DISTRITO SITIADO

Le despertó el eco sordo de unos disparos. Alargó el brazo para pulsar el botón de la lámpara, pero la bombilla no se encendió. Medio aturdido, buscó sus zapatillas a tientas y descorrió la cortina antes de abrir las persianas. Clareaba, y el silencio de la calle desierta le sobrecogió: ni un peatón ni un automóvil pese a que era la hora en que solían abrir los comercios. Ladeando la cabeza hacia la izquierda, descubrió que el tráfico del bulevar había sido cortado. Alambradas y caballos de frisa se interponían entre el chaflán del cine y el devastado café de la esquina. La línea del frente parecía situarse allí. No pudo seguir con sus indagaciones porque el silbido de un proyectil a escasos centímetros de su cabeza le obligó a echarse atrás. Mientras cerraba apresuradamente la ventana escuchó el impacto y rebote de la bala en el flanco del edificio contiguo. Quién, y por qué, le había escogido por blanco?

Se vistió en la penumbra tras verificar que el corte del suministro eléctrico era general. El ascensor permanecía anormalmente quieto; en los inmuebles fronteros, ocupados por inmigrados, no se divisaba luz alguna. Por fortuna, el gas funcionaba y pudo prepararse una taza de café. Gracias a su previsión o corazonada, su despensa rebosaba de todos los productos necesarios para una situación de emergencia. Al menos, se dijo egoístamente, no pasaría hambre.

Alguien golpeaba en la puerta con los nudillos. La vecina, despeinada y en bata, era la estampa viva del terror. El barrio estaba sitiado, sollozó. Durante la noche habían alzado barricadas en los bulevares y francotiradores apostados en los distritos limítrofes disparaban contra todo lo que se movía. Había visto caer a un pobre señor que sacaba a pasear a su perro y el esníper —lo pronunciaba así, temblándole la voz— había completado su labor acallando a balazos los gemidos del chucho. Hay que ver, ensañarse así con un inocente animalillo! La situación era la misma en todo el Arrondissement, acababa de hablar por teléfono con una amiga del Bulevar Sebastopol y allá también había víctimas, tiradores emboscados y alambradas eléctricas! Vertió el agua aún caliente en otra taza y le puso un sobre de tila. La vecina —una funcionaría del Estado jubilada, que había enviudado años antes e insinuaba a menudo entre suspiros que su condición de solterón empedernido tenía remedio fácil— parecía al borde del colapso. Ella creía ingenuamente que horrores así existían sólo en la tele, en ciudades exóticas habituadas a este tipo de cosas, pero, allí, era en verdad increíble. Doscientas mil personas atrapadas como cobayas en el centro de la capital!

La radio se había limitado a transmitir un comunicado escueto, intercalado entre las demás noticias del día y las cuñas publicitarias, sin esclarecer ni juzgar las causas del atropello. La consigna venía a todas luces de muy alto: en la tertulia matinal, en donde se discutía lo divino y lo humano, nadie había mencionado el cerco. Quieren quitar hierro al asunto, ahogarlo en un mar de informaciones ordinarias!: las inundaciones de Italia, el campeonato mundial de tenis, la subida espectacular de la Bolsa gracias a la política de austeridad del Gobierno y sus audaces recortes a los programas sociales.

A nadie parece importarle un rábano el asedio y bombardeo de nuestro distrito! Si eso ocurriera en los Balcanes o en el mundo árabe, yo lo comprendería perfectamente, pero, dígame usted, amigo mío, cómo toleran tal salvajada en nuestro propio suelo?

Procuró calmarla y la acompañó, sollozante aún, al apartamento contiguo: contrariamente a lo que temía, no aprovechó la ocasión para desmayarse en sus brazos. Necesitaba un poco de tranquilidad para recapacitar y hacer planes, pero los conciliábulos del rellano y visitas de otros vecinos se lo impidieron. Todos aportaban nuevos datos a la extraña situación que vivían: en el Bulevar de Bonne Nouvelle se apilaban docenas de cadáveres; una familia entera del Sentier había sido diezmada de un morterazo; francotiradores apostados en el tejado del edificio de Correos remataban sistemáticamente a los heridos; las ambulancias de la Cruz Roja no podían cruzar la línea del frente; los portavoces oficiales minimizaban los sucesos y reafirmaban su voluntad de defender el orden republicano. Esto no es más que el comienzo, decía el ex policía del primer piso, como dando a entender que disponía de información oculta y sabía lo que se tramaba bajo mano. El cerco puede durar meses y meses!

Agotados por el parloteo inútil, los habitantes del inmueble se recogieron a sus viviendas. Qué otra cosa podían hacer sino aguardar el curso imprevisible de los acontecimientos? El hijo del señor calvo vendedor de pólizas de seguro había atravesado la calle como un galgo y, cubierto por los maltrechos edificios de la Rué de la Lune, se precipitó a la cercana comisaría. Desde las ventanas de la fachada, ciegas en apariencia, docenas de mirones siguieron su trayecto y le vieron regresar al cabo de poco, siempre veloz pero con la contrariedad pintada en el rostro. Los policías teóricamente encargados de su protección habían desertado de su puesto después de desconectar los teléfonos y destruir el fichero informatizado! Todo obedecía a una turbia confabulación de intereses inmobiliarios y politiqueros, el asedio había sido cuidadosamente programado!

El estupor de los habitantes del distrito era más fuerte que sus lamentos. Semejante barbarie en la patria de los derechos humanos les anonadaba. Las Asociaciones de Vecinos enviadas a parlamentar con el enemigo no llegaron siquiera a las barricadas. Altavoces instalados al otro lado del bulevar les conminaron a despejar inmediatamente el campo de batalla so pena de ser barridos a morteradas. Nuevos emisarios e improvisados mediadores de convicciones pacifistas fueron capturados o abatidos por los francotiradores. El número de víctimas aumentaba de día en día. A falta de cementerios, y ante la negativa de los asediadores a hacerse cargo de los cadáveres, hubo que cavar fosas comunes en los solares y escuálidos jardincillos públicos. Ya sabe usted que yo no soy racista, repetía la vecina como un disco, pero la idea de descansar para siempre junto a un turco o un negro me revuelve las tripas! Si ni siquiera podemos ser enterrados como Dios manda, mejor no haber nacido, me digo. Bastante hemos penado en esta vida para que encima nos sepulten revueltos, con gentes de otras costumbres y razas!

El la escuchaba impasible, sin muestras de desacuerdo ni asentimiento, inquieto tan sólo porque sacara a relucir el tema de su presunta comunidad de almas —preludio del mucho más amenazador y concreto del de la de cuerpos— o porque le diera uno de sus habituales desfallecimientos, pretexto ideal para acampar en su casa. Nuestro personaje era todo oídos: el asedio fulgurante del distrito avivaba su energía y facultades inventivas. Le habitaba un curioso sentimiento de dicha y hacía lo posible para ocultarlo. La situación no se prestaba desde luego a la sonrisa. Los dispensarios y clínicas, según la enfermera del sexto, estaban abarrotados: suero, coagulantes y anestésicos empezaban a escasear. Las operaciones se hacen a la luz del día, frente a las ventanas, a riesgo de un impacto de obús o una precisa trayectoria de bala. Los heridos yacen en camillas, en corredores y escaleras, apretujados como animales!

También faltaban los alimentos: los supermercados y almacenes situados en zonas de menor peligro sufrieron el asalto de amas de casa y acaparadores de toda laya, prestos a pescar en río revuelto y enriquecerse a costa del mal ajeno. Parece que son judíos, le había dicho la vecina; no todos ellos, claro, porque conozco a algunos de buen corazón, honrados como usted y como yo, pero por lo visto son los menos!

Improvisados Comités de Defensa se esforzaban en imponer un semblante de orden en el desbarajuste de la especulación y anarquía. El pan y otros productos básicos fueron racionados: cada hogar debía consignar las cantidades recibidas en una libreta sellada con tampón oficial. Media docena de falsificadores de estampillas acabaron por ser descubiertos y apresados en Cárceles del Pueblo, en los sótanos de los edificios bombardeados. Conforme a los rumores difundidos por Radio Macuto entre los vecinos de la escalera, eran paquistaníes y curdos.

La carestía y privaciones se agravaron con el frío. En los inmuebles burgueses, el sistema de calefacción no funcionaba por falta de combustible y sus moradores se arrebujaban con mantas o arrimaban las manos entumidas a los infiernillos y fogones de gas. Ellos están acostumbrados a las bajas temperaturas de sus países, decía la mujer del abogado apuntando con dedo rencoroso a las viviendas insalubres utilizadas como talleres de confección y en cuyas buhardillas y habitaciones exiguas se hacinaban familias numerosas de inmigrantes oriundos de Anatolia; pero nosotros no conocíamos nada así desde los años de la Ocupación! Para calentarse, ellos queman cualquier cosa, cartones de embalaje, periódicos, libros, qué sé yo! El día menos pensado van a provocar un incendio que puede propagarse a este lado de la calle, y quién podrá apagarlo si no autorizan la entrada ni a los bomberos?

La posibilidad de comunicarse por teléfono con familiares y amigos de otros distritos —la sarta interminable de quejas y gemidos de la vecina, aferrada todo el santo día a su coqueto receptor blanco— constituía un arma de doble filo. Permitía exponer lo inverosímil y atroz de la situación —con la esperanza, pronto frustrada, de suscitar extramuros acciones de protesta y solidaridad— pero desalentaba aún más a los asediados en la medida en que su drama y miserias no conmovían a nadie. Las noticias del cerco habían desaparecido de modo paulatino de los informativos de televisión y boletines de radio captados por los felices poseedores de pilas o emergían de vez en cuando, en caso de una carnicería particularmente odiosa, como tema secundario y de escaso interés. Las tragedias que duran demasiado aburren, decía resignado un mayorista cuyo almacén había sido destrozado por un obús. La novedad del día se traga la de la víspera y la opinión pública se desentiende de que nos cacen como liebres!

Los hechos parecían darle la razón. Los vecinos del inmueble habían descubierto, primero con asombro y luego con indignación, que la vida de la ciudad proseguía su curso normal. La radio hablaba de estrenos cinematográficos, acontecimientos musicales y encuentros deportivos! Más chocante aún: las líneas de metro que cruzan o bordean el barrio funcionaban regularmente. Sólo habían clausurado las estaciones sitas en el distrito o contiguas al mismo: Montmartre, Bonne Nouvelle, Strasbourg-Saint Denis, Sentier, Réamur-Sébastopol. Un simple aviso manuscrito prevenía a los usuarios, sin precisar las razones del cierre. Nos tratan como apestados, se indignaba la enfermera. Cómo es posible que nadie intervenga ni mueva un dedo para socorrernos? Ni que estuviéramos en Camboya o Ruanda!

El día en el que cortaron el gas y el teléfono, la moral de los inquilinos del inmueble, frágil tras nueve meses de asedio, se desplomó. Nuestro personaje lo había previsto y aumentó el número de jerséis y calzones con los que se cubría hasta forrarse como una alcachofa. Rememoraba a solas las vicisitudes del día y salía a la escalera mugrienta y llena de vidrios rotos a escuchar los comentarios de los vecinos. La mano oculta que dirigía el cerco y acallaba la voz de las víctimas, había resuelto acrecer su presión sobre el barrio incomunicándolo por completo? Todo eran conjeturas. Lo cierto es que las líneas fueron desconectadas y una lluvia de proyectiles cayó poco después en la arteria comercial del Arrondissement. Tras aquella advertencia —silenciada con unanimidad sospechosa por los medios informativos a fin de no alarmar, se susurraba, a inversores y turistas—, los dueños de las carnicerías y colmados antaño atestados y prósperos de la Rué de Montorgueil bajaron, definitivamente esta vez, sus puertas metálicas.

Atrincherados en sus domicilios, los habitantes del distrito se preguntaban, con angustia y culpabilidad crecientes, las causas de su castigo. Qué crimen habían cometido para ser sometidos a un asedio tan bárbaro? Por qué los trataban como negros indocumentados, integristas, sidosos o yonquis? Nos odian por ser hospitalarios y vivir en paz con los inmigrados!, había dicho la peluquera del segundo, casada desde hacía veinte años con un árabe. En la puerta del inmueble yacía el cuerpo acribillado de otro norteafricano y ningún socorrista acudía a recogerlo y darle sepultura. La culpa es suya!, dictaminó la vecina, conteniendo a duras penas las lágrimas con el pañuelo. Si se hubieran quedado en sus países en vez de venir al nuestro, no estaríamos padeciendo lo que ahora padecemos! Usted, amigo mío, conoce mi manera de pensar: nunca he sido racista, pero el hecho está ahí. Quién ha dado mala fama al barrio? Los extranjeros! Quién atacó con una navaja a mi cuñada, que en paz descanse, la última vez que vino a verme? Un árabe! Quién agredió en el ascensor a la viuda del séptimo? Un negro! Quiénes venden y se inyectan drogas en la Rué de Saint Denis y los pasillos del metro? Los inmigrados! Ellos nos han traído la desgracia y ahora pagamos justos por pecadores! Los responsables del asedio son ellos!

(El la escuchaba como quien oye llover y registraba mentalmente sus frases más floridas para anotarlas después en su dietario.)

El silencio que envolvía el cerco comenzaba a resultar más penoso que el cerco mismo. Ni el Gobierno ni el alcalde de la capital ni el diputado a la Asamblea Nacional elegido en el distrito formulaban condena alguna: las discusiones sobre el estado de la nación, en las que los portavoces de la oposición no se privaban de las críticas más acerbas, eludían toda mención al asunto. Las radios libres, los periodistas especializados en temas candentes, incluso los habitantes de los barrios limítrofes participaban en aquel contubernio: el hijo del vendedor de pólizas de seguro había renovado no se sabe cómo su repuesto de pilas e invitó a los vecinos a zapear su televisor. Carreras de caballos, resultados del Tiercé, semifinales de la Copa de Europa de fútbol, la pasarela del último desfile de modas, la ceremonia de entrega de los Oscars, un serial norteamericano sobre el hampa de Miami, dibujos animados, concursos, Barrio Sésamo, mesas redondas, reality shows: el asedio del Distrito Segundo había sido pura y simplemente tachado! Según la dama rubia del quinto, ex amante de un alto directivo de la Unesco, el Comité de Salud Pública del barrio había hecho llegar al secretario general de las Naciones Unidas y al presidente del Tribunal Internacional de La Haya un dossier detallado de los crímenes de guerra y violaciones masivas de los derechos humanos acaecidos en el Arrondissement sin obtener respuesta. Nos menosprecian como si fuéramos Sarajevo o Chechenia, comentó la enfermera exasperada. Nuestra situación no afecta sus intereses vitales y en consecuencia se cruzan de brazos!

La llegada de la primavera recrudeció los ataques de mortero y la saña de los francotiradores, pero alimentaba la esperanza general de una tregua, en el inicio de unas posibles conversaciones de paz. El problema estribaba en que nadie conocía las exigencias de los asediadores. La agresión se había perpetrado sin un motivo explícito: correspondía por tanto a los agredidos averiguar las razones por las que eran sitiados. A falta de pruebas concretas y argumentos sólidos, las hipótesis y sospechas se centraban en torno a la composición heterogénea —cosmopolita, decía el ex policía— del barrio. Había que dejar el distrito limpio de inmigrados y extranjeros a fin de facilitar la demolición de sus inmuebles vetustos y de alquiler bajo para facilitar su remodelación por el voraz capital especulativo y holdings inmobiliarios? Muchos lo pensaban así y hablaban muy alto de la necesidad de unas Brigadas de Limpieza Etnica. Los extranjeros residentes en el inmueble no se atrevían ya a asomarse a la escalera por miedo de provocar la ira de los vecinos y ser acusados de la totalidad de sus desdichas y males.

Puesto que nuestros amigos no se deciden a asaltar el distrito y hacer la faena, la haremos nosotros!, anunció el ex policía. Se había puesto de acuerdo con otros colegas y simpatizantes del barrio y comenzaron a establecer una lista minuciosa de inmuebles alógenos y de metecos escaqueados en los de predominio nativo. Nuestro encogido héroe fue invitado a una de las reuniones y acudió con la minigrabadora de bolsillo con la que registraba a veces los monólogos de la vecina antes de transcribirlos en el dietario. Había que proceder con método, prontitud y eficacia, explicó el ex policía a sus adeptos. Confeccionaremos ante todo una lista de casas habitadas exclusivamente por metecos y la haremos llegar a los sitiadores, localizadas con toda precisión en el plano, para que las machaquen con sus morteros. Los mapas deberán ser perfectamente trazados de forma que puedan dar en el blanco sin riesgo de víctimas inocentes ni efectos colaterales. A continuación nos ocuparemos de los extranjeros infiltrados en los edificios de mayoría nacional!

Hay muchos judíos y armenios nacionalizados desde hace generaciones, dijo la enfermera. No sería injusto meterlos en el mismo saco que los demás?

En adelante regirá el ius sanguinis!, le cortó con sequedad el ex policía. No hay nacionalizaciones que valgan! Un negro bembudo con toda la documentación en regla no deja de ser un negro bembudo, me explico o no me explico?

Todo estaba absolutamente claro: las tímidas voces de protesta fueron acalladas enseguida. Las decisiones iban a ser votadas a mano alzada, esto es, por unanimidad. En una primera fase, los apartamentos que cobijaban a alógenos y advenedizos ostentarían una señal distintiva y sus moradores serían privados de la preciosa cartilla de racionamiento.

Y sus cónyuges e hijos?, preguntó el hijo del vendedor de pólizas de seguro, cuya amiguita era fruto de un matrimonio mixto.

No habrá excepción alguna! La barrida será total!

La vieja imprenta de la Rué de la Lune, guarecida en un sótano, no había sufrido el impacto de los morteros. La Brigada de Limpieza Etnica del Distrito hizo estampar diferentes modelos de avisos ornados con una medialuna, la estrella de David y un tótem africano destinados a determinar el origen de los metecos. El caso de los armenios cristianos e hindúes budistas suscitó algunas dudas.

Señalaremos sin más precisiones su condición de extranjeros!, sentenció el ex policía. Lo importante es tenerlos fichados!

La vecina acudió al piso de nuestro mezquino héroe después de la reunión. Los sitiadores se cebaban en los inmuebles cercanos a la Porte Saint Denis y se oía en sordina el tableteo de las ametralladoras. Por qué no dan de una vez el asalto y eliminan a los que hay que eliminar? Mucha gente de aquí desea ayudarles y colaborar con ellos. Dios me libre de que me tome usted por una extremista, partidaria de la violencia! Pero el uso moderado de la fuerza es a veces el mal menor, no cree usted?

(Si, a pesar de la escasez y sus dolencias crónicas, la vecina no había perdido peso —las piernas mantenían su firmeza columnaria—, sus lamentos, en cambio, eran más recios que nunca.)

Un año ya, se da cuenta? Un año atrapados en esa ratonera, sin poder pasear por los bulevares ni ir de compras a La Samaritaine ni respirar el aire de los Campos Elíseos! Ayer soñé justamente en que me invitaba usted a cenar a una cervecería de Montparnasse con músicos de etiqueta, un público distinguido, camareros elegantes!

No recuerda usted el menú?, preguntó con suavidad nuestro héroe.

Ella no hizo caso de la interrupción: Cuando desperté y vi mi apartamento, aquella bombonera de lujo que decoró mi pobre marido que en paz descanse, sin luz, ni calefacción, triste, lleno de polvo, estuve a punto de explotar! Si hubiera sido un hombre en edad de empuñar las armas, creo que habría salido al balcón con un fusil y disparado a las zahúrdas de enfrente, a ese matrimonio de turcos que no paran de fornicar ni de fabricar hijos! Yo, que no he sido nunca racista, no puedo soportarlos ya, apretujados en su vivienda, como una camada de conejillos de Indias! Ellos y los demás inmigrados que usan y abusan de nuestra hospitalidad para procrear y servirse de las maternidades y hospitales han arruinado el país y provocado la reacción de los patriotas, de las fuerzas que nos sitian por miedo de que los contaminemos!

La identificación de extranjeros y advenedizos se llevó a cabo sin incidentes. El ex policía supervisaba el cumplimiento de las órdenes con su antigua arma reglamentaria y organizó patrullas de inquilinos que a intervalos regulares subían y bajaban por la escalera. Eso es peor que la Ocupación, murmuró una jubilada de origen judío al descubrir la estrella de seis puntas en la puerta de su vivienda. Qué van a hacer?, empezar de nuevo sus redadas?

Todo el mundo aguardaba la respuesta de los sitiadores: el bombardeo implacable de los edificios marcados por blanco. Algunos vecinos los vigilaban con sus prismáticos y corrían al filo de la ventana entreabierta cada vez que oían silbar una bala o la ensordecedora explosión de un mortero u obús. Están preparando la operación de una manera calculada y científica, aseguraba, tranquilizador, el ex policía. Cuando empiecen, actuarán en serio: no dejarán a uno vivo! Y entonces será nuestra hora: la desratización de los escondrijos!

Pero la ayuda exterior —la intervención salvadora de los que imponían el cerco— se demoraba: el sitio se prolongó un año más y los francotiradores seguían disparando sin discernimiento. Una familia nativa pereció en su totalidad cuando su casa fue alcanzada por un cañón de grueso calibre. Sus vecinos árabes no sufrieron en cambio daño alguno. Era un error, se trataba a todas luces de un trágico error!, pero cómo remontar la moral de los vecinos si la penuria se agravaba y un nuevo invierno se les venía encima? Las Brigadas de Limpieza Etnica propugnaban iniciar la faena sin esperar al asalto; con todo, la escasez de armas y su propia debilidad física —sólo funcionaban dos panaderías y el precio de los alimentos en el mercado negro se había disparado— les convenció de la inanidad del intento. No tenían más remedio que aguardar.

Una mañana, a la hora en la que las amas de casa solían calentar las magras raciones de carne enlatada regalo de la Comunidad Europea, el edificio tembló como por efecto de un terremoto. Los últimos cristales indemnes de dos años de asedio saltaron en mil pedazos. Lámparas, cuadros, estanterías, incluso armarios, cayeron con estrépito al suelo. Nuestro personaje se aferró heroicamente a la cama y añadió una nueva manta a las que le cobijaban hasta quedar envuelto como un capullo.

Un obús se había estrellado en el gran cine de la esquina contiguo al inmueble —clausurado desde el inicio del cerco—, provocando el derrumbe de su emblemática y refulgente torre, orgullo del distrito. Aquel ataque, sin objetivo militar alguno, les apabulló. El cine se hallaba en el mismísimo bulevar, en la primera línea del frente: no podía atribuirse por tanto a un error de tiro. Habían apuntado a ciencia y conciencia, para despojar el barrio de lo que fue su símbolo: un auténtico memoricidio! Minutos después, los morteros y lanzagranadas completaron la labor destructiva: las luminarias y viejos carteles descoloridos de filmes de Walt Disney y Vanesa Paradise se desplomaron. La vecina llamaba a la puerta del estudio, sollozante y convulsa. Incapaz de aguantar sus lamentos, nuestro triste héroe corrió con sigilo el pestillo y acechó, reteniendo el aliento, el zarrapastreo de su bata hacia la bombonera de lujo.

El comité de gestión del inmueble convocó su célula de crisis: aunque no fue invitado a la reunión, nuestro protagonista se coló en ella con la minigrabadora de bolsillo a punto. Los inquilinos oriundos del distrito necesitaban una explicación plausible, seguida de directivas orientadoras, para mantener su fe. Pero el ex policía, de ordinario extrovertido y mandón, no despegó los labios. Había que aceptar la evidencia: sus cálculos resultaban ser tan erróneos como inútiles sus medidas de emergencia. Las señales de apaciguadora connivencia destinadas a los sitiadores no habían tenido el menor efecto. Las preguntas de sus confusos y amedrentados seguidores quedaron sin respuesta. El ex policía miraba el vacío con ojos nublados: según testimonio de varios asistentes, su aliento hedía a aguardiente barato.

Fue el principio del fin. Privados de su jefe, los purificadores no sabían qué hacer ni a qué santo encomendarse. La vecina designó al fin entre pucheros a nuevos culpables: jeringuillas, condones, seropositivos, promiscuos. El cerco era un castigo del cielo. La gente había perdido el camino recto, su amoralidad y desenfreno clamaban venganza: muchas parejas vivían en estado de pecado, sin pasar por la sacristía!; las muchachas se vestían y comportaban como remeras —rameras, le corrigió con suavidad nuestro protagonista—; los jóvenes consumían drogas y frecuentaban espectáculos pornográficos!; no se podía salir a la calle sin topar con procaces invertidos! Un acólito de la Misión Evangélica «Salut et Guérison» la sostuvo con energía: sí, la señora tiene razón! Lo que nos ocurre es obra de la cólera di vina, como el fuego que aniquiló a las ciudades nefandas! El individuo cayó de hinojos para implorar misericordia, imitado poco a poco por los inquilinos aglomerados en la devastada escalera. Haciendo un penoso esfuerzo, la vecina se había arrodillado también y recitaba el Pater Noster y el Credo. A causa de los vidrios esparcidos, algunas penitentes sangraban. Un cura, que venga un cura!, gritaba, presa de histeria, la esposa del abogado. Una anciana fue en busca de un relicario y un frasco de agua de Lourdes. El precio de las estampitas con oraciones e indulgencias subió en flecha. Los moradores del inmueble hacían cola en el piso del contrabandista que las vendía y se las arrancaban de las manos. Letanías, salmos y golpes de pecho duraron toda la noche.

El obús había agrietado igualmente la firmeza de algunas familias: la peluquera del segundo casada con un árabe lo cubría de insultos y le conminaba a abandonar el piso. Los hijos de un matrimonio mixto lloraban de desconsuelo: sus camaradas de escuela les negaban el saludo y los llamaban sidosos. Un aguacero, que se colaba por cristaleras y ventanas, obligó de amanecida a exaltados y penitentes a interrumpir las preces: sus hogares corrían el riesgo de inundarse.

Pronto se iban á cumplir los mil y un días del cerco y ninguna Sherezada contaría su historia. Nuestro personaje escribía la suya pero no acertaba a encontrarle un final. Llevaba varios días dándole vueltas al tema hasta que recibió un auxilio inesperado. Alguien había conseguido el último ejemplar de la' «Guía del Ocio» con una enumeración minuciosa del programa de los teatros, cines, salas de concierto, museos, exposiciones de artes plásticas, monumentos, paseos en golondrina por el Sena, restaurantes y cabarés famosos. Cada barrio merecía el honor de una rúbrica especial en la que figuraban señalados con uno, dos o tres asteriscos, en función de su interés e importancia, los lugares dignos de ser visitados así como una historia y descripción resumida de los mismos. La correspondiente al suyo, marcada con el cuadrito indicativo de que se desaconsejaba la visita, contrastaba con las restantes por su laconismo:

DISTRITO SITIADO.