Cuando Joakim abrió la ventanita del calendario mágico de adviento correspondiente al 18 de diciembre, apareció una imagen de un palo con una brillante bola de oro en un extremo.
—Es un cetro —le explicó su madre—. Los reyes y emperadores los han empleado como símbolo de su dignidad. La bola seguramente representa al sol.
Joakim desdobló el fino papel que había caído del calendario, y leyó en voz alta a sus padres, que se habían acomodado uno a cado lado de él en la cama.
El emperador Augusto
Una extraña comitiva se apresura a través de Tracia hacia Constantinopla, camino de Belén. Quinientos años han transcurrido desde el nacimiento de Jesús en un establo, envuelto en pañales y colocado en un pesebre por falta de espacio para María y José en la posada. Pero esa vieja historia ya es conocida en muchas partes del mundo.
Se detienen delante de una de las puertas de la muralla de la ciudad, vigilada por soldados que sacan sus espadas en cuanto las primeras ovejas alcanzan la puerta. Entonces el ángel Serafiel vuela a su lado y se coloca entre ellas y los soldados.
—No temáis —dice—. Vamos camino de Belén a adorar al Niño Jesús. Tenéis que dejarnos pasar.
Los soldados dejan caer sus armas y se tiran al suelo. Uno de ellos hace señas a la comitiva para que atraviese la puerta. En un momento la procesión al completo había traspasado las sólidas murallas de la ciudad.
Es por la mañana temprano y la ciudad no se ha despertado aún. La procesión se detiene en una colina desde donde hay una magnífica vista sobre el estrecho del Bósforo, que separa Europa de Asia. Es tan estrecho que se puede ver hasta el otro lado.
—El reloj marca 495 —dijo Efiriel—. Al principio, la ciudad se llamó Bizancio, pero en el año del Señor de 330, después del nacimiento de Cristo, el emperador Constantino la convirtió en la capital del Imperio Romano. Primero la llamó la Nueva Roma, pero poco después recibió el nombre de Constantinopla. Y más adelante recobró su antiguo nombre griego de Bizancio. Dentro de mil años escasos, en 1353, la ciudad será conquistada por los turcos y se llamará Estambul.
—Hemos de cruzar el Bósforo —indicó Quirino—. Una vez al otro lado, ya no faltará mucho para Siria. Dixi!
Atravesaron a toda prisa la ciudad y al instante se encontraban en la punta del Cuerno de Oro. En el muelle, un hombre muy elegante con ropa de muchos colores, un resplandeciente cetro en una mano y un libro muy gordo en la otra, les dio la bienvenida.
—Soy el emperador Augusto y voy a llevaros al otro lado del estrecho del Bósforo. Os ordeno aceptar esta oferta sin ningún tipo de desagradables protestas.
Les señaló un barco con varias velas grandes. Las ovejas ya habían empezado a subir a bordo.
—Entonces eres uno de los nuestros —dijo Efiriel.
Elisabet se volvió hacia el ángel y dijo:
—No sabía que el emperador Augusto fuera cristiano.
Una misteriosa sonrisa se dibujó en el rostro del ángel.
—Desde hace muchos siglos este viejo emperador romano forma ya parte del Evangelio de Navidad como una especie de polizón. Y el reino de Dios está abierto a todo el mundo, incluso a aquellos que viajan sin billete.
Elisabet pensó que esas palabras hacían el cielo aún más grande de lo que se había imaginado y las guardó en su corazón.
En unos instantes la gran comitiva había cruzado el estrecho. Al desembarcar, Elisabet saludó al emperador romano y le preguntó por el libro que llevaba bajo el brazo. Pensó que le respondería que era la Biblia, o al menos un libro de salmos, segura de que el cielo exigiría algo así a un viejo emperador que de repente había decidido ir con ellos a Belén. Pero el emperador Augusto contestó:
—Es el padrón sagrado.
Josué, el pastor, golpeó su cayado contra el suelo y dijo:
—¡A Belén, a Belén!
Y se pusieron en marcha a través de Frigia.
La madre volvió del trabajo esa tarde con un gran sobre lleno de recortes de periódicos. Había estado en la hemeroteca fotocopiando todo lo que salió en los periódicos cuando Elisabet Hansen desapareció en 1948.
La familia permaneció sentada en torno a la mesa del salón leyendo los viejos recortes. Sobre todo estudiaron minuciosamente la foto de Elisabet Hansen. La madre bajó la foto de Elisabet adulta de la repisa de la chimenea para comparar. ¿Podría tratarse de la misma persona?
—Las dos son rubias —dijo su madre—. Y tienen la nariz algo puntiaguda.
—¡Eso es imposible de constatar! —objetó el padre.
A él le interesaba más la desaparición en sí. Mientras leía los viejos recortes, dijo:
—Su madre era maestra… su padre un conocido periodista… lo único que se encontró de ella al derretirse la nieve unos meses más tarde en un bosque… fue su pequeño gorro de lana. Era la única pista que tenía la policía.
—Eso es porque no habían leído el calendario mágico —dijo Joakim.
—¡Y si lo hubieran leído, no habrían podido arrestar a un ángel! —contestó el padre riéndose.
Cuando esa noche Joakim estaba a punto de dormirse, volvió a encender la lámpara. Se le ocurrió que hacía días que no había mirado la gran imagen del calendario de Navidad, seguramente porque la mayoría de las ventanitas ya estaban abiertas, así que volvió a cerrarlas.
¡ENTONCES OCURRIÓ DE NUEVO!
En la imagen se veía a María y José. Al fondo, los Reyes Magos y los ángeles descendían a través de las nubes para anunciar a los pastores el nacimiento de Jesús.
Arriba, a la izquierda, había dos hombres elegantemente vestidos que, a diferencia de todos los demás, estaban de espaldas. Joakim los había visto antes, y ahora estaba convencido de que se trataba de Quirino y el emperador Augusto. Pero hasta ese instante no se había dado cuenta de que el emperador llevaba un resplandeciente cetro.
¿Llevaba ese cetro en la mano el día que Joakim recibió el calendario mágico de adviento en la pequeña librería?
¿O el cetro se había dibujado a sí mismo?