Durante lo que quedaba de tarde hablaron sin parar de Elisabet, de Juan y del calendario mágico de Navidad. Incluso cuando ninguno decía nada, todos sabían en qué estaban pensando los otros dos.

Joakim había colocado la foto de la Elisabet adulta sobre la repisa de la chimenea. De vez en cuando apartaba la vista del televisor y miraba la vieja fotografía. De repente dijo:

—Quizá ella fuera su novia.

Sus padres lo oyeron, el padre dejó la taza de café en la mesa de centro y contestó:

—Tal vez.

—Porque dentro del minúsculo calendario que había dentro del otro calendario de Navidad, el que Quirino regaló a Elisabet —prosiguió la madre—, no sólo estaban escritas las palabras Elisabet y Tebasile, sino también Roma y Amor.

—¡Pero Amor es Roma al revés! —exclamó Joakim—. Entonces tal vez también Tebasile signifique algo.

La mañana del día dieciséis de diciembre los padres de Joakim entraron temprano en su habitación para despertarle. Joakim se restregó los ojos y se apresuró a buscar la ventanita con el número 16. El trozo de papel doblado cayó sobre la cama, y el padre lo recogió rápidamente. Apareció la imagen de un viejo castillo.

—Lo leeré yo —dijo la madre—. Hoy me toca a mí.

Y se acomodaron en la cama.

Daniel

Sucedió en la época en que el antiguo Imperio Romano estaba dividido en dos. Tanto en la parte oriental como en la occidental, la religión cristiana ha echado ya raíces entre la gente, pero el mundo cristiano sigue siendo arrasado por tribus paganas que retrasan la construcción de nuevas iglesias, roban oro y plata y ponen patas arriba ciudades enteras.

Desde Roma, el Papa lanza un decreto en el que se insta al pueblo a defender las propiedades de la Iglesia contra esos pueblos forasteros que aún no han recibido noticias sobre el Niño Jesús. En ese momento una extraña comitiva llega de un futuro lejano y penetra en el tiempo y el espacio camino de la ciudad de David, Belén.

Los peregrinos llegan a Salonae en Dalmacia, y se detienen delante de las viejas ruinas de un palacio imperial romano. A primera vista, las ruinas dan la impresión de estar abandonadas, pero la santa comitiva se abre camino a través de una pequeña puerta de la muralla y descubre que dentro hay gente por todas partes. Es más o menos como cuando se quita la corteza de un viejo tronco y aparece un montón de bichos pululando debajo. En medio del viejo palacio imperial se ha fundado una pequeña ciudad.

Cuando el ángel Efiriel descubrió a toda esa gente, dijo:

—El reloj de ángel nos indica que estamos en el año 688 después de Cristo. Nos encontramos dentro de las murallas del palacio del emperador Diocleciano, que nació en esta parte del país alrededor de 250 años después de Cristo. Luchó contra las tribus nómadas e intentó reconstruir el viejo Imperio Romano. Cerró las iglesias cristianas y persiguió con crueldad a los cristianos. Cuando murió fue enterrado en este palacio y al poco tiempo de su muerte, el Imperio Romano se convirtió al cristianismo. En el interior del antiguo palacio se formó una ciudad entera. Mucho más tarde esta ciudad recibirá el nombre de Split.

Josué, el pastor, golpeó su cayado contra la vieja muralla y dijo:

—¡A Belén, a Belén!

Y continuaron su veloz viaje a través de Dalmacia, bajando y subiendo colinas y cuestas, desde donde tenían una magnífica vista sobre el mar Adriático.

En una loma con vistas al mar encontraron a otro pastor que estaba sentado debajo de un pino para protegerse del sol abrasador. Llevaba una túnica de color azul claro como Josué, Jacobo e Isaac. Al ver acercarse la procesión de peregrinos, se levantó a darles la bienvenida.

—Alabado sea Dios que está en los cielos —dijo—. Me llamo Daniel y llevo muchos años aquí esperando, pero sabía que pasaríais por Dalmacia en algún momento del siglo VII. Voy con vosotros a Belén.

—¡Así es! —exclamó el pequeño ángel Imporiel—. Porque eres uno de los nuestros.

Pronto llegaron a un gran lago, en cuya orilla se levantaba una ciudad.

—Éste es el lago Escutari —dijo Efiriel—. Dentro de muchos años esta tierra se llamará Albania. El reloj de ángel me indica que ya han pasado 602 años desde el nacimiento de Jesús. En esta época y durante toda la Edad Media, la iglesia cristiana tuvo dos capitales: una era Roma y la otra Bizancio, a las puertas del mar Negro.

—¿Y no tenían las mismas creencias?

—A grandes rasgos sí, pero lo manifestaban de modo diferente. Los seres humanos han aparecido y desaparecido, y también las tradiciones y ritos de la iglesia han cambiado con el paso del tiempo, a pesar de que el principio de todo fue algo que sucedió una Nochebuena en Belén, la ciudad de David.

Imporiel batió las alas y dijo:

—¡Así es!, porque hubo una sola Virgen María y un solo Niño Jesús. Desde entonces se han pintado y esculpido millones de imágenes de María y el Niño, y ninguna es igual a otra.

Elisabet guardó estas palabras en su corazón. Imporiel batió sus alas y se acercó a ella.

—Dios creó a un solo Adán y a una sola Eva —señaló—. Eran niños que jugaban al escondite y trepaban a los árboles en el jardín del Edén. Pero un día comieron del fruto del Árbol de la Ciencia, y entonces se hicieron adultos. Poco después tuvieron hijos, y también nietos. De esa forma Dios procuró que hubiera siempre muchos niños en el mundo. No tiene sentido crear un mundo entero sin niños pequeños que puedan descubrirlo una y otra vez. Así continúa Dios creando el mundo. Nunca lo acabará del todo, porque siguen naciendo nuevos niños que descubrirán el mundo por primera vez.

Los dos Reyes Magos se miraron.

—¡Bueno, bueno! —dijo Gaspar.

—Pero aunque han nacido muchos miles de millones de niños en la Tierra, no hay dos iguales —dijo Imporiel—. Eso se debe a que Dios tiene tanta imaginación que de vez en cuando se desborda y llega hasta la Tierra.

Josué golpeó su cayado contra el pino:

—¡A Belén, a Belén!

Y continuaron camino por las mesetas de Macedonia.

Cuando el padre volvió del trabajo aquella tarde dijo:

—He estado en la comisaría.

La madre puso cara de asombro:

—¿Para tratar de encontrar a Juan?

—No, para averiguar algo más sobre aquella niña que desapareció en 1948. Sólo tenía siete años, y desapareció de verdad. La policía estuvo buscándola mucho tiempo, pero nunca la encontraron. Lo único que encontraron al final fue su gorro en un bosque de las afueras de la ciudad. Me temo que esa niña tuvo una vida muy corta.

—He intentado ponerme en contacto con su familia —prosiguió—. Al final logré hablar con la madre, que hoy es una señora de más de setenta años.

—¿Qué te dijo? —preguntaron la madre y Joakim a la vez.

—No pudo decirme gran cosa —contestó el padre—. Pero me habló de un hombre sirio llamado Juan. Y no sabía nada de esa foto que se hizo en Roma diez o quince años después de la desaparición de la niña. Prometí enviarle una copia.

Cuando sus padres se habían ido a dormir, Joakim se quedó pensando. ¿Quién era esa joven a la que Juan había fotografiado en Roma? ¿Se llamaba Elisabet? ¿O se llamaba en realidad algo muy distinto?

«Sabet… Tebas…», había dicho Juan. Pero ¿por qué lo dijo? Sonaba casi a fórmula mágica.

Joakim abrió su pequeño cuaderno de notas para comprobar cómo había deletreado los dos nombres antes. Ahora escribió:

S A B E T E B A S
A E A
B B B
E A E
T E B A S A B E T
E A E
B B B
A E A
S A B E T E B A S

¿Eso representaba una ventana? ¿O una cruz?

Tal vez pretendía ser un calendario de Navidad.