C.
Las mismas dudas que asaltaban a mi colega tocante a la existencia y obra poética de Ben Sidi Abú Al Fadaíl, me corroían a mí respecto al autor de «Zona Sotádica».
Qué nombre se ocultaba tras ese enigmático «J. G.» encerrado en el Hospital Siquiátrico de M. por los militares golpistas a causa de su sodomía y perversidad?
Los versos, de una crudeza expresiva más próxima a la experiencia sadomasoquista de los adeptos al cuero que al pudor y nostalgia de un Cernuda o un Cavafis, podían haber sido escritos hace medio siglo y, más inconcebible aún, en el clima asfixiante de una plaza fuerte regida por curas y oficiales cuyos sueños de Cruzada y planes de salvación de la Patria se anticipaban a los que invocan hoy los asediadores para justificar nuestro exterminio?
Los datos a secas de su ingreso y fuga de aquel manicomio o cárcel de quienes milagrosamente escaparon al juicio sumarísimo y fosa común de los ejecutados en la limpieza, eran sus únicos puntos de referencia: todo lo demás permanecía envuelto en la bruma. Dónde y cuándo nació, qué profesión ejercía, quiénes fueron los áscaris y jayanes que enaltecía en sus versos, cómo logró huir y asilarse al otro lado de la frontera para desvanecerse al fin, sin huella alguna, con su amante y cómplice del Tabor? «J. G.» correspondían a sus verdaderas iniciales o habían sido pergeñadas con el propósito de confundir a los lectores acerca de su identidad? Las glosas latinas y exabruptos de los márgenes confortaban la sospecha de una manipulación: la actividad soterrada de una cáfila de amanuenses, glosistas, autores de interpolaciones y comentarios que se superponían e imbricaban para embrollar aposta el acceso al original. Había un Pseudo J. G., como había sin duda un Pseudo Sidi Abú Al Fadaíl? Me sentía como una mosca atrapada en la urdimbre de una finísima telaraña textual.
El internista navarro de Médicos sin Fronteras añadió nuevos elementos a esta incertidumbre: el cuadernillo de tapas verdes hallado en el cuarto del comandante en la residencia de jefes y oficiales de la Fuerza Internacional de Interposición no coincidía con el que yo había confiado a mi amigo y colega, recepcionista en el H. I. El comandante habría añadido nuevas injurias y tachado con su estilográfica los párrafos que le ofuscaban! Según su testimonio, los poemas iniciales fueron mutilados o arrancados de cuajo. Del titulado «El alfarero» sólo subsistían cuatro versos. De «El emjazní», dos. En cuanto a «Auto sacramental» —suprimido en su totalidad—, habría sido reemplazado con otra hoja con el Credo cristiano y unas líneas de la Biblia sobre el castigo divino a Sodoma. El comandante habría devorado los originales en un arrebato de locura antes de caer en una catalepsia profunda y ser evacuado en secreto a una base militar aliada!
Pero la referencia del navarro a una glosa satírica a las declaraciones del actual presidente de la Conferencia Episcopal española y la reproducción, en nota a pie de página, de una tesis relativa a la ruptura del orden natural por la abstinencia sexual de los clérigos, condenada con otras 218 proposiciones heréticas por la universidad de París en 1277 —intercalaciones que no figuraban en el cuaderno que había llegado a mis manos—, extremaron mi desconcierto e incredulidad. Si la primera apostilla podía achacarse a la obnubilación o desdoblamiento de la personalidad del comandante, cómo compaginar los conocimientos de teología medieval y erudición latina con la figura de un simple oficial de carrera, alumno corriente y moliente de una típica Academia Militar?
A mi pregunta, formulada en una de las veladas de nuestra tertulia políglota, respondió con una broma ambigua: los filólogos somos capaces de todo! No olvide que el inventario de sus haberes fue obra mía —yo era el único compatriota que tenían a mano— y, desde luego, nadie me vigiló!
Aunque reímos de buena gana e intercambiamos chistes sobre las tribulaciones del comandante, mi impresión de que había hablado de veras se afianzó en cuanto reflexioné a solas. Si yo había colado tranquilamente mis relatos del asedio a través de mi amigo recepcionista en la maleta beis del Pseudo J. G., quién me garantizaba que el pacifista navarro, impulsado por su horror al genocidio y la pasividad internacional, no había inscrito crípticamente su firma en una jugarreta similar?
Con todo, los problemas planteados por el poemario no acababan aquí: el cuaderno verde adquirido en el baratillo del chamarilero carecía de título! Estaba seguro de ello?, había preguntado mi amigo y colega el recepcionista con visible turbación. Como de ser quien soy, le dije: lo de «Zona Sotádica» había venido después. Mi certeza al respecto era absoluta y las circunstancias históricas la avalaban: si la obra de quien acuñó la expresión —Richard Burton, autor de un excelente relato de la peregrinación musulmana a la Meca— goza hoy de cierto renombre en España, resultaba en cambio perfectamente ignota en la época en la que fueron escritos los versos. La posibilidad de que «J. G.» hubiera tenido acceso a sus libros debía descartarse por nula. Si alguien tituló así el poemario fue con posterioridad a la mañana inolvidable del bombardeo y muerte de Ben Sidi Abú Al Fadaíl.
Para aclarar el enigma, interrogué al internista navarro mientras apurábamos el vino de los vasos antes de que el toque de queda diario dispersara a escobazos nuestra tertulia.
Fue usted o el comandante?
El, él, dijo. Le doy mi palabra de medievalista, doctorado cum laude en filología!