Capítulo 26

—¿Qué piensas de la hipnosis?

—Nunca he pensado nada en absoluto.

—Básicamente es una relajación profunda y una concentración muy centralizada. Se te daría bien.

—¿Se me daría bien? ¿Por qué?

—Eres inteligente.

—¿Soy susceptible?

—Cualquier hipnosis implica autohipnosis —aclaré—. La capacidad de recibir es una habilidad que mejora con la práctica. A las personas inteligentes y creativas se les da mejor porque se sienten cómodas siendo imaginativas. Creo que es una buena opción para ti en estos momentos porque podemos obtener resultados rápidos y volver al excelente progreso que hiciste cuando eras una niña.

Sin respuesta.

—¿Tanya?

—Si usted lo dice.

Empecé con la respiración rítmica, profunda. Tras espirar tres veces, abrió los ojos.

—¿Dónde está Blanche?

—Durmiendo en su cesta.

—Vaya.

—Espera. —Fui a buscar a la perra, la dejé en el sofá junto a Tanya. Acarició su cabeza. Volvimos al ejercicio de respiración. Al momento, el cuerpo de Tanya comenzaba a perder conciencia y Blanche estaba ya dormida, sus mofletes se hinchaban y se movían.

Conté hacia atrás desde cien, utilizando mi tono monocorde de inducción. Ajusté el ritmo de mi voz a los ronquidos de Blanche. Cuando iba por el setenta y cuatro, los labios de Tanya se separaron y sus manos se quedaron inmóviles. Comencé a introducir sugestiones. Encuadrando los impulsos en cada suspiro para aprovechar las oportunidades de relajación.

En el veintiséis, la luz de mi móvil parpadeó.

—Ve hacia el fondo, más al fondo —repetí.

Tanya se desplomó. Cuando desapareció la tensión, parecía una niña.

Por ahora, todo bien. Si no me pongo a pensar en todo lo que teníamos por delante.

***

Cuando pasó una hora, le di las instrucciones posthipnosis para que practicara y prolongara su relajación hasta despertar.

Tuvo que hacer varios intentos para que sus ojos se abrieran.

—Me siento… es sorprendente… gracias. ¿Estaba hipnotizada?

—Lo estabas.

—No me siento… es raro. No estaba segura de poder hacerlo.

—Tienes un don natural.

Tanya bostezó. Blanche lo hizo a continuación. Tanya se rio, se estiró, se tocó los dedos del pie.

—Quizás algún día pueda hipnotizarme para estudiarme mejor.

—¿Tienes problemas de concentración?

—No —respondió rápidamente—. En absoluto. Estaba bromeando.

—En realidad —dije—, relajarte te ayudaría con los exámenes.

—¿En serio?

—Sí.

—Bien. Lo recordaré. —Cogió el bolso—. Practicaré todos los días, ¿me ha dicho algo de esto?

—Lo he hecho.

—Es un poco… extraño. Estoy mirándole directamente, pero es como si usted… estuviera cerca y lejos al mismo tiempo. Y todavía puedo oír su voz dentro de mi cabeza. ¿Qué más me dijo que debía hacer?

—Nada más —contesté—. Tú eres la que tiene el control. No yo.

Rebuscó dentro del bolso.

Mmm… sé que tengo un cheque aquí…

—¿Cuándo te gustaría volver?

—¿Puedo llamarle? —Sacó un sobre blanco y lo dejó en la mesa—. Firmado y listo, puedo irme. —Sus ojos se movieron hasta la carta de Jordan y su foto.

—Puede quedárselas. No las quiero.

—Se las pasaré al teniente Sturgis.

Tanya se puso tensa.

—Mi madre le ayudó con su adicción. ¿No sé cómo puede eso relacionarla con la muerte de Jordan?

—Yo tampoco, pero será mejor que tenga todos los datos. Me gustaría fijar otra sesión, Tanya.

—¿De verdad cree que debería hacerlo?

—Si es cuestión de dinero…

—No, en absoluto. Lo estoy llevando muy bien en el apartamento. No me paso del presupuesto.

—Pero…

—Doctor Delaware, aprecio de verdad lo que ha hecho por mí, lo que está haciendo. Es sólo que no quiero ser demasiado dependiente.

—Yo no considero que seas dependiente.

—Estoy de nuevo aquí.

—Tanya, ¿cuántas chicas de diecinueve años serían capaces de hacer lo que tú estás haciendo?

—Ya casi tengo veinte —replicó—. Lo siento, gracias por el cumplido. Es sólo que… mire a Jordan. Toda esa rabia porque no podía librarse de su dependencia. Mi madre me enseñó lo importante que es cuidar de uno mismo. No me convertiré en uno de ellos.

—¿Ellos?

—Los débiles, los que se autocompadecen. No puedo aguantar ser así.

—Lo entiendo. Pero yo sólo veo a alguien lo suficientemente inteligente como para pedir ayuda cuando lo necesita.

—Gracias… de verdad que me siento bien, lo que hemos hecho hoy ha sido realmente útil. —Movió los brazos para manifestarlo—. La chica de goma. Practicaré. Si se me olvida algo, me pondré enseguida en contacto con usted.

No contesté.

—Lo prometo —insistió—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

En la puerta de entrada, dijo:

—Gracias por confiar en mí, doctor Delaware. No hace falta que me acompañe.

La vi bajar hacia el coche. No miró en ningún momento hacia atrás.

***

Lunes, la luz parpadeante era un mensaje en el contestador telefónico. El detective Sturgis había llamado.

Le conté a Milo lo de la misiva del enojado Lester Jordan.

—Así que el tío era un cabrón, eso ya lo habíamos comprobado personalmente —replicó.

—Puede que nos aclare algunas cosas. Por la nota, parece claro que Patty le ayudó a recuperarse de una sobredosis, pero no hay ningún indicio de que le suministrara algo más que TLC.

—Genial —respondió—. Mientras tanto, tenemos a un montón de sospechosos esperando. He localizado un Hummer negro matriculado hace tres años a nombre de QuickKut Music, con domicilio en la avenida Oriole, en el bloque mil cuatrocientos. He quedado con Petra dentro de una hora en el cruce de Sunset con Doheny, cerca de la tienda de licor Gil Turner. Vente con nosotros, si te apetece.

***

Las calles con nombre de pájaros ascienden hacia las colinas por encima del Strip, justo al este de Trousdale Estates, resultan una proeza angosta, sinuosa y caprichosamente pavimentada de los ingenieros.

Sinsonte, Curruca, Sinsonte Castaño, Alondra y Tanagra.

El camino de la Urraca de América, en el que George Harrison se sentaba solitario en una casa de alquiler a esperar a un agente de prensa que se hubiera equivocado de calle, contemplando una vasta porción de la ciudad envuelta en un velo de niebla y nocturnidad.

Era fácil perderse en la ascensión. Calles sin salida diseminadas al azar, sin señales de aviso de vía sin salida, hacían pensar que alguien en la oficina de planificación urbanística se había divertido jugando a los dardos. Peligrosos escalones que hacían que salir a hacer footing fuera un deporte de riesgo debido a la ausencia de aceras. Porches y Ferraris pegados al borde. Las casas, la mayoría ocultas por los setos y muros, iban desde palacios estilo paladino a cajas sin ninguna influencia reconocible. Se ensamblaban unas junto a otras como sardinas en lata, al borde de la calle. Si uno entrecierra un poco los ojos en esas calles, las colinas parecen temblar, aun cuando el suelo está quieto.

La parte positiva son unas vistas impresionantes, entre las mejores de todo Los Ángeles, y unas mansiones con un valor que ronda las siete u ocho cifras.

Un ladronzuelo de veintiocho años que viva de la música necesitaría unos ingresos extra muy elevados para conseguir vivir allí y, evidentemente, la respuesta más obvia era la droga. A pesar de esto, recordé lo que le había dicho a Milo sobre que Patty no estaría involucrada en el tráfico de drogas. La nota de Jordan era personal, de rabia por haber perdido una red de seguridad emocional, no parecía preocupado porque le cortaran parte del suministro.

El pecado de Patty había sido hacer su trabajo demasiado bien.

Y sin embargo, tenía que haber cometido algún acto perverso, algo lo bastante serio como para perseguirla durante el resto de su vida. Y probablemente, Lester Jordan había muerto por aquello.

***

Cuando llegué a la tienda de licores, Milo salió de su coche, desplegó un mapa y preguntó en voz alta si la topografía de la avenida Oriole nos permitiría llegar a algún punto estratégico. Cogió el sobre acolchado sin hacer ningún comentario, lo dejó en el asiento del copiloto y volvió a coger el mapa.

Petra llegó en su Accord.

Los dos se pusieron a estudiar las coordenadas de la calle, decidieron aparcar en la parte baja de Oriole y caminar. Utilizaríamos el coche de Petra como transporte porque resultaba discreto.

—No es lo bastante bueno como para que lo tomen por uno del lugar —dijo, dándole un golpecito al capó—. Aunque puede que piensen que soy una secretaria personal.

***

Tomó la avenida Doheny dirección norte, utilizó la palanca de cambios para conducir sin problemas.

—Funciona bien el engranaje, detective Connor —apuntó Milo.

—Tuve que aprender a conducir mejor que mis propios hermanos.

—¿Por amor propio?

—Supervivencia.

Cada nueva propiedad parecía estar en construcción o renovación, y los consiguientes efectos abundaban: polvo, estruendo, trabajadores de un lado a otro de la calzada y boquetes en el asfalto a causa de la maquinaria pesada.

A medida que ascendíamos, las casas se hacían más pequeñas y sencillas. Resultaba evidente que algunas de las más raquíticas habían formado parte de antiguas fincas. La avenida Oriole empezaba por el bloque mil trescientos. Aparcamos al principio y comenzamos la ascensión a pie hacia la cima.

Las piernas largas y delgadas de Petra habían sido creadas para la escalada y mis ratos de autocastigo dedicados a correr hacían que la subida no fuera un gran reto. Pero Milo estaba jadeando e intentaba ocultarlo.

Petra le echó una mirada. Milo se puso por delante de nosotros. Respiraba con dificultad.

—Vosotros… ya sabéis… ¿CPR?

—Te has tomado el último año para reciclarte, pero no te has animado mucho, teniente.

Se quedó mirándome, levanté las manos.

El sonido del roce de sus botas de ante pasó a regular la cadencia de la marcha.

***

Al llegar al bloque mil cuatrocientos apareció una señal de calle sin salida.

Mil cuatrocientos sesenta y dos significaba la cima de la colina, o casi.

—¡Genial! —exclamó Milo jadeando. Se frotó la parte inferior de la espalda y siguió caminando con dificultad.

Pasamos frente a una enorme casa blanca de estilo moderno, luego varias casas cuadradas con una fachada simple de los años cincuenta. En lo que en mi pueblo conocemos como palabrería de vendedor de casas, eufemísticamente podría definirse como el encanto de la arquitectura de mediados de siglo.

En cuanto a unas vistas del demonio, tenía razón.

Milo se apresuró hacia arriba. Secándose la cara con un pañuelo, aspiró aire y apuntó con el dedo.

Espacio vacío donde debería estar el 1642.

Lo único que quedaba era una mancha lisa de suciedad marrón no mucho más grande que la plataforma de una caravana, rodeada por una cadena. La puerta estaba abierta. Una construcción permitía colgar paquetes en la valla.

Un hombre se levantó en el extremo más alejado del solar, a pocos metros del precipicio, mirando un paisaje lleno de humo.

Milo y Petra examinaron los vehículos cercanos. El más próximo era un BMW 740 dorado, aparcado en la cima de la calle sin salida.

—El coche no es mucho más grande que la propiedad —dijo Milo—. La prosperidad de Los Ángeles.

—Por eso no pinto paisajes —respondió Petra.

Haciendo caso omiso de nosotros, el hombre se encendió un cigarrillo, se quedó mirando fijamente y fumó.

Milo tosió.

El hombre se dio la vuelta.

Petra saludó.

El hombre no devolvió el saludo.

Entramos en el solar.

Bajó el cigarrillo y nos miró.

Cuarenta y pocos, un metro setenta y seis o setenta y ocho, con hombros amplios, brazos corpulentos y firmes, y una panza redonda y contundente. Una cara cuadrada y morena acabada en una barbilla desmesurada. Llevaba una camisa de etiqueta azul claro con puños franceses, unos gemelos de oro macizo con forma de avión, pantalones azul marino bastante arrugados, unos mocasines negros que el polvo había vuelto grises. El botón superior de la camisa estaba desabrochado. El pelo gris del pecho estaba erizado y llevaba una cadena de oro sobre la piel. Un cordel rojo y fino rodeaba su muñeca derecha. De la cinturilla colgaban un busca y un móvil.

Unas Ray-Ban cruzadas ocultaban las ventanas de su alma. El resto de su cara era un espejo de desconfianza.

—Esto es propiedad privada. Si quieren disfrutar de la vista sin pagar, vayan a Mulholland.

Petra mostró la placa.

—¿Policía? ¿Qué? ¿Se ha vuelto loco?

—¿Quién señor?

—Él. Troupe, el abogado. —Ladeó la cabeza hacia la casa, hacia el sur—. Ya se lo he dicho. Todas las licencias están en regla, no hay nada que podáis hacer.

Tenía un acento particular, algo familiar, pero no era capaz de localizarlo.

—¿Y ahora, de qué se está quejando otra vez?, ¿del ruido? Estuvimos nivelando la semana pasada, ¿cómo se puede nivelar sin hacer ruido?

—No estamos aquí por eso, señor…

—Avi Benezra. Entonces, ¿qué es lo que quieren?

Localicé el acento. Unos cuantos años antes, trabajamos con un superintendente israelí de la Policía llamado Daniel Sharavi. La entonación de Benezra estaba más marcada, pero era similar.

—Estamos buscando a los residentes del 1642 —declaró Petra.

Benezra se quitó las gafas, dejando al descubierto unos ojos suaves de color avellana, entrecerrados a causa de la risa.

—Ja, ja… muy divertido.

—Me habría gustado intentar serlo, señor.

—¿Los residentes? Quizá se refiera a los gusanos y bichos. —Benezra soltó una carcajada—. ¿Quién es su fuente de información? ¿La CIA?

—¿Desde hace cuánto tiempo no hay casa?

—Un año. —Señaló con el pulgar hacia la casa vecina—. Troupe consiguió hacernos callar durante un año, así que la propiedad cayó en la ruina.

—¿Un tipo irritante?

—Un cabrón irritante —contestó Benezra—. Un abogado.

—¿Está en casa?

—Nunca está en casa —replicó—. Por eso está como loco por quejarse. Quizá quieran decirle que pare de molestarme. ¿Saben por qué está loco? Él quería comprarla, construyó una piscina, pero no estaba dispuesto a pagarlo que valía. Ahora yo no quiero venderla. Voy a construir yo mismo. ¿Por qué no? —Hizo un gesto hacia las vistas del paisaje—. Será algo tipo… todo de cristal, con vistas a Palos Verdes.

—Espléndido —añadió Petra.

—Es lo que yo hago —insistió Benezra—. Construyo, soy constructor. ¿Por qué no hacerlo finalmente para mí?

—Entonces, ¿derribó la casa hace un año?

—No, no, no. Hace un año que está vacía. La eché abajo hace cinco meses y ahora mismo no me da más que dolores de cabeza, el cabrón se queja al consejo de zona y al alcalde. —Hizo girar el dedo sobre la sien—. Por fin, he conseguido el consentimiento.

—¿Desde cuándo es propietario, señor Benezra?

Benezra sonrió.

—¿Está interesada en comprarla?

—Me gustaría.

—La compré hace cinco años, la casa estaba hecha una mierda, pero con esto…

Volvió a mirar con orgullo el paisaje. Fumó, hizo sombra con la mano sobre los ojos y se quedó mirando cómo un avión de pasajeros ascendía desde Inglewood.

—Utilizaré todo el cristal que me permitan con la nueva normativa sobre energía. Acabo de construir una fabulosa, de estilo mediterráneo, en la avenida Angelo, ochocientos treinta y seis metros cuadrados, mármol, granito, equipo Home Theater, lista para vender. Luego, mi esposa decide que quiere irse allí a vivir. De acuerdo, ¿por qué no? Luego, me divorcio y ella se queda con la casa. ¿Y qué hago? ¿Debería haber luchado?

—¿Ha alquilado la propiedad alguna vez a un hombre llamado Blaise de Paine?

—¡Vaya hombre! —exclamó Benezra—. Ese tío. Sí, fue el último.

—¿Un inquilino problemático?

—Si llamas inquilino problemático a un tío que lo destroza todo y no paga, sí. Para mí fue problemático. Mi culpa, rompí las reglas, me tomó por idiota.

—¿Por idiota? —preguntó Petra.

—Estoy utilizando un lenguaje educado porque es usted una señora.

Petra sonrió y dijo:

—¿Qué reglas rompió?

—Las reglas de Avi. Dos meses por anticipado, más una fianza por desperfectos para empezar. A él se lo dejé en un mes y sin fianza. Estúpido, Tenía que haberlo sabido por el aspecto que tenía.

—¿Qué aspecto tenía?

Rock & Roll —contestó Benezra—. El pelo, ya saben. Pero venía recomendado.

—¿Por quién?

Benezra se echó para atrás las gafas de sol.

—Un tipo.

—¿Qué tipo?

—¿Es importante?

—Puede serlo.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¿Quién lo recomendó? —repitió Petra.

—Escuchen —dijo Benezra—. No quiero tener problemas.

—Si no ha hecho nada…

—No he hecho nada. Pero el tipo que lo recomendó, es un poco famoso, ¿saben?

—¿Quién?

—Yo no sé nada de sus problemas.

—¿Qué problemas? Señor.

Benezra aspiró aire, fumó con avidez.

—Para lo que yo lo contraté es legal. Lo que haga para otra gente, no lo quiero ni saber.

—Escuche —dijo Petra—, ¿de quién estamos hablando?

—Un tipo que contraté.

—¿Para hacer qué?

—Vigilar a mi mujer. Ella quería quedarse la casa de Angelo, ochocientos treinta y seis metros cuadrados, puede patinar dentro, de acuerdo, acepto. Quería las joyas, de acuerdo. ¿Pero mi barco? ¿Propiedades que yo ya tenía antes de conocerla? Nada, nada, nada de acuerdo. Sabía lo que estaba haciendo con ya saben quién y quizás aquel tipo podría probarlo, así evitaría que ella fuera de prepotente.

—Tenemos divorcio por acuerdo mutuo en California.

—Eso es oficialmente —replicó Benezra—. Pero no con todos sus elegantes amigos, recaudadores de fondos para obras benéficas y almuerzos en el Spago. No le parecerá bien que todos sepan que no es tan perfecta. Lo contraté para que consiguiera pruebas.

—Hablamos de un investigador privado.

—Sí.

—Porque su mujer…

—Usted es una mujer. ¿Qué cree que hizo?

—¿Buscó alguna otra cama en la que dormir?

—No alguna otra cama. Buscó a otro tipo, su oculista. —Golpeó una de las lentes de las gafas—. Pagué diez mil dólares por el Lasik para que no tuviera que llevar lentillas, nada de irritación. Y ella me lo pagó buscándose otro tipo de tratamiento.

Dio un chasquido con la lengua.

—Es bueno que pueda tomárselo con tan buen humor —apuntó Petra.

—¿Y qué? ¿Debería ponerme a llorar?

—¿Cuál es el nombre del investigador privado?

—Ese tan famoso —contestó Benezra—. Fortuno.

—Mario Fortuno.

—Sí, ¿todavía está en la cárcel?

—Por lo que sé, sí.

—Bien, cogió mi dinero y no hizo nada. De lo demás, no tengo ni idea.

—¿Le dijo Fortuno cómo había conocido a Blaise?

Benezra movió el dedo.

—Un amigo de un amigo, de un amigo, de un amigo. «Es un tío legal, Avi, confía en mí», me dijo. —Se rio a pierna suelta—. Creo que me dejé algún amigo más.

—¿Qué más le contó Fortuno sobre De Paine?

—Nada más. Fui estúpido, pero pensé que un tío así, que estaba trabajando para mí, ¿por qué me engañaría? Incluso le rebajé el alquiler porque la casa estaba hecha una mierda, iba a derribarla pronto.

Volvió a girarse hacia el paisaje y dijo:

—Miren esto.

Petra le enseñó una de las fotos de la fiesta que sacamos de Internet.

—¿Es esta la persona de la que hablamos?

—Es él. ¿Qué ha hecho?

La fotografía de la DMV de Moses Grant produjo un movimiento de negación.

—A ese nunca lo he visto. ¿Quién es? ¿Un gánster de Watts?

La fotografía de la cara de Robert Fisk provocó un gesto de sorpresa, levantó las cejas.

—Ese estuvo aquí, lo he visto un par de veces. Puede que viviera aquí, a pesar de que el trato era para sólo una persona, son menos de cincuenta y seis metros cuadrados, una habitación, un baño. Antes era el garaje de ese cabrón en los años cincuenta. Él compró dos años antes y piensa que debería ser todo como en aquel entonces, no quiere pagar el precio de mercado. Me está volviendo loco. Iba a dejarlo como espacio verde, pero que se olvide, la construiré a cinco centímetros del límite.

Petra agitó la foto de Fisk.

—¿Qué le hace pensar que esta persona estaba viviendo aquí?

—Un día vine a por el alquiler y era el único que estaba en casa. No llevaba camiseta, con unos tatuajes de escándalo, estaba haciendo ejercicio frente a la ventana, en una colchoneta, sabe a qué me refiero, ¿no? Yudo, kárate, algo así. Estaba todo lleno de ropa y basura. Intenté entablar conversación. Yo aprendí krav maga, un estilo israelí de kárate, en la armada. Él me dijo que sí, que lo conocía, luego cerró los ojos y volvió a aspirar y expirar mientras estiraba los brazos. Le dije que sentía molestarle, pero que qué pasaba con el alquiler. Me dijo que no sabía nada, que sólo estaba de visita. Todos esos tatuajes, por toda esta parte —añadió tocándose el pecho— y hasta el cuello. ¿Es un mal tipo?

—Nos gustaría hablar con él. ¿Qué más nos puede contar sobre De Paine y Mario Fortuno?

—Eso es todo. —Benezra miró el reloj—. Le contraté para descubrir algo sobre ella. Me dijo que estaba viéndose con su oculista… ¡pues muchísimas gracias!, menudo hallazgo, superdetective… Eso ya lo sabía porque a pesar de que veía a la perfección, ella seguía concertando citas con él.

Sacudió la cabeza.

—Trece mil dólares para eso, muchísimas gracias. Debería pudrirse en la cárcel.

—Entonces, ¿Fortuno no siguió adelante? —preguntó Milo.

—Siempre tenía excusas —contestó Benezra—. «Necesito tiempo, Avi». «Tenemos que estar seguros de que las pruebas serán auténticas, Avi». «La consulta del oculista está cerrada, Avi. Puede que cueste un poco más, Avi».

Una amplia sonrisa cruzó su rostro.

—Finalmente me di cuenta de que me estaban tomando el pelo por partida doble. Ahora estoy pensando en querellarme contra mi abogado del divorcio, al fin y al cabo, fue él quien me recomendó a Fortuno. Le llamé y me dijo que Fortuno también lo había estafado a él.

—¿Cómo?

—Lo contrató para que redactara unos documentos y no le pagó.

—El nombre de su abogado, por favor.

—Vaya —protestó Benezra—, esto se está complicando. Está bien, por qué no. He acabado con él. Marvin Wallace. Roxbury con Wilshire.

Benezra dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó con los dedos. Voló a través del solar.

—Siempre excusas para no hacer su trabajo, ese Fortuno. Al fin ha tenido lo que se merecía.

—¿Qué merecía? —preguntó Petra.

—Lo que le habéis dado, chicos. Una temporada en la cárcel.