1.

El día en el que ardió la Biblioteca, pasto del odio estéril de los cerriles lanzadores de cohetes, fue peor que la muerte. La desaparición de un ser querido, incluso del círculo familiar próximo, no hubiera sido para mí un trago tan amargo. El alma de la ciudad y más de veinte años de trabajo personal cifrados en aquel edificio partieron en humo. Desde la otra orilla del río, sin poder cruzar el puente por orden de los bomberos que inútilmente trataban de sofocar el incendio, asistí en agonía a la devoración por las llamas: lenguas de fuego que brotaban de las ventanas, crepitaciones del horno atizado por el viento, desplome de la linterna central, caída estruendosa de paredes y techos de habitaciones y salas de lectura abrigo de millares de manuscritos otomanos, persas y árabes. La rabia y dolor de aquellos instantes me perseguirán a la tumba: el tesoro destruido en unas horas comprendía obras de historia, geografía y viajes; filosofía, teología y sufismo; diccionarios, gramáticas y analectas; tratados de astrología, ajedrez y de música. El objetivo de los sitiadores —barrer la sustancia histórica de esta tierra para montar sobre ella un templo de patrañas, leyendas y mitos— nos hirió en lo más vivo. Nuestro pasado y memoria, mi propia vida de asiduo de los archivos en donde me documentaba y enriquecía las fuentes de mi investigación, fueron reducidos a cenizas. Ni la evocación obsesiva de la muchacha que, convertida en una tea, corría el primer día de la matanza aullando como los precitos en la gehena me sobrecogió con la intensidad de aquellas imágenes de ruina y desolación.

«Aunque queméis el papel, no podréis quemar lo que encierra porque lo llevo en mi pecho», decía un poeta y filósofo andalusí a los instigadores del auto de fe que condenaron su obra a la hoguera; pero, qué pecho podría abarcar la memoria de un pueblo entero? Todos mis cuadernos, fichas y glosas sobre las relaciones de las cofradías religiosas otomanas con sus hermanas del Magreb perecieron para siempre, inmolados en el altar de la despiadada ignición. Hoy, la Biblioteca a la que ofrendé lo mejor de mi vida conserva únicamente la estructura hueca de sus cuatro fachadas ornadas de columnas, arcos de herradura, rosetones y almenas. La armadura metálica del techo por la que irrumpieron los cohetes parece una monstruosa telaraña, los soportales del patio interior muestran apenas su fina labor de yesería, el espacio central es una pila ingente de escombros, cascotes, vigas, muebles chamuscados. Los responsables del auto de fe quemaron esta vez el papel y lo que encerraba. Un humo tan espeso como el de las chimeneas de los campos de exterminio: historia esfumada en silencio, cielo cubierto de densas, ennegrecidas nubes alimentadas con las pavesas de nuestra extinción.

Los periodistas extranjeros y miembros de organizaciones humanitarias con quienes converso a diario merced a mi empleo provisional de recepcionista en el H. I. —tras la huida de parte de la plantilla durante el primer invierno del cerco— no pueden entender que nuestros sufrimientos sean menos físicos que morales. Si bien formo parte del núcleo de privilegiados que se alimenta a diario y recibe sus propinas en marcos, aun en el caso de que corriera la suerte de la mayoría de los habitantes de la capital, el pesar y desánimo que me corroen no provendrían de las dificultades de la vida cotidiana ni de la muerte que sin cesar nos acecha: nacen del derrumbe de un sueño, del hundimiento de una encrucijada de culturas y saberes, de la pérdida de una ciudad que vivió confiada y alegre hasta la asfixia mortal del asedio.

Cómo explicar a los corresponsales de prensa y bienintencionados intelectuales y escritores que a veces nos visitan que mi problema y el de muchos sitiados no se plantea en términos de dieta, cortes de electricidad y agua, ni siquiera de incomunicación con el mundo exterior? Su compasión no cala en el germen oculto de nuestro tormento: la desolación interior, descuaje de la razón de ser, saqueo y aventamiento de nuestra memoria. Como dice mi buen amigo D. K., de la Sociedad Humanitaria, Cultural y Educativa Judía, con quien me asesoraba a veces, por su buen conocimiento del ladino y las versiones sefardís del romancero aclimatadas en los Balcanes, sobre el concepto de santidad popular en el Magreb, «ya conocen, por desgracia, en su propia carne lo que nos cupo vivir cuando nos refugiamos aquí con el tesoro del Haggadah. Ahora somos iguales en la desposesión y desgracia».

Estas reflexiones, inspiradas por el cúmulo de incidentes y episodios novelescos de los últimos días, resultan con todo necesarias a su comprensión. Desconozco el contenido de los informes del comandante español de la Fuerza Internacional de Interposición, pero lo deduzco teniendo en cuenta mi intervención en el lance de la muerte y desaparición de un presunto compatriota suyo. Yo fui quien le escoltó al cuarto alcanzado por el disparo del mortero y protagonizó la comedia de la sorpresa en el momento en que descubrió el robo o escamoteo del cadáver. Diré de entrada que no actué en solitario: todo el personal del hotel, el forense y hasta el oficial despachado por el Ministerio del Interior de la Presidencia para esclarecer el misterio, colaboraron por acción u omisión en el engaño. Pero vayamos por partes y no empecemos la casa por el tejado.

El pasado 4 de enero, víspera del día más recio del asedio, se presentó en recepción un hombre de una sesentena de años, barbudo, vestido de verde y con una maleta de ruedas beis, que me saludó y se dirigió a mí en árabe. Entregó un pasaporte marroquí cuyo apellido me resultó inmediatamente familiar: Ben Sidi Abú Al Fadaíl, un santo de la capital almohade en el que centro mis trabajos de investigación perdidos en la Biblioteca. Su nombre propio, escrito también en la primera hoja del documento, era Yahya. Gratamente sorprendido por la coincidencia, le pregunté si descendía de aquél o disfrutaba de su baraca. Con un acento muy marcado de su país de origen, me dijo que vivía casi a su sombra, en una calleja cercana a la pequeña ermita en donde descansa: enfrente de un cine, añadió, que fue en su tiempo un mercado de esclavos. Aunque parecía agotado por el viaje —había recorrido a pie, con su carga, el peligrosísimo y largo trayecto que va hasta el hotel desde el túnel excavado bajo el aeropuerto—, mostró gran interés por mis referencias a su ciudad nativa y la devoción popular a sus Siete Santos. Le ayudé a subir la maleta al cuarto piso y lo dejé en la habitación tras asegurarme de que disponía de velas y lamparilla eléctrica. La cena es a las siete, añadí desde el corredor. Fue la primera y última vez que le vi en vida.

De vuelta a recepción, hojeé el pasaporte a fin de registrarlo en el cuaderno de entradas. Mi impresión paulatina de amaño se fortaleció con un examen atento cuando el generador se puso en marcha. Fuese o no un documento auténtico, los datos escritos a mano cubrían en palimpsesto nombre y apellidos distintos. El timbre que estampillaba su fotografía en la tercera plana parecía igualmente forjado. Tampoco encontré el sello de entrada en ninguno de los países vecinos. Había podido cruzar las líneas del frente y eludir los puestos de control de bandoleros y forajidos sin que nadie lo detectara? Aun en el caso de tan improbable hipótesis, la razón del viaje a través del infierno de la guerra y purificación étnica constituía un enigma. Qué había venido a hacer a esta trampa humana, abarrotada de almas dolientes, un hombre como él, enteramente ajeno al conflicto? Era un doble o sosias del santo sepultado en la ermita o había acudido a buscar la muerte, conociendo su hora y lugar precisos?

Esperaba encontrarle en el comedor del primer piso, y no apareció. Estuve tentado de subirle la cena en una bandeja, pero abandoné la idea: seguramente dormía. Dejé el encuentro para el día siguiente y corrí como todas las noches, zigzagueando como una liebre que se sabe acosada por invisibles mirillas de visión nocturna, hasta mi guarida miserable de la ciudad vieja: un inmueble exterior calcinado, en cuyas entrañas se cobijan las víctimas del terror, sus atribulados conejillos de Indias.

El bombardeo de la artillería me pilló de mañana, de vuelta al hotel. Ileso, en el ábside de la inmensa cripta, escuché el estruendo de los disparos, primero en las cercanías y luego en este cascarón vacío que, como un búnquer, resiste al embate de la máquina de guerra enemiga, a su hostigamiento reiterado, pugnaz. Los cristales todavía sanos de la escalera cayeron con estrépito: era la bomba del comedor desahuciado. Segundos después, estalló otra en el cuarto piso, en la zona en donde se alojaba el verdadero o supuesto Ben Sidi Abú Al Fadaíl. Aguardé agazapado en recepción a que los artilleros se cansasen y mudaran de blanco. Con un colega universitario adscrito a la contabilidad y uno de los soldados destacados para la vigilancia del hotel, subimos al cuarto alcanzado por el mortero. Un diplomático holandés, hospedado en otra ala del piso, se asomó también por desdicha a ver el destrozo y su intrusión malhadada, con gafas y pico de pájaro bobo, complicó, como vamos a ver, mis planes. Sin él, las cosas hubieran sido mucho más simples: ni mis amigos ni yo habríamos tenido que mencionar siquiera el cadáver! Pero, con su patosidad de zancudo, nos siguió a la habitación.

El viajero de la víspera yacía en el suelo, tendido bocarriba. Una curiosa expresión de serenidad iluminaba su rostro. La maleta beis permanecía cerrada, pero un pliego de hojas, sobre la cama, había escapado a los efectos de la deflagración. Me precipité a cogerlo: el título mecanografiado, «Astrolabio», iba seguido de otro, manuscrito: «A la sombra de Sidi Abú Al Fadaíl». Cómo expresar mi emoción cuando hojeé su contenido? Era como si me estuviera leyendo a mí mismo! Los versos coinciden literalmente con los reproducidos en mi tesis! Las manos me temblaban y detuve la mirada en la plana cuyo epígrafe reza: «Lectura de Sidna Alí en el patio de S. A. F.»:

Rememora los imperios en ruina, mansiones devastadas, caducidad de la gente corrupta

cuanto hicieron mientras vivían y tenían fuerza

qué alcanzaron, de qué modo se perdieron, cómo fueron inducidos al robo y abuso del débil

(el alma se les fue, se desalmaron).

Aunque puedan sentirse firmes en la cumbre, están en realidad de camino

su pasado no existe

su presente desaparecerá.

Dónde se hallan quienes les precedieron en sus ansias de poder y riqueza?

qué ganaron al cabo en la vida?

cuál fue su contribución a la luz de la humanidad?

Avezado a la lectura de los maestros sufís y sus discípulos y morabos objetos de culto desde Mauritania a Uzbekistán, se me manifestaron de un ramalazo, como en una inspiración fulminante, los signos de su santidad. Las demás composiciones del poemario, así como algún texto de Sidi Ben Slimán Al Yazuli, me devolvían al núcleo central de mi estudio, al fruto de veinte años de investigación brutalmente talados. La urgencia de poner todo aquello a salvo sometió mi ingenio a prueba. So pena de ser despojado por segunda vez de cuanto confiere un sentido a mi vida, debía disimular el cadáver y las pruebas escritas de su misión. Mi colega universitario y el centinela —miembro, como toda su familia, de la vieja cofradía Nakschibandía— estaban de acuerdo conmigo. Rápidamente, tras despedir secamente al diplomático, convenimos en la necesidad de substraer el cuerpo de Ben Sidi Abú Al Fadaíl antes de que la policía abriera la encuesta y en forjar una nueva identidad al «desaparecido», con la ayuda preciosa de un hispanista y ex bibliotecario que sobrevive como puede al cerco en su madriguera a orillas del río, frente a los bloques de casas desde las que los francotiradores ejercitan a diario su puntería en esta «zona de seguridad» convertida en peculiar reserva de caza.