VISIÓN DE INVIERNO
Por el orificio abierto en el plástico de la ventana —obra de un fragmento perdido de metralla o de la curiosidad y claustrofobia de un huésped— el viajero fisgoneaba desde el amanecer la desolación del paraje. Había dormido de un tirón —con su zamarra gruesa, pantalón militar, botas interiormente forradas— mientras la vela se consumía, olvidada, en la mesilla de noche: su termómetro marcaba siete grados. Ningún silbido de bala, tableteo de ametralladora ni estruendo de obús: sólo un silencio perturbado a intervalos por el zumbido veloz de un vehículo o de una tanqueta blanca.
Había llegado la víspera al atardecer a aquel inmenso panteón fúnebre con nombre de hotel. Tras rellenar la ficha bajo la mirada vidriosa y oblicua de la recepcionista, se detuvo a examinar la cripta —apenas visible ya por la insidiosa propagación de las sombras—, cuyo trazo le trajo a la memoria el del proyectado rascacielos-catedral gaudiano. Su espacio central vacío y helado, sus pisos como galerías carcelarias, el bar y butacones desiertos parecían plataformas y telares de un decorado decrépito. El parpadeo de las velas y haces de las lámparas de bolsillo evocaban el vagabundeo o erranza de ánimas en pena. Luciérnagas o fuegos fatuos? Pesadillas o escenificación dantesca? La oscuridad se había abalanzado con avidez vultúrida a los últimos reductos de la penumbra. Subió la escalera hasta el cuarto piso, buscó el número de la habitación casi a tientas y entró en el tenebrario de su sepultura. La cena se servía una hora después en el comedor exiliado en el entresuelo, pero el cansancio acumulado en el viaje fue más fuerte. Se dejó caer en la cama, con su encendedor, termómetro y vela, sin tomarse la molestia de abrir su equipaje.
Le despertó la luz: lividez enferma que confería un aire de incongruencia y absurdo a los muebles del dormitorio. Lámparas inútiles, tresillo de comodidad trasnochada, un bodegón mohíno colgado del muro y vencido hacia un lado de puro desánimo. La cera se había consumido y formaba una especie de cráter en el cenicero. Su ademán de abrir el bolso en busca del cepillo de dientes concluyó en garabato. Un letrero lo advertía en recepción: no había agua corriente.
El parche translúcido de la ventana le cortaba del mundo exterior. Se arrimó a él y descubrió el agujero. Con el ojo aplicado a él, podía abarcar el espacio que se extendía desde la Avenida de los Francotiradores hasta los edificios acribillados y maltrechos de la antigua arteria comercial. La luz, aunque esfuminada por la niebla, desvelaba poco a poco la faz torturada de la ciudad.
Permaneció allí, todo ojo —su cuerpo, existía aún?—, atento al campo de visión concedido por la mirilla, con la avidez del condenado a muerte que apura a tragos la vida. Suavizado por el rigor del invierno, el paisaje se imponía a su mente con la violencia abrupta de un sueño: atormentado, neblinoso, irreal, sus muñones y heridas cubiertos de una vasta, piadosa mortaja. Desamparo, soledad, desnudez de un sobrecogedor panorama de ruinas, esqueleto de inmuebles, vehículos desguazados, calcinados tranvías, quioscos callejeros fundidos, oquedades, chatarra, residuos patéticos de arrasadora ignición. La nieve —millones y millones de copos de nieve— hendía el aire racheado, danzante, como para disimular con su inocencia la magnitud del crimen: alfombra de misericordia hacia las víctimas o encubrimiento cómplice del agresor? Todo el largo trayecto de la avenida arropado con nieve: circulación inexistente, alguna silueta fantasmal y huidiza, los blindados —blancos también— de la Fuerza Internacional de Interposición.
Asistía —participaba a su vez?— a la extinción paulatina, a la lenta consunción de objetos, cuerpos y almas? Su propia ingravidez se cifraba ya en la mirada: blancura y devastación. A cubierto de los tristes y ojerosos edificios de la época austríaca, se movían figurillas ateridas, un transeúnte empujaba exhausto una carretilla, un viejo parecía apuntar con dedo acusador a los asediadores de las colinas, inmóvil como la estatua del Comendador.
Fue entonces cuando la divisó: se había asomado al chaflán, a pocos metros del quiosco incendiado, los tranvías heridos de muerte, el lugar en el que en verano había visto caer a un joven, segado de golpe por la bala certera de un francotirador. Era una silueta de mujer, vestida con un abrigo oscuro y la cabeza cubierta con un pañuelo. Imposible, a distancia, determinar su edad: su morosidad podía obedecer a la vejez, la cautela, al simple cansancio. Llevaba un pequeño bolso de hule en la mano: su magra provisión del, día. Se había detenido a respirar antes de cruzar la calzada y exponerse a la puntería de los emboscados en los bloques de casas al otro lado del río. Hizo un desvalido ademán de parar a una tanqueta, pero ésta continuó su ronda inútil por la avenida: frenazo no; acelerada brusca, sin un dejo de conmiseración.
La mujer buscó amparo en las paredes de un local en ruina. El camino que iba a emprender atravesaba justamente el campo de la mirilla: una larga acera tapizada de nieve, cuya desolación se extendía hacia el cascarón hueco pero bienhechor de un desangelado edificio estatal.
(Meses atrás, había consultado su anacrónica guía turística para averiguar la primitiva función de aquella calcinada estructura: Parlamento de la República o Museo de la Revolución?)
Su vista se aferraba con ansiedad insostenible a la silueta minúscula, vulnerable y frágil que daba la impresión de dudar o de reunir fuerzas antes de emprender un trayecto lleno de peligro. Como había podido comprobar en sus visitas al depósito de cadáveres, los francotiradores se mostraban sedientos de una especie particular de sangre: la de mujeres y niños. Un simple muro de un metro escaso de altura bordeaba la acera, del lado enemigo, separándola de los restos de un jardín o parque, de arboleda minuciosamente talada: suficiente para un chiquillo encogido, pero ella? Retenía el aliento, con la cara pegada al parche de la ventana, cuando la figurilla remota hizo algo que le desconcertó: se dejó caer de hinojos. Después de unos segundos interminables, corroídos de atropelladas preguntas, la vio moverse, avanzar junto al múrete arrodillada, como un penitente del Viernes Santo en el acto de cumplir una promesa al crucificado o un voto solemne de expiación.
Sentía los latidos pendulares de su corazón: un hilo finísimo le unía a la silueta que, asida al bolso, adelantaba en la nieve su tronco privado de extremidades inferiores, en simbiosis con ella, como si ambos formaran un solo cuerpo. La habían avistado ya los cazadores de enfrente y acechaban un descuido, el instante en que se enderezara de cansancio y asomara la cabeza, para centrarla en su punto de mira y apretar el gatillo del arma? Sudaba, a pesar del frío intenso sudaba. Cada centímetro ganado por la arrodillada le mantenía en vilo. Cómo auxiliarla desde su celda, cíclope inerme, viudo de un ojo, consumido de angustia? Qué clase de tesoro protegía amorosamente en el bolso? Leña, comida, regalos para sus cuatro hijos? Caía la nieve en ráfagas oblicuas, chocaba contra el plástico, le humedecía el párpado. Una cifra revoloteaba en su mente como un copo voluble, insensato. Cuatro, había escrito cuatro? Qué vínculo secreto había establecido con aquella silueta huérfana en la desolación invernal? Salvas de obuses, bazucazos, disparos, saludaron de pronto, como una siniestra diana, a las víctimas del asedio. La figurilla se detuvo y pareció encogerse todavía mientras un automóvil temerario enfilaba la avenida a toda mecha hacia la difunta arteria comercial. El estruendo duró unos minutos: la agazapada y él permanecieron quietos, palpitantes, suspensos, milagrosamente abolida la distancia que los separaba. Indefensión, precariedad —de ella, de él, del ámbito—, se prolongaron más allá del ejercicio matinal de azaroso exterminio. La ciudad callaba, sus inmuebles lisiados, de órbitas oculares vacías, callaban. Cuántos seres humanos, ocultos como él, aguardaban el roce de las alas de Israfil en los edificios vecinos?
La mujer continuó su Vía Crucis. Sostenida tal vez por el hecho de no sentirse sola, de haber adivinado la inmediatez de un ojo en la mole maciza de ventanas ciegas, veladas con lienzos de plástico: aquel islote o búnquer en el que cada habitación era un nicho, cada piso una simétrica superposición de lápidas. Había cubierto con tenacidad la mitad del trecho, como si las súplicas que interiormente dirigía a dios, al destino, reconfortaran sus oídos con todo el calor de la emoción, del dolor rebalsado durante tantos años. Alcanzaría a llegar indemne hasta el fin?, iba a ser aniquilada por un obús o acribillada por una bomba de fragmentación?, eludiría esta vez la saña de los emboscados? Centímetro a centímetro —cómo medir la zozobra?— reducía la distancia al refugio salvador en el paisaje nevado: esquizofrenia, blancura de muerte, ingravidez onírica, revoloteo de copos, leve rumor de alas.
Bruscamente, todo saltó en mil pedazos.