3. HOJA DEL ALMANAQUE

Del trabado cuerpo a cuerpo nocturno a la seriedad matinal, atento a la polifonía de voces que hienden el aire con la ceja del alba: plegaria del almuédano que traza la frontera entre la Noche luminosa de los místicos y el Mediodía Oscuro de un astro inmisericorde con los moradores de la ciudad. Ningún acontecimiento perturba la rutina de los ciclos solares, su reiterada y teatral majestad. Las teofanías de los Siete Hombres Santos forman parte de un paisaje interior: no son accesibles a los profanos. Los visitantes ignoran su historia secreta, matriz de otra historia: la invisible, espiritual.

Vas a la Plaza, el espacio vacío de la Plaza. Quienes duermen al raso se desperezan, abren los cafés, apuntan lábiles signos de vida. Doce horas después, cuando decline el sol y se desangre, los corros de curiosos que se hacen y se deshacen convertirán el lugar en un gran escenario cuyos múltiples argumentos y tramas varían de día en día.

Como el solitario en la multitud del que nos habla Ibn Arabi —para quien el retiro era el gentío y el desierto la plaza pública—, te acomodas en el café de la esquina, desde el que los mirones asisten de balde a la improvisada representación de sus vidas.

Con los fastos del Gran Mercado del Mundo, la Plaza fue alquitranada, acicalada, barrida y su público expulsado a escobazos: sabia anciana con afeites de novia o aruza. Pero el río de la vida recupera sus cauces: han vuelto los juglares, humean las cocinas, se acuclillan las vendedoras de pan con sus sombrillas tutelares. Lo perdido en un lunes se recupera un martes. Ninguna disposición edilicia puede con el ingenio y la tenacidad. Qué mejor símbolo de su caducidad que el de los agentes uniformados a cuya cercanía se esfuman por ensalmo jerséis, pantalones, juguetes, gorros de lana, para reaparecer con igual rapidez apenas les dan la espalda? Autoridad que dibuja y se borra, no encarna la precariedad de todos los poderes? Xemáa el Fná es un antídoto saludable contra la ficción de la historia: imperios y leyes supuestamente perennes y desvanecidos no obstante como pisadas de nómada.

En tu camino a la Plaza tropiezas por tres días consecutivos con un gato minúsculo, hambriento y abandonado. En vano has esperado el socorro de un alma caritativa: congéneres más aguerridos se disputan ferozmente las basuras, nadie se apiada de él. Al cabo, su orfandad te ablanda: el gatito pelón y sarnoso, marcado por el rigor de todas las desgracias, ha nacido sólo para sufrir? Le traes con cuidado un cuenco de leche, los restos de un estofado y observas sus cautelosos lengüetazos, masticación ciega, su experiencia primera de algo ajeno a la miseria y dolor.

Su imagen te ha acompañado en el retiro multitudinario, al atisbo del fértil y continuo ajetreo. De vuelta a casa, distingues sin sorpresa su cadáver sin pelo y canijo, pero con el vientre lleno: ha muerto, te dicen, de hartura. Una extraña sensación te galvaniza: durante unos minutos ha conocido al menos la dicha, su cuerpecito yerto justifica el acto que lo creó. La oración del crepúsculo impone silencio a la Plaza, callan tambores y crótalos, se recogen las aves, espacios rebosantes quedan repentinamente vacíos. Desde la terraza, asistes a la interiorización de la luz. Palpita el espacio lleno de vida oculta.

BEN SIDI ABÚ AL FADAÍL