A la mañana siguiente, también Joakim se despertó antes que sus padres. Se incorporó y miró el gran calendario colgado de la pared. En ese momento descubrió al corderito tumbado a los pies de uno de los pastores. ¡Qué raro! Había estudiado a fondo la gran imagen de los ángeles, los Reyes Magos, los pastores y las ovejas, pero no se había fijado en el cordero.

Tal vez se fijaba ahora porque había leído sobre él en el papelito que cayó del calendario al abrir la primera ventanita.

¿Podía tratarse del mismo cordero? Pero aquél había salido corriendo de una tienda moderna, y el del calendario de Navidad había vivido en Belén hacía mucho, muchísimo tiempo.

Buscó la ventanita con el número 2 y la abrió con mucho cuidado. Un papel doblado cayó del calendario. Al abrirse la ventanita, Joakim se topó con la imagen de un bosque en el que había un ángel con el brazo alrededor de una niña.

Joakim se agachó a recoger el papel que había caído dentro de la cama. Lo desdobló y vio que ambos lados de la hoja estaban escritos con letras minúsculas. Empezó a leer:

Efiriel

Elisabet Hansen no sabía cuánta distancia o cuánto tiempo había estado corriendo tras el cordero, pero cuando había empezado a correr por la ciudad, nevaba copiosamente. Ahora no sólo había dejado de nevar, sino que no había nada de nieve en el sendero. Entre los árboles se veían anémonas azules y blancas, y también fárfaras. Aquello resultaba muy extraño, porque faltaba muy poco para Navidad.

Se le ocurrió pensar que tal vez había corrido tanto que había llegado a un país donde todo el año era verano. ¿O habría estado corriendo durante tanto tiempo que la primavera y el buen tiempo ya habían llegado? Y en ese caso, ¿qué habría pasado con la Navidad?

Mientras meditaba sobre esto, oyó a lo lejos un cascabel. Elisabet echó a correr de nuevo y no tardó mucho en divisar al cordero. Había encontrado un trozo de pasto y estaba comiendo con avidez.

Elisabet se acercó con mucho cuidado al cordero, pero en el instante en que iba a lanzarse sobre él para acariciarlo, el animal echó a correr.

—¡Corderito, corderito!

Elisabet intentó seguirlo, pero tropezó con la raíz de un pino y cayó de bruces.

Al levantar la mirada, descubrió una figura resplandeciente entre los árboles. Elisabet abrió los ojos de par en par, porque lo que estaba viendo no era ni una persona ni un animal. Llevaba un vestido tan blanco como el cordero, y del vestido asomaba un par de alas.

Elisabet comprendió enseguida que la figura resplandeciente tenía que ser un ángel. Había visto ángeles en libros y en cromos, pero era la primera vez que veía uno al natural.

—¡No temas! —dijo el ángel con voz dulce.

Elisabet se incorporó un poco.

—No creas que te tengo miedo —dijo, un poco enfurruñada por haberse lastimado en la caída.

El ángel se acercó a ella, se arrodilló y le rozó suavemente la nuca con la punta de una de las alas.

—He dicho «No temas» sólo para asegurarme —dijo—. No nos aparecemos mucho a los humanos, así que más vale ser prudente en las pocas ocasiones que lo hacemos. La gente suele asustarse mucho cuando recibe la visita de un ángel.

De repente Elisabet se echó a llorar, y no fue porque tuviera miedo del ángel, ni tampoco porque se hubiera hecho daño al caerse. Ni siquiera ella misma sabía por qué estaba llorando, hasta que se oyó decir entre sollozos:

—Quería… quería acariciar al cordero.

El ángel asintió con gracia:

—No creo que Dios hubiera creado los corderos con una piel tan suave de no haber sido porque esperaba que alguien los acariciara.

—Pero corre mucho más que yo —sollozó Elisabet de nuevo—. Y también tiene el doble de patas que yo. ¿No te parece injusto? No entiendo cómo un corderito puede tener tanta prisa.

El ángel la ayudó a levantarse y dijo en tono confidencial:

—Va a Belén.

Elisabet había dejado ya de llorar.

—¿A Belén?

—Sí, a Belén, a Belén, porque allí nació el Niño Jesús.

Las palabras del ángel dejaron muy sorprendida a Elisabet.

—Entonces quiero ir a Belén con él —dijo.

El ángel se había puesto a bailar de puntillas sobre el sendero.

—Me viene bien —dijo, elevándose unos milímetros del suelo—, yo también voy en esa dirección. Así que podemos ir los tres juntos.

A Elisabet le habían enseñado que no debía ir a ninguna parte con desconocidos. Seguramente esa prohibición incluía también a ángeles y a gnomos. Miró al ángel y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

El ángel hizo una reverencia como si fuera una bailarina y contestó:

—Me llamo Efiriel.

Elisabet sollozó por última vez y dijo:

—Si hemos de ir hasta Belén, no creo que tengamos tiempo de seguir hablando. Debe de estar muy lejos, ¿no?

—Pues sí, está muy lejos en el espacio y en el tiempo. Pero conozco un atajo, y es el camino en el que nos encontramos ahora.

Y echaron a correr. El cordero corría delante, luego iba Elisabet y detrás bailaba el ángel Efiriel.

Joakim se apresuró a esconder el papelito en el cofrecillo del que sólo él tenía la llave.

Era el vendedor de flores, Juan, el que había dejado el viejo calendario en la librería. ¿Sabría lo de los papelitos escritos? ¿O Joakim era la única persona del mundo que conocía el secreto?

También pensó en otra cosa. ¡Elisabet!, se dijo. ¿No era Elisabet el nombre de la joven de la foto que Juan había colocado en el escaparate?

Pues sí, estaba seguro de ello. ¿Se trataba de la misma Elisabet que aparecía en el calendario mágico? No era más que una niña, es verdad, pero el calendario era tan viejo que ella habría tenido tiempo de sobra de hacerse mayor durante los años que habían transcurrido desde entonces.