PROLEGÓMENOS A UN ASEDIO

Los síntomas se acumulaban desde hacía algún tiempo. Los comprobaba a diario a lo largo de sus paseos por el barrio, como preludio sarcástico a ese nuevo orden mundial proclamado por los gurús del poder y la banca: derrumbe social y moral; despidos en masa; sordas explosiones de cólera; ramalazos de locura; proliferación de identidades exclusivas, sectas y bandas; anuncios agoreros de un inminente Apocalipsis. La mano invisible que los trazaba con tiza o aerosol multiplicaba sus advertencias cifradas. Sólo los exégetas o paseantes avezados a una lectura interdisciplinaria de los códigos del lenguaje mural alcanzaban a desentrañar el significado de algunos jeroglíficos y garabatos, las frases en urdú, turco, bengalí, curdo, árabe o tamazigh que cubrían las paredes de los vetustos inmuebles burgueses o las viviendas desahuciadas, condenadas a corto plazo a la piqueta de demolición. A diferencia de los carteles que glorificaban antaño en idioma uralo-altaico la lucha revolucionaria de las masas peruanas o de las remotas y ya borrosas loas al hermético paraíso de Albania, las nuevas pintadas no parecían emanar de ningún grupo organizado ni transmitir consignas. Eran mensajes individuales, cínicos o desesperados, contra los miríficos beneficios de la Tienda Global —esa «Sinfonía del Nuevo Mundo» sabiamente orquestada— que configuran la panacea universal del pensamiento único: «Para proteger la industria nacional hay que echar a la calle a la clase obrera nacional!» «Libertad de despido con patada en el culo!» «Aquí trincan los yonquis!» «Caballo gratuito para todos!» «Pida su jeringuilla por miniteli» «Consulte nuestro anuario regalo de Navidad: las mil y una maneras de propagar el sida!».

El señor mayor que, dos veranos antes, permanecía el día entero sentado en un banco frente al café en el que, con conmovedora fe en el futuro, los parados y pobres del barrio apuestan sus cuartos en las carreras del hipódromo de Longchamp retransmitidas en directo, había perdido poco a poco su aspecto atildado y pulcro. Ocupaba aún el mismo banco, atento en apariencia a la marejada de voces y rugidos humanos con que los clientes apiñados frente al televisor jaleaban metafísicamente —sin corrientes eléctricas ni ondas hertzianas— el brío de sus caballos favoritos, pero con pantalón y chaqueta raídos y barba grisácea sin afeitar. Jubilado cuya pensión no cundía para el alquiler y comida? o al que, en un audaz y valiente recorte presupuestario, el ministro del ramo había privado de sus onerosas prestaciones sociales, felicitado por los medios informativos? Imposible saberlo: nuestro héroe se limitaba a espiarle, acortando el paso conforme le divisaba en el banco o sentado ya en el suelo, a la entrada de un comercio clausurado por quiebra o defunción del dueño y en cuyo escaparate cochambroso rezaba el lamento: «Liquidación total de existencias por cierre definitivo». Había empezado a bajar, como muchos otros, la pendiente irreversible del deterioro: miraba fijamente el vacío a lo largo de las jornadas sin consultar siquiera como antes las páginas del Tiercé u horóscopo del día, revolvía el interior de las papeleras y contenedores de basura en busca de miserables despojos. Carecía ya de domicilio fijo y se apandillaba —con su cartón de embalaje, cuidado, eso sí, como el maletín de un ejecutivo brillante— con media docena de mendigos asiduos de las puertas cocheras y respiraderos del metro. Un día descubrió que compartía con ellos el vino peleón: uniformado ya de hematomas y harapos, detrito irreciclable en el circuito de la productividad a quien habría que desinfectar y duchar antes de soltarlo con el estómago lleno y un bocadillo de repuesto a la libertad de oportunidades de la calle, asequible a todos, sí señor, a condición de ser, claro está, emprendedor y dinámico, dotado de espíritu competitivo y de natural aptitud para la arrebatiña, virtudes que a todas luces no poseía y por cuya falta se autocondenaba al parasitismo y marginación. Le vio más tarde, en un desplome ya vertical, durmiendo la mona panza arriba junto a los barracones de obras públicas contiguos a la oficina de Correos del bulevar. Las hojas empezaban a amarillear y se preguntó con curiosidad y una soterrada aprensión si el que un día fuera el señor mayor sobreviviría a la embestida y rigor del invierno.

Siguió acera abajo hacia la Porte Saint Denis: la sala de filmes X acababa también de cerrar! La crisis general se extendía incluso a la pornografía! Desamparado, contempló al habitual grupo de africanos que arrojaban los dados en la boca del metro: el jayán con cabello esculpido a lo Grace Jones dominaba como siempre el juego con su esplendidez robusta. Procuró no demorar la vista en él y la dirigió a los paquistaníes congregados alrededor de su paisano del carrito de sángüiches: túnicas blancas, barbas integristas, enroscados turbantes! Los indígenas les miraban de reojo con prudente inquietud. Eran miembros de la internacional terrorista denunciada en los medios informativos? Se disponían a chantajear y cometer atentados? En el chaflán opuesto, la estatua de San Antonio con su cerdito y báculo parecía perdida en el entorno extraño y hostil. A sus pies, un negro había sufrido un desmayo y boqueaba inconsciente en el suelo, con el tronco apoyado oblicuamente en la pared del edificio. Dudó un momento entre continuar y prestarle auxilio, y una muchacha se le adelantó. Rubia, seca, angulosa, vestida con una blusa y téjanos, se inclinó hasta el caído con diligente solicitud. El rasgo de solidaridad y compasión, en contraste con la insensibilidad del gentío, le reconfortó. Bajo el efecto lenitivo de su primera impresión, contempló sin comprender todavía el veloz movimiento de la supuesta benefactora de cachearle los bolsillos, primero de la camisa, luego del chaquetón de cuero: piezas de moneda, billetes arrugados, un bolígrafo, de los que se apropiaba en un pestañeo antes de repetir la incursión en los vaqueros, arrancarle de un tirón la medalla o amuleto del cuello, rematar la eficaz labor de limpieza con un airoso e inesperado colofón. El gorro americano de visera con el que el caído se protegía del sol cambió en un segundo de dueño. La muchacha lo encasquetó en su cabeza y desapareció entre la muchedumbre sin una mirada al cuerpo del drogadicto al que con tanta maestría acababa de despojar.

La escena le dejó sin aliento: la indiferencia insectil de los transeúntes conectados individualmente a través del ubicuo universo de imágenes a los propagandistas del pensamiento correcto, desmentía la realidad del abigarramiento, mescolanza y heterogeneidad? O era ésta el contrapeso y compensación de aquélla? Su excitación de años atrás, cuando recorría el barrio con curiosidad insaciable, a la caza de sensaciones y aventuras, había cedido paso a una premonición más pesimista y cruda: el gueto, la guerra interétnica de los guetos, reemplazaría con su brutalidad y tribalismo a la concepción ideal de la cives como crisol de culturas. Cruzaba la acera frente a la peluquería afro por el lugar en donde había sido agraciado una tarde con una extraordinaria visión: una docena de monjitas africanas, en marcha ufana a los locales de la Misión Católica, habían interrumpido la caminata para entrar en ella y salir instantes después con un atuendo enteramente distinto. Lucían sus piernas esbeltas, como relámpagos de pulposidad fulgurante, por obra de atrevidas minifaldas y con sus cabellos sabiamente esponjados reproducían la turbadora alianza de suavidad y fiereza de la modelo favorita de Vogue\ Alucinación o milagro que le había obligado a cerrar y abrir los ojos hasta convencerse de su portentosa y desestabilizadora verdad.

Pero las teofanías e iluminaciones habían cesado, como si la decretada uniformidad de apetitos y deseos excluyera cualquier disonancia como intrusión perturbadora en el dominio difuso del pensamiento. Las diferentes etnias del barrio se replegaban sobre sí mismas y parecían aguerrirse, aglutinar sus fuerzas en previsión de posibles enfrentamientos y colisiones mortíferas. Nuestro personaje —llamémosle así para identificarlo de algún modo pues ignoramos su nombre y señas— verificaba con amargura no exenta de una pizca de vanagloria la inminencia de sus predicciones. Todos los días le aportaban nuevas pruebas que, a primera vista inconexas, recreaban no obstante, desde una perspectiva adecuada, el dibujo sutil del tapiz.

Al bajar la escalera del metro, había asistido a controles y cacheos, al paso regular de patrullas fuertemente armadas en busca de eventuales integristas y metecos indocumentados. El ejército peatonal de los usuarios avanzaba por los pasillos con aire tenso, la tormenta incubada confederaba sus amenazadoras nubes. Vio de súbito a un remolino de gente que se alejaba de alguien y le hacía el vacío con prisa y disgusto: un individuo, autóctono de una cuarentena de años, había dejado caer sus pantalones al suelo y, con el posterior ligeramente curvo, defecaba de pie a esfínter suelto. Lleno de furia y luciferino orgullo, apuntaba con un ademán del brazo a sus propios excrementos: sí, estoy cagando! miren bien toda esta mierda! es mía y bien mía! nadie puede impedirme cagar! es el único derecho que me queda!

Nuestro exiguo héroe le observaba temblando. El energúmeno o santo increpaba violentamente al gentío, mezclaba improperios y carcajadas: vamos, vengan a ver! aquí tienen la mierda en la que vivimos! no hay más que eso detrás de sus programas y discursos! mierda, y nada más que mierda! Los usuarios fingían dignidad, aceleraban el paso, musitaban comentarios escandalizados: habráse visto, qué desfachatez, hacer sus necesidades en público. A contracorriente, el protagonista de nuestra historia aguantaba los empujones y codazos de quienes huían del espectáculo, la masa atemorizada e incrédula de los programados para la pasividad y aceptación resignada de la ley de la selva, los consumidores por procuración de inalcanzables delicias ajenas, los vapuleados sin protesta por las corrientes y flujos espontáneos de la libre economía de mercado. Cómo sublevarse, sin caer en la sinrazón y demencia, contra las sabias leyes de la naturaleza?

Al cabo se sintió desfallecer, incapaz de proseguir el paseo hasta el andén y espiar allí el rostro ceñudo de los viajeros mientras se volcaban con ímpetu desde los vagones del convoy que abría sus puertas. La iluminación nocturna se había cumplido: el Defecador era el profeta en cólera de sus pesadillas y sueños!

La guerra, el asedio, estaban a punto de comenzar.