Capítulo 27

Dejamos a Benezra elogiando la maravillosa vista y bajamos por la avenida Oriole.

Petra llamó al capitán Stuart Bishop y le contó los detalles, luego colgó.

—Hará algunas llamadas, pero quiere una reunión.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como volvamos a Hollywood.

—¿Nosotros?

—Tú y yo. Stu es un genio en comunicación entre comisarias. —Se giró hacia mí—. Tu asistencia es opcional, pero obviamente eres bienvenido. Dice que te dé las gracias por lo de su sobrino.

El año pasado el hijo de la hermana pequeña de Bishop, en edad preescolar, se asustó al oír las noticias de la noche. Un niño bien adaptado; con un par de sesiones fue suficiente.

Confidencialmente, lo único que podía hacer era sonreír.

Petra me sonrió también.

—Ya pensaba que responderías así.

***

El despacho del capitán en la división de Hollywood era un espacio sobrio y blanco en una esquina animada por algunos dibujos hechos por sus seis hijos rubios y montones de fotografías de la familia. Una taza blanca de byu Cougars y una caja de doce botellas de agua de Trader Joe compartían lugar en una cómoda. Una ventana se había resquebrajado un par de centímetros y dejaba entrar el aire, el calor y el ruido de la calle.

Stu era un hombre delgado, con un afeitado apurado y pelo rubio que se convertía en gris en la sien. Llevaba unos tirantes de piel trenzada sobre una camiseta rosa ajustada, una corbata de seda turquesa, pantalones de traje a cuadros escoceses y unos relucientes zapatos de vestir. Cogió agua, nos ofreció una botella a cada uno. Milo la aceptó.

Era el hijo de una próspera familia mormona de Flintridge. Stu había abandonado el departamento cuando estaba todavía en el tercer grado, frenando de forma anticipada una rápida carrera para cuidar de su mujer, enferma de cáncer. Khaty Bishop se recuperó, pero Stu siguió trabajando en seguridad para empresas y de forma ocasional como asesor cinematográfico hasta que el nuevo jefe lo volvió a captar para hacerlo capitán.

El nuevo jefe era un amigo del oftalmólogo del padre de Stu con el que jugaba al golf, pero no se quejó mucha gente. El misántropo amoral al que Stu sustituyó había sido asesinado con un disparo por su celosa mujer en un garaje. Sólo tres policías asistieron al funeral, fuera de servicio. Eso junto con la experiencia en la calle de Stu, su reputación por apoyar a sus colegas y una habilidad óptima para manejarse a los jefazos sin tener que vender su alma se traducían en una luna de miel que parecía no acabar nunca.

Como antigua asociada de Stu, Petra estaba en una buena posición para ascender a la administración. De momento, estaba aguantando con el trabajo de detective.

Llenó su taza de agua, dio un sorbo y se reclinó en su silla.

—No podíais haber sido más oportunos, en cuanto se refiere a hablar con Fortuno. Se ha convertido en una persona de interés excepcional para el Gobierno Federal y nadie quiere que un asunto trivial como un asesinato se meta por medio. No es de ámbito público, pero he llamado a San Luis Obispo, donde está oficialmente encarcelado, he sabido que hace un mes unos agentes del FBI y un abogado del Estado lo sacaron y lo transfirieron al centro de detención del núcleo urbano. Cuando llamé allí lo único que obtuve fue un muro de silencio y luego me derivaron a un agente de la oficina del FBI en la sede federal. Conozco al agente especial e intentó jugar al escondite conmigo y al final me dijo que Fortuno había estado pasando un mes en un hotel a costa de los impuestos de todos los ciudadanos.

—Se lo estará pasando pipa —replicó Milo.

—Puedo imaginármelo.

—A pesar de que Fortuno estaba metido en todo ese rollo del código de silencio —añadió Petra.

—Una temporadita a la sombra puede cambiarte la actitud —argumentó Milo.

—Y que lo digas —dijo Stu—. Un vigilante adjunto de San Luis me contó que había aflojado la lengua en contra de unos peces gordos.

—Pensaba que San Luis era como un complejo vacacional —dijo Petra.

—Tienen pistas de tenis y dormitorios, pero sigue siendo una prisión. Los idiotas que secuestraron el autobús escolar de Chowchilla están allí y también Charleton Jennings.

—¿Los asesinos de polis pueden jugar al tenis? —protestó Milo.

—Lo hacen después de trabajar de acuerdo con el sistema durante treinta años.

Silencio entre polis, sepulcral.

—¿Tienes alguna idea de sobre quién va a cantar Fortuno? —preguntó Petra.

—Me ha echado alguna indirecta extraoficialmente. Si mi religión me permitiera apostar, lo haría por algún tipo de manipulación a gran escala del abogado de la defensa y algún tipo del mundo del espectáculo.

—Directo a la cima de la cadena alimenticia. —Milo silbó.

—Desde luego que se va a poner muy interesante —añadió Stu—. Las niñeras de Fortuno no estaban muy contentas de tener que compartirlo con nosotros, pero no pueden arriesgarse a que desbaratemos sus planes si acudimos a la prensa. El trato es que podéis verlo esta tarde a las siete, una hora, sin prórroga. Les di vuestros tres nombres, me imaginé que también usted, doctor Delaware, querría analizar al tipo.

—En los hoteles también hay sofás, ¿por qué no? —respondí.

—¿Qué hotel? —preguntó Petra.

—Aún no lo sé. Alguien tiene que llamarme a las seis y yo os llamaré a vosotros.

Petra sacudió las manos.

—¡Qué intriga!

—A los federales les ayuda a olvidarse de que casi todo lo que hacen es pasar hojas —dijo Stu, pasando la palma de la mano por encima de su escritorio limpio y haciendo una mueca—. Al contrario que nosotros.

—Si alguna vez echas de menos ver sangre fresca… —bromeó Petra.

—Ten cuidado con lo que dices. —Stu se levantó, encogió los hombros bajo la chaqueta del traje. Lo estiró con suavidad—. Tengo una reunión sobre presupuestos en el centro. Te llamo a las seis, Petra. Ha sido un placer veros, chicos.

Sujetó la puerta para que pasáramos. Cuando pasé junto a él, me dijo:

—Sé que no puede decir nada, pero gracias de nuevo por lo de Chad.

***

Loews Beverly Hill era el típico caso de publicidad engañosa, situado en Pico con Beverwil, unos ochocientos metros al sur de la glamurosa ciudad.

Cogimos diferentes coches, aparcamos donde el lavadero y nos encontramos en el vestíbulo.

Los mismos colores de tonos marrones que habíamos visto en el Hilton.

El ojo artístico de Petra lo captó enseguida.

—Bienvenidos al mundo beis, déjense la imaginación fuera.

Nadie se fijó en nosotros mientras cruzábamos hacia los ascensores. Ningún signo de una seguridad especial, y, cuando llegamos al piso once, el pasillo estaba vacío.

Petra golpeó la puerta de la suite 112 y sólo se oyó silencio. Luego, unos pasos. Una cadena aguantaba la puerta entreabierta apenas dos centímetros. Lo bastante como para ver la pupila expandida de un ojo marrón claro.

—Identificación —dijo una voz juvenil.

Petra enseñó su placa.

—Todas.

Milo sacó su credencial. Yo enseñé con rapidez mi placa, a lo que siguió un… ¿Qué es eso?… pero sin ningún comentario sobre la fecha de caducidad.

—El doctor Delaware es nuestro asesor de conducta —afirmó Petra.

—Este no es un caso de perfiles —replicó la voz.

Otra voz gritó desde detrás:

—Déjalos entrar, me siento solo.

La puerta cerró de golpe. Unas voces apagadas fueron en ascenso, luego se hizo el silencio.

—Tenía que haber traído mi Aston Martin con su silla de eyección y haberme lanzado al maldito… —protestó Milo.

La puerta se abrió de par en par. Un joven con el pelo rubio rojizo con un traje gris, camisa blanca y corbata azul dijo:

—Agente especial Wesley Wanamaker.

Su cara iba a juego con su voz juvenil. Volvió a echar un vistazo a nuestras identificaciones y finalmente se apartó.

Una suite de dos habitaciones, apenas un tono más claro que el color crudo. Un tono ambiguo vestía unas paredes de fácil mantenimiento. Las cortinas de oscurecimiento aniquilaban una vista hacia el Este que Avi Benezra habría apreciado. El aire estaba saturado con olor a pizza y sudor. Una caja de dominó grasienta estaba en un extremo de la mesa.

Un hombre pálido, con pelo canoso, saludó desde un sofá beis fuerte en el centro del salón. De unos sesenta más o menos, estrecho de espaldas, encorvado y con el pelo erizado en la parte posterior del cuello. Vestía un traje negro de cachemira con cuello de pico, pantalones color crema que parecían nuevos, mocasines Gucci negros sin calcetines. Tenía en las manos un vaso con algo naranja. Al acercarnos, le guiñó un ojo a Petra y la misma voz que habíamos oído reclamar nuestra presencia dijo:

—Ya hacía tiempo, chicos. Y chica.

—Realmente mucho tiempo, señor Fortuno —contestó Petra—, como si alguna vez nos hubiéramos conocido.

—Cuando uno está enamorado —dijo Fortuno—, todos son tus amigos.

—Entonces bien, ya que somos todos colegas, estoy segura de que se alegrará de contarnos lo que necesitamos sobre Peterson Whitbread, alias…

El agente especial Wesley Wanamaker dio un paso y se puso entre Petra y Fortuno.

—Antes de llegar más lejos, necesitamos aclarar las reglas. El señor Fortuno es un criminal convicto bajo la custodia del FBI. Como tal, sus movimientos y conversaciones deben ser controlados siempre por el FBI. No está permitida ninguna pregunta sobre investigaciones federales abiertas. Tendrán una hora para hablar con el señor Fortuno sobre los temas aprobados… —Se desabrochó el abrigo, sacó un reloj de bolsillo—. Ya han pasado tres minutos. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondió Petra.

Cuando Wanamaker le dio la espalda, Milo dijo entre dientes:

—Gilipollas.

Wanamaker se giró y lo miró a la cara, Milo añadió:

—ídem, agente «W».

—Doctor —dijo Wanamaker—. Necesito que me dé su confirmación explícita también, ya que está de servicio en cumplimiento de la ley por parte de un organismo local.

—Tiene mi confirmación.

—¿Pero han oído al tipo? —replicó Fortuno—. Se cree un tío importante.

Wanamaker echó hacia atrás el abrigo y dejó al descubierto un arma en su hombro. Echó otro vistazo rápido al reloj.

—Ya han pasado cuatro minutos.

—¿Podemos empezar? —argumentó Petra.

Wanamaker se apartó. Fortuno se tocó la nariz.

No había ninguna silla a la vista, así que nos quedamos de pie frente a él. Su sonrisa desenfadada se debilitaba por la palidez verdosa de la cárcel. El pelo canoso era fino, echado hacia atrás con gomina, rizado detrás de las orejas. Una barbilla pequeña y afilada, una nariz redonda colorada por el Gin Blossom. Unos ojos entrecerrados hiperactivos del color de las cenizas de un cigarrillo con marcadas ojeras en la piel. Hacía rozar su dedo índice con el pulgar.

Otra vaga sonrisa, estropeada, como de saurio. Un engendro de humano y camaleón en época de celo.

—Señor Fortuno —dijo Petra—, estamos aquí por Peterson Whitbread alias Blaise de Paine. Por favor, díganos todo lo que sepa de él.

—¿Quién dice que estoy al corriente de algo? —preguntó Fortuno. Entonación plana, de la región central. Tono de énfasis en la palabra «corriente». Como si la acabara de memorizar.

—Usted le recomendó como inquilino para una casa en la avenida Oriole.

—¿Cuándo fue eso?

—Poco antes de que entrara en la cárcel.

—Chico, mi memoria debe estar oxidándose. —Fortuno señaló la caja de la pizza—. Quizá haya tomado demasiados carbohidratos.

Petra se giró hacia Wanamaker.

—Los temas no federales no quedan dentro de la normativa de conformidad.

—Lo que significa —añadió Milo— que puede tomarnos el pelo mientras usted sigue mirando el reloj.

—Si no va a cooperar, Mario, díganoslo y nos iremos —le aclaró Petra.

Fortuno se puso nervioso. Forzó una sonrisa y dijo:

—Una feminista.

Petra se dio media vuelta. La seguimos.

Cuando llegó a la puerta, Fortuno añadió:

—Facilísimo. Hoy no hay almuerzo gratis.

—Hablar con alguien que tiene de niñera a un federal y en un hotel de cuatro estrellas —refunfuñó Milo.

Wesley Wanamaker frunció el ceño.

—No se inquiete, señorita progresista. No quiero que me inviten a comer, sólo un aperitivo, esos hors-d’oeuvre franceses, y no pretendo que sea en el Ivy o The Dome o Hans Rockenwagner. Me encanta ese lugar.

—¿Otra vez comida? —preguntó Wanamaker—. Ya hemos hablado de eso. Nuestro presupuesto diario está muy ajustado y nadie, a excepción del FBI, está autorizado a…

—No hablo de cocina, «don Poca Imaginación». —Se dirigió a nosotros—. Estos chicos no captan muy bien lo de las metáforas y los símiles.

—Típicamente inglés —apuntó Milo.

—Periodismo —contestó Fortuno—. Escuela Universitaria de Chicago; hice un año, hasta que la perfidia y la falsedad se cruzaron en mi camino.

Petra tocó el pomo de la puerta.

—Estoy hecho polvo, ustedes acaban de llegar.

Petra giró el pomo, sacó un pie al pasillo y Fortuno dijo:

—Déjenme que hable con el loquero.

—La puerta debe permanecer cerrada en todo momento —comentó el agente especial Wanamaker.

—Nada de entrevistas particulares, Mario —dijo Petra.

—¡Vaya hombre! Otra que se lo toma todo al pie de la letra. ¿Qué les pasa? ¿Lo único que tienen en la cabeza son concursos de la tele y videojuegos?, ¿ya nadie lee a los clásicos? —Sacudió la cabeza—. Venga aquí, querida, no se altere por eso, en realidad soy una persona muy sociable.

—Explosivos y ametralladoras, ¿le suena a sociable?

—Ese tema está fuera de discusión, oficial —protestó el agente especial Wanamaker.

El arresto de Fortuno salió en los periódicos durante semanas.

—Cierre la puerta, oficial.

Petra obedeció, lanzó una mirada profunda y oscura a Fortuno.

—Tiene unos ojos enternecedores maravillosos. No se ofenda, soy una persona paternal y amistosa, nada lascivo. Lo que intento hacer es explicarles que puedo ofrecerles cierta satisfacción con respecto a su asunto. Pero el loquero es el único que puede hacer que me sienta predispuesto.

—Nueve minutos —apuntó Wanamaker.

Petra lo ignoró y se acercó a Fortuno.

—Entonces, ¿es posible que pueda ayudarnos?

—Aún mejor, digamos que es probable.

—¿Qué es lo que quiere del doctor Delaware?

—Acérquese, querida —dijo Fortuno—. Hablarle desde tan lejos me destroza la garganta. Todos los refrigerantes artificiales del sistema de aire acondicionado resecan los senos nasales, y no me dejan abrir la ventana. Ni las cortinas, vivo como un mandado.

—De todos modos, está nublado —replicó Wanamaker—. Deja de quejarte.

—¿Cómo sé que puede ayudarnos? —preguntó Petra.

—¿Qué es lo que ha pasado? —contestó él—. El individuo del que hablamos es un jovencito gamberro sin talento que roba las canciones de otros y las arregla, o como dicen en estos tiempos «las mezcla».

Los tres volvimos a nuestras posiciones originales, frente al sofá.

—Doctor Alexander Delaware —dijo Fortuno—, usted tiene una gran reputación en la calle por ayudar a los niños. Ansiedad, fobia… me gustó aquel artículo que publicó sobre los problemas para dormir. Podía haberlo utilizado con algunos de los míos, tengo ocho. De cinco mujeres, pero eso es otra historia. Journal of Nervous and Mental Disease, en julio, hace cinco años. ¿Me engaña mi memoria?

Le habían dado mi nombre a los federales unas horas antes. Fortuno se las había arreglado para conseguir información sobre mí.

—¿Qué puedo hacer por usted? —pregunté.

—Uno de mis hijos, el más joven, Philip, de seis años. Tranquilo, un niño muy tranquilo, ¿sabe a qué me refiero?

—¿Tímido?

—Eso también. Sumamente tranquilo. Se sienta y dibuja, no sale a jugar, no le gustan los deportes. Su madre es joven, no tiene mucha experiencia como madre. Con Philip es demasiado incauta. Está malcriándolo por completo. Antes iba a una escuela privada, pero ahora está en una pública, debido a que ahora estoy económicamente afectado. ¿Estoy siendo lo suficientemente claro?

—Philip tiene problemas en la escuela nueva.

—Los otros niños no parecen tenerle aprecio. En la escuela pública, tienes a algunos granujillas que van de duros. Un niño fuerte, con capacidad de recuperación, podría arreglárselas. Pero Philip, con lo tranquilo que es, no se las arregla tan bien. Si yo estuviera allí, quizá pudiera ayudarlo, pero no estoy allí y eso me causa un gran pesar. Su madre me ha contado que Philip vuelve a casa llorando. A veces no duerme bien. —Se aclaró la garganta—. Y ha empezado a tener… «accidentes». Número uno y número dos. Lo que no aumenta precisamente su popularidad entre su grupo de coetáneos. Y como yo estoy lejos de casa, me siento en parte culpable por todo esto. Luego me entero de que viene a visitarme y ¡quién lo iba a decir!, siento una gran adoración por Santa Ana, que me ha enviado a alguien para que me ayude con el problema.

—Me encantará ver a Philip.

—Como le he dicho, mis fuentes de ingresos son limitadas. Sin embargo, creo que esto cambiará dentro de algún tiempo futuro y cuando ese momento llegue, le recompensaré de muy buen gusto.

—Entiendo.

Fortuno dio unas palmadas, como si estuviera llamando a un sirviente.

—Excelente. ¿Cuándo verá a Philip?

—Dígale a su madre que me llame.

—Lo hará. Viven en Santa Barbara.

—Eso está a ciento cuarenta y cinco kilómetros. Quizá lo mejor sea que le recomiende a alguien del lugar.

Fortuno apretó los labios y cerró tanto los ojos que parecían dos líneas negras.

—Quizá no.

—Es un viaje demasiado largo para su hijo y…

—Usted conducirá hasta donde esté Philip —afirmó—. Cuando me encuentre en la posición adecuada, le compensaré por la gasolina y por su tiempo. De su casa directo a la mía, como hacen los abogados. Como yo hacía antes. No me refiero a un psicoanálisis a largo plazo freudiano o junguiano. Una visita, quizá dos, tres o cuatro… una consulta. En uno de esos artículos que escribió, usted decía que en muchas ocasiones la terapia para niños puede realizarse a corto plazo. Journal of Clinical and Consulting.

—No puedo garantizarlo en todos los casos, señor Fortuno.

—No le pido una garantía, doctor Delaware. Dos sesiones, quizás tres, cuatro. Después, si cree que las necesidades de Philip serían mejor atendidas por un experto de la zona, lo aceptaré. Pero quiero que usted empiece a hacer rodar la pelota, doctor Delaware. Encuéntrese con mi hijo cara a cara y cuénteme los detalles. Es un niño muy tranquilo.

—De acuerdo —contesté.

Otra palmada.

—Excelente. ¿Cuándo?

—Dígale a su madre que me llame.

—Deme algo más concreto. —Era una orden, no una petición. Se sentó derecho, animado por la sensación de control.

—Dígale que me llame y le prometo que conduciré hasta allí y veré a Philip tan pronto como pueda —insistí—. Usted ha hecho lo que podía, el resto depende de ella.

Fortuno respiró profundamente.

—Le llamará pronto. Quizá Philip pueda venir a visitarle a esa bonita casa blanca. Y verá esos bonitos pececitos en el estanque.

Sentí como se me ponía un nudo en la garganta.

—Me alegraré de poder enseñárselos.

—Basta de asuntos personales.