Cuando Joakim se despertó el quince de diciembre sólo quedaban diez ventanitas por abrir. Ni siquiera le dio tiempo a incorporarse en la cama antes de que sus padres entraran en la habitación.

—Manos a la obra —dijo el padre.

Joakim se incorporó y abrió la ventanita número 15. Con mucho cuidado sacó el papel doblado para que no se rompiera. Era una imagen de islas con casas, bajo un sol resplandeciente.

Ese día le tocaba leer al padre. Cogió el frágil papel, carraspeó y leyó en voz alta y clara:

Séptima oveja

La santa comitiva llegó a la laguna veneciana, situada en un extremo del mar Adriático, y se detuvo en una pequeña colina desde donde había una vista estupenda. Efiriel señaló todas las islas que se veían en el agua. En muchas de ellas los venecianos habían construido casas, en algunas incluso iglesias. Muchas islas se encontraban tan cerca las unas de las otras que se habían construido puentes entre ellas. Por todas partes se veían pequeñas barcas de pesca.

—Nos encontramos en el año 797 después de Cristo —anunció Efiriel—. Estamos contemplando la joven Venecia, que pronto será el nombre que reciban las 118 islas. Los venecianos se asentaron en este lugar con el fin de protegerse contra piratas y pueblos bárbaros que merodeaban por aquí.

—No veo ninguna góndola —se quejó Elisabet.

Efiriel se rió.

—No estás en la Venecia del siglo XX, ¿sabes? Acabo de decir que el año es 797, y que sólo hace unos doscientos años que vive aquí gente. Pronto Venecia estará tan densamente poblada que una isla apenas estará separada de otra.

Mientras contemplaban las pequeñas islas, una barca de remo pasó por delante de ellos. Una parte estaba cargada de sal. En la otra había unas cuantas ovejas balando al sol que emergía a través de la neblina matutina.

El remero se asustó tanto al ver la procesión de peregrinos que se tapó los ojos con el brazo mientras retrocedía. En ese instante perdió el equilibrio y cayó al agua. Elisabet lo vio emerger en la superficie unos instantes para volver a desaparecer enseguida.

—¡Se está ahogando! —gritó Elisabet—. Tenemos que salvarlo.

Pero el ángel Efiriel ya estaba actuando. Voló sobre la brillante agua, agarró con fuerza al hombre cuando volvió a emerger, y lo sacó a la tierra empapado hasta los huesos.

El hombre se tiró al suelo tosiendo como un trueno mientras decía:

—Gratie, gratie…

Elisabet intentó explicarle que iban camino de Belén a visitar al Niño Jesús y que no tuviera miedo. Imporiel revoloteaba alrededor del remero.

—No temas —dijo en una voz tan suave como la seda— y no te asustes en absoluto. Pero no deberías meterte solo en el agua si no sabes nadar, pues no puedes esperar que un ángel esté siempre cerca para salvarte. Vagamos muy rara vez por la Tierra, ¿sabes?

Las amonestaciones de Imporiel no parecieron servir de consuelo al hombre, así que el ángel niño se sentó a su lado y le tocó la mejilla mientras repetía:

—No temas.

Algún efecto debió de surtir, pues el hombre se puso trabajosamente de pie y bajó dando tumbos hasta la barca.

Agnus Dei —dijo, lo que significa «cordero de Dios», y el cordero se unió al resto del rebaño sin rechistar.

Josué golpeó su cayado contra el suelo y dijo:

—¡A Belén, a Belén! —y todos emprendieron de nuevo el paso.

Más adentro del golfo veneciano se encontraba la antigua ciudad romana de Aquilea. Mientras corrían, Efiriel señaló un monasterio.

—Estamos en el año 718 después de Cristo, pero aquí ha habido comunidades cristianas desde la Antigüedad.

La procesión de peregrinos pasó a gran velocidad por la ciudad de Trieste, luego continuaron hacia el sur a través de Croacia.

El padre puso el papelito sobre la cama y abrió uno de los atlas que había dejado sobre el escritorio de Joakim:

—Aquí está Venecia —dijo—, y aquí está Trieste, en la frontera con Yugoslavia. Pero no encuentro Aquilea.

—A lo mejor es una ciudad que ya no existe —explicó la madre—. Tendrás que buscarlo en el atlas histórico.

El padre fue a buscar el otro gran atlas, que también contenía mapas de todos los países de Europa, aunque los nombres de los países y ciudades variaban de uno a otro.

—Tendrás que buscar un mapa del siglo VIII —dijo la madre.

El padre se puso a hojear el abultado libro.

—¡Aquí está! ¡Aquilea! Esa ciudad estaba justo a medio camino entre Venecia y Trieste. Es fantástico…

—¿El qué? —preguntó Joakim.

—Juan también habrá estado estudiando estos mapas antiguos. Porque el mundo cambia constantemente. El mundo es como una pila de tortas en la que cada torta es un nuevo mapamundi.

Joakim miró a su padre y preguntó:

—¿Tortas?

Su padre afirmó con la cabeza.

—No basta con preguntar dónde ocurre algo. Tampoco basta con preguntar cuándo ocurre algo. Siempre tienes que preguntar cuándo y dónde —y prosiguió—: el gran viaje a Belén trata de un viaje a través de todas esas veinte tortas. Elisabet no sólo viaja por la de arriba, sino que atraviesa la montaña entera de tortas.

Ahora Joakim entendió lo que quiso decir su padre.

—Al viajar van bajando por veinte siglos —concluyó—. En este libro hay un mapa que muestra exactamente cómo ha sido el mundo en cada uno de estos veinte siglos. Yo creo que Juan ha estado hojeando un libro de tortas.

Ese día su madre fue a buscar a Joakim al salir del colegio. Luego se fueron al centro en autobús, donde habían quedado con el padre para comer pizza. Desde la pizzería podían contemplar la plaza del mercado, enfrente de la catedral.

Mientras comían, el padre no paraba de preguntar:

—¿Lo ves, Joakim?

Y Joakim tenía que contestar todo el rato que no. Juan, el vendedor de flores ya no estaba vendiendo flores en el mercado.

Compraron unas velas gruesas muy bonitas y un par de regalos de Navidad. Antes de volver a casa pasaron por la vieja librería donde Joakim había encontrado el calendario mágico.

El librero reconoció enseguida a Joakim y a su padre, y también saludó muy amablemente a la madre.

—Aquí estamos de nuevo —dijo el padre—. Quisiéramos saber si ha visto usted a ese extraño vendedor de flores.

El librero negó con la cabeza.

—Hace días que no viene por aquí. No suele dejarse ver en esta época del año.

—El calendario mágico es un verdadero misterio, ¿sabe? —explicó la madre—. Queríamos invitarlo a casa y agradecérselo.

Acordaron que el librero diría a Juan que los llamara.

—Sólo una cosa más —añadió el padre cuando estaban a punto de marcharse—. ¿Sabe usted de qué país procede?

—Creo que nació en Damasco —contestó el librero.

En el camino de vuelta a casa, papá tamborileaba con los dedos sobre el volante, como si fuera un tambor.

—Si encontráramos a ese hombre…

—Al menos hemos averiguado de dónde procede —contestó la madre—. ¿Damasco no es la capital de Siria?