IV. CARTA ABIERTA DEL COMANDANTE A LA DIRECCIÓN DEL CENTRO SIQUIÁTRICO MILITAR
En circunstancias como la actual —este régimen de privación de libertad al que desde hace semanas me hallo sometido—, el ánimo del supuesto paciente, confrontado a la vez a sí mismo y a los límites impuestos por la autoridad médica, le induce sin necesidad de colaboración ajena a volver y remover en las cenizas de su pasado en busca de respuestas y aclaraciones a las preguntas que se plantea.
Desde mi baja del alto mando de la Fuerza Internacional de Interposición, traslado a la base militar aliada de A. y hospitalización en el centro siquiátrico de N. dependiente del Ministerio de Defensa, he vivido en un estado de regresión, de retorno seminal a episodios de la infancia y escenas de familia que creía sepultados. Es como si un cataclismo hubiera sacudido las zonas enterradas de mi vida y las hubiese hecho aflorar a la superficie, facilitando así mi trabajo de arqueólogo. Las ruinas de un país y un hogar víctimas de una guerra fratricida y sangrienta están ahora a la vista: heridas elocuentes, acusadoras, todavía sin cicatrizar. Con una mezcla de melancolía e indignación, vagabundeo obsesivamente en ellas.
Nacido en 1946, en la guarnición militar de T., viví allí alrededor de diez años hasta la brusca independencia del país y abandono de nuestra zona de Protectorado. Infancia tranquila en un ambiente tradicional y castrense, estricta formación religiosa y patriótica en clases presididas por el crucifijo y los retratos del Generalísimo y del Ausente. Mi padre me llevaba a veces al cuartel del regimiento en el que servía y recuerdo la ocasión en la que presencié, saludando también desde la tribuna, el desfile de la tropa: legionarios, regulares, soldados de oficio, cuantos habían contribuido con su arrojo y abnegación al triunfo de «la Cruzada». Mi destino se decidió entonces de oficio, sin mi opinión ni consentimiento: sería oficial en consonancia con el linaje paterno; pasado el bachillerato, ingresaría en la Academia General Militar.
Mi madre había sido una mujer de gran belleza: culta, delicada, lectora voraz de novelas y libros de poemas, no frecuentaba a las esposas de los demás oficiales y jefes ni participaba en sus veladas y fiestas benéficas. Luego, oí decir que aquéllas achacaban su reclusión a los celos y afán de posesión de mi padre. Hoy me inclino a creer que este régimen de semiclausura fue obra exclusiva de ella. Casada por razones que ignoro con un hombre de un medio y aficiones en los antípodas de los suyos, había logrado preservar con suavidad y paciencia una pequeña parcela de autonomía en el mundo pacato y cerril de la casta militar africana. Los libros y el cuidado de su único hijo —otros dos hermanos míos, mayores que yo, fallecieron de sobreparto con anterioridad a mi nacimiento— absorbían sus jornadas sin ceder jamás al tedio. El mundo ideal de sus lecturas y los ratos que pasaba a solas conmigo ceñían su jardín secreto: nadie sino yo podía penetrar en él.
Aunque conservo raras fotografías suyas en la espaciosa villa que ocupábamos al pie de la montaña, recuerdo la expresión de alegría con la que me acogía en sus brazos a la vuelta del colegio de religiosos en el que me educaban. Con ella, presentía la existencia de un mundo al que por desdicha nunca tendría acceso: el de una cultura, sensibilidad y afectos evacuados cuidadosamente de las aulas. Reunidos con mi padre, el orden exterior se imponía. Pero las incursiones furtivas a su gabinete fueron sin duda los momentos más luminosos de mi niñez.
Allí, en aquella habitación con las paredes tapizadas de libros, le oí pronunciar por vez primera, en conversación con una prima venida de visita desde la Península, el nombre de mi tío Eusebio. Susurraban las dos, para que no captara sus palabras, y mi madre lloró. Debí de preguntarle por qué, pues se enjugó las lágrimas y las atribuyó al calor. Luego, mientras yo fingía dormir en el pequeño sofá de la pieza, colecté las semillas dispersas de sus confidencias que, cuarenta años después, durante mi destino temporal en el alto mando de la Fuerza Internacional de Interposición, germinaron de súbito en mi conciencia. Frases, jirones de frases, primero de ella y luego de mi padre, no sé si en el gabinete, su dormitorio o el salón: alusiones a la detención de tío Eusebio el día del Alzamiento, amenaza de un juicio sumarísimo, me arrodillé a sus pies, supliqué y supliqué como una loca, sólo tu intervención puede salvarle, si le dan el paseo será como si me lo dieran a mí, siempre te dije que acabaría así, rojo, poeta y maricón, te das cuenta?, hazlo por mí, por amor de Dios!, el deshonor y vergüenza de la familia! Qué pasó con tío Eusebio, le pregunté días después cuando, reclinado en su pecho, disfrutábamos los dos de la quietud y hechizo de su refugio. Tu padre le libró del pelotón de ejecución y lo encerraron en un manicomio del que se fugó más tarde, mostró ser un hombre de palabra, un acto de gran valor en aquellas circunstancias que le agradezco y agradeceré toda la vida. Pero no repitas nada de cuanto te he dicho, guarda el secreto conmigo, no menciones delante de él el nombre de mi hermano, se pondría hecho un basilisco, no me lo perdonaría jamás! Lo que pasó, pasó. Olvídalo!
No volvió a tocar el tema en sus escasas y púdicas confidencias, ni siquiera en sus últimos días en el hospital, cuando la enfermedad que la minaba interiormente la llevó al sepulcro. Yo era ya entonces un hombre hecho y derecho y había puesto entre paréntesis y enterrado en lo más hondo de mí mismo la conversación sobre el tío y otro lance turbio acaecido también en T.
Era verano —hacía calor—, mis padres habían salido de casa y aproveché su ausencia para colarme en el refugio materno, busqué las llavecillas del bargueño que fue joya de su ajuar y en el que guardaba la correspondencia familiar y cartas de amor de su marido. Uno a uno, saqué los compartimentos del mueble hasta dar con un sobre lacrado oculto en el espacio existente entre las tablas del cajoncillo inferior. Lo escrito en él rezaba escuetamente: «Confiado a mi hermana el 17 de julio de 1936, con el ruego de que lo destruya en caso de muerte o desaparición». Lo abrí de verdad? O todo es una construcción mental posterior? Aunque el siquiatra con quien discuto el asunto insiste en su cargante jerga freudiana (o lacaniana?) en la segunda hipótesis, yo revivo la escena con nitidez y una precisión de detalles que desmienten sus teorías y lucubraciones. El lenguaje de los sicoanalistas me ha parecido siempre esquemático y falso: la pretensión de encajar las experiencias vividas por el, en mi caso, «impaciente» en un molde conceptual prefabricado resulta tan vana como querer pescar el agua con una red. Lo soterrado y fecundo se escurre fatalmente entre sus agujeros.
El sobre —qué fue luego de él?— contenía un cuaderno de versos, cartas y fotografías. No puedo hablar con precisión del primero, pero sí de los retratos y misivas. Unos billetes escritos por semianalfabetos —en un español fonético, balbuceante y tosco—, ilustrados a veces con dibujos obscenos: vergas tiesas, burdamente trazadas en el acto de orinar o verter el semen. Las fotos amarillas, marchitas, reproducían imágenes crudas de gañanes, áscaris del Tabor o el cuerpo de Regulares, mostachudos, robustos, en uniforme, desbraguetados, luciendo con orgullo el vigor y magnitud de sus atributos, del arma natural en posición de ataque. Cerré el sobre, lo devolví a su escondrijo y corrí al lavabo, no sé si a masturbarme o a vomitar.
Enterré el incidente en el más profundo olvido y cumplí con el destino trazado de antemano por las circunstancias en las que se desenvolvieron mi infancia y educación: estudios brillantes en la Academia General Militar, matrimonio con una mujer que me ha dado dos hijos, destino en diferentes acuartelamientos de la Península, cursillos de lengua y especialización en Tejas, coordinación con el cuartel general aliado durante la Guerra del Golfo, envío en calidad de comisionado al alto mando de la Fuerza Internacional de Interposición en S. en otoño de 1993. Allí me atrapó el pasado en forma de una muerte sin cadáver: el compatriota alcanzado por una bala de mortero en su habitación del hotel H. I. y cuyo cuaderno de poemas resucitó el recuerdo de mi tío Eusebio. Las presuntas iniciales de su autor no correspondían con las suyas; pero, en los tiempos que corrían —aquel infausto verano de 1936—, el instinto de supervivencia empujaba a la cautela. Unos versos como aquéllos podían costar a su autor el paredón, con recochineo de remate por bala en el culo, como al poeta de Granada. Con la diferencia de que en la plaza fuerte de M. —bastión de los militares alzados— la represión de los inconformes y disidentes fue todavía peor.
A riesgo de agravar mi caso ante el consejo médico que controla la evolución de mi supuesta esquizofrenia con unos métodos sin duda más suaves que los empleados con el tío Eusebio, pero que coartan mi libertad y me reducen moralmente hablando a la condición de un minusválido —simple objeto de sus análisis y conclusiones—, la experiencia de estas semanas ha roto muchas presas y abierto las compuertas al curso de ideas rebalsadas por espacio de cuarenta años. Caídas las anteojeras, advierto con claridad que nuestro papel de observadores de la Fuerza Internacional de Interposición no es útil a la causa de las víctimas sino que defiende un statu quo favorable a los agresores: a ese ejército de oficiales felones que en abril de 1992 volvió sus armas contra el pueblo que había jurado defender siguiendo la pauta de los espadones alzados en nuestro país en el 36 para salvarlo de la «conjura judeomasónica» y aplastar sin piedad a quienes no compartían sus planes. Como en la ciudad universitaria, el riachuelo y la Casa de Campo de la capital, el cerco y bombardeo diario de S. enfrenta dos concepciones radicalmente opuestas de la vida y la sociedad. También allí, a cubierto de los montes, edificios y colinas cercanos, «los cobardes, los asesinos, los siervos incondicionales, los ciegos instrumentos de los más sombríos fantasmas de la historia, los técnicos de la guerra, los sabios verdugos del género humano» que fustiga Machado, actúan con total impunidad: la reiteración de promesas incumplidas, declaraciones solemnes destinadas a parar en la papelera, amenazas de intervención aérea lastradas de cláusulas restrictivas, establecimiento de áreas protegidas convertidas pronto en osarios, muestran que la comunidad internacional carece de la ética y voluntad necesarias para impedir la carnicería. En verdad, la política de no intervención —el embargo de armas a las «partes implicadas en el conflicto»— constituye el ejemplo más brutal de intervención desde que los gobiernos de Londres y París contribuyeron decisivamente a la asfixia y derrota de nuestra República. En los dos casos, dicha abstención farisaica —quien asiste a un estrangulamiento como el de S. sin intentar impedirlo, no incurre acaso en el delito tipificado de complicidad?— ha actuado contra quienes defendían y defienden las instituciones legales y democráticas y a favor de unos golpistas aliados con Hitler o esa taifa de matones, abanderados de la purificación racial.
Ignoro lo que me reserva el destino después de este violento zarandeo: mi reencuentro abrupto con el pasado tendrá sin duda efectos perdurables. Únicamente me acompaña una certeza: si mi situación personal lo tolera, seguiré el ejemplo del compatriota, ex alto responsable de la oficina de Naciones Unidas para los Refugiados, que, tras dimitir dignamente del puesto, denuncia de modo acerbo la colusión de los negociadores o tahúres internacionales con el cínico y rapaz caudillo de Palé. A más y mejor, no descarto la idea de revestir el uniforme, no para patrullar en las tanquetas de la Fuerza Internacional de Interposición y manifestar infinitos escrúpulos y titubeos a la hora de fijar responsabilidades cuando centenares de granadas llueven desde las montañas sobre los desdichados habitantes de la ratonera, sino para alistarme en las filas de los defensores de ésta. Cuanto calló y se tragó mi madre, asciende hoy como una marea que amenaza ahogarme: mi afán de sobrevivencia moral me fuerza a tomar partido por la dignidad. Sin romanticismo alguno, sólo para entroncar con lo que fue desmochado en la infancia, volveré a orillas del Milyaka. Allí pereceré o ajustaré definitivamente las cuentas a mi enemigo mortal.