INFORME DEL COMANDANTE1 (I)

A las 16.40 de hoy, hora local, el comisionado de asuntos civiles de la Fuerza Internacional de Interposición comunicó telefónicamente a su superior que un ciudadano español había sido alcanzado por un disparo de mortero en su habitación del hotel H. I., sito en la Voivode Putnika, más conocida en los tiempos que corren por Avenida de los Francotiradores. Tras ponerme en contacto con el departamento de asuntos exteriores del Ministerio del Interior de la Presidencia —informado ya del hecho por la dirección de aquel establecimiento, en donde se alojan de ordinario los corresponsales de prensa y televisión, diplomáticos de paso y miembros de diversas organizaciones no gubernamentales—, me trasladé al lugar de autos con objeto de proceder a las averiguaciones oportunas y cumplir con los trámites necesarios. La ciudad sufre aún en el momento de redactar estas páginas uno de los bombardeos más intensos del asedio: la estación de radio de la Presidencia ordenó excepcionalmente la interrupción de todo movimiento de personas y vehículos a fin de no añadir nuevas víctimas a las dieciocho contabilizadas en el curso de la jornada en el depósito de cadáveres del hospital central. Los vuelos humanitarios han sido suspendidos y una espesa capa de nieve cubre las calles y avenidas desiertas de la ciudad.

El estruendo de los obuses y tableteo de ametralladoras no cesó durante el trayecto. Al frenar para estacionarnos junto a la única puertecilla de acceso al hotel —pese a que la niebla se había levantado y la tanqueta ostenta de forma muy clara la bandera y las siglas de la Fuerza Internacional de Interposición—, el vehículo recibió el impacto de una bala disparada presumiblemente por los francotiradores apostados al otro lado del río. A cobijo de ellos, tras las paredes de uno de los restaurantes cerrados desde el comienzo del asedio, me personé con dos suboficiales a mi mando en el interior del edificio, al fondo de cuyo vestíbulo inmenso y vacío se abriga la recepción. La luz comenzaba a escasear y tuvimos que utilizar nuestras lámparas de bolsillo aguardando la puesta en marcha del grupo electrógeno. Según me notificó el administrador interino, el hotel recibió entre las 8.30 y 9 horas de la mañana tres impactos de mortero: uno en la fachada principal, desocupada desde hace meses; otro en la antigua sala de juego, clausurada igualmente; un tercero en el cuarto piso, en su cara lateral derecha, en la habitación en la que se hospedaba nuestro compatriota.

Subí con mis suboficiales y dos empleados a dicho piso y localicé enseguida, por el boquete abierto en la pared y los escombros, el cuarto en donde había estallado el proyectil. Los tabiques estaban agrietados; muebles, cuadros y lámparas aparecían destrozados y caídos; el suelo se hallaba sembrado de cascotes. El cadáver, supuestamente envuelto con el cubrecama, yacía al pie del tresillo. Escribo «supuestamente» porque al tirar de la colcha para reconocerlo verifiqué con sorpresa que el cuerpo había desaparecido. Los dependientes parecían tan confusos como yo. Ellos mismos lo habían recubierto después de la visita del forense y el acta de defunción en espera de la llegada de la ambulancia, aplazada hasta el momento por la mencionada prohibición de circular por la ciudad. El asombro y consternación del personal a quien tomé declaración con ayuda del administrador interino —declaración que, junto al acta del forense y otras pruebas referentes al lance habrá que confiar a los traductores jurados de nuestra embajada en Z.— eran a todas luces sinceros: un acta de defunción sin cadáver no es moneda corriente incluso en este país dejado de la mano de Dios. Mientras ellos intentaban esclarecer el misterio con el centinela de facción en la puerta, el conserje y el resto de la escuálida plantilla de servicios, hice el inventario de los bienes y objetos pertenecientes al difunto o desaparecido.

Una vela semiconsumida y otra de repuesto.

Una lamparilla eléctrica.

Un neceser de aseo.

Unas botas forradas interiormente de piel.

Un chaleco antibalas de corte militar.

Un cuadernillo de tapas verdes con media docena de poemas.

Una maleta mediana de color beis.

El contenido de ésta se halla consignado en una hoja aparte. Comprende dos mudas de ropa, calcetines, camisetas y calzones de lana, un pasamontañas, así como unos manuscritos pasados a máquina redactados en nuestra lengua, igual que el poemario. Dichas pertenencias están a buen recaudo en mi oficina del alto mando de la Fuerza Internacional de Interposición.

Las pesquisas del personal en torno a la desaparición del cuerpo no dieron fruto. Nadie entiende cómo pudo ser escamoteado sin atraer la atención del puesto de vigilancia establecido de modo permanente en la puerta de servicio. La consulta telefónica con el depósito de cadáveres del hospital de K. adensa todavía más el enigma. Ningún extranjero figura en la lista de víctimas del día.

Pero lo que llevó nuestra perplejidad a su colmo fue mi indagación posterior en recepción: su pasaporte se había esfumado también! La empleada, demudada por el susto, juraba y rejuraba que lo había puesto en la casilla del número 435, esto es, el de la habitación destruida por el mortero. Aunque escudriñó los cajones del mostrador y el interior del armario en el que conservan las fichas, la diligencia fue inútil. La eventualidad de un robo, bien que negada tajantemente por ella y el cajero, no debe descartarse. El tráfico de pasaportes substraídos y amañados es al parecer floreciente en esta ciudad sitiada desde hace veinte meses y de la que la mayoría de los habitantes quiere escapar. De acuerdo con informes confidenciales llegados a nuestro cuartel general, el precio de un pasaporte falseado alcanza cifras astronómicas si se tiene en cuenta la falta de dinero y penuria general reinantes en este cepo humano en el que las viejas familias acomodadas se calientan con la leña de sus muebles de época y venden sus joyas para procurarse alimento en el mercado negro. Desdichadamente, la ayuda humanitaria que suministramos no cubre el mínimo de calorías de la dieta diaria y un litro de aceite, por poner un ejemplo, se vende en la calle a cuarenta marcos.

Apremiado por la urgencia del caso, redacto este informe para dejarlo en manos del teniente coronel francés L. M., que viaja mañana por tierra a Z. con el aval de los beligerantes. El uso del fax y demás medios de comunicación usuales me parece desaconsejable en un asunto de esta índole. Debemos evitar a toda costa especulaciones y comentarios de prensa que redunden en mengua del crédito y prestigio de nuestro mando multinacional. Mañana proseguiré mis diligencias con un funcionario del Ministerio del Interior de la Presidencia, al corriente ya de lo sucedido. Por mi parte, voy a proceder a la lectura y clasificación de los textos mecanografiados y poemas confiando en que arrojen alguna luz sobre la identidad del difunto o desaparecido y las razones de su viaje a esta República con riesgo evidente de su vida. Después de la breve tregua de fin de año y la visita efímera de personalidades del mundo político, artístico e intelectual favorables al Gobierno de ésta, los periodistas y corresponsales residentes en el hotel no llegan a media docena. En los pasados cuatro días, cuando funcionaba el puente aéreo, sólo tres viajeros con carné de prensa se inscribieron en los vuelos; pero ninguno de ellos era español ni respondía a las características del sujeto de marras, un individuo, según el personal del hotel, de una sesentena de años, vestido con una zamarra verde.

Aprovecho la oportunidad para notificarles que el sobre lacrado del Ministerio de Asuntos Exteriores transmitido vía Z. fue entregado en mano al representante de la castigada comunidad sefardí, señor D. K., en su despacho de la «Benevolenciya».