A.
Tras la carnicería del mercado central ocasionada por un mortero —cuyo disparo fue atribuido como de costumbre por algunos portavoces anónimos de la Fuerza Internacional de Interposición a las propias víctimas del asedio a fin de atraer, insinuaban, la piedad del mundo entero y provocar así el castigo aéreo tan frecuentemente cacareado y jamás cumplido—, la situación de la ciudad mejoró. No hubo la intervención occidental esperada —God o Godot faltó a la cita, como en la obra teatral representada meses atrás a la luz de las velas en el descalabrado teatrito de ensayo—, pero las piezas de artillería pesada con las que era bombardeada a diario fueron retiradas temporalmente unos kilómetros más lejos después de un intercambio de fanfarronadas entre sitiadores y el mando multinacional. S. amaneció un buen día sin la andanada habitual de obuses y granadas. Los habitantes salieron con cautela de sus madrigueras en busca de leña, comida y agua, sin atreverse a creer del todo en la lábil y precaria bonanza. Las colinas y montañas nevadas aparecían bruñidas y limpias, con una máscara de inocencia fingida. Hasta los francotiradores apostados en los inmuebles del otro lado del río manifestaban una moderación extraña y se abstenían de ejercitar su puntería en mujeres y niños. El sitio proseguía, pero la soga enroscada en tomo al cuello se había aflojado. Magnánimos, los urbicidas dejaban engullir a los ciudadanos unas bocanadas de aire, al acecho del instante en el que una coyuntura favorable les autorizara a estrangularlos de nuevo hasta el jadeo y estertor final.
Aunque aleatoria y mezquina, la tregua devolvió un semblante de vida a la devastada ciudad. La gente continuaba empujando sus carretillas cargadas de bidones y hacía cola en los centros de distribución de alimentos, pero ya no atravesaba aterrorizada los cruces peligrosos ni se pegaba a las barreras de contenedores y vagones erigidas para su protección. Lentamente, reabrieron algunos cafés y los afortunados poseedores de divisas se reunían en ellos a evocar las peripecias y horrores del cerco. La visita a los cementerios no era temeraria: los sitiados se aglomeraban en ellos a rezar y depositar flores en las tumbas de sus deudos y amigos.
Nuestros viejos conocidos emergieron también de sus respectivas guaridas. Como marmotas al cabo de un largo invierno, desafiaron el frío y la nieve que aún cubría las calles para juntarse en un café de la cochambrosa Avenida del Mariscal, guarecido bajo los arcos de una tronada puerta cochera. El local disponía tan sólo de una modesta lámpara de petróleo. Apiñados alrededor de sus mesas, los clientes, tocados con gorras y sombreros de piel, parecían más bien contrabandistas o conspiradores.
El historiador recepcionista del H. I. y el autor de los relatos que trastornaron al comandante resucitaron allí, primero a solas, luego con otros socios, su tertulia políglota. El mero hecho de haber sobrevivido a aquel infierno reforzaba los vínculos de su añorada complicidad intelectual. Poco a poco, se les agregaron otros compadres asiduos de la extinta Biblioteca, perdidos de vista desde comienzos del asedio. El doctor F. K., forense del hospital, acudía también en sus horas de asueto con el internista navarro de Médicos sin Fronteras. Tras veinte meses de pesadilla institucionalizada, reaccionaban a los acontecimientos con agudeza y humor. Inventaron de entrada diversos apodos a los responsables y comparsas del drama:
Slobo Globo
Milo Venusevic
Elvenus Milo-Chetnik
El Bardotirador
El Kara de Palo
Shakesnipear
El «limpia» étnico
El lord de los lores
El lord de los loores
Smile Made in Japón
Minus Major
Mittel-Rang
Le général Morcillón
Peter Peter-Cheap
y, a continuación, los traducían a todas las lenguas conocidas y orquestaban las variantes en una especie de esperanto jocoso y feroz. Era una manera de desentumir el cerebro, flexibilizar los músculos del ingenio, prepararse a resistir las nuevas pruebas a las que inexorablemente se enfrentarían. No obstante, su preocupación y ansiedad obedecían a causas distintas y, pasados los primeros días de euforia, afloraron como manchas de grasa a la lumbre del agua: la tertulia políglota se convirtió en una tertulia de detectives. Cada socio creía conocer una pista o poseer la clave del enigma. El vino de la costa corría a discreción: el recepcionista del H. I. asumía los gastos gracias a los marcos y dólares de los turistas humanitarios que, como decía con sorna, «vienen aquí de excursión, a compadecerse de nuestros sufrimientos y fotografiarlos».