Cuando el padre volvió del trabajo el 11 de diciembre, la madre y Joakim estaban esperándolo en la entrada.

—¿Has averiguado cómo se llamaba? —preguntó Joakim.

—Déjame entrar en casa primero —contestó el padre—. Se llamaba Elisabet. Elisabet Hansen, de hecho. Ocurrió en el mes de diciembre de 1948.

Mamá los llamó a comer y se sentaron a la mesa.

—También me he pasado por la librería —prosiguió el padre—. Me metí en el almacén con el librero y allí estaba la foto que ese vendedor de flores dejó en el escaparate a cambio de un vaso de agua. La tengo en mi cartera.

—Venga, enséñanosla —dijo la madre.

El padre buscó la foto y la dejó sobre la mesa. Joakim la cogió y la madre se inclinó a mirarla.

Mostraba a una joven con una larga melena rubia. Alrededor del cuello llevaba una cruz de plata con una piedra roja. Estaba apoyada en un pequeño coche. En la parte superior de la foto se veía una gran cúpula. Debajo ponía: «Elisabet».

—Aquí no hay ningún apellido —dijo el padre—. Elisabet no es exactamente un nombre raro, pero está escrito con ortografía noruega. En muchos países Elisabet se escribe de otra manera.

—¿Crees que ella no es noruega? —preguntó la madre.

—Ni idea —contestó el padre—. Pero mirad bien la foto. La iglesia del fondo es la de San Pedro en Roma. La joven se encuentra en la calle que conduce a la plaza de San Pedro. El coche es de finales de los años cincuenta.

—Esto me asusta un poco —susurró la madre—. ¿En dónde nos estamos metiendo?

Cuando Joakim se despertó la mañana del 11 de diciembre, sus padres estaban en su habitación antes de que él abriera los ojos, lo que era bastante inusual porque era sábado, y los sábados él siempre se levantaba antes que ellos.

—Tienes que abrir el calendario —dijo el padre—. ¡Venga, date prisa!

En la imagen se veía un hombre vestido con una túnica roja. En la mano llevaba un gran cartel.

Sus padres se sentaron en la cama. Joakim había cogido un fino papel doblado muchísimas veces. Lo desdobló y leyó en voz alta lo que había escrito en la hoja con letras minúsculas.

Quirino

Las cuatro ovejas acababan de cruzar una colina y estaban empezando el descenso hacia una fértil tierra de cultivo. Alrededor del pequeño rebaño revoloteaba Imporiel, y tras las ovejas y el pequeño ángel iban Jacobo y Josué, Gaspar y Baltasar, Efiriel y Elisabet.

Pasaron por varios lagos. El más bonito y más grande de todos era el lago de Ginebra. Brillaba tanto que parecía un trozo de cielo caído a la Tierra. Hasta que Elisabet no levantó la cabeza y se aseguró de que no había ningún agujero en el firmamento, no se convenció de que la imagen del cielo en el gran lago era sólo un reflejo.

De nuevo corrían por una vieja carretera a lo largo de un río dentro de un profundo valle. Efiriel les contó que el río se llamaba Ródano y que todo el agua que llevaba se metía en el lago de Ginebra y fluía luego hasta el mismísimo Mediterráneo.

Cruzaron el río por un viejo puente y se detuvieron delante de un monasterio llamado San Mauricio. Estaban rodeados por los Alpes, que tenían nieve en las cumbres.

—¡A Belén! —gritó Josué, y se apresuraron a subir hacia las altas montañas. El aire era tan claro y tan poco denso que Elisabet se preguntó si estaba subiendo al cielo.

Arriba, en el puerto, había una casa muy grande.

—Estamos en el año 1045 después de Cristo —dijo el ángel Efiriel—. Esta casa que vemos aquí es un albergue que acoge a la gente que cruza los Alpes. Es completamente nuevo y ha sido construido por un tal Bernardo de Mentón. A partir de ahora y para siempre vivirán aquí monjes benedictinos dedicados al salvamento de personas que se pierden en las montañas. Para esa labor cuentan con la ayuda de estupendos perros san Bernardo.

—¡Correcto! —exclamó el pequeño ángel Imporiel—. Porque Jesús quería enseñar a los seres humanos a ayudarse los unos a los otros cuando están en apuros. Una vez contó la historia de un hombre que iba de Jerusalén a Jericó. De repente fue asaltado por unos ladrones que lo dejaron medio muerto al lado de la carretera. Varios sacerdotes pasaron por delante de él, pero ninguno se agachó a ayudar a ese pobre hombre que se encontraba entre la vida y la muerte. Jesús opinaba que de poco servía ser sacerdote si ni siquiera eran capaces de ayudar a otros seres humanos en apuros, así que podían olvidarse de sus beatas oraciones de una vez por todas.

Elisabet asintió, e Imporiel prosiguió:

—Entonces llegó un samaritano, y los samaritanos no eran especialmente queridos en Judea, porque su religión era algo diferente a la de los judíos. Pero el samaritano fue misericordioso y aquel pobre hombre salvó la vida gracias a su ayuda. ¡Sí señor! Porque es una tontería creer lo correcto si eso no conduce a que se ayude a los seres humanos necesitados.

Elisabet volvió a asentir y guardó las palabras del ángel niño en su corazón.

En un lugar donde el puerto de montaña se dividía en dos, se encontraron con un hombre que llevaba un gran cartel en la mano. Iba vestido con una larga túnica roja. De no haber sido porque se movía, podría haber pasado por un romano petrificado del Imperio Romano.

En el cartel ponía «A BELÉN» en letras grandes. También había dibujada una flecha que mostraba el camino que debían seguir.

—¡Un cartel de carretera vivo! —exclamó Elisabet.

Efiriel asintió.

—En verdad te digo que este cartel tiene que ser uno de los nuestros.

El hombre del cartel dio un paso hacia Elisabet, le tendió la mano y dijo:

—Felici… no, no, creo que eso no es lo que debo decir, quiero decir: ¡A su disposición, amigos míos! Por cierto, he de acordarme de decir mi nombre… porque también a mí me han dejado formar parte de este calendario de Navidad… mi nombre es Quirino, gobernador de Siria… de buen aspecto, desearía amistad… lo más importante es ser bueno y amable, claro. Dixi!

Elisabet no pudo evitar reírse, pues el hombre hablaba de un modo muy curioso. Era como si hablaran dos personas, porque se interrumpía a sí mismo constantemente. El hombre señaló el cartel que tal vez llevaba en la mano desde hacía una eternidad, mientras el viento le movía la túnica, y dijo:

—Y esto… pido vuestra atención, amigos míos… pues he aquí el premio para ti… quiero decir que esto es para ti. Dixi!

Elisabet lo miró asombrada.

—¿Vas a regalarme el cartel?

Quirino contestó:

—Sólo por un lado… quiero decir que… que tienes que darle la vuelta… completamente ¿entiendes? Dixi!

Elisabet no entendía por qué decía todo el tiempo dixi, y el ángel Efiriel le susurró que dixi era una palabra latina y que significaba que había terminado de hablar.

Elisabet dio la vuelta al cartel y descubrió asombrada que lo que tenía en la mano era un calendario de Navidad con 24 ventanitas por abrir. Sobre cada una de ellas había pintada la imagen de una joven rubia delante de la gran cúpula de una iglesia.

—Las primeras doce —dijo Quirino—. Quiero decir que puedes abrir las primeras doce ventanitas… porque eso corresponde exactamente a donde hemos llegado en el viaje. Dixi!

Elisabet se sentó en una piedra y abrió la primera ventanita. Debajo había un cordero pintado. En la siguiente ventanita había un ángel y en la tercera una oveja. Luego seguían imágenes de un pastor, otra oveja, un Rey Mago, una oveja, un pastor, una oveja, un ángel niño y otro Rey Mago. Elisabet reparó en que eran las imágenes de todos los que se habían unido a la procesión de peregrinos durante el largo viaje a través de Europa.

—Muchas gracias —dijo.

—Pero no has abierto la duodécima ventanita —señaló Efiriel.

Elisabet la abrió y descubrió una minúscula imagen del mismo calendario que ella llevaba en la mano. También se veía la imagen de una mujer rubia delante de la gran cúpula de una iglesia.

Josué golpeó el cayado contra el mojón:

—¡A Belén, a Belén!

Permanecieron sentados mirándose. De repente Joakim se echó a reír y dijo:

—Espero que Quirino vaya con ellos hasta Belén.

Sus padres estudiaron minuciosamente el fino papel.

—Hoy ha incluido a la joven en la historia sobre la niña —apuntó el padre.

—Además ha hecho un nuevo y minúsculo calendario dentro del grande —dijo la madre.

El padre asintió:

—Y alguna razón habrá tenido para hacerlo.

—¿Creéis que habrá otro pequeño calendario dentro del pequeño calendario de Navidad? —preguntó Joakim.

—Quién sabe —dijo la madre—. Quién sabe.