El día de Nochebuena empezó como todos los años. Siempre había algo que arreglar en el último momento, siempre quedaba algún regalo por envolver. Como habían prometido no abrir el calendario mágico hasta que repicaran las campanas de Navidad, Joakim y sus padres estuvieron todo el día entrando por turno de puntillas en el cuarto de Joakim para echar un vistazo lleno de expectativas al calendario.

Ya entrada la tarde empezaron a preparar la cena de Nochebuena, y enseguida toda la casa olía deliciosamente a Navidad. Por fin eran las cinco. El padre abrió una ventana y pudieron escuchar las campanas de las iglesias.

Nadie dijo nada, pero los tres fueron de puntillas al cuarto de Joakim. Él se subió a la cama y abrió la última gran ventanita del calendario. Era la que cubría todo el pesebre donde estaba el Niño Jesús. La imagen de debajo mostraba una gruta en la montaña.

Por última vez se sentaron los tres en la cama a leer el fino trozo de papel. Hoy le tocaba a Joakim.

El Niño Jesús

Nos encontramos en medio del mundo, entre Europa, Asia y África, en medio de la historia a comienzos de nuestra era, y pronto nos encontraremos también en medio de la noche.

Una silenciosa procesión desfila por entre las casas de Belén. Está formada por un pequeño rebaño de siete ovejas, cuatro pastores, cinco ángeles del Señor, los tres Reyes Magos, un emperador romano, el gobernador de Siria y Elisabet, que procede de ese país largo y estrecho bajo el Polo Norte.

Por algunas ventanas sale la tenue luz de las lámparas de aceite, pero la mayor parte de la gente está ya acostada.

Uno de los Reyes Magos señala el cielo, donde brillan las estrellas como chispas de una hoguera muy lejana.

Una estrella brilla con más intensidad que el resto. Además, parece estar más baja en el firmamento.

El ángel Imporiel se vuelve hacia los otros, se pone un dedo sobre los labios y susurra:

—¡Silencio!

La procesión de peregrinos se acerca sigilosamente a una de las posadas de la ciudad. El posadero se asoma un instante a la ventana, y al ver al grupo, hace un gesto afirmativo con la cabeza y señala una gruta en la pared de roca.

El ángel Efiriel susurra algo que suena como un viejo cuento:

—«Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada.»

Cruzan de puntillas el patio y se detienen delante de la gruta. El olor que sale de ella les indica que se trata de un establo.

De repente el llanto de un bebé rompe el silencio.

Está ocurriendo en ese instante. Está ocurriendo en un establo de Belén.

Sobre el establo brilla una nueva estrella. Dentro del establo se envuelve al recién nacido en pañales y se le acuesta en un pesebre.

Tiene lugar un encuentro entre el cielo y la tierra, porque también el niño del pesebre es una chispa de la gran hoguera tras las tenues luces del firmamento.

Así ocurre el milagro. Y así se convierte en un milagro cada vez que un nuevo ser humano nace al mundo. Eso ocurre bajo el cielo cuando el mundo se vuelve a crear.

Una mujer suspira hondamente y llora. No es un llanto triste. María llora y su llanto es tranquilo, profundo y lleno de felicidad. Pero el llanto del niño suena por encima del de María. Ha nacido el Niño Jesús. Ha nacido en un establo de Belén. Ha descendido a nuestra desdichada Tierra.

El ángel Efiriel se vuelve hacia los demás peregrinos y dice:

—Hoy ha nacido un Salvador en la ciudad de David.

El emperador Augusto asiente con la cabeza.

—Y ahora nos toca a nosotros. Que todos ocupen sus puestos. Llevamos ensayando esto unos dos mil años.

Habla Quirino por indicación del emperador:

—¡Pastores! Llevaos el rebaño al campo y nunca olvidéis ser buenos pastores. ¡Reyes Magos! Id al desierto montados en vuestros camellos. Ojalá nunca dejéis de leer las estrellas del cielo. ¡Ángeles! Volad alto por encima de las nubes. No os aparezcáis a los humanos de la Tierra excepto cuando sea estrictamente necesario, y nunca olvidéis decir «no temáis», pues el Niño Jesús ya ha nacido.

Al instante habían desaparecido todos los pastores y ovejas, los ángeles y los Reyes Magos. Elisabet se había quedado sola con Quirino y el emperador Augusto.

—He de darme prisa y volver a Damasco —dijo Quirino—. Pues tengo un importante papel que desempeñar allí.

—Y yo debo regresar a Roma —dijo Augusto—. Ése es mi papel.

Antes de que se marcharan, Elisabet los miró a los dos. Señaló el establo y preguntó:

—¿Qué os parece? ¿Puedo entrar?

El emperador esbozó una amplia sonrisa.

—Debes entrar. Es tu papel.

Quirino asintió enérgicamente:

—No has venido hasta aquí desde tan lejos para no hacer nada.

Y con estas palabras, los dos romanos salieron disparados por el mismo camino por el que habían llegado.

Elisabet miró el cielo estrellado. Tuvo que echar la cabeza muy hacia atrás para ver la gran estrella que con tanta claridad brillaba. De nuevo escuchó el llanto de bebé.

Y entró en el establo.

El padre se levantó de la cama y dio una palmada a Joakim en el hombro.

—En verdad nos trajimos a casa un asombroso calendario de Navidad este año —dijo.

Daba la impresión de haber acabado ya con toda la historia.

Pero Joakim no estaba tan contento como su padre. ¿Qué le habría sucedido a Elisabet? También la madre se quedó un rato pensando. Cuando por fin se levantó, dijo:

—Pronto estará la cena. Mientras tanto podríais colocar los regalos debajo del árbol. También este año hay alguna sorpresa.

Eso fue exactamente lo que dijo. En ese momento sonó el timbre de la puerta. De nuevo Joakim fue a abrir, y de nuevo estaba allí el viejo Juan, más radiante incluso que el día anterior.

—Vengo solamente a darles las gracias —dijo.

El padre y la madre acudieron corriendo a decirle que entrara. De nuevo se sacó la tarta de almendras. El padre había colocado en ella una bola de mazapán rojo. Joakim fue a por tazas y platos.

Se sentaron en torno a la mesa del salón, y Juan los miró uno por uno. Tenía una misteriosa expresión en la cara.

—Cuando hice el gran dibujo del calendario mágico —dijo— intenté hacerlo de tal manera que siempre hubiera nuevas cosas que descubrir, pues me parecía que toda la creación de Dios es así. Cuanto más comprendemos, más vemos de las cosas que nos rodean. Y cuanto más vemos de las cosas que nos rodean, más comprendemos. De esa forma siempre habrá algo nuevo que descubrir si mantenemos los ojos y los oídos abiertos a ese milagroso mundo en el que vivimos.

El padre asintió con la cabeza y Juan prosiguió:

—Pero yo no sabía que el calendario estaba hecho de tal modo que el que leyera los papelitos resolvería el viejo misterio de la niña que desapareció de esta ciudad hace casi cincuenta años.

—¿Te has enterado de algo más acerca de Elisabet? —preguntó Joakim.

Pero no hubo tiempo para la respuesta, porque justo en ese instante volvió a sonar el timbre de la puerta.

Los padres se miraron.

—Creo que debes abrir tú, Joakim —dijo Juan—. Tú eres el que ha abierto todas las puertas del calendario mágico de Navidad. Ahora tendrás que abrir ésta también. Pero vas a abrirla desde dentro.

Cuando abrió la puerta de la calle se encontró frente a él a una mujer de unos cincuenta años. Llevaba un abrigo rojo y tenía el pelo rubio, con algunas canas entre medias. La desconocida sonrió cordialmente y le tendió la mano.

—¿Mister Joakim? —dijo.

Joakim se sintió un poco aturdido, pero sabía quién era ella y le cogió la mano.

—Elisabet Hansen —dijo Joakim—. ¡Por favor, adelante!

Cuando entraron en el salón, el viejo vendedor de flores no pudo más y estalló en una sonora carcajada. A Joakim le recordó un poco al obispo Nicolás del calendario mágico.

Elisabet permaneció de pie en medio del salón con su abrigo rojo sobre el brazo. Del cuello le colgaba una cruz de plata con una piedra roja incrustada.

Cuando Juan logró por fin dejar de reír, se levantó del sillón y dijo:

—Supongo que debo presentaros. Ésta es Elisabet Tebasile Hansen, toda en una misma persona. Me he adelantado a ella unos minutos, pero aquí está ya.

El padre y la madre parecían igual de aturdidos. Por si acaso, Joakim se colocó frente a ellos agitando los brazos mientras decía:

—¡No temáis! ¡No temáis! ¡No temáis!

Entonces lograron por fin levantarse del sofá y dar la mano a Elisabet. La madre le cogió el abrigo y le ofreció asiento. El padre fue a la cocina a por una taza.

Resultó que Elisabet sólo hablaba inglés. Pero cuando todos se hubieron sentado papá dijo, no obstante, algo en noruego:

—Creo que puedo pedirles una explicación —dijo—. Me creo casi con el derecho de exigir una verdadera explicación.

Juan carraspeó y dijo:

—Hablaré noruego por el chico, pues gracias a él estamos todos hoy aquí reunidos.

Parecía que la mujer de la cruz de plata había entendido las palabras de Juan, porque miró sonriente a Joakim.

—¡Continúe! —dijo el padre.

—Cuando estuve aquí ayer, ya sabía que Elisabet venía de camino a Noruega —dijo el vendedor de flores.

La madre abrió los ojos de par en par:

—Pero ¿por qué no nos lo dijo? —gritó.

Juan se rió por lo bajo y luego contestó:

—Los regalos de Navidad no se abren hasta Nochebuena. Además, no estaba del todo seguro de que ella fuera a venir. Ni siquiera sabía con seguridad quién iba a venir.

Juan se puso a explicar lo que había pasado.

—Todo empezó cuando hablé con Joakim por teléfono hace unos días. Durante muchos años estuve buscando a una tal Elisabet o a una tal Tebasile, pues estaba convencido de que tendría que tratarse de una misma persona. Pero fue Joakim quien me puso en la pista de que tal vez Elisabet usara Tebasile de apellido. Llamé a información, me dieron un número de teléfono de Roma y la llamé. Ella se acordó enseguida de mí y de aquellos mágicos días del mes de abril de 1961.

Elisabet intentó decir algo, pero Juan la interrumpió con un gesto de la mano.

—Le conté la historia de una madre que había perdido a su pequeña hija en 1948. Así pude decirle quién era ella. Llegó aquí anoche. No ha pisado esta ciudad desde que desapareció aquel día de diciembre hace cuarenta y cinco años.

El padre se levantó de un salto del sofá y se dirigió al teléfono.

—¿Qué pasa? —preguntó la madre.

—Prometí llamar a la señora Hansen en cuanto tuviera alguna noticia.

Juan se rió.

—Elisabet ha dormido en casa de su madre esta noche. Apenas han pegado ojo, pero todo está perfectamente arreglado, se lo aseguro.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo el padre—. Exactamente, ¿qué fue lo que sucedió en el mes de diciembre de 1948? Y no vaya a decirme que Elisabet se fue tras un cordero y se encontró con un ángel llamado Efiriel.

Se volvió hacia Elisabet y le hizo la misma pregunta en inglés. La mujer tuvo que taparse la boca para no estallar en carcajadas, e hizo una seña a Juan para que contestara él.

—Siempre se echa a reír cuando hablamos de eso —explicó Juan—. No nos ponemos de acuerdo sobre ese punto. Primero les ofreceré la explicación de Elisabet. Ella opina que la policía de esta ciudad hizo un trabajo muy deficiente, pero en mi opinión debemos empezar por el otro extremo.

—Empiece por donde quiera, con tal de que todo encaje al final.

—Elisabet se crió en un pueblo cerca de Belén. La gente vivía de cultivar su pobre tierra, pero precisamente esa pobre tierra les fue arrebatada. Cuando yo conocí a Elisabet en Roma en 1961, ella había vivido en diversos campos de refugiados, primero en Jordania y luego en el Líbano. Había ido a Roma a hablar de la situación de los refugiados. Bueno, de eso podemos hablar más adelante. Pero la verdad es que Elisabet llegó a Belén en el mes de diciembre de 1948. Se encontró allí con gente pobre y perseguida, gente que necesitaba la ayuda de Dios. A eso se refería al decir que había sido secuestrada por un ángel. Pensaba que había sido secuestrada por alguien que deseaba ayudar a la gente de los pueblos cercanos a Belén. Allí se crió como pastora, así que tuvo oportunidad de sobra de acariciar a los corderitos, exactamente como la Elisabet Hansen del calendario mágico de adviento.

—Entonces de repente desapareció en Roma —interrumpió el padre—. ¿Por qué no quiso volver a verlo a usted?

—Ésa es una pregunta que me he hecho una y otra vez en el transcurso de los años. La respuesta es que ella debía tener mucho cuidado con quién hablaba. Por esa razón dio la vuelta a su nombre y adoptó Tebasile como apellido. No hay que olvidar que su país estaba en guerra. Elisabet ha explicado que tenía miedo de que la secuestraran de nuevo.

—Siga —dijo el padre.

—Cuando le dije que me creía su historia sobre el ángel, empezó a sospechar de mí. Tenía miedo de que yo pudiera ser una persona peligrosa tanto para ella como para el pueblo palestino.

—¿Pero Elisabet no era noruega? —preguntó la madre.

—Sí, era noruega —contestó Juan—. Elisabet piensa que fue secuestrada por unas personas muy infelices que estaban dispuestas a casi todo con el fin de llamar la atención sobre los sufrimientos del pueblo palestino.

—Pero de todos modos es terrible secuestrar a una niña inocente —objetó la madre.

—Desde luego que sí. Elisabet piensa que ellos tenían la intención de devolvérsela a sus padres. Tal vez los que la secuestraron pretendían que su padre escribiera en los periódicos sobre la causa palestina y la gente que era perseguida de pueblo en pueblo y finalmente acogida en grandes campos de refugiados fuera de su propio país.

—¿Y por qué no la trajeron de vuelta a Noruega? —interrumpió el padre.

—Elisabet dice recordar muy poco hasta que se ocupó de ella una familia en un pequeño pueblo cercano a Belén.

—¿Y cuál es su explicación? —preguntó la madre a Juan.

—Usted ya la sabe —contestó él.

Joakim se sentó en el borde de la silla.

—¿Tú crees que ella siguió al cordero y se encontró con el ángel Efiriel en el bosque? —preguntó.

—Sí, eso creo —asintió Juan.

—¡No! —exclamó Elisabet.

Yes! —exclamó Juan.

—¡No! —insistió Elisabet muerta de risa.

También se echaron a reír los demás.

—No quiero que os pongáis a discutir —dijo Joakim.

—Yo me creo la historia de Elisabet —dijo el padre.

—¿Y ustedes qué? —preguntó Juan dirigiéndose a la madre y a Joakim.

—Yo me creo 24 veces más la historia de Juan —dijo Joakim.

—En ese caso yo votaré 12 veces por la historia de Juan, y 12 veces por la de Elisabet —señaló la madre—. Porque yo sí creo que unos ángeles han volado hasta Belén estos días. Y por cierto, también han vuelto.

—Joakim tiene razón en decir que no debemos discutir aunque seamos de pareceres diferentes —opinó Juan—. Ése también es el mensaje de Navidad. Tal vez la verdad más grande de todas sea la que dice que las maravillas celestiales se propagan con mucha facilidad, al menos si los seres humanos ayudamos a ello. Al escribir en esas finas hojas de papel que luego doblaba con mucho cuidado y metía dentro del calendario mágico, tenía ya algunas pistas. Había oído hablar de la desaparecida Elisabet Hansen, y me había encontrado ya con Tebasile en Roma. También me inspiré en las viejas historias sobre ángeles. El resto tuve que inventármelo. Se hizo el silencio en el salón.

—Lo hizo usted muy bien —dijo la madre.

En el rostro de Juan se dibujó una tímida sonrisa:

—La imaginación y la capacidad de inventar también forman parte de esas maravillas que se han extraviado del cielo y caído a la tierra.

—Todo esto es asombroso —dijo la madre—. Abrimos la última ventanita de un viejo calendario de adviento que nos cuenta que Elisabet entra en un establo de Belén con el fin de dar la bienvenida al Niño Jesús a este mundo, e inmediatamente después esa misma Elisabet llama a la puerta de nuestra casa. Es casi como si nuestro hogar se hubiera convertido en el establo en el que nació Jesús.

Y la madre se levantó y abrazó a Elisabet.

—Bienvenida de nuevo a Noruega, mi niña —dijo.

En realidad era curioso que la madre dijera eso, pues Elisabet era casi veinte años mayor que ella.

—Muchas gracias —contestó Elisabet, y esas palabras sí las dijo en noruego.

Al poco rato sonó el teléfono. El padre lo cogió y era obvio que hablaba con la madre de Elisabet:

—Estamos todos emocionados, señora Hansen… ¡Vaya regalo de Navidad!… Sí, sí, ahora se pone… Feliz Navidad…

El padre pasó el auricular a Elisabet. Ella hablaba inglés. Joakim no entendía lo que decía, pero pensó que tenía que ser muy raro hablar con tu propia madre en una lengua extranjera.

Elisabet y Juan tuvieron que marcharse enseguida. Pero volverían a reunirse muy pronto porque Joakim y sus padres habían sido invitados a una gran fiesta de Navidad en casa de la familia de Elisabet.

Acompañaron a los invitados hasta la escalera. Fuera nevaba copiosamente. El padre preguntó a Elisabet si recordaba alguna palabra noruega de cuando era pequeña.

La mujer estaba debajo de la lámpara de fuera, y la nieve caía sobre su abrigo rojo. De repente se inclinó y alargó la mano como queriendo coger los copos de nieve.

—¡Corderito, corderito, corderito! —dijo. Y de repente se tapó la boca asustada y echó a correr. Al cabo de unos segundos ella y el viejo vendedor de flores habían desaparecido.

Aquella Nochebuena, antes de meterse en la cama, Joakim permaneció un buen rato delante de la ventana contemplando la noche de Navidad. Había caído mucha nieve, pero estaba despejado y podían verse las estrellas.

De repente descubrió unas figuras que bajaban la calle a gran velocidad. No resultó fácil seguirlas con la mirada, porque sólo podía verlas bajo la luz de las farolas, y la visión no duró más que uno o dos segundos. A Joakim le pareció reconocer al ángel Efiriel y a todos los que habían acompañado a Elisabet a Belén.

Esa noche la habían acompañado de vuelta.