad? Sería muy bueno para un guión cinematográfico. Claro, llámala. Habla con el señor Gómez también, si Petra está de acuerdo.
—Lo haré, jefe.
—Sigue con esta actitud, ayudante, y puede que algún día te ascienda.
***
Salí por la parte sur del Laurel Canyon hacia la ciudad, aproveché el semáforo en rojo de Crescent Heights para llamar a la comisaría de Hollywood y preguntar por la detective Connor.
—Está fuera —respondió la empleada civil.
—¿Todavía está trabajando ahí Isaac Gómez?
—¿Quién?
—Un estudiante doctorando interno —especifiqué—. Estaba haciendo un trabajo de investigación sobre…
—No está en la lista —me interrumpió la empleada.
—¿Puede conectarme con el contestador de la detective Connor, por favor?
—Su contestador está apagado.
—¿Tiene otro número de teléfono para ponerme en contacto con ella?
—No.
Conduje hacia el este. En Fuller con Subset, un grupo de turistas con pinta de nórdicos se arriesgaron a cruzar corriendo un paso peatonal y casi son pulverizados por un tren de cercanías. Europeos ingenuos, creen que Los Ángeles es realmente una ciudad y que caminar por ella es legal. Puedo oír como se reiría Milo.
Mientras me acercaba a La Brea, el progreso continuaba su invasión: enormes tiendas cuadradas como cajas de zapatos, centros comerciales al aire y cadenas de restaurantes se extienden por las calles que hace tiempo albergaban antiguos moteles y palacios de tomaína.
Hay cosas que nunca cambian: prostitutos de ambos sexos y algunos de sexo desconocido, imposible saberlo, trabajaban en la calle con efervescencia. Mis ojos debían parecer inquietos porque un par de las chicas me hicieron gestos con la mano.
Me dirigía hacia el norte del bulevar Hollywood y al girar a la derecha pasé por delante del teatro chino, el teatro Kodak, las atracciones turísticas intentaban acaparar al gentío. Continué hacia la avenida Cherokee. Justo después de la zona más bulliciosa del bulevar se encuentran un par de discotecas cerradas con candado, miserables y tristes, así se ven los locales nocturnos con la luz del día. La basura estaba apilada en el bordillo y había mierda de pájaro por toda la acera.
Más al norte, el barrio ha sido rehabilitado con edificios de apartamentos relativamente limpios que garantizan la seguridad abriéndose paso entre las raídas estructuras de antes de la guerra que no ofrecían una pizca de seguridad.
La primera dirección en la lista de Tanya correspondía a una de las más viejas. Un edificio de tres plantas de color del ladrillo y de estuco, a pocos pasos por debajo del Franklin. Fachada sencilla, césped chino, charcos empantanados de agua residual que hacían difícil respirar. Tan monótonos a la vista como el vagabundo que empuja un carrito de la compra hacia ningún lugar. Sus ojos se cruzaron con los míos apenas un segundo de forma paranoica, sacudió la cabeza como si yo caminara con dificultad y sin esperanza por la vida.
Una puerta de cristal empañado cortaba el centro del edificio de ladrillo; dos de las viviendas de los bajos tenían entrada por la calle. Tanya se acordaba de los borrachos que aporreaban la puerta, así que aposté por una de ellas.
Salí y probé con el picaporte de la puerta de cristal. Frío y desagradablemente tosco, pero abierto.
En el interior, un pasillo largo enmoquetado de color gris y que olía a moho, perfumado con un ambientador de naranja. Veintitrés buzones por dentro de la puerta. Las puertas de color amarillento formaban una línea en el oscuro espacio. Muchas entrevistas, si alguna vez llegaran a hacerse.
Una puerta al final del pasillo se abrió y un hombre sacó la cabeza. Se rascó el codo de uno de los brazos. Unos sesenta años, pelo canoso y suelto como la pelusilla del diente de león, rodeado de una horrible luz. Esquelético, pero barrigón, vestía una chaqueta Dodger de satén azul y unos pantalones de pijama a rayas.
Se rascó de nuevo. Hizo un esfuerzo, movió la mandíbula y levantó la cabeza:
—¿Sí?
—Ya me iba —contesté. Se quedó allí de pie, mirándome hasta que cumplí mi promesa.
***
Mi viaje hacia el sur de Highlands me llevó por unos tres kilómetros de laboratorios cinematográficos, servicios de grabación de cintas, almacenes de ropa y tiendas de atrezo. Toda esa gente a la que nunca le dan las gracias la noche de los Oscar.
Entre Merlose y Beverly, un par de edificios de apartamentos pertenecientes a antiguas viudas de la nobleza daban un toque de la elegancia de los años veinte. El resto, ni por asomo. Al girar por Beverly, llegué a la esquina sur del Wilshire Country Club y al Hancock Park.
***
La avenida Hudson es una de las calles principales del distrito. La segunda dirección de la lista de Tanya se correspondía con un edificio sólido de ladrillo de arquitectura Tudor, con el techo de pizarra a dos aguas, situado en la parte alta de un prado en pendiente levantado para plantar césped. Unas urnas de bronce de casi dos metros, que flanqueaban la puerta de entrada, albergaban unos limoneros salpicados con algunas frutas. Doble puerta de entrada bajo un arco de piedra caliza tallado con exuberancia. Una puerta negra de filigrana permitía ver un largo camino de adoquines. Un Mercedes blanco descapotable estaba aparcado tras un Bentley Flying Spur, diseño de los años cincuenta.
Aquí fue donde se acababan de mudar Patty y Tanya cuando vinieron a verme por primera vez. Alquilaban un apartamento en la casa. Los propietarios de la casa aparentemente no necesitaban ingresos extra. Patty se aseguró de que la mudanza no resultara estresante para Tanya. El contraste era obvio comparado al edificio triste de Cherokee y me hacía pensar que pasó algo, me preguntaba cuáles serían los detalles de esta transición.
Me senté allí y disfruté de la vista. No salió nadie de la mansión, ni de ninguna de las majestuosas viviendas vecinas. Salvo un par de ardillas bien lozanas en un sicomoro, ni un solo movimiento. En Los Ángeles el lujo se traduce en pretender que nadie más habita el planeta.
Llamé por teléfono a la oncóloga de Patty, Tziporah Ganz, y le dejé un mensaje en el contestador.
Una de las ardillas correteó hacia la parte izquierda del limonero, consiguió uno de los jugosos frutos y lo arrastró. Antes de que pudiera consumar el robo, uno de los laterales de la puerta doble se abrió y una criada bajita y morena, con un uniforme rosa, salió blandiendo una escoba. El animal le plantó cara, luego se lo pensó mejor. La criada se giró para volver a entrar en la mansión y me vio.
Se quedó mirándome fijamente.
Otra recepción hostil.
Me fui.
La tercera dirección no estaba muy lejos: la calle Cuarta, pasada La Jolla. Tanya volvió a mi oficina justo cuando acababan de dejar este lugar para mudarse a Culver City.
La casa resultó ser un dúplex de estilo renacimiento español en una agradable calle arbolada y con estructuras del mismo estilo. La única característica diferente del edificio en el que las Bigelow habían vivido era el pavimento de hormigón, en lugar de césped. El único vehículo a la vista era un Austin Mini rojo oscuro con matrículas personalizadas en las que se leía «plotgrl»: guionista.
Clase media y respetable mayoritariamente, pero un mundo totalmente diferente al de la avenida Hudson. Puede que Patty quisiera más espacio de lo que le ofrecía un apartamento alquilado en una mansión.
Mi última parada me condujo durante cuarenta minutos por un denso tráfico a un trecho mugriento del Bulevar Culver, justo al oeste de Sepúlveda y el paso a nivel 405.
En el solar había seis cuadrados idénticos con los marcos en gris y el techo de alquitrán que rodeaban las ruinas de una fuente de escayola. Dos niños de edad preescolar y tez morena jugaban en la suciedad, solos.
El clásico patio de bungalow en L. A. El clásico refugio de la población flotante, figuras del pasado, aquellos que casi llegaron a ser alguien.
Aquellos bungalows no eran mucho más grandes que una cabaña. La propiedad había sido descuidada hasta el punto de dejar que la pintura se pelara y el techo se ondulara, cubierto de piedras y combado. El tráfico rugía. El ruido de las ventanillas al tropezar con los ejes formaba una conga sincopada que marcaba el concierto de los motores.
Puede que cuando Patty viviera aquí fuera sensacional, pero esta parte de la ciudad nunca había estado muy de moda.
Ascendí por la escalera de la residencia y llegué a ella. Patty me había parecido una persona sólida y estable. Su casa modelo no se asemejaba en nada a esto.
Puede que necesitara apretarse el cinturón. Puede que ahorrara para la entrada de una casa propia. En dos años, lo consiguió y se hizo con un dúplex cerca de Beverlywood, con el salario de una enfermera.
Incluso así, tenía que tener mejores opciones que trasladar a Tanya a un vecindario tan rudimentario.
Entonces se me ocurrió otra posibilidad: aquella forma de ir de una a otra parte era lo que se solía ver en jugadores empedernidos y este tipo de gente cuyos hábitos llevan a su economía desde lo más alto hasta lo más bajo.
Patty había conseguido una propiedad en la parte oeste, un fondo de inversiones y dos pólizas de seguros de vida para Tanya con el salario de una enfermera.
Impresionante.
Realmente notable. Quizá fuera una jugadora espabilada del mercado de valores.
O hubiera adquirido alguna fuente de ingresos adicional.
Una enfermera de hospital con demasiado dinero conlleva un recelo obvio: ¿sustracción de medicamentos y reventa? Una camello furtiva no se corresponde con lo que sé de Patty, pero ¿acaso la conocía realmente?
Y sin embargo, si tenía una vida secreta de delincuente, ¿por qué sacarlo a la luz en una confesión en su lecho de muerte permitiendo que Tanya la descubriera?
Las personas con secretos separan en partes lo que quieren que otra gente sepa.
Hasta que algo hace añicos sus inhibiciones. ¿Sería la proclamación de Patty el producto agonizante de una mente confundida por la enfermedad? ¿Una puñalada alimentada por su estado de salud en el momento de su confesión y expiación?
Me senté en el coche y lo descarté. Imposible, demasiado feo. Simplemente, no me cuadraba.
Suena como si estuvieras un poco involucrado en el asunto.
—¿Y qué? —dije en voz alta.
Apareció un tipo musculoso con un gorro de esquí echado hacia delante; escondía sus cejas, llevaba suelto un pit bull blanco con la nariz rosada. El perro paró, dio una vuelta, presionó el hocico contra la ventanilla del asiento de copiloto de mi coche, creando un pequeño capullo de rosa. No sonrió. Un gruñido grave repiqueteó en el cristal.
El tipo del sombrero también me miraba.
Mi día de las bienvenidas acogedoras. Me alejé despacio, lo bastante para que el perro no perdiera el equilibrio.
Nadie me lo agradeció.