¡Es Navidad!, pensó Joakim cuando se despertó el día de «la pequeña Nochebuena».
Al poco rato se despertaron también sus padres. El padre se había tomado el día libre.
—Porque es Navidad —dijo.
Joakim abrió la penúltima ventanita del calendario de adviento. Aparecía la imagen de un hombre caminando junto a un burro. Subida en el burro iba una mujer vestida de rojo.
Un trozo de papel cayó del calendario. El padre lo desdobló y leyó lo que había escrito en él. Joakim vio que le temblaba la mano.
María y José
Una santa comitiva va camino de Belén. Podría decirse que esta procesión de peregrinos se extiende desde el largo y estrecho país bajo el Polo Norte, en el extremo superior de Europa, hasta la cálida Judea, punto de encuentro entre Europa, Asia y África. Se extiende desde un lejano futuro hasta muy atrás, hasta los comienzos de nuestra era.
La procesión está formada por siete ovejas sagradas, cuatro pastores, los tres Reyes Magos, cinco ángeles del Señor, el emperador Augusto, el gobernador Quirino, el posadero y Elisabet, a la que permiten recorrer montada en un burro el último trecho hasta la ciudad de David.
Iban disminuyendo la velocidad hasta alcanzar el paso de marcha. Efiriel indicó que el reloj de ángel se había detenido en el año 0. Señaló una ciudad en la lejanía y dijo que era Belén.
De repente, el emperador Augusto se detuvo y colocó el cetro en el suelo junto a un olivo. Se enderezó, abrió el libro que llevaba bajo el brazo y dijo con voz firme:
—¡Ha llegado la hora!
Todos permanecieron inmóviles, y el emperador continuó:
—Os ordeno a todos que os empadronéis.
Cogió un trozo de carbón que pasó por turno a cada uno de los peregrinos, y todos inscribieron sus nombres en el gran libro, incluso los ángeles. Los únicos que no tuvieron que hacerlo fueron las ovejas, porque no sabían escribir y porque nadie les había puesto nombre.
Elisabet fue la última en escribir el suyo. Leyó en voz alta los demás nombres antes de añadir su firma:
Primer pastor: Josué
Segundo pastor: Jacobo
Tercer pastor: Isaac
Cuarto pastor: Daniel
Primer Rey Mago: Melchor
Segundo Rey Mago: Gaspar
Tercer Rey Mago: Baltasar
Primer ángel: Efiriel
Segundo ángel: Imporiel
Tercer ángel: Serafiel
Cuarto ángel: Querubiel
Quinto ángel: Evangeliel
Quirino, gobernador de Siria
Augusto, emperador del Imperio Romano
Posadero
Elisabet inscribió así su propio nombre:
Primera peregrina: Elisabet
Luego se le ocurrió una buena idea. Aunque las ovejas no sabían escribir ni tenían nombre, le pareció que de todos modos deberían ser empadronadas, así que escribió:
Primera oveja
Segunda oveja
Tercera oveja
Cuarta oveja
Quinta oveja
Sexta oveja
Séptima oveja
Levantó la cabeza y miró al emperador Augusto. Estaba un poco preocupada por si le había disgustado que se hubiera colado en su libro. Pero él se limitó a cerrarlo sin rechistar.
Elisabet había contado veintitrés peregrinos inscritos en el padrón incluidas ella misma y las siete ovejas. Eran como una clase entera del colegio.
Después del empadronamiento, los peregrinos se mostraron algo menos solemnes de lo que habían estado en Copenhague y Hamelín, en Venecia y Constantinopla, en Mirra y Damasco.
Efiriel dijo:
—«José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.»
La procesión de peregrinos volvió a ponerse en marcha lentamente, pero al poco rato, Efiriel los mandó detenerse de nuevo. Señaló el camino. Un hombre joven iba caminando junto a un burro y montada en el burro iba una mujer vestida de rojo. Al fondo se veía Belén extenderse sobre un paisaje de terrazas, con largas laderas casi peladas por los rebaños de ovejas.
—Allí van María y José —dijo Efiriel—. Pues ha llegado la hora. Como si de una fruta madura se tratara.
—He de darme prisa para llegar antes que ellos —dijo el posadero, y acto seguido salió disparado a través de las colinas. Mientras corría, iba murmurando para sus adentros:
—No, lo siento, está todo lleno. Pero si quieren, pueden quedarse en el establo…
También cierto nerviosismo se había apoderado de los demás peregrinos, como si todos estuvieran ensayando algo que tenían que aprenderse de memoria.
Imporiel se elevó un par de metros del suelo, batió las alas y dijo:
—«¡No temáis! Pues os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo. Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
Efiriel asintió con la cabeza e Imporiel exclamó:
—¡Maravilloso!
Luego Evangeliel tocó su trompeta, y los cinco ángeles exclamaron al unísono:
—«¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!»
De repente las ovejas se pusieron a balar, como si también ellas hubiesen empezado a ensayar algo que tenían que aprenderse de memoria.
Josué, el pastor, se volvió hacia los demás pastores:
—«Vamos a Belén a ver lo que el Señor nos ha anunciado.»
Al final hablaron los Reyes Magos:
—«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle.»
Se arrodillaron y ofrecieron los cofrecillos con oro, incienso y mirra.
El ángel Efiriel se mostró muy contento.
—Creo que ya os lo sabéis.
Josué golpeó con cuidado su cayado contra la piel de una de las ovejas y susurró:
—¡A Belén, a Belén!
El padre permaneció sentado con el trozo de papel en las rodillas antes de que nadie se atreviera a decir palabra. Había leído que cierto nerviosismo se había apoderado de los peregrinos conforme se iban acercando al establo de Belén. Lo mismo estaba ocurriendo en el pequeño cuarto de Joakim.
—No habrá más que un calendario de Navidad como éste en el mundo entero —dijo el padre—. Y nosotros somos las únicas personas que lo hemos recibido.
La madre se mostró de acuerdo.
—Y la verdadera Nochebuena sólo tuvo lugar una vez, pero esa Nochebuena creó la Navidad en todo el mundo.
—Eso es porque las maravillas celestiales se propagan con gran facilidad —dijo Joakim—. Empiezo a creer que se contagian.
Aún les quedaba un montón de cosas por hacer antes de Nochebuena. Según la tradición familiar, los padres decoraban el abeto por la noche después de que Joakim se acostara. Pero ese día decidieron hacerlo los tres juntos antes de que llegara Juan. Entonces todo estaría listo para Navidad.
Por la tarde, la madre preparó una bonita mesa para el café e hizo exactamente lo que había dicho el padre: sacó todas las cosas buenas que tenían para comer, incluida una maravillosa tarta de almendras.
A las siete en punto sonó el timbre de la puerta.
—Ve tú a abrir, Joakim —dijo la madre.
Corrió hasta la puerta. Fuera estaba el viejo vendedor de flores con un gran ramo de rosas en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.
—Por favor, entra —dijo Joakim.
Salieron sus padres y Juan entregó las rosas a la madre.
—Muchísimas gracias —dijo ella—. Y gracias también por el fantástico calendario de Navidad.
Juan puso una mano en la cabeza de Joakim y respondió con modestia:
—Tal vez sea yo el que deba darles las gracias a ustedes.
Cuando se hubieron sentado, Juan dio un sorbo al café y empezó a contarles su historia:
—Nací en Damasco y me crié en una familia cristiana. Se cree que nuestra familia tiene raíces en la primera comunidad cristiana de Siria. Un día cuando era un niño, encontré un viejo jarrón que contenía unos rollos de escritura en muy mal estado. Por suerte, mis padres tuvieron la feliz idea de entregarlo todo al museo. Allí descubrieron que tanto el jarrón como los rollos eran muy antiguos.
—¿Qué había escrito en esos rollos? —preguntó impaciente el padre.
—Eran diversos informes de legionarios romanos, quienes, entre otras cosas, informaban sobre un suceso que tuvo lugar en Damasco a finales del siglo ti después de Cristo. En el año 175 presuntamente una extraña procesión salió a toda velocidad por la puerta este de la ciudad. Unos años más tarde una procesión similar entró disparada en la ciudad por la puerta oeste. Se habló de la presencia de ángeles en ambas procesiones.
La madre y Joakim asintieron con la cabeza porque se acordaban de lo que habían leído en el calendario mágico.
—Existen muchos mitos y leyendas de ese tipo procedentes de la antigüedad —prosiguió Juan—, pero a mí me sorprendió mucho que la procesión hubiera salido de la ciudad antes de haber entrado en ella. De haber sido así, habría tenido que correr hacia atrás en el tiempo, lo cual es completamente imposible, claro.
—Pues sí, completamente imposible —asintió el padre.
—Pero se había despertado en mí un gran interés por los mitos y leyendas. Empecé a leer viejos libros, y sobre todo me apasionaban las historias acerca de personas que decían haber visto ángeles. Reuní una valiosa colección de esa clase de historias de mi parte del mundo y de muchos otros países de Europa. Al cabo de unos años me fui a Roma para introducirme en los grandes tesoros que se encuentran en las bibliotecas de esa ciudad.
—¿Y allí te encontraste con Elisabet? —preguntó Joakim.
—Así es —contestó Juan—. Pero espera un momento. Sólo me había fijado en algunas de aquellas historias de ángeles, en las que a mi parecer tenían algo en común. Procedían de lugares sumamente diferentes, como Hannover y Copenhague, Basilea y Yenecia, el valle de Aosta al norte de Italia y el valle de Axios en Macedonia. También procedían de tiempos muy diferentes. La historia más antigua provenía de Cafarnaum en Galilea, y la más reciente de Noruega, de una carretera de las afueras de la ciudad de Halden en 1916.
—¡El coche antiguo! —exclamó Joakim.
—Obviamente, hay muy pocas personas que hoy en día crean en historias como ésas. Todas las que yo había recogido contaban que la visión de la niña y del ángel había durado sólo uno o dos segundos, pero cuando comparaba las historias de Halden, Hannover y Hamelín, con las de Aosta, Axios y Cafarnaum… me parecían muy peculiares.
El vendedor de flores se quedó absorto en sus propios pensamientos.
—¿Qué pasó con la joven de la foto? —preguntó el padre.
Juan suspiró y a Joakim le pareció ver una lágrima en el rabillo de su ojo.
—Una vez —dijo— hace muchísimos años, conocí a una joven en Roma. Fue un encuentro que sólo duró unas semanas, pero me encariñé profundamente con ella.
—¡Háblenos de ella! —le rogó papá.
—Dijo llamarse Tebasile y era muy misteriosa. Decía que probablemente había nacido en Noruega pero que se había criado entre pastores de ovejas en Palestina. Esto último debía de ser verdad, porque hablaba árabe con gran soltura. Y el nombre de Tebasile sonaba palestino, aunque también podría haber sido italiano.
—¡Pero es Elisabet al revés! —exclamó Joakim.
—Así es —afirmó Juan—. Eres un chico muy listo. La gente no suele deletrear sus nombres hacia atrás.
—¡Siga! —le suplicó el padre.
—También podría haber sido verdad que fuera noruega. Tenía la piel color melocotón y los ojos muy azules. Cuando le pregunté qué fue lo que la llevó a Palestina, se me quedó mirando fijamente a los ojos y contestó: «Me secuestraron…». Y tuve que preguntarle quién la había secuestrado, y ella contestó: «Un ángel que me necesitaba en Belén… pero de eso hace mucho tiempo… no era más que una niña…».
La madre suspiró y se tapó la boca.
—¿Y usted qué le dijo? —preguntó el padre.
—Otros se habrían reído al oír semejantes ridiculeces, pero yo pensé en mis historias de ángeles. Contesté que la creía, pero el hecho de que la tomara en serio debió de asustarla.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó la madre.
—Sólo volvimos a vernos una vez después de aquello. En el Camino de la Reconciliación, enfrente de la plaza de San Pedro. Dijo que se marcharía de Roma aquella misma tarde. Pero me dejó hacerle una foto. Fue en el mes de abril de 1961.
—¿Cómo llegó usted a Noruega? —preguntó el padre—. Y ¿por qué?
Juan se sirvió tarta de almendras y contestó:
—Vine con la esperanza de volver a ver a esa misteriosa mujer, y desde entonces estoy aquí. Pero no la he encontrado, ni he conseguido saber dónde podría estar. Pero veremos…
Mordió un trozo de tarta.
—Enseguida oí la historia de la desaparición de una niña en 1948, y me pregunté si esa pobre niña podría haber sido la pequeña Tebasile, que dijo haber sido secuestrada por un ángel en su infancia. Yo no sabía su edad exacta, pero podría ser que hubiera nacido alrededor de 1940.
Juan permaneció callado unos instantes. Luego prosiguió:
—Hasta mucho más tarde no reparé en la extraña similitud entre los nombres. Durante mis primeros años en Noruega pensaba a todas horas en Tebasile. Y de repente se me encendió una luz: ¡al leer su nombre al revés se convirtió en Elisabet! Eso me convenció aún más de que realmente la desaparecida Elisabet era la que yo había conocido muchos años atrás en Roma. Y me puse a hacer el calendario mágico de adviento. Me llevó meses confeccionarlo, ¿saben?
—¿Y luego colocó la foto de Elisabet en el escaparate? —preguntó la madre.
—Sí —contestó Juan—. Para ver si alguien de esta ciudad la reconocía.
—¿Por qué te fuiste al páramo? —quiso saber Joakim.
El viejo vendedor de flores explicó:
—Al llegar el Adviento me voy siempre al campo a caminar por los bosques y colinas, en primer lugar para encontrar la paz antes de Navidad, pero también para buscar alguna huella del cordero, de Elisabet y del ángel Efiriel, que en 1948 emprendieron viaje hacia Belén. He de admitir que algunas veces voy pronunciando los dos nombres para mis adentros: Elisabet… Tebasile… Elisabet.
—¿Nunca ha querido volver a Damasco? —preguntó el padre.
Juan negó con la cabeza.
—No, este país se ha convertido ya en mi hogar. Vendo flores en el mercado, y así contribuyo a esparcir algunas de las maravillas celestiales a mi alrededor que, por cierto, se dispersan con gran facilidad. Y un día tal vez Elisabet vuelva a esta ciudad. Porque… eso no es todo…
Se hizo tal silencio en el salón que casi se podían escuchar las motas de polvo cayendo al suelo de madera.
Juan miró a Joakim y prosiguió:
—Durante todos estos años no he dejado de buscarla. Pero sólo conocía su nombre de pila, o al menos eso creía. Encontrar a una Elisabet o una Tebasile exclusivamente por el nombre de pila, ya sea en Roma o en Palestina, resulta más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Se han reído de mí en muchas embajadas y registros civiles de bastantes países. Pero Joakim…
De nuevo se hizo el silencio en el salón.
—Joakim tal vez me haya ayudado a encontrarla. De modo que soy yo el que ha de dar las gracias.
Joakim miró a sus padres, incapaz de adivinar de qué se trataba.
—Creo que tiene que explicárnoslo un poco más —dijo la madre.
—Joakim me hizo pensar que tal vez ella se llamara las dos cosas, una como nombre y la otra como apellido. Es curioso lo poco imaginativos que somos los humanos cuando sólo pensamos lo mismo año tras año.
La cara de Joakim se iluminó.
—¡Elisabet Tebasile! —dijo—. ¿Se llamaba así?
—En la guía telefónica de Roma hay un abonado con ese nombre, pero aún no ha llegado la Navidad. Mañana tendrás que abrir la última ventanita del calendario mágico.
Juan se levantó y dijo que debía marcharse porque tenía algo urgente que hacer.
—Pero quizá pueda echar un último vistazo al calendario de adviento antes de irme —añadió.
Joakim corrió a su cuarto y descolgó el calendario mágico de la pared. De vuelta en el salón se lo alcanzó a Juan, que se quedó mirando la imagen.
—Tienes que volver a cerrar todas las ventanitas abiertas —explicó Joakim.
Juan así lo hizo y luego dijo:
—Pues sí, aquí están todos. Quirino y el emperador Augusto, los ángeles en el cielo y los pastores en el campo, los Reyes Magos, María, José y el Niño Jesús.
—Pero no Elisabet —señaló Joakim.
—No, Elisabet no.
Acompañaron a Juan hasta la puerta. A punto ya de marcharse, dijo:
—Bueno, veremos lo que nos depara esta Navidad.
—Ya lo creo —dijo el padre. Era evidente que se sentía aliviado por haber oído finalmente la historia del anciano.
Pero Juan dijo algo más:
—No abrirás la última ventanita del calendario de adviento hasta que hayan repicado las campanas de Navidad, ¿no?
Mamá lo miró.
—Bueno, supongo que no.
—Intentaremos esperar —intervino el padre.
Ya fuera, en la escalera, Juan dijo:
—Tal vez venga a verlos otra vez mañana.
Joakim estaba encantado. Sintió una especie de cosquilleo al oír decir a Juan que a lo mejor volvía también al día siguiente. Porque Joakim no estaba tan satisfecho como sus padres.
Tenía la sensación de que todavía faltaba algo.